5 de mayo de 2019

Ricardo Piglia, el artífice del policial negro en la Argentina (II)


Indudablemente, en relación con el desarrollo del género policial en la Argentina, la figura de Borges constituye un hito insoslayable que no puede ni debe obviarse. Sus aportes a la difusión del género aparecieron en una serie de reseñas y notas periodísticas publicadas en revistas como “El Hogar” o la mencionada “Sur” entre los años '30 y '40, en las que desarrolló una tarea de exégesis del policial clásico y delineó su propio canon, el que tenía como maestro indiscutido a Gilbert Keith Chesterton (1874-1936). En 1945 nació “El Séptimo Círculo”, una colección dirigida por Borges y Bioy Casares que estuvo destinada desde un principio al policial clásico inglés. Así, se publicaron obras de Wilkie Collins (1824-1889) -autor muy popular hacia el último cuarto del siglo XIX por sus narraciones enmarcadas dentro de la “sensation novel” (novela sensacionalista), un género equivalente y precursor de las posteriores novelas policíacas, de suspenso y misterio- y también de Eden Phillpotts (1862-1960), Cecil Day Lewis (1904-1972) y John Mackintosh Stewart (1906-1994), escritores que publicaban bajo los seudónimos de Harrington Hext, Nicholas Blake y Michael Innes respectivamente, revelando la desconfianza que todavía provocaba el policial.
Si bien aparecieron algunos autores del policial negro en los primeros títulos de la colección, el verdadero enemigo conceptual para Borges no era el policial norteamericano sino el francés. Por eso en sus artículos periodísticos siempre se limitó a la valoración de la tradición inglesa del género por sobre otras manifestaciones del género, sobre todo las provenientes de Francia de la mano de escritores como Émile Gaboriau (1832-1873), Maurice Leblanc (1864-1941), Gastón Leroux (1868-1927), Pierre Véry (1900-1960) y Georges Simenon (1903-1989) a los que no valoraba por considerarlos “literatos muy olvidables”. Pero “El Séptimo Círculo” estaba lejos de ser la puesta en práctica de los criterios expresados por Borges en aquellas notas. La orientación hacia el género policial clásico de la colección probablemente tuvo que ver con la decisión de la editorial Emecé de competir con la “Serie Amarilla”, la colección que publicaba editorial Tor en ediciones muy económicas, impresas en papel de diario, con tapas de papel satinado y dibujos anónimos en colores.


Un cuarto de siglo más tarde, con la intención de refrendar el policial negro norteamericano, la editorial Tiempo Contemporáneo lanzó en 1969 la “Colección Serie Negra”. Por entonces Borges y Bioy Casares ya habían abandonado sus tareas en la selección de los títulos de “El Séptimo Círculo” y la editorial Tor había entrado en una etapa recesiva. Cuando Piglia se hizo cargo de organizar las publicaciones produjo unos de sus mayores logros, el de trasladar por primera vez el “slang” norteamericano al argot porteño, algo completamente novedoso en la historia de la traducción de las editoriales argentinas que generalmente traducían a un español neutro. Así, en su catálogo aparecieron obras de Raymond Chandler (1888-1959), Erle Stanley Gardner (1889-1970), James M. Cain (1892-1977), Peter Cheyney (1896-1951), Horace McCoy (1897-1955), Fredric Brown (1906-1972), James Thompson (1906-1977) y David Goodis (1917-1967) traducidas por encargo de Piglia por figuras prestigiosas como Estela Canto (1916-1994), Floreal Mazía (1920-1990) o Rodolfo Walsh (1927-1977).
El primer título de la colección fue “Cuentos policiales de la serie negra”, una antología que Piglia firmó como Emilio Renzi, su “alter ego” de toda la vida, en la que incluyó cuentos de varios de sus autores predilectos: Hammett, Brown, Chandler, Cain, etc. Fueron en total veintiún libros publicados hasta el cierre de la editorial en 1977 en tiempos de la dictadura del llamado Proceso de Reorganización Nacional. De todas formas, durante aquellos años sus ediciones tuvieron una enorme difusión, lo que permitió la escritura y publicación de una serie de autores argentinos de los años ‘70. Escritores como Rubén Tizziani (1937), Osvaldo Soriano (1943-1997), José Pablo Feinmann (1943), Juan Martini (1944-2019), Sergio Sinay (1947), Guillermo Saccomanno (1948) y el mismo Ricardo Piglia encontraron un público lector que ya estaba entrenado en las novelas de Hammett o Chandler. Ese fue el nacimiento del género negro en la Argentina.
A continuación, la segunda y última parte del prólogo que el autor deLos casos del comisario Croce” y de imprescindibles ensayos como “Crítica y ficción”, “El último lector” y “Escritores norteamericanos” escribió para “Cuentos de la serie negra”, la antología que publicara en 1979 el Centro Editor de América Latina.


Si la novela policial clásica se organiza a partir del fetiche de la inteligencia pura, y valora, sobre todo, la omnipotencia del pensamiento y la lógica abstracta pero imbatible de los personajes encargados de proteger la vida burguesa, en los relatos de la serie negra esa función se transforma y el valor ideal pasa a ser la honestidad, la decencia, la  incorruptibilidad. Por lo demás, se trata de una honestidad ligada exclusivamente a cuestiones de dinero. El detective no vacila en ser despiadado y brutal, pero su código moral es invariable en un solo punto: nadie podrá corromperlo. En las virtudes del individuo que lucha solo y por dinero contra el mal, el “thriller” encuentra su utopía. No es casual en fin, que cuando el detective desaparezca de la escena la ideología de estos relatos se acerque peligrosamente al cinismo (caso Chase) o mejor, cuando también el detective se corrompe (caso Spillane) los relatos pasan a ser la descripción cínica de un mundo sin salida, donde la exaltación de la violencia arrastra vagos ecos del fascismo. Asistimos ahí a la declinación y al final del género: su continuación lógica serán las novelas de espionaje. Visto desde James Bond, Philip Marlowe es Robinson Crusoe que ha vuelto de la isla.


La transformación que lleva de la policial clásica al “thriller” no puede analizarse según los parámetros de la evolución inmanente de un género literario como proceso autónomo. Es cierto que la novela policial clásica se había automatizado (en el sentido en que usan este término los formalistas rusos), pero esa automatización (denunciada por Hammett y Chandler y parodiada en novelas como “La ventana alta” y “El hombre flaco”) y el desgaste de los procedimientos no pueden explicar el surgimiento de un nuevo género ni sus características. De hecho, es imposible analizar la constitución del “thriller” sin tener en cuenta la situación social de los Estados Unidos hacia el final de la década del ‘20. La crisis en la Bolsa de Wall Street, las huelgas, la desocupación, la depresión, pero también la ley seca, el gangsterismo político, la guerra de los traficantes de alcohol, la corrupción: al  intentar reflejar (y denunciar) esa realidad los novelistas norteamericanos inventaron un nuevo género. Así al menos lo creía Joseph. T. Shaw quien al definir la función de “Black Mask” señalaba que el negocio del delito organizado tenía aliados políticos y que era su deber revelar las conexiones entre el crimen, los jueces y la policía. En 1931 declaró: “Creemos estar prestando un servicio público al publicar las historias realistas, fieles a la verdad y aleccionadoras sobre el crimen moderno de autores como Dashiell Hammett, Burnett y Whitfield”.
En este sentido la novela policial se conecta con un proceso de conjunto de la literatura norteamericana de esos años. El pasaje de los “twenties” al “New Deal” está signado por la toma de conciencia social de los escritores norteamericanos. El ejemplo más notable es el de Scott Fitzgerald (hay que leer su “Notebook” donde se define como socialista o analizar en ese marco “El último magnate” y las notas que acompañaron la redacción de esa novela) pero el proceso alcanza también  a  Faulkner (basta ver su saga de los Snopes) y por supuesto a Hemingway (que en los años ‘30 no sólo trabaja por la República Española e integra el Comité de escritores antifascistas, sino que colabora en “New Masses”, periódico del PC). 



Son los años de la literatura proletaria, de la “Partisan Review” en la que Edmund Wilson, Lionel   Trilling y Mary McCarthy defienden posiciones “radicals”; los años en que Dos Passos publica su trilogía “U.S.A.”, Steinbeck “Viñas de ira”, Michael Gold “Judíos sin dinero”, Caldwell “El camino del tabaco”, Hemingway “Tener y no tener” (cuyo primer capítulo, publicado antes como cuento con el título de “On trip across” es un modelo de “thriller”); los años en que empiezan a publicar sus libros, desde la misma óptica, Nathaniel West, Katherine Ann Porter, Daniel Fusch, Nelson Algren, John O'Hara. Los escritores de “Black Mask” están ligados a esa tendencia: el caso de Hammett (también él colaborador de “New Masses”) es el más conocido y Lilian Hellman lo ha narrado, con cierta incómoda distancia, en el retrato biográfico que prologa “Dinero sangriento”.
El “thriller” surge como una vertiente interna de la literatura norteamericana y la constitución del género debe ser pensada en el interior de cierta tradición típica de la literatura norteamericana (lo que podríamos llamar el costumbrismo social que viene de Ring Lardner y de Sherwood Anderson) antes que en relación con las reglas clásicas del relato policial. En la historia del surgimiento y la definición del género el cuento de Hemingway “Los asesinos” (1926) tiene el mismo papel fundador que “Los crímenes de la calle Morgue” (1841) de Poe con respecto a la novela de enigma. En esos dos matones profesionales que llegan de Chicago para asesinar a un ex boxeador al que no conocen, en ese crimen por encargo que no se explica y en el que subyace la corrupción en el mundo del deporte, están ya las reglas del “thriller”, en el mismo sentido en que las deducciones del caballero Dupin de Poe preanunciaban toda la evolución de la novela de enigma desde Sherlock Holmes a Hércules Poirot.



Por lo demás en ese relato (y en el primer Hemingway) está también la técnica narrativa y el estilo que van a definir el género: predominio del diálogo, relato objetivo, acción rápida, escritura blanca y coloquial (no es casual que Chandler haya comenzado por escribir una parodia de Hemingway, “The sun also sneezes”, “dedicado sin ninguna razón al mayor novelista norteamericano actual: Ernest Hemingway” o que Hemingway se llame uno de los personajes de “Adiós, muñeca”). Por lo demás, en 1931 aparece “Santuario” de Faulkner que puede ser considerada una de las mejores novelas del género y que tiene un papel clave en su transformación. Porque el desarrollo del thriller hacia formas cada vez más alejadas del relato policial propiamente dicho (como de un modo u otro lo practicaban Hammett o Chandler) está marcado por la primera novela de James Hadley Chase, “El secuestro de la señorita Blandish” (1937) que no es más que una remake de “Santuario”.
El “thriller” es uno de los grandes aportes de la literatura norteamericana a la ficción contemporánea. Nacido en una coyuntura histórica precisa, literatura social de notable calidad, el género se cristaliza y culmina en la década del ‘30: “El largo adiós” de Chandler (1953) marca su final y es ya un producto tardío. Los que siguen, siendo excelentes (como Chester Himes, D. Henderson Clarke, Kenneth Fearing o David Goodis, para nombrar a los mejores) se desligan cada vez más de esa tradición y en el fondo no hacen más que repetir o exasperar las fórmulas establecidas por los clásicos. En esta antología hemos seleccionado cinco relatos que se ligan al momento de constitución del género. Publicados en la década del ’30 en “Black Mask”, recibieron algunos de ellos el premio “Memorial O’Henry” al mejor cuento norteamericano del año, lo que prueba que, en aquel momento, los escritores de “Black Mask” estaban lejos de ser considerados prácticamente de una literatura “menor”.