2 de mayo de 2019

El cuento argentino en los años ’60, una breve ojeada empírica (II)


Naturalmente no puede obviarse la influencia que, de un modo u otro, ejerció Jorge Luis Borges (1899-1986) sobre los cuentistas argentinos que comenzaron a publicar hacia 1960. Su prestigio nacional e internacional contribuyó, sin dudas, a que su concepción del texto literario como configuración de registro incierto, siempre oscilante entre el relato propiamente dicho y supuestas confesiones, comentarios de libros inexistentes o notas reflexivas, y como propuesta abierta a la decodificación atenta de los lectores, fuera ganando adeptos incluso entre aquellos que le reprochaban al autor de “El informe de Brodie” sus controversiales opiniones sobre la política (“es una frivolidad peligrosa”), las naciones (“son producto de las fantasías del hombre”), las clases sociales (“son meras comodidades intelectuales”), las masas (“son una entidad abstracta y posiblemente irreal”), el pueblo (“es una entidad ficticia, lo que realmente existe es cada individuo”), la democracia (“es un curioso abuso de la estadística”), la sociología (“ni siquiera sabemos si existe o si es una ciencia imaginaria”) y otras por el estilo.
Dejando de lado este aspecto de su personalidad, los cuentistas de entonces emplearon recursos típicamente borgeanos en bastantes casos y varias de sus historias revelaban a cada paso su deuda con él. Pero si sus huellas son parcialmente perceptibles, mucho más decisiva resultó la irrupción de Julio  Cortázar (1914-1984) en el panorama de la narrativa breve argentina. Desde “Bestiario” de 1951 a “Todos los fuegos el fuego” de 1966, para no avanzar más allá de esas fechas, abrió nuevos rumbos por los que muy pronto se precipitaron numerosos seguidores. Él mismo reconocía su admiración por el rigor con que Borges había compuesto sus textos y algunos de sus gestos expresivos se notan aquí y allá en sus primeros libros de cuentos. Pero en cuanto a asimilación de diversos niveles coloquiales, a la yuxtaposición de discursos heterogéneos o imbricación de múltiples secuencias narrativas, a la interpolación de inusitadas metáforas vanguardistas, a la abrupta ruptura de la sintaxis habitual, a la presentación de un narrador no identificado y de difícil identificación, el aporte del autor de “Rayuela” carecía de parangón.
Su práctica marcó a muchos jóvenes cuya producción se inició al promediar la década del ‘60 como es el caso de Isidoro Blaisten (1933-2004). En “La felicidad”, su primer libro de cuentos, la realidad se ve exacerbada, distorsionada, de tal modo que la fantasía y el absurdo se filtran por las rendijas de la vida cotidiana. En sus relatos hay algo de la creatividad lúdica de Cortázar integrada en un estilo muy personal en el que predominan un peculiar tratamiento del lenguaje y un ácido humor. Y en el posterior, “La salvación”, el autor recupera en algunos de sus cuentos una forma del monólogo cortazariano cargado con un lenguaje pícaro que actúa como un elemento significativo adicional.


La misma influencia puede rastrearse asimismo en otros narradores como es el caso de Aníbal Ford (1934-2009), quien en su primer libro de cuentos, “Sumbosa”, salió al cruce de la teoría estructuralista que proponía la tesis de que todo texto posee una estructura que lo va organizar y ordenar, deshaciendo en pedazos la disposición arquetípica y formalizada de la narración, y transgrediendo fronteras en el lenguaje tal como lo hiciera el autor de “Las armas secretas”. Otro tanto puede decirse de Hebe Uhart (1936-2018) cuyo contacto con Cortázar podría establecerse pensando en algunos de los cuentos incluidos en “Dios, San Pedro y las almas” y “Epi, Epi, Pamma sabhactani”, aunque ya para “La gente de la casa rosa” opuso a la modulación coloquial del discurso cortazariano una escritura tersa, aparentemente ingenua, cargada de ironía.
Por supuesto que esa década vio surgir también una narrativa experimental no exclusivamente circunscripta al modelo cortazariano. Antonio Dal Masetto (1938-2015), uno de los jóvenes escritores nucleados en la revista “Eco Contemporáneo”, por ejemplo, prefirió identificarse con el componente fuertemente autobiográfico de Ernest Hemingway (1899-1961) y con un cierto sentido de la paradoja presente en la obra de Witold Gombrowicz (1904-1969). Esto se advierte no sólo en “Lacre”, su primer libro de cuentos, sino también en el resto de su obra, en la cual utilizó un lenguaje seco, sin adornos, para condensar la experiencia como algo nunca cerrado, siempre en fuga. Juan José Saer (1937-2005), por su parte, fue un narrador más afín en sus comienzos con las figuras y los climas marginales de Juan Carlos Onetti (1909-1994), para derivar luego hacia un discurso narrativo de corte objetivista cercano a William Faulkner (1897-1962). De espaldas al fenómeno editorial del boom latinoamericano (al que desdeñó), escribió “En la zona”, “Palo y hueso” y “Unidad de lugar”, sus primeros libros de cuentos. En ellos se hace patente la tensión entre el realismo y la intención de escenificar el acto de escribir en la redacción misma. Es más, su escritura, aunque reflexiva, no se basa en el compromiso con el contexto y los avatares históricos, sino que construye todo su universo narrativo como impugnación del realismo.


En este periodo también comenzó a destacarse la producción de varios escritores del interior del país cuya práctica literaria se distanció sustancialmente del regionalismo en sus diversos matices, pues aunque de alguna manera en sus textos se hacen presentes los ámbitos en los que creaban su obra, sus mensajes proyectaron significaciones que iban mucho más allá del color local, del costumbrismo o de la crítica social. Esto ocurrió, por citar un ejemplo, en la obra del mendocino Antonio Di Benedetto (1922-1986). En “Mundo animal” muestra una sociedad donde impera la trampa, la mentira, la injusticia; pero el centro de su temática es el hombre con sus mayores mezquindades y sus aspiraciones más altas, con sus movimientos de superación y de regresión. Para representarlo se vale de los más variados símbolos: el mundo animal irrumpiendo en la vida cotidiana, las imágenes del sueño y la pesadilla, las más extrañas mutaciones y personificaciones. Aunque hay humor e ironía, predomina en casi todos una atmósfera angustiante. En su siguiente libro, “Cuentos claros”, se entrecruzan el surrealismo, la prosa descarnada y la tensión entre la comunicación y el silencio a partir de experiencias corrientes, anodinas, a veces dolorosas y brutalmente presentadas.
Daniel Moyano (1930-1992), escritor que habiendo nacido en Buenos Aires pasó buena parte de su vida en Córdoba y La Rioja, produjo una narrativa alejada por completo de las acciones localistas y pintorescas habituales en la literatura de provincias, y expuso la falta de humanidad contemporánea emergente en cualquier ámbito, sea éste una aldea, un pueblo o una ciudad, donde la miseria se yergue fatal y corrosiva. Son numerosos sus cuentos en los cuales el discurso reflexiona una y otra vez sobre las carencias afectivas de entenados huérfanos o abandonados, víctimas de la miseria y acosados por el hambre. Tal como puede apreciarse en “Artistas de variedades”, “El rescate”, “La lombriz” y “El fuego interrumpido”, los temas, los tonos, los personajes gravitan alrededor de las múltiples agresiones que puede recibir el ser humano, sean estas sociales, culturales, económicas o políticas.


A su vez, los cuentos del jujeño Héctor Tizón (1929-2012) exceden cualquier regionalismo y folclore, centrándose más bien en los problemas universales del hombre. Si bien sus textos se centran en sus raíces y su lugar de origen, ese territorio subyugado desde los comienzos de la Nación por la hegemonía del puerto de Buenos Aires y el libre comercio exterior, una comarca de pequeñas economías regionales, artesanales y familiares, en ellos se aprecia siempre una problemática universal, filosófica y muy humana. Toda su obra es un legado de coherencia, de búsquedas. Ya en su primer libro de cuentos, “A un costado de los rieles”, recurrió a la sabiduría popular, al cuento del abuelo, a las historias anónimas de transmisión oral. Fue de esa manera que eligió contar el mundo, desde esos hombres y mujeres que se enfrentan a ellos mismos en la soledad y el silencio, llegando así al nudo de su narrativa: la búsqueda de identidad.
En “El inocente”, primer libro de cuentos del tucumano Juan José Hernández (1931-2007), aparecen recuerdos que provienen de la vida en una ciudad o pueblo del interior. En esa frescura de lo que se rememora, en ese contar inocentemente algún suceso, se pueden encontrar situaciones ambiguas que llegan a encerrar algo de lo siniestro, de lo inexplicable racionalmente, de lo morboso, el lado oscuro de las personas y de las cosas. En sus relatos pueden observarse el conflicto humano, el cruce de clases sociales, las relaciones violentas y perversas entre adultos y niños o cómo esos niños observan y narran ese mundo de adultos vencidos. La pobreza, la injusticia, la muerte, la resignación a un presente poco prometedor, nada parece escandalizar en ese pequeño universo que presenta; el devenir se acepta como se acepta todo en esos climas pueblerinos.
También hubo en aquella época un notable desarrollo de la narrativa policial, un género que gozó de poco prestigio en el país hasta las décadas del ‘40 y ’50 y era relegada a la categoría de literatura menor, consumida en su mayoría por lectores de clases populares. En 1945, cuando Borges y Adolfo Bioy Casares (1914-1999) fundan la colección “El Séptimo Círculo”, comienza a difundirse centrándose en el policial de enigma para pasar más adelante a una narrativa en la que los ambientes, los personajes y las situaciones seguían fielmente el modelo de la policial negra norteamericana. Fue Rodolfo Walsh (1927-1977) quien se encargó de publicar la primera antología de autores locales: “Diez cuentos policiales argentinos”; luego iniciaría su propia producción en esa línea con “Los oficios terrestres” y “Un kilo de oro”, colecciones de cuentos que van desde el policial como acertijo a resolver ante el clásico círculo de sospechosos a una ficción que a partir de la disolución progresiva del narrador en una voz colectiva se vuelve radicalmente política. El conjunto de textos está marcado, temáticamente, por violencias, frustraciones y fracasos; y en lo que se refiere a la forma, siguiendo las características de la literatura argentina de esos años y su tendencia a lo experimental, incorporan la voz de la clase media urbana, incluso la de las ciudades de provincia.


Otro autor que contribuyó al desarrollo del género fue Ricardo Piglia (1941-2017), sin dudas uno de los protagonistas del re descubrimiento intelectual de la narrativa policial. En su primer volumen de cuentos, “La invasión”, hay ficciones históricas, falibles semblanzas de oscuros perdedores o sentidas historias de la infancia y la adolescencia, y un solo cuento policíaco. Sin embargo años antes, en varias ocasiones había publicado relatos breves en distintas revistas en los cuales aparecía Croce, un policía que investigaba con un sistema personal basado en intuiciones, corazonadas y pálpitos. Todas esas historias, más otras que fue escribiendo a lo largo de su vida, recién aparecerían bajo el título de “Los casos del comisario Croce”, un libro publicado póstumamente.
Y como colofón de este sucinto e incompleto recorrido por la literatura argentina de los años ’60, no se puede obviar la figura del antes mencionado Adolfo Bioy Casares, un autor que escribió su primer cuento fantástico y policial titulado “Vanidad o una aventura terrorífica” en 1928. Más adelante, junto a Silvina Ocampo (1903-1993), escribiría la novela policial “Los que aman, odian” y, en coautoría con Borges, las colecciones de relatos de intriga policial “Seis problemas para don Isidro Parodi” y “Un modelo para la muerte”, el primero bajo el seudónimo de H. Bustos Domecq y el segundo con el de B. Suárez Lynch. En la década del ’60, Bioy publicó dos colecciones de cuentos: “El lado de la sombra” y “El gran serafín”. En ambos primó lo fantástico y no hicieron más que consolidar su genio literario. Cada una de las historias guarda una sorpresa, un giro inesperado de la trama. Junto a la elegante sencillez del lenguaje, apareció en ellos un muestrario de sus marcas de estilo: la ironía, la compasión, la liviandad elevada a la condición de arte y, en definitiva, la del sentido trágico de la vida.