En el
panorama generacional del Centenario se produjeron además nuevos aportes que
favorecieron la actividad del intelecto. Un rol fundamental jugaron las nuevas
revistas literarias que aparecieron por entonces, sobre todo “Ideas”, fundada por
Manuel Gálvez (1882-1962) y Ricardo Olivera (1882-1938); y “Nosotros”, dirigida
por Roberto Giusti (1887-1978) y Alfredo Bianchi (1882-1942). Mientras tanto
surgían escritores que señalaron capítulos realmente notorios en la historia
del devenir del cuento argentino. No todos ellos perduraron de manera
prolongada en la memoria y el interés tanto de los lectores como de la crítica.
Puede decirse que algunos de ellos tuvieron un paso fugaz y cayeron prontamente
en el olvido, una idea que, por cierto, es siempre relativa. Otros, en cambio,
generaron una apreciable influencia en la literatura argentina posterior. De
todas maneras, nada de esto es seguro ni definitivo; muchas obras que en algún
momento fueron notorias en otro fueron a parar al desván de los recuerdos. En
una época se las encumbra, en otra se las olvida, y aún en otra pueden ser vueltos
a considerar; así parecen ser las reglas de juego en esta materia.
Como quiera
que sea, vale la pena mencionar algunos de los libros de cuentos publicados por
entonces en Buenos Aires: “Borderland” de Atilio Chiappori (1880-1947), “El
potrillo roano” de Benito Lynch (1880-1951), “Cuentos de muerte y de sangre” de
Ricardo Güiraldes (1886-1927), “Viaje a través de la estirpe” de Carlos Octavio
Bunge (1875-1918), “El color y la piedra” de Ángel de Estrada (1872-1923), “Los
egoístas” de Guillermo Guerrero Estrella (1891-1944), “No toda es vigilia la de
los ojos abiertos” de Macedonio Fernández (1874-1952), “Tres relatos porteños”
de Arturo Cancela (1892-1956), “Las tentaciones de don Antonio” de Enrique
Méndez Calzada (1898-1940) y “Cuentos de Chamico” de Conrado Nalé Roxlo
(1898-1971), por citar sólo algunos de los ejemplos más representativos de
entonces.
Hacia 1910
nació la denominada “Generación del Centenario”, un movimiento cultural
heterogéneo que inauguró el período del postmodernismo desarrollando parte de
su actividad principal en tiempos de las grandes conmemoraciones patrióticas. Un
componente importante dentro del clima ideológico de ese momento fue el
nacionalismo cultural. Desde diversas sensibilidades, los intelectuales de aquella
generación trataron de liberarse de los artificios y preciosismos verbales del
modernismo y buscar nuevos modos expresivos, generando de esa forma un amplio
proceso estético con el propósito de preconizar un nacionalismo literario en
oposición al europeísmo característico de la generación del ’80.
Con un
propósito de reivindicación idiomática, los escritores del Centenario bregaron
por una escritura más depurada y se opusieron al voseo y al bastardeo
lingüístico que, para ellos, provenía de las expresiones gauchescas y
lunfardas. En este movimiento de nacionalismo castizo se enrolaron, entre otros,
Ricardo Rojas (1882-1957), Evaristo Carriego (1883-1912) y Arturo Capdevila
(1889-1967), autores de los libros de cuentos “El país de la selva”, “Flor de
arrabal” y “La ciudad de los sueños” respectivamente. También lo hicieron
varios filósofos, poetas y dramaturgos como José Ingenieros (1877-1925), Antonio
Monteavaro (1876-1914), José González Castillo (1885-1937), Alberto Vacarezza
(1886-1959) y Enrique Banchs (1888-1968), quienes solían reunirse en el café “Los
Inmortales” ubicado en la avenida Corrientes 920, en pleno centro de Buenos
Aires. En sus visitas a la Argentina, plumas ilustres como Jean Jaurès
(1859-1914), Ramón del Valle Inclán (1866-1936) y Jacinto Benavente (1866-1954)
compartían con ellos una misma mesa.
Más
adelante, las distintas etapas de la vida literaria porteña, muy significativas
todas ellas, hallaron su correlato en la eclosión de la vanguardia agrupada en
torno a los fervores de la polémica sobre lo que debía ser el arte. Dos de los
movimientos representativos de este período -que se extendieron hasta los años ‘30-
expresaron esta situación en el mundo de la literatura, aunque su repercusión
se extendió a otras zonas de la cultura. Se trata de los que se conocen como
los grupos de Florida y Boedo. Fueron denominados así por las zonas de la
ciudad en donde se reunían: los primeros lo hacían en la sede de la revista
literaria “Martín Fierro” en la esquina de la tradicional calle Florida y
Tucumán, y también porque acostumbraban a reunirse en “La Richmond”, un café
ubicado sobre la calle Florida entre Lavalle y la avenida Corrientes; los
segundos, en cambio, lo hacían en la editorial “Claridad”, ubicada en calle
Boedo 837, y en el café “El Japonés” en Boedo 873, ambos ubicados en una zona
que por entonces era eje de uno de los barrios obreros de Buenos Aires.
Estos
grupos expresaban dos visiones contrapuestas. Si el Grupo de Florida
reivindicaba la autonomía frente a lo político-social, el arte por el arte
frente a la utilidad de la sociedad burguesa, el Grupo de Boedo exigía un arte
comprometido, identificado con la causa de los desposeídos. En el primer caso,
la preocupación por los procedimientos estéticos provenía de la identificación
con los movimientos artísticos que, en la Europa de los años ‘20, se
denominaron “vanguardias”. En el segundo, influyeron el socialismo, el
anarquismo y, posteriormente, la experiencia de la Revolución Rusa. Para los “martinfierristas”
-como también se los conoció a los integrantes del Grupo de Florida- se debía servir
a la belleza a través de la creación pura, transitando los infinitos caminos de
la sensibilidad y la fantasía humanas. Para los “boedistas”, en cambio, la
consigna era servir al hombre en sus conflictos de índole social a través de la
expresión crítica de protesta y denuncia.
En el
Grupo de Florida y con su actividad centrada en la supremacía de la metáfora
-demostrando la herencia del ultraísmo, aquel movimiento literario nacido en
España de la mano de Vicente Huidobro (1893-1948) y Rafael Cansinos Assens (1882-1964)-,
se concentraron Eduardo González Lanuza (1900-1984), que ensayó audaces formas
imaginativas en “Aquelarre”; Oliverio Girondo (1891-1967), que en “Interlunio”
incursionó en la fantasía onírica; Leopoldo Marechal (1900-1970), que demostró
una notable pulcritud estilística en los cuentos reunidos en “El rey Vinagre”;
Eduardo Mallea (1903-1982), que puso su cuota de gracia en el juego frívolo de
las fantasías en “Cuentos para una inglesa desesperada”; Pablo Rojas Paz
(1896-1956), que en su libro de relatos “El patio de la noche” destacaba a los
recuerdos como tradición, historia y resurrección; y, por supuesto, Jorge Luis
Borges (1899-1986), el más trascendente de aquellos escritores, sin dudas el
maestro del cuento contemporáneo, quien publicaría su primer libro de cuentos
“Historia universal de la infamia” en 1935.
Por su
lado, en el Grupo de Boedo, impresionados por el realismo ruso de grandes
escritores como Iván Turguéniev (1818-1883), Fiódor Dostoyevski (1821-1881) y Antón
Chéjov (1860-1904), participaron, entre otros, Roberto Mariani (1892-1946),
quien supo internarse en el mundo oficinesco y rescatar la vida monótona del
empleado en sus “Cuentos de la oficina”, una suerte de himno de seria
preocupación por el hombre de clase media; Alvaro Yunque (1889-1982), quien manifestó
su interés por los seres miserables y postergados en sus libros de cuentos
“Zancadillas” y “Espantajos”; y Leónidas Barletta (1902-1975), quien se
aproximó al dolor de las almas sumidas en una vida rutinaria y subestimada con
sus “Cuentos realistas” y “Los pobres”. Otro tanto hicieron Abel Rodríguez
(1893-1961) en “Los bestias”; Elías Castelnuovo (1893-1982) en “Tinieblas” y
“Entre los muertos”; Enrique Amorim (1900-1960) en “Horizontes y bocacalles”,
“Tráfico” y “La trampa del pajonal”; Lorenzo Stanchina (1900-1987) en “Desgraciados”,
“Inocentes” y “Endemoniados”; Alberto Pinetta (1906-1971) en “Miseria de quinta
edición. Cuentos de ciudad” y “La inquietud del piso al infinito”; y Arturo
Cerretani (1907-1986) en “Celuloide”, “Triángulo isósceles” y “El hombre
despierto”, todos ellos libros de cuentos en los que sobresalían personajes
marginados, sujetos cuyas historias mínimas dibujaban la línea descendente e
inexorable de la decadencia y la crudeza de las injusticias sociales.
El
escritor de mayor talento y trascendencia dentro de este grupo, quien para
algunos historiadores vivió en cuerpo y alma para Boedo y para otros perteneció
a él de manera muy tangencial, fue Roberto Arlt (1900-1942), quien en sus dos
primeros libros de cuentos, “El jorobadito” y “El criador de gorilas”, presentó
una galería de personajes marginales, humillados, desplazados, alucinados, en
los cuales la angustia del hombre moderno tenía como base la hipocresía de la
sociedad burguesa. Fue Arlt el escritor que incorporó con originalidad el drama
y los delirios de personajes sumergidos en el anonimato a que los condenaba una
Buenos Aires hostil, ajena. Una ciudad que más que un trasfondo urbano, era una
jungla siniestra, un espacio a veces demoníaco y a veces canallesco que
condensaba toda la fuerza opresiva de las condiciones sociales; una ciudad
indiferente por donde vagaban, grises y delirantes, sus anónimos personajes.
Mientras tanto, encaminados en rumbos más personales, alejados o por lo menos
manteniendo una posición equidistante entre los grupos literarios, hubo
narradores que volcaron una buena dosis de originalidad en sus textos. Es el
caso de Pablo Rojas Paz (1896-1956) en “Arlequín” y “El patio de la noche”, y de
Fermín Estrella Gutiérrez (1900-1990) en “Desamparados” y “El ladrón y la
selva”. En todos estos libros de cuentos predominaba, en general, una estética
realista que revelaba evaluaciones más o menos explícitas, moralejas o
reflexiones sobre la vida social de entonces.
Durante la
década de los años ’20, época del apogeo de ambos grupos, aparecieron en Buenos
Aires varios periódicos y revistas literarias representativas de las
vanguardias artísticas predominantes. La más exitosa fue, sin dudas, “Martín
Fierro”, dirigida por Evar Méndez (1888-1955), una publicación emblemática del
Grupo de Florida. También lo fueron “Proa” y “Prisma”, fundadas por Borges y
por Guillermo de Torre (1900-1971) respectivamente. El Grupo de Boedo también tuvo
importante presencia en publicaciones como las revistas “Claridad” y “Los
Pensadores”, dirigidas por Antonio Zamora (1896-1976); y “La Campana de Palo”,
dirigida por Alfredo Chiabra Acosta (1889-1932). Hubo también otras
publicaciones que siguieron un derrotero oscilante entre Florida y Boedo, entre
ellas “Inicial”, cuyos principales redactores eran Alfredo Brandán Caraffa
(1898-1978),
Guillermo
de Torre (1900-1971) y Homero Guglielmini (1903-1968); la “Revista de América”,
dirigida por Carlos Alberto Erro (1903-1968); y “Síntesis”, dirigida por Xavier
Bóveda (1898-1963). En todas ellas colaboraron poetas, narradores, ensayistas, artistas
plásticos y críticos literarios planteando debates estéticos sobre las cuestiones
que animaban a las vanguardias internacionales desde principios del siglo XX.