4 de mayo de 2019

Ricardo Piglia, el artífice del policial negro en la Argentina (I)


Ricardo Piglia (1941-2017), escritor argentino nacido en Adrogué, provincia de Buenos Aires, estudió Historia en la Universidad Nacional de La Plata, enseñó literatura latinoamericana en las universidades de Harvard y Princeton de Estados Unidos, y dictó diversos cursos en los que divulgó sus observaciones sobre la literatura argentina. Narrador, editor, crítico literario y ensayista de prestigio internacional, en los años ‘60 empezó a trabajar en distintas editoriales. Colaboró como jefe de redacción en la “Revista de la Liberación” en la cual, a lo largo de los tres números que alcanzaron a publicarse, se exponían las ideas de filósofos de la talla de György Lukács (1885-1971), Antonio Gramsci (1891-1937), Henri Lefebvre (1901-1991) y Lucien Goldmann (1913-1970) con el propósito de demostrar que la generación de una nueva izquierda podía actuar y pensar políticamente por fuera de las filas el Partido Comunista y el Partido Socialista.
Luego codirigió la revista “Literatura y sociedad”, en la cual participaron, entre otros intelectuales, Oscar Masotta (1930-1979), Noé Jitrik (1928)​​ y Néstor García Canclini (1939) formulando diferentes perspectivas sobre los temas y problemas del marxismo, la izquierda cultural y política y, en consecuencia, la literatura pensada desde esa tradición. En el único número que alcanzó a publicarse antes del golpe militar de 1966, a los textos de los pensadores aparecidos en “Revista de la Liberación” se les sumaron los de Rosa Luxemburgo (1871-1919), Galvano Della Volpe (1895-1968), Jean Paul Sartre (1905-1980), Cesare Pavese (1908-1950) y Albert Camus (1913-1960), conjugando marxismo y existencialismo en relación con la tensión entre literatura e ideología.
Un par de años antes Jorge Álvarez (1932-2015), en medio de un clima social y político hostil, había creado el sello editorial que llevaba su nombre. Allí editaron sus primeros libros David Viñas (1927-2011), Francisco Urondo (1930-1976) y Rogelio García Lupo (1931-2016) entre otros. La Editorial Jorge Álvarez abrió un espacio donde capturó la sensibilidad cultural y política de los nuevos sectores medios que se incorporaban al proceso de modernización de la sociedad argentina, un proceso que continuó cuando tiempo después creó la editorial Tiempo Contemporáneo con la ayuda de Susana “Pirí” Lugones (1925-1978) y Ricardo Piglia. Fue precisamente este último quien estableció un plan editorial en el área de literatura y organizaría las relaciones con los escritores e intelectuales de izquierda por entonces muy influenciados tanto por el existencialismo sartreano como por el estructuralismo de Louis Althusser (1918-1990). Los temas dominantes sobre los que giraron las publicaciones eran la problemática del Tercer Mundo, la modernización de las ciencias sociales, la literatura del boom y el género policial negro.


En 1968 se publicó el primer libro de la editorial Tiempo Contemporáneo a cargo de Piglia: la antología “Yo”, en la que incluyó textos autobiográficos de personajes canónicos de la tradición argentina como José María Paz (1791-1854), Juan Manuel de Rosas (1793-1877), Domingo F. Sarmiento (1811-1888) y Lucio V. Mansilla (1831-1913). Pero también incorporó a otros que ciertos críticos consideraban pertenecientes a una tradición perdida o marginal: Macedonio Fernández (1874-1952), Roberto Arlt(1900-1942) y Ernesto “Che” Guevara (1928-1967). Por supuesto no dejó de lado a autores consagrados como Horacio Quiroga (1878-1937), Victoria Ocampo (1890-1979), Jorge Luis Borges (1899-1986) o Julio Cortázar (1914-1884). Pero, lo más interesante de esa antología fue que Piglia planteó desde su primer trabajo como editor las líneas que construirían su futura poética.
Poco después se encargaría de la colección “Ficciones”, una serie de libros publicados con la intención de legitimar el policial negro norteamericano que hasta entonces había tenido una representación minoritaria y sus autores clásicos eran casi desconocidos. En esa colección Piglia publicó, entre otros, a Dashiell Hammett (1894-1961), Norman Mailer (1923-2007) e Ira Levin (1929-2007). La publicación de novelas del género policial negro norteamericano fue una estrategia para separarse del modelo de la novela problema a la inglesa, es decir, romper con el modelo de Borges y el canon liberal que había sembrado el grupo aglutinado en torno a la revista “Sur”.
Lo que sigue es la primera parte del prólogo que el autor de “Prisión perpetua” y
“Respiración artificial” escribiese para “Cuentos de la serie negra”, una antología publicada por el Centro Editor de América Latina en 1979.


¿Cómo definir ese género policial al que hemos convenido en llamar de la serie negra según el título de una colección francesa? A primera vista parece una especie híbrida, sin límites precisos, difícil de caracterizar, en la que es posible incluir los relatos más diversos. Basta leer “La jungla de asfalto” de Burnett, “¿Acaso no matan a los caballos?” de McCoy, “El cartero llama dos veces” de Cain, “El largo adiós” de Chandler o “La maldición de los Dain” de Hammett para comprender que es difícil encontrar aquello que los unifica. De hecho el género se constituye en 1926 cuando el “Capitán” Joseph T. Shaw se hace cargo de la dirección de “Black Mask”, “pulp magazine” fundado en 1920 por el muy refinado crítico Henry L. Mencken. El “Capitán” (personaje digno de un film de Samuel Fuller, típico en la mitología de la literatura norteamericana) campeón de sable, afecto al póker y al whisky de maíz, no escribió nunca una línea pero fue el verdadero creador del género (esto es, sin duda, lo que reconoce Hammett al dedicarle “Cosecha roja”, su primera novela).


Shaw cumple en la historia de la literatura norteamericana el mismo papel mítico que aquel jefe de redacción del “Toronto Star” que, según Hemingway, le enseñó a escribir en prosa (un eco de la importancia que tiene el editor en la definición de la narrativa norteamericana lo da en estos años Harold Ross, director del “New Yorker”: los cuentos de Salinger, Updike, Cheever, entre otros, llevan, en más de un sentido, el sello de la revista). Shaw le dio a “Black Mask” una línea y una orientación y todos los grandes escritores del género (antes que nada Dashiell Hammett, pero también Horace McCoy, William Burnett, Raoul Whitfield, James Cain, Raymond Chandler) publicaron sus primeros relatos en la revista. De entrada definió un programa: su ambición era publicar un tipo de relato policial “diferente del establecido por Poe en 1841 y seguido fielmente hasta hoy”. Determinado, en el comienzo, por su diferencia con la policial clásica, el género encuentra allí, provisoriamente, su unidad. Así podemos empezar a analizar esos relatos por lo que no son: no son narraciones policiales clásicas, con enigma, y si se los lee desde esa óptica (como hace, por ejemplo, Jorge Luis Borges) son malas novelas policiales.
Lo que en principio une a los relatos de la serie negra y los diferencia de la policial clásica es un trabajo diferente con la determinación y la causalidad. La policial  inglesa separa el crimen de su motivación social. El delito es tratado como un problema matemático y el crimen es siempre lo otro de la razón. Las relaciones sociales aparecen sublimadas: los crímenes tienden a ser gratuitos porque la gratuidad del móvil fortalece la complejidad del enigma. Habría que decir que en esos relatos se trabaja con el esquema de que a mayor motivación menos misterio.   El que tiene razones para cometer un crimen no debe ser nunca el asesino: la retórica del género nos ha enseñado que el sospechoso, al que todos acusan, es siempre inocente. Hay una irrisión de la determinación que responde a las reglas mismas del género. El detective nunca se pregunta por qué, sino cómo se comete un crimen y el milagro del indicio, que sostiene la investigación, es una forma figurada de la causalidad. 


Por eso el modelo del crimen perfecto que desafía la sagacidad del investigador es, en última instancia, el mito del crimen sin causa. La utopía que el género busca como camino de perfección es construir un crimen sin criminal que a pesar de todo se logre descifrar: en este sentido, si la historia interna de la narración policial clásica se cierra en algún lado, hay que pensar en “El proceso” de Kafka que invierte el procedimiento y construye un culpable sin crimen. Los relatos de la serie negra (los “thriller” como los llaman en Estados Unidos) vienen justamente a narrar lo que excluye y censura la novela policial clásica. Ya no hay misterio alguno en la causalidad: asesinatos, robos, estafas, extorsiones, la cadena siempre es económica. El dinero que legisla la moral y sostiene la ley es la única razón de estos relatos donde todo se paga. Allí se termina con el mito del enigma, o mejor, se lo desplaza. En estos relatos el detective  (cuando existe) no descifra solamente los misterios de la trama, sino que encuentra y descubre a cada paso la determinación de las relaciones sociales. El crimen es el espejo de la sociedad, esto es la sociedad es vista desde el crimen: en ella (para repetir a un filósofo alemán) se ha desgarrado el velo de emocionante  sentimentalismo que encubría las relaciones personales hasta reducirlas a simples  relaciones de interés, convirtiendo a la moral y a la dignidad en un simple valor de cambio. Todo está corrompido y esa sociedad (y su ámbito privilegiado: la ciudad)  es una jungla: “el autor realista de novelas policiales (escribe Chandler en “El simple arte de matar”) habla de un mundo en el que los ‘gangsters’ pueden dirigir países: un mundo en el que un juez que tiene una bodega clandestina llena de   alcohol puede enviar a la cárcel a un hombre apresado con una botella de whisky encima. Es un mundo que no huele bien, pero es el mundo en el que usted vive. No es extraño que un hombre sea asesinado pero es extraño que su muerte sea la marca de lo que llamamos civilización”.


En el fondo, como se ve, no hay nada que descubrir, y en ese marco no sólo se desplaza el enigma sino que se modifica el régimen del relato. Por de pronto el detective ha dejado de encarnar la razón pura. Así, mientras en la policial clásica todo se resuelve a partir de una secuencia lógica de hipótesis, deducciones con el detective inmóvil, representación pura de la inteligencia analítica (un ejemplo a la vez límite y paródico puede ser el Isidro Parodi de Borges y Bioy Casares que resuelve los enigmas sin moverse de su celda), en la novela policial norteamericana no parece haber otro criterio de verdad que la experiencia: el investigador se lanza, ciegamente, al encuentro de los hechos, se deja llevar por los acontecimientos y su investigación produce, fatalmente, nuevos crímenes. El desciframiento avanza de un crimen a otro; el lenguaje de la acción es hablado por el cuerpo y el detective, antes que descubrimientos, produce pruebas. Por otro lado ese hombre que en el relato representa a la ley sólo está motivado por el dinero: el detective es un profesional, alguien que hace su trabajo y recibe un sueldo (mientras que en la novela clásica el detective es generalmente un aficionado, a menudo, como en Poe, un aristócrata, que se ofrece desinteresadamente a descifrar el enigma). Curiosamente es en esta relación explícita con el dinero (los 25 dólares diarios de  Marlowe) donde se afirma la moral; restos de una ética calvinista en Chandler, todos están corrompidos menos Marlowe: profesional honesto, que hace bien su trabajo y no se contamina, parece una realización urbana del “cowboy”. “Si me ofrecen 10.000 dólares y los rechazo, no soy un ser humano”, dice un personaje de James Hadley Chase. En el final de “El gran sueño”, la primera novela de Chandler, Marlowe rechaza 15.000. En ese gesto se asiste al nacimiento de un mito. ¿Habrá que decir que la integridad sustituye a la razón como marca del héroe?