2º parte. Del costumbrismo a la Generación del
‘80
Fue la
producción poética la que, durante esos años, consolidó los prestigios
literarios ya que los escritores entendían la literatura ante todo como poesía.
En lo referente a la producción cuentística, la misma fue bastante dispersa, discontinua,
inestable. No obstante pueden citarse los cuentos escritos hacia mediados del
siglo XIX por Juana Manuela Gorriti (1819-1892), entre ellos “Quien escucha su
mal oye”, “El
pozo del Yocci”, “Una apuesta”, “El lucero del manantial”, “La hija del silencio”,
“El guante negro” y “La hija del mazorquero”. También “El gigante Amapolas”, “Tobías
o la cárcel a la vela” y “Peregrinación de luz del día” del abogado y autor
intelectual de la Constitución Argentina Juan Bautista Alberdi (1810-1884); “Crisóstomo”,
“El cabo Gómez”, “Un hombre comido por las moscas”, “Los siete platos de arroz
con leche”, “Tipos de otro tiempo” y “El famoso fusilamiento del caballo” de
Lucio V. Mansilla
(1831-1913); “Las mujeres del año 1900” de Casimiro Prieto Valdés (1846-1906), y
“El hombre hormiga” y “El capitán de Patricios” del ya mencionado Juan María
Gutiérrez.
De ese
modo, a medida que avanzaba el siglo, muy lentamente el género cuentístico fue
adquiriendo caracteres propios e independientes de la novela, de la cual, para
muchos académicos de la época, era tan sólo una deformación. Para avalar este
análisis se basaban en las dimensiones minúsculas que el cuento poseía, como si
la extensión de la historia narrada fuese una imperiosa condición de lo
artístico. Pero, más allá de esas disquisiciones, lo cierto es que el
romanticismo que cultivaban aquellos ignotos literatos revalorizó el cuento
popular elaborándolo literariamente en un proceso lento que conservó la forma
de la narración breve para toda clase de temas y no sólo limitada a las
anécdotas y leyendas fantásticas y fabulosas tan frecuentes en la cultura de la
época, sobre todo acerca de los mitos fundacionales de Buenos Aires, la trama trágica
de la conquista, los espejismos de la evangelización, el asedio y la
resistencia de los pobladores indígenas, la hostilidad de una naturaleza
desmesurada, el hambre, las enfermedades, la antropofagia y demás.
Vale la
pena recordar que la palabra cuento deriva del verbo contar, forma castellana
de “computare”, que en latín significa “contar” en sentido numérico. De aquel
significado originario de enumerar objetos, se pasó por ampliación al de
exponer acontecimientos tanto ciertos como imaginarios. Es que toda narración,
sea crónica de historiadores o relato maravilloso, incorporó desde tiempos muy
lejanos el significado de enumerar acontecimientos reales o ficticios.
Los
cuentos, con una procedencia de la tradición oral, pasando el tiempo se fueron
fijando en la escritura y llegaron hasta nuestros días a través de versiones y
testimonios recogidos en diferentes momentos de su itinerario secular. En la
literatura española se registró el verbo contar antes que el sustantivo cuento.
Por ejemplo, en el “Cantar de Mio Cid” -obra de autor anónimo que se estima fue
escrita a comienzos del siglo XIII- ya se empleaba el verbo contar en el
sentido de relatar. Un siglo después, las “Crónicas de los Reyes de Castilla”
-atribuidas a Fernán Sánchez de Valladolid (1325-1364)- presentan expresiones
que indican un empleo habitual del verbo contar aplicado a la relación de
acontecimientos. Con la llegada a finales del siglo XVIII del movimiento
cultural conocido como Romanticismo, los escritores descubrieron en las
antiguas narraciones la figura de un género que rápidamente se iría precisando:
el cuento literario. Fue en esa época cuando los grandes narradores del siglo
XIX cultivaron el género e intentaron definirlo y delimitar sus alcances, un
empeño que sigue evolucionando hasta el presente ya que, a pesar de ser
considerado como una categoría autónoma dentro de la narrativa, aún sus márgenes
son un tanto difusos.
Pero, retomando
el enunciado inicial en cuanto a la federalización de Buenos Aires, puede admitirse
que, en torno al eje cronológico del año 1880, actuó en esta ciudad una nueva pléyade
de intelectuales que dieron una fisonomía característica a las letras y pasó a
ser conocida como la Generación del ‘80 (dicho esto sometiendo el concepto de
generación a cautelosos reparos y utilizando un criterio muy amplio). Entre
1820 y 1880, paulatinamente se fue dando un proceso de entrecruzamiento, de
cierta aproximación entre la cultura de los sectores altos de la sociedad y el
conglomerado heterogéneo que habitualmente se denomina “sectores populares”.
Las personas de los sectores altos, en su mayoría, sabían leer y escribir.
Algunos pocos habían pasado por universidades americanas o españolas, conocían
otro idioma y, eventualmente, leían la literatura prestigiada en el mundo
europeo. Su composición era relativamente homogénea en lo que respecta a las
maneras de vestir, de comportarse frente a los otros, de usar el lenguaje y de
organizar la vida cotidiana. El mundo de los sectores populares era, sin dudas,
más complejo y heterogéneo, de acuerdo con su procedencia (criolla, nativa de
diferentes países de América, mestiza, negra por descendencia de esclavos y
demás) y con el lugar que habitaban (grandes o pequeñas ciudades, campaña del
litoral, noroeste). El factor que, en términos de la relación entre estos
sectores y los dominantes, jugaba como elemento caracterizador y homogeneizador
era la no posesión de la lectoescritura. Esto no significa que los llamados
“sectores populares” no poseyeran un conjunto de elementos ricos en términos
culturales, sino que éstos eran claramente insuficientes para establecer una
relación con los sectores dominantes distinta de la subordinación.
Evidentemente,
la manera dramática y sangrienta que revistió el enfrentamiento entre Buenos
Aires y las provincias, y el posterior retraso en que éstas quedaron relegadas
a partir de la consolidación del poder de la ciudad capital se vio reflejada en
la literatura. La hegemonía literaria de Buenos Aires no fue más que otro
síntoma de un país escindido y desequilibrado prácticamente todos los órdenes,
en el cual los sectores provincianos vivían culturalmente aislados,
empobrecidos y aún absorbidos por el centro porteño, ya que era precisamente
allí donde se decidían las líneas rectoras predominantes de las tendencias y
estilos, el lugar donde más rápidamente se iniciaban las transformaciones y
adopciones de las modas literarias. De hecho, era en sus librerías, en sus redacciones
de periódicos y en sus instituciones educativas donde funcionaban los espacios
de reunión y de tertulia para reflexionar y debatir sobre estos temas.
La
colocación central de Buenos Aires en todos los aspectos que hacen a la
organización de una nación incidió indiscutiblemente en su entronización como epicentro
del sistema cultural del país y, al menos durante los primeros tiempos, esto
fue en desmedro de la literatura regional. Ésta, a partir de los sustratos
tradicionales y folklóricos de cada lugar, reaccionó frente a los fenómenos de
urbanización, cosmopolitismo e inmigración que transformaron a la Argentina en
las dos últimas décadas del siglo XIX iniciando un movimiento de rescate y
revalorización del terruño y de figuras arquetípicas como el indio y el gaucho.
En ese sentido, José Hernández (1834-1886) escribió una obra emblemática: “El gaucho
Martín Fierro”, un poema narrativo publicado en 1872 cuya segunda parte, “La
vuelta de Martín Fierro”, aparecería siete años más tarde. Tiempo después, el extenso
poema escrito en versos octosílabos pasaría a ser considerado como el texto
fundador de la nacionalidad. Tanto esta obra como la novela gauchesca “Juan
Moreira”, de Eduardo Gutiérrez (1851-1889), supusieron una manera peculiar de relación
entre el mundo de la alta cultura y la cultura popular, en la medida en que el
lenguaje y las temáticas eran de los sectores populares y que los sectores
dominantes se apropiaron de ellos para crear bienes que consumirían los dos
sectores. Esa relación se iría afianzando luego de los años ‘80 y, sobre todo,
a principios de siglo XX cuando se alfabetizó a la población y se constituyeron
las bases de la industria cultural.
En torno a
esa etapa histórica, un grupo de escritores se destacó a la par de la
conversión de Buenos Aires de una “gran aldea” a una ciudad cosmopolita. Nacidos
y educados dentro de una misma época, alcanzaron la madurez bajo semejantes
influencias políticas, sociales y económicas, por lo que reflejaron en sus
obras una unidad de criterio de acuerdo con el período cronológico en que
desarrollaron sus actividades. Integraban aquel grupo literario, entre otros, el
ya citado Lucio V. López, Ricardo Gutiérrez (1838-1896), Olegario V. Andrade
(1839-1882), Eugenio Cambaceres (1843-1888), Eduardo Wilde (1844-1913), Paul
Groussac (1848-1929), Rafael Obligado (1851-1920), Calixto Oyuela (1857-1935) y José
S. Alvarez (1858-1903), quien publicaba bajo el seudónimo de Fray Mocho.
La mayoría
de ellos se inclinó por la novela, el ensayo o los poemas. En cuanto a la
producción cuentística, Wilde se destacó con “La primera noche de cementerio” y
“Prometeo y Cía”, libros en los que se recopilaron cuentos aparecidos en
periódicos; Oyuela con “Crónicas dramáticas”, su único libro de cuentos; Fray
Mocho con “Esmeraldas (Cuentos mundanos)”, una colección de relatos compilados
póstumamente en los que utilizó la ironía y el sarcasmo para describir la
ostentación en la vida porteña, la corrupción de los funcionarios públicos, la
presencia de los inmigrantes y el consecuente cambio de costumbres en la
sociedad; y Groussac con “La pesquisa”, un cuento originalmente publicado como
“El candado de oro” en el periódico “Sud América” en junio de 1884 y trece años
después con el título definitivo en la revista “La Biblioteca”, un relato que
es considerado como el primer cuento policial argentino. Años después, como una
sutil paradoja de aquella generación tan afrancesada, el mismo autor francés entregaría
a las letras argentinas páginas ponderables por su corrección y por su
fidelidad a la lengua castellana, tal como puede apreciarse en “El hogar desierto”,
“La rueda loca”, “La herencia”, “La monja” y “El número 9090”, cuentos de
raíces psicológicas que integraron su libro “Relatos argentinos”.
Este grupo de escritores denotó evidentemente una mayor preocupación formal, con obras que registraban notorias influencias de Edgar Allan Poe (1809-1849), Charles Dickens (1812-1870) y Alphonse Daudet (1840-1897) en algunos, y de Walter Scott (1771-1832), Ernst T. A. Hoffmann (1776-1822) y José Maria Eça de Queirós (1845-1900) en otros. El periodista José María Cantilo (1840-1891), por ejemplo, agrupó en “Un libro más” una novela, impresiones y artículos costumbristas, y algunos cuentos como “El Doctor Quijano y Golilla”, “Un idilio” y “El despertar de Marta” entre los más sobresalientes. Por su lado, Francisco Sicardi (1856-1927) en “Un anónimo más” publicado en la revista “Nosotros”, y Carlos María Ocantos (1860-1949) en los numerosos relatos reunidos en “Sartal de cuentos” y “El camión”, representaron también esa dualidad de los hombres del ‘80, que se debatieron entre un enfoque costumbrista de la realidad y el medio ambiente, con espíritu crítico y preocupación social, y una fuerte presión de tono europeo en el plano ideológico, formal y lingüístico, con influencias manifiestas y nuevos desarrollos fantásticos y psicológicos.