El año
1930 representó un momento crítico de ruptura coyuntural, el comienzo de una
década conservadora, autoritaria, católica y nacionalista, signada por el
primer golpe de Estado surgido después de la consolidación nacional, que quebró
el orden legal y marcó el descrédito de las formas democráticas. Una época que
pasaría a la historia como la “década infame”, en la que el clima ominoso
predominante generó la desazón de muchos de los intelectuales porteños. Fueron
años de crisis, depresión económica, interrupción del proceso democrático,
fraude electoral y negociados, años de desesperanza y escepticismo que, más que
un estancamiento literario, clausuraron el laboratorio cultural y político de
la década anterior, lo cual indujo a varios historiadores de la literatura a
repensarla como intrínsecamente vinculada y hasta derivada de la realidad
política. Fue una década signada también por la muerte de algunos escritores
por decisión personal, como lo demuestran los suicidios de Leopoldo Lugones
(1874-1938), Alfonsina Storni (1892-1938) y el ya aludido Horacio Quiroga.
Por
aquellos tiempos se produjo una paulatina radicalización política del campo
intelectual, convulsionado por la crisis institucional del país. Además de las
polémicas sobre la función social de la literatura, se debatió intensamente
acerca de la necesidad de superar el círculo estrecho de los conocedores de la
vanguardia para alcanzar públicos más amplios. Para algunos sectores de la
cofradía artística la literatura creativa ya no tenía, en general, la fuerza provocativa
de las primeras vanguardias. Se actualizaron vigorosamente las arduas disputas
que envolvían a los intelectuales argentinos en una continua y tan variable como
compleja línea que había atravesado distintas épocas. El proceso de
profesionalización de los escritores y la ubicación de los ensayistas en perfiles
ideológicos, culturales y políticos no siempre exactamente coincidentes, se pusieron
de relieve a partir de configuraciones discursivas en las que cobró especial
importancia la construcción de la propia imagen y la de los restantes
escritores del país, así como su vinculación con las esferas extraliterarias. Las
tensiones entre democracia y autoritarismo, nihilismo y catolicismo, y progresismo
y conservadurismo determinaron concepciones estéticas muy disímiles y todo el
campo literario pareció sumergirse en un terreno de oposiciones.
Observados
desde la dimensión cultural, los años ’30 fueron un verdadero punto de inflexión
entre la Argentina del supuesto progreso indefinido y otra más real y
conflictiva tanto en lo social como en lo político. En la década anterior el
mundo cultural había experimentado una variedad de caminos enriquecedores.
Puede decirse que, en términos de la esfera intelectual, la década que
comenzaba fue, en cambio, una época de escepticismo. Algunos intelectuales
provenientes en su mayoría del Grupo de Florida, pusieron sus ojos con más
fuerza en los centros culturales mundiales y crearon una relación de respeto y
admiración por las producciones de las capitales de la cultura; a la vez,
miraron despectivamente las formas de comportamiento de la población y la
política criollas ya que, según ellos, impedían una organización racional de la
sociedad. En el otro extremo del arco ideológico, diferenciados de quienes se
vieron ganados por el escepticismo político y la desazón, un grupo de
escritores progresistas identificados con los primeros momentos del Grupo de
Boedo, se encargó de reflexionar sobre el posible fin del capitalismo a partir
de la profunda crisis económica y los modelos de la Rusia soviética instaurada
en 1917 y la República española de 1931. Tenían en común la preocupación por
dar cuenta de las injusticias de las sociedades tal como estaban organizadas y
la esperanza de cambio a partir del advenimiento del socialismo.
Fue en ese
ambiente que nació “Argentina. Periódico de arte y crítica”, una publicación
dirigida por Cayetano Córdova Iturburu (1902-1977) en la cual colaboraron,
entre muchos otros, Macedonio Fernandez (1874-1952), María Rosa Oliver (1898-1977),
Guillermo de Torre (1900-1971), Raúl González Tuñón (1905-1974), Ulyses Petit
de Murat (1907-1983) y los ya mencionados Ricardo Güiraldes, Brandan Carafa y
Roberto Arlt. En un artículo aparecido en el primer número, Córdova Iturburu
decía sin ambages: “El espíritu burgués -que en realidad, no es otra cosa que
carencia de espíritu- es el mal de nuestro país. El mundo sufre en estos
momentos las convulsiones de una quiebra. Y la culpa de esa quiebra debe
adjudicarse, sin titubeos, al burgués. El burgués ha hecho de la política un
negocio, del arte un negocio, de la religión un negocio, de la vida un negocio.
El burgués ha convertido la organización social y la estructura económica en
una forma de satisfacer sus apetitos con impunidad y ha hecho de las armas y de
la religión garantías de su impunidad. El burgués es nuestro enemigo. Su zarpa
sucia de dinero ha mancillado la religión, el arte y la política,
exteriorizaciones de la aspiración humana a la eternidad, a la hermosura y a la
justicia en la tierra”. La dureza de este discurso originó que sólo apareciesen
tres números de la revista durante aquellos tiempos dictatoriales.
En las
antípodas, por la misma época el periodista Atilio Dell’Oro Maini (1895-1974)
fundaba el semanario “Criterio”, una revista de orientación nacionalista que
expresaba la doctrina católica con la pretensión de conformar un referente cultural
e ideológico para “mejorar la raza” y producir una población “sana y fuerte
para la nación”. Prácticamente todos los temas que atravesaron el debate
público en esos años involucraron a la revista: la crisis del liberalismo, la
incierta situación económica luego de la crisis de 1929 y las políticas a
adoptar, las transformaciones urbanas, sociales, culturales, del consumo, la
familia o el trabajo, etc. Si bien era una revista católica destinada al
público culto en su sentido más amplio, su pretensión era extender su
influencia por sobre toda la sociedad argentina, incluso por sobre los no
católicos a la manera de un moderno líder de opinión.
El
nacionalismo argentino, desde 1930, se perfiló progresivamente como una
tendencia tradicionalista que cuestionaba los legados liberales y socialistas
de la Revolución Francesa. La categoría de literatura nacionalista respondió al
intento por parte de un grupo de intelectuales y políticos de crear una
“cultura nacional”, una homogeneidad cultural que impidiese la subversión del
orden social. A esos postulados respondieron los cuentos de Manuel Gálvez
(1882-1962) reunidos
en “Luna de miel y otras narraciones” y mucho más en la más famosa de sus
novelas: “Nacha
Regules”. Siguiendo esa orientación, en el semanario “Criterio” colaboraron,
entre otros, los sacerdotes Julio Meinvielle (1905-1973), quien afirmaba que la
Guerra Civil española era una “guerra santa” y Leonardo Castellani (1899-1981),
autor de “Martita Ofelia y otros cuentos de fantasmas”; los escritores Ignacio
Anzoátegui (1905-1978), antisemita y admirador confeso del nazismo y Gustavo Martínez
Zuviría (1883-1962), autor del libro de cuentos “Sangre en el umbral” publicado
bajo el seudónimo Hugo Wast; y el letrista de tangos y milongas Homero Manzi (1907-1951).
También lo hicieron los poetas Baldomero Fernández Moreno (1886-1950), Ricardo Molinari
(1898-1996 y Francisco Luis Bernárdez (1900-1978), y hasta el mismísimo Borges publicó
algunos artículos en esta revista, entre ellos, “La conducta novelística de
Cervantes” y sus poemas “Muertes de Buenos Aires. La Chacarita. La Recoleta”,
“La noche que en el Sur lo velaron” y “El paseo de Julio”.
En 1931
apareció en Buenos Aires una revista literaria que haría historia en Argentina:
“Sur”. Fundada por Victoria Ocampo (1890-1979), en sus primeros tiempos publicó
ensayos de cultura general, asumiendo principalmente problemas de la cultura
americana e incorporando también artículos de escritores nacionalistas como Ramón
Doll (1896-1970) o Julio Irazusta (1899-1982), y de filocomunistas como Rafael
Alberti (1902-1999) o Ernesto Sabato (1911-2011). Por sus páginas pasaron tanto
prosistas como poetas de la talla de Ezequiel Martínez Estrada (1895-1964), José
Bianco (1908-1986), Adolfo Bioy Casares (1914-1999) y los ya citados Erro, González
Lanuza, Mallea y Borges. También se publicaron traducciones de obras de
prestigiosos escritores extranjeros como Emily Dickinson (1830-1886),
Henry James (1843-1916), Virginia Woolf (1882-1941), William Faulkner
(1897-1962) y Vladimir Nabokov (1899-1977), entre muchos otros. En sus
comienzos, el proyecto programático de la revista consistió en la publicación
de relatos de carácter histórico y testimonial y de numerosas reseñas
bibliográficas. Si bien en ella se cruzaron discursos de signos ideológicos
diferentes, sin dudas funcionó como un factor de europeización de la cultura
argentina de élite ya que sus editores se movían con la convicción de que la
literatura argentina precisaba de un vínculo con la europea y la norteamericana
para cerrar los huecos de la cultura argentina producidos por la distancia, por
la juventud sin tradiciones del país y por la ausencia de linajes y maestros. Como
quiera que sea, lo cierto es que, para bien o para mal, la modernidad de las
letras y las artes se vieron reflejadas en “Sur”, generando un impacto
determinante en la cultura argentina de las décadas posteriores.
En aquel contexto de una sociedad que se
transformaba profundamente, publicaron sus primeros libros de cuentos varios
autores cuyas obras trascenderían, en mayor o menor medida, con el paso de los
años. Son los casos de “Los bestias” de Abel Rodríguez (1893-1961), “La manga”
de Raúl Scalabrini Ortiz (1898-1959), “Cuentos cortos” de Luis Gudiño Krámer (1898-1973),
“Viaje olvidado” de Silvina Ocampo (1903-1993) y “La Vuelta de Rocha. Brochazos
y relatos porteños” de Bernardo Kordon (1915-2002). Luego, la finalización de
la guerra civil española en 1939 incidió fuertemente en la vida literaria y
editorial porteña. Diversos emigrados españoles llegados de la derrotada zona
republicana dieron comienzo a un nuevo período en la industria editorial
argentina al participar en la fundación de empresas que rápidamente adquirieron
una notable importancia. Es el caso de Arturo Cuadrado (1904-1998) en Emecé
Ediciones, Antonio López Llausás (1888-1979) en Editorial Sudamericana y
Gonzalo Losada (1894-1981) en Editorial Losada. Este crecimiento de la
industria del libro, con sus nuevos proyectos destinados a un público masivo, y
la ampliación del mercado lector, supuso una correlativa extensión de las posibilidades
laborales de los escritores. Muchos de ellos convirtieron en actividad paralela
las funciones de asesor literario, director de colecciones, antologista y
traductor. Esto se vería con mayor notoriedad en la década de los años ’40,
pero esa ya es otra historia.