27 de mayo de 2019

Buenos Aires y el cuento. Sinopsis de los primeros cien años de una relación fructífera

4º parte. La generación del Centenario y los grupos de Florida y Boedo

En el panorama generacional del Centenario se produjeron además nuevos aportes que favorecieron la actividad del intelecto. Un rol fundamental jugaron las nuevas revistas literarias que aparecieron por entonces, sobre todo “Ideas”, fundada por Manuel Gálvez (1882-1962) y Ricardo Olivera (1882-1938); y “Nosotros”, dirigida por Roberto Giusti (1887-1978) y Alfredo Bianchi (1882-1942). Mientras tanto surgían escritores que señalaron capítulos realmente notorios en la historia del devenir del cuento argentino. No todos ellos perduraron de manera prolongada en la memoria y el interés tanto de los lectores como de la crítica. Puede decirse que algunos de ellos tuvieron un paso fugaz y cayeron prontamente en el olvido, una idea que, por cierto, es siempre relativa. Otros, en cambio, generaron una apreciable influencia en la literatura argentina posterior. De todas maneras, nada de esto es seguro ni definitivo; muchas obras que en algún momento fueron notorias en otro fueron a parar al desván de los recuerdos. En una época se las encumbra, en otra se las olvida, y aún en otra pueden ser vueltos a considerar; así parecen ser las reglas de juego en esta materia.


Como quiera que sea, vale la pena mencionar algunos de los libros de cuentos publicados por entonces en Buenos Aires: “Borderland” de Atilio Chiappori (1880-1947), “El potrillo roano” de Benito Lynch (1880-1951), “Cuentos de muerte y de sangre” de Ricardo Güiraldes (1886-1927), “Viaje a través de la estirpe” de Carlos Octavio Bunge (1875-1918), “El color y la piedra” de Ángel de Estrada (1872-1923), “Los egoístas” de Guillermo Guerrero Estrella (1891-1944), “No toda es vigilia la de los ojos abiertos” de Macedonio Fernández (1874-1952), “Tres relatos porteños” de Arturo Cancela (1892-1956), “Las tentaciones de don Antonio” de Enrique Méndez Calzada (1898-1940) y “Cuentos de Chamico” de Conrado Nalé Roxlo (1898-1971), por citar sólo algunos de los ejemplos más representativos de entonces.
Hacia 1910 nació la denominada “Generación del Centenario”, un movimiento cultural heterogéneo que inauguró el período del postmodernismo desarrollando parte de su actividad principal en tiempos de las grandes conmemoraciones patrióticas. Un componente importante dentro del clima ideológico de ese momento fue el nacionalismo cultural. Desde diversas sensibilidades, los intelectuales de aquella generación trataron de liberarse de los artificios y preciosismos verbales del modernismo y buscar nuevos modos expresivos, generando de esa forma un amplio proceso estético con el propósito de preconizar un nacionalismo literario en oposición al europeísmo característico de la generación del ’80.


Con un propósito de reivindicación idiomática, los escritores del Centenario bregaron por una escritura más depurada y se opusieron al voseo y al bastardeo lingüístico que, para ellos, provenía de las expresiones gauchescas y lunfardas. En este movimiento de nacionalismo castizo se enrolaron, entre otros, Ricardo Rojas (1882-1957), Evaristo Carriego (1883-1912) y Arturo Capdevila (1889-1967), autores de los libros de cuentos “El país de la selva”, “Flor de arrabal” y “La ciudad de los sueños” respectivamente. También lo hicieron varios filósofos, poetas y dramaturgos como José Ingenieros (1877-1925), Antonio Monteavaro (1876-1914), José González Castillo (1885-1937), Alberto Vacarezza (1886-1959) y Enrique Banchs (1888-1968), quienes solían reunirse en el café “Los Inmortales” ubicado en la avenida Corrientes 920, en pleno centro de Buenos Aires. En sus visitas a la Argentina, plumas ilustres como Jean Jaurès (1859-1914), Ramón del Valle Inclán (1866-1936) y Jacinto Benavente (1866-1954) compartían con ellos una misma mesa.
Más adelante, las distintas etapas de la vida literaria porteña, muy significativas todas ellas, hallaron su correlato en la eclosión de la vanguardia agrupada en torno a los fervores de la polémica sobre lo que debía ser el arte. Dos de los movimientos representativos de este período -que se extendieron hasta los años ‘30- expresaron esta situación en el mundo de la literatura, aunque su repercusión se extendió a otras zonas de la cultura. Se trata de los que se conocen como los grupos de Florida y Boedo. Fueron denominados así por las zonas de la ciudad en donde se reunían: los primeros lo hacían en la sede de la revista literaria “Martín Fierro” en la esquina de la tradicional calle Florida y Tucumán, y también porque acostumbraban a reunirse en “La Richmond”, un café ubicado sobre la calle Florida entre Lavalle y la avenida Corrientes; los segundos, en cambio, lo hacían en la editorial “Claridad”, ubicada en calle Boedo 837, y en el café “El Japonés” en Boedo 873, ambos ubicados en una zona que por entonces era eje de uno de los barrios obreros de Buenos Aires.


Estos grupos expresaban dos visiones contrapuestas. Si el Grupo de Florida reivindicaba la autonomía frente a lo político-social, el arte por el arte frente a la utilidad de la sociedad burguesa, el Grupo de Boedo exigía un arte comprometido, identificado con la causa de los desposeídos. En el primer caso, la preocupación por los procedimientos estéticos provenía de la identificación con los movimientos artísticos que, en la Europa de los años ‘20, se denominaron “vanguardias”. En el segundo, influyeron el socialismo, el anarquismo y, posteriormente, la experiencia de la Revolución Rusa. Para los “martinfierristas” -como también se los conoció a los integrantes del Grupo de Florida- se debía servir a la belleza a través de la creación pura, transitando los infinitos caminos de la sensibilidad y la fantasía humanas. Para los “boedistas”, en cambio, la consigna era servir al hombre en sus conflictos de índole social a través de la expresión crítica de protesta y denuncia.
En el Grupo de Florida y con su actividad centrada en la supremacía de la metáfora -demostrando la herencia del ultraísmo, aquel movimiento literario nacido en España de la mano de Vicente Huidobro (1893-1948) y Rafael Cansinos Assens (1882-1964)-, se concentraron Eduardo González Lanuza (1900-1984), que ensayó audaces formas imaginativas en “Aquelarre”; Oliverio Girondo (1891-1967), que en “Interlunio” incursionó en la fantasía onírica; Leopoldo Marechal (1900-1970), que demostró una notable pulcritud estilística en los cuentos reunidos en “El rey Vinagre”; Eduardo Mallea (1903-1982), que puso su cuota de gracia en el juego frívolo de las fantasías en “Cuentos para una inglesa desesperada”; Pablo Rojas Paz (1896-1956), que en su libro de relatos “El patio de la noche” destacaba a los recuerdos como tradición, historia y resurrección; y, por supuesto, Jorge Luis Borges (1899-1986), el más trascendente de aquellos escritores, sin dudas el maestro del cuento contemporáneo, quien publicaría su primer libro de cuentos “Historia universal de la infamia” en 1935.


Por su lado, en el Grupo de Boedo, impresionados por el realismo ruso de grandes escritores como Iván Turguéniev (1818-1883), Fiódor Dostoyevski (1821-1881) y Antón Chéjov (1860-1904), participaron, entre otros, Roberto Mariani (1892-1946), quien supo internarse en el mundo oficinesco y rescatar la vida monótona del empleado en sus “Cuentos de la oficina”, una suerte de himno de seria preocupación por el hombre de clase media; Alvaro Yunque (1889-1982), quien manifestó su interés por los seres miserables y postergados en sus libros de cuentos “Zancadillas” y “Espantajos”; y Leónidas Barletta (1902-1975), quien se aproximó al dolor de las almas sumidas en una vida rutinaria y subestimada con sus “Cuentos realistas” y “Los pobres”. Otro tanto hicieron Abel Rodríguez (1893-1961) en “Los bestias”; Elías Castelnuovo (1893-1982) en “Tinieblas” y “Entre los muertos”; Enrique Amorim (1900-1960) en “Horizontes y bocacalles”, “Tráfico” y “La trampa del pajonal”; Lorenzo Stanchina (1900-1987) en “Desgraciados”, “Inocentes” y “Endemoniados”; Alberto Pinetta (1906-1971) en “Miseria de quinta edición. Cuentos de ciudad” y “La inquietud del piso al infinito”; y Arturo Cerretani (1907-1986) en “Celuloide”, “Triángulo isósceles” y “El hombre despierto”, todos ellos libros de cuentos en los que sobresalían personajes marginados, sujetos cuyas historias mínimas dibujaban la línea descendente e inexorable de la decadencia y la crudeza de las injusticias sociales.
El escritor de mayor talento y trascendencia dentro de este grupo, quien para algunos historiadores vivió en cuerpo y alma para Boedo y para otros perteneció a él de manera muy tangencial, fue Roberto Arlt (1900-1942), quien en sus dos primeros libros de cuentos, “El jorobadito” y “El criador de gorilas”, presentó una galería de personajes marginales, humillados, desplazados, alucinados, en los cuales la angustia del hombre moderno tenía como base la hipocresía de la sociedad burguesa. Fue Arlt el escritor que incorporó con originalidad el drama y los delirios de personajes sumergidos en el anonimato a que los condenaba una Buenos Aires hostil, ajena. Una ciudad que más que un trasfondo urbano, era una jungla siniestra, un espacio a veces demoníaco y a veces canallesco que condensaba toda la fuerza opresiva de las condiciones sociales; una ciudad indiferente por donde vagaban, grises y delirantes, sus anónimos personajes. Mientras tanto, encaminados en rumbos más personales, alejados o por lo menos manteniendo una posición equidistante entre los grupos literarios, hubo narradores que volcaron una buena dosis de originalidad en sus textos. Es el caso de Pablo Rojas Paz (1896-1956) en “Arlequín” y “El patio de la noche”, y de Fermín Estrella Gutiérrez (1900-1990) en “Desamparados” y “El ladrón y la selva”. En todos estos libros de cuentos predominaba, en general, una estética realista que revelaba evaluaciones más o menos explícitas, moralejas o reflexiones sobre la vida social de entonces.


Durante la década de los años ’20, época del apogeo de ambos grupos, aparecieron en Buenos Aires varios periódicos y revistas literarias representativas de las vanguardias artísticas predominantes. La más exitosa fue, sin dudas, “Martín Fierro”, dirigida por Evar Méndez (1888-1955), una publicación emblemática del Grupo de Florida. También lo fueron “Proa” y “Prisma”, fundadas por Borges y por Guillermo de Torre (1900-1971) respectivamente. El Grupo de Boedo también tuvo importante presencia en publicaciones como las revistas “Claridad” y “Los Pensadores”, dirigidas por Antonio Zamora (1896-1976); y “La Campana de Palo”, dirigida por Alfredo Chiabra Acosta (1889-1932). Hubo también otras publicaciones que siguieron un derrotero oscilante entre Florida y Boedo, entre ellas “Inicial”, cuyos principales redactores eran Alfredo Brandán Caraffa (1898-1978)​, Guillermo de Torre (1900-1971) y Homero Guglielmini (1903-1968); la “Revista de América”, dirigida por Carlos Alberto Erro (1903-1968); y “Síntesis”, dirigida por Xavier Bóveda (1898-1963). En todas ellas colaboraron poetas, narradores, ensayistas, artistas plásticos y críticos literarios planteando debates estéticos sobre las cuestiones que animaban a las vanguardias internacionales desde principios del siglo XX.