El entorno
en el que viven los seres humanos no es sólo un entorno físico sino también -y
sobre todo- cultural y social. El ámbito de una ciudad está tan incorporado en el
ambiente cultural que puede afirmarse que las interacciones, las relaciones entre
ambos están profundamente relacionadas. El hombre, en definitiva, como decía
Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.) en “Koinonia
politike” (Comunidad política), es un ser social por naturaleza, capaz de crear cultura y
transmitirla. Dentro del patrimonio cultural de cualquier ciudad la literatura
desempeña un rol sustancial y, dentro de ese arte, el cuento ocupa un lugar sin
dudas relevante. El núcleo urbano y ese espacio de la cultura están firmemente
vinculados en el ser humano; los ambientes citadinos y culturales se confunden
y se compenetran, modificándose entre sí sin cesar a medida que transcurren los
años. Y ese portento se dio en Buenos Aires desde los lejanos tiempos de
finales del siglo XVIII.
En su obra
“Orígenes de la novela”, publicada en tres tomos entre 1905 y 1910, el escritor
y filólogo español Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912) decía que el cuento
era un “género tan antiguo como la imaginación humana”. Ciertamente, el origen
del cuento se remonta a tiempos tan remotos que resulta difícil indicar con
precisión una fecha aproximada de cuándo alguien creó el primero. Muy distinto
es el caso de la ciudad de Buenos Aires, de la que se conocen muchos aspectos
de su historia desde su primera fundación en 1536 por el conquistador español
Pedro de Mendoza (1499-1537). Su existencia fue efímera -apenas cinco años- debido
a la resistencia presentada por los pueblos originarios que habitaban la región
desde tiempos inmemoriales, mayoritariamente querandíes y charrúas. Los
invasores españoles debieron esperar hasta 1580 para refundar la ciudad, esta
vez a manos de Juan de Garay (1528-1583) y recién tres siglos más tarde, esto
es, en 1880, tras la independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata
-tal como se llamaba por entonces la actual República Argentina- y después de
algo más de seis décadas de cruentas guerras civiles, el gobierno sancionó la
Ley de Federalización de Buenos Aires y la convirtió en su Capital Federal.
Había
llegado a su fin un viejo pleito entre porteños y provincianos y se iniciaba
una nueva época en la evolución histórica argentina, con grandes cambios tanto en
el panorama político y económico como en el social y cultural. Y es en este
último aspecto precisamente donde la narrativa realiza sus primeros escarceos
de la mano de algunos escritores que pasarían a la historia justamente por eso,
por ser los iniciadores de una corriente que iría desarrollándose con el paso
de los años. Ya desde fines del siglo XVIII en la viaja capital virreinal se
habían registrado novedosas formas de sociabilidad política que acompañaban las
nuevas cuestiones, como quién representaba a quién, donde residía la soberanía
y porqué los hombres se unían entre sí. Estas formas se expresaron en el
surgimiento de espacios públicos de discusión, como los cafés, los billares y
los hoteles, así como en la explosión de la prensa periódica de opinión. En
1801 se inauguró un lugar de encuentro que cobró creciente importancia durante
el período revolucionario: el Café de Marco, ubicado muy cerca del Cabildo y el
Fuerte, frente a la Plaza Mayor (hoy Plaza de Mayo). Luego, tanto el proceso revolucionario
como la guerra por la independencia y la tensión que se produjo como
consecuencia de la ruptura con España impusieron a la sociedad rioplatense -en
particular, en Buenos Aires- la convicción de que la autonomía implicaba la
necesidad de debatir, de decidir, de participar. Los ámbitos de debate se
ampliaron y los periódicos se multiplicaron.
La
costumbre de la tertulia o peña era una necesidad para los porteños, y así
fueron naciendo otros espacios con esa finalidad: la Jabonería de Vieytes, el café
de Los Catalanes, el Café de la Comedia y el Café de la Victoria, lugares todos
ellos en los que se retomaron los viejos hábitos de analizar, discutir y
polemizar que habían aflorado ya hacia 1791 en lugares emblemáticos como el
Café La Amistad o el Café de los Trucos.
Eran
tiempos en que, en Europa, las ideas del romanticismo -aquel movimiento socio cultural
derivado del idealismo impulsado por el filósofo alemán Johann Gottlieb Fichte
(1762-1814)- comenzaban a reclamar una nueva organización social acorde a los
principios liberales surgidos de la Revolución Francesa. En Buenos Aires,
aquellas ideas se hicieron presentes en las jóvenes generaciones, sobre todo en
las manifestaciones literarias y artísticas inspiradas primordialmente en poetas,
novelistas y dramaturgos alemanes de la talla de Johann Wolfgang von Goethe
(1749-1832) y Friedrich Schiller (1759-1805), y expandidas luego a Francia por Jean
Jacques Rousseau (1712-1778), a Inglaterra por John Keats (1795-1821), a Italia
por Giácomo Leopardi (1798-1837), a Rusia por Aleksandr Pushkin (1799-1837) y a
España por José de Espronceda (1808-1842), por citar sólo algunos ejemplos.
Pero, para
llegar a esa coyuntura, fueron necesarios largos años de luchas encarnizadas
entre unitarios y federales, entre el centralismo y el asociativismo; el
enfrentamiento entre una sociedad “aristócrata y cosmopolita” y otra “conservadora
y tradicional”, entre una población “culta e ilustrada” y otra “bárbara e incivilizada”,
una hostilidad de un maniqueísmo explícito que, tras la fachada de las afinidades
ideológicas de cada bando, escondía solapadamente las conveniencias económicas
de cada uno. Fue en ese contexto que nació en Buenos Aires la denominada Generación
del ’37 de la mano de Esteban Echeverría (1805-1851), Juan Bautista Alberdi (1810-1884),
Juan María Gutiérrez (1809-1878), Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888), Vicente
Fidel López (1815-1903) y Carlos Tejedor (1817-1903), entre otros.
Estos
intelectuales solían reunirse en la casa del escritor Miguel Cané (1812-1863)
para luego proseguir sus actividades en la librería del periodista y escritor
Marcos Sastre (1808-1887) agrupándose bajo el nombre de Salón Literario. Sus
debates giraban en torno a las costumbres, los sentimientos, las ideologías y
los distintos y contrapuestos intereses sociales que imperaban a la sazón en la
incipiente Argentina. Cada uno de los escritores que conformaban el grupo -que,
más allá de la unidad manifiesta en sus propósitos también los diferenciaba una
cierta heterogeneidad ideológica- leía sus ensayos en los que proponían un
sistema legislativo y constitucional coherente, la búsqueda de una teoría
política y la necesidad de crear una literatura nacional.
Los temas
que enfatizaron el romanticismo de aquella generación fueron el paisaje natural,
los tipos humanos, las maneras de vivir en las diferentes circunstancias
sociales y la historia, favoreciendo, de ese modo, el desarrollo de la
narración costumbrista, la que llegó a constituirse, muchas veces, en su
objetivo. Ese afán por la representación de personajes estereotípicos o
situaciones cotidianas desarrollando sus rasgos característicos y más
pintorescos (la forma de hablar, los ademanes, los hábitos, las fiestas, las
comidas), señaló, si no todas, muchas de las características del cuento decimonónico
argentino. Aquellos escritores de algún modo siguieron en el Río de la Plata
los postulados de Mariano José de Larra (1809-1837), maestro del costumbrismo hispánico
de gran influencia entre ellos. El escritor y periodista español señalaba un
buen número de condiciones que debía poseer el escritor costumbrista, desde un
agudo instinto de observación y sutileza hasta un profundo conocimiento de la
sociedad. Desde sus gacetillas periodísticas aparecidas en el periódico
madrileño “La Revista Española” se propuso convertir la estampa costumbrista en
un instrumento de opinión para sacudir las conciencias amodorradas. En un
artículo publicado en 1832 en la revista “El Pobrecito Hablador” por él
fundada, decía: “Un pueblo no es verdaderamente libre mientras que la libertad
no esté arraigada en sus costumbres e identificada con ellas”.
Pero si de
influencias se habla, ese gusto romántico por el colorido local y la toma de
posición frente a los cambios que comenzaban a operarse en la sociedad que dieron
lugar al costumbrismo, venía de algún modo a continuar el debate con la línea
del realismo, aquella corriente literaria surgida en Francia de la mano de
Honoré de Balzac (1799-1850) y desarrollada
plenamente por Gustave Flaubert (1821-1880). León Tolstói (1828-1910), uno de
los principales exponentes del realismo literario ruso había señalado en 1897
en su “Chto takoye iskusstvo?” (¿Qué es el arte?): “Si quieres ser universal muestra la
aldea en que naciste”. El mejor exponente de esta recomendación tal vez haya
sido James Joyce (1882-1941), quien algunos años más tarde lo haría con Dublín,
su ciudad natal, en “Ulysses” (Ulises), una de las novelas más influyentes,
discutidas y renombradas del siglo XX. En el caso puntual de Buenos Aires acaso
haya que remitirse a “La gran aldea” de Lucio Vicente López (1848-1894), una
novela en la que la describe con una mirada que oscila entre la nostalgia y la
ironía.
Individualistas
unos, universalistas otros, lo innegable parece ser que la descripción por
medio de la narrativa del cuadro de costumbres de una sociedad en ambos casos
no deja de ser un arte romántico. Así, puede afirmarse que el parentesco,
aunque tangencial, del romanticismo con el costumbrismo y el realismo
literarios se relacionó en Buenos Aires con dos hechos cruciales: la existencia
de una sociedad en vías de transformación, donde las revueltas políticas, los
desengaños y las pasiones ciudadanas eran abundantes, y el incipiente desarrollo
de los periódicos, que permitían transmitir de manera más directa los ideales
de los integrantes de aquella generación de intelectuales.
La
desconfianza que sus ideas generaron en el gobierno de turno hizo que tuvieran
que pasar a desarrollar sus actividades en forma clandestina bajo el nombre de Asociación
de la Joven Generación Argentina a partir de mediados de 1838. Fue Echeverría
quien dio forma al anhelo liberador que bullía en aquellos jóvenes con su obra
“Dogma socialista”, y fue también él el autor de “El matadero”, narración considerada
como el primer cuento argentino. Casi en simultáneo, José Mármol (1817-1871)
publicaba “Amalia”, la que pasaría a ser evaluada como la primera novela
relevante, ya que, hasta entonces era un género de escasa eficacia literaria
con exponentes poco significativos como “Las aventuras de Learte” del escritor navarro
radicado en Córdoba Miguel de Learte (1724-1795) o “Alejandro Mencikou, príncipe
y ministro del estado ruso” y “Clementina o triunfo de una mujer sobre la
incredulidad y filosofía del siglo” del sacerdote cordobés Juan Justo Rodríguez
(1751-1832), tres curiosidades bibliográficas prácticamente desconocidas. Apenas
un poco más de atención merecieron las incursiones novelísticas de Juana Manso
(1819-1875) con “Los misterios del Plata” y “La familia del comendador”, o las
del citado Miguel Cané con “Una noche de bodas” y “La familia Sconner”.