24 de mayo de 2019

Buenos Aires y el cuento. Sinopsis de los primeros cien años de una relación fructífera

1º parte. Los cafés, las tertulias y la Generación del ‘37

El entorno en el que viven los seres humanos no es sólo un entorno físico sino también -y sobre todo- cultural y social. El ámbito de una ciudad está tan incorporado en el ambiente cultural que puede afirmarse que las interacciones, las relaciones entre ambos están profundamente relacionadas. El hombre, en definitiva, como decía Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.)​​​ en “Koinonia politike” (Comunidad política), es un ser social por naturaleza, capaz de crear cultura y transmitirla. Dentro del patrimonio cultural de cualquier ciudad la literatura desempeña un rol sustancial y, dentro de ese arte, el cuento ocupa un lugar sin dudas relevante. El núcleo urbano y ese espacio de la cultura están firmemente vinculados en el ser humano; los ambientes citadinos y culturales se confunden y se compenetran, modificándose entre sí sin cesar a medida que transcurren los años. Y ese portento se dio en Buenos Aires desde los lejanos tiempos de finales del siglo XVIII.
En su obra “Orígenes de la novela”, publicada en tres tomos entre 1905 y 1910, el escritor y filólogo español Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912) decía que el cuento era un “género tan antiguo como la imaginación humana”. Ciertamente, el origen del cuento se remonta a tiempos tan remotos que resulta difícil indicar con precisión una fecha aproximada de cuándo alguien creó el primero. Muy distinto es el caso de la ciudad de Buenos Aires, de la que se conocen muchos aspectos de su historia desde su primera fundación en 1536 por el conquistador español Pedro de Mendoza (1499-1537). Su existencia fue efímera -apenas cinco años- debido a la resistencia presentada por los pueblos originarios que habitaban la región desde tiempos inmemoriales, mayoritariamente querandíes y charrúas. Los invasores españoles debieron esperar hasta 1580 para refundar la ciudad, esta vez a manos de Juan de Garay (1528-1583) y recién tres siglos más tarde, esto es, en 1880, tras la independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata -tal como se llamaba por entonces la actual República Argentina- y después de algo más de seis décadas de cruentas guerras civiles, el gobierno sancionó la Ley de Federalización de Buenos Aires y la convirtió en su Capital Federal.


Había llegado a su fin un viejo pleito entre porteños y provincianos y se iniciaba una nueva época en la evolución histórica argentina, con grandes cambios tanto en el panorama político y económico como en el social y cultural. Y es en este último aspecto precisamente donde la narrativa realiza sus primeros escarceos de la mano de algunos escritores que pasarían a la historia justamente por eso, por ser los iniciadores de una corriente que iría desarrollándose con el paso de los años. Ya desde fines del siglo XVIII en la viaja capital virreinal se habían registrado novedosas formas de sociabilidad política que acompañaban las nuevas cuestiones, como quién representaba a quién, donde residía la soberanía y porqué los hombres se unían entre sí. Estas formas se expresaron en el surgimiento de espacios públicos de discusión, como los cafés, los billares y los hoteles, así como en la explosión de la prensa periódica de opinión. En 1801 se inauguró un lugar de encuentro que cobró creciente importancia durante el período revolucionario: el Café de Marco, ubicado muy cerca del Cabildo y el Fuerte, frente a la Plaza Mayor (hoy Plaza de Mayo). Luego, tanto el proceso revolucionario como la guerra por la independencia y la tensión que se produjo como consecuencia de la ruptura con España impusieron a la sociedad rioplatense -en particular, en Buenos Aires- la convicción de que la autonomía implicaba la necesidad de debatir, de decidir, de participar. Los ámbitos de debate se ampliaron y los periódicos se multiplicaron.
La costumbre de la tertulia o peña era una necesidad para los porteños, y así fueron naciendo otros espacios con esa finalidad: la Jabonería de Vieytes, el café de Los Catalanes, el Café de la Comedia y el Café de la Victoria, lugares todos ellos en los que se retomaron los viejos hábitos de analizar, discutir y polemizar que habían aflorado ya hacia 1791 en lugares emblemáticos como el Café La Amistad o el Café de los Trucos.


Eran tiempos en que, en Europa, las ideas del romanticismo -aquel movimiento socio cultural derivado del idealismo impulsado por el filósofo alemán Johann Gottlieb Fichte (1762-1814)- comenzaban a reclamar una nueva organización social acorde a los principios liberales surgidos de la Revolución Francesa. En Buenos Aires, aquellas ideas se hicieron presentes en las jóvenes generaciones, sobre todo en las manifestaciones literarias y artísticas inspiradas primordialmente en poetas, novelistas y dramaturgos alemanes de la talla de Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) y Friedrich Schiller (1759-1805), y expandidas luego a Francia por Jean Jacques Rousseau (1712-1778), a Inglaterra por John Keats (1795-1821), a Italia por Giácomo Leopardi (1798-1837), a Rusia por Aleksandr Pushkin (1799-1837) y a España por José de Espronceda (1808-1842), por citar sólo algunos ejemplos.
Pero, para llegar a esa coyuntura, fueron necesarios largos años de luchas encarnizadas entre unitarios y federales, entre el centralismo y el asociativismo; el enfrentamiento entre una sociedad “aristócrata y cosmopolita” y otra “conservadora y tradicional”, entre una población “culta e ilustrada” y otra “bárbara e incivilizada”, una hostilidad de un maniqueísmo explícito que, tras la fachada de las afinidades ideológicas de cada bando, escondía solapadamente las conveniencias económicas de cada uno. Fue en ese contexto que nació en Buenos Aires la denominada Generación del ’37 de la mano de Esteban Echeverría (1805-1851), Juan Bautista Alberdi (1810-1884), Juan María Gutiérrez (1809-1878), Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888), Vicente Fidel López (1815-1903) y Carlos Tejedor (1817-1903), entre otros.


Estos intelectuales solían reunirse en la casa del escritor Miguel Cané (1812-1863) para luego proseguir sus actividades en la librería del periodista y escritor Marcos Sastre (1808-1887) agrupándose bajo el nombre de Salón Literario. Sus debates giraban en torno a las costumbres, los sentimientos, las ideologías y los distintos y contrapuestos intereses sociales que imperaban a la sazón en la incipiente Argentina. Cada uno de los escritores que conformaban el grupo -que, más allá de la unidad manifiesta en sus propósitos también los diferenciaba una cierta heterogeneidad ideológica- leía sus ensayos en los que proponían un sistema legislativo y constitucional coherente, la búsqueda de una teoría política y la necesidad de crear una literatura nacional.
Los temas que enfatizaron el romanticismo de aquella generación fueron el paisaje natural, los tipos humanos, las maneras de vivir en las diferentes circunstancias sociales y la historia, favoreciendo, de ese modo, el desarrollo de la narración costumbrista, la que llegó a constituirse, muchas veces, en su objetivo. Ese afán por la representación de personajes estereotípicos o situaciones cotidianas desarrollando sus rasgos característicos y más pintorescos (la forma de hablar, los ademanes, los hábitos, las fiestas, las comidas), señaló, si no todas, muchas de las características del cuento decimonónico argentino. Aquellos escritores de algún modo siguieron en el Río de la Plata los postulados de Mariano José de Larra (1809-1837), maestro del costumbrismo hispánico de gran influencia entre ellos. El escritor y periodista español señalaba un buen número de condiciones que debía poseer el escritor costumbrista, desde un agudo instinto de observación y sutileza hasta un profundo conocimiento de la sociedad. Desde sus gacetillas periodísticas aparecidas en el periódico madrileño “La Revista Española” se propuso convertir la estampa costumbrista en un instrumento de opinión para sacudir las conciencias amodorradas. En un artículo publicado en 1832 en la revista “El Pobrecito Hablador” por él fundada, decía: “Un pueblo no es verdaderamente libre mientras que la libertad no esté arraigada en sus costumbres e identificada con ellas”.


Pero si de influencias se habla, ese gusto romántico por el colorido local y la toma de posición frente a los cambios que comenzaban a operarse en la sociedad que dieron lugar al costumbrismo, venía de algún modo a continuar el debate con la línea del realismo, aquella corriente literaria surgida en Francia de la mano de Honoré de Balzac (1799-1850) y desarrollada plenamente por Gustave Flaubert (1821-1880). León Tolstói (1828-1910), uno de los principales exponentes del realismo literario ruso había señalado en 1897 en su “Chto takoye iskusstvo?” (¿Qué es el arte?): “Si quieres ser universal muestra la aldea en que naciste”. El mejor exponente de esta recomendación tal vez haya sido James Joyce (1882-1941), quien algunos años más tarde lo haría con Dublín, su ciudad natal, en “Ulysses” (Ulises), una de las novelas más influyentes, discutidas y renombradas del siglo XX. En el caso puntual de Buenos Aires acaso haya que remitirse a “La gran aldea” de Lucio Vicente López (1848-1894), una novela en la que la describe con una mirada que oscila entre la nostalgia y la ironía.
Individualistas unos, universalistas otros, lo innegable parece ser que la descripción por medio de la narrativa del cuadro de costumbres de una sociedad en ambos casos no deja de ser un arte romántico. Así, puede afirmarse que el parentesco, aunque tangencial, del romanticismo con el costumbrismo y el realismo literarios se relacionó en Buenos Aires con dos hechos cruciales: la existencia de una sociedad en vías de transformación, donde las revueltas políticas, los desengaños y las pasiones ciudadanas eran abundantes, y el incipiente desarrollo de los periódicos, que permitían transmitir de manera más directa los ideales de los integrantes de aquella generación de intelectuales.


La desconfianza que sus ideas generaron en el gobierno de turno hizo que tuvieran que pasar a desarrollar sus actividades en forma clandestina bajo el nombre de Asociación de la Joven Generación Argentina a partir de mediados de 1838. Fue Echeverría quien dio forma al anhelo liberador que bullía en aquellos jóvenes con su obra “Dogma socialista”, y fue también él el autor de “El matadero”, narración considerada como el primer cuento argentino. Casi en simultáneo, José Mármol (1817-1871) publicaba “Amalia”, la que pasaría a ser evaluada como la primera novela relevante, ya que, hasta entonces era un género de escasa eficacia literaria con exponentes poco significativos como “Las aventuras de Learte” del escritor navarro radicado en Córdoba Miguel de Learte (1724-1795) o “Alejandro Mencikou, príncipe y ministro del estado ruso” y “Clementina o triunfo de una mujer sobre la incredulidad y filosofía del siglo” del sacerdote cordobés Juan Justo Rodríguez (1751-1832), tres curiosidades bibliográficas prácticamente desconocidas. Apenas un poco más de atención merecieron las incursiones novelísticas de Juana Manso (1819-1875) con “Los misterios del Plata” y “La familia del comendador”, o las del citado Miguel Cané con “Una noche de bodas” y “La familia Sconner”.