Naturalmente
no puede obviarse la influencia que, de un modo u otro, ejerció Jorge Luis
Borges (1899-1986) sobre los cuentistas argentinos que comenzaron a publicar
hacia 1960. Su prestigio nacional e internacional contribuyó, sin dudas, a que
su concepción del texto literario como configuración de registro incierto,
siempre oscilante entre el relato propiamente dicho y supuestas confesiones,
comentarios de libros inexistentes o notas reflexivas, y como propuesta abierta
a la decodificación atenta de los lectores, fuera ganando adeptos incluso entre
aquellos que le reprochaban al autor de “El informe de Brodie” sus
controversiales opiniones sobre la política (“es una frivolidad peligrosa”),
las naciones (“son producto de las fantasías del hombre”), las clases sociales
(“son meras comodidades intelectuales”), las masas (“son una entidad abstracta
y posiblemente irreal”), el pueblo (“es una entidad ficticia, lo que realmente
existe es cada individuo”), la democracia (“es un curioso abuso de la
estadística”), la sociología (“ni siquiera sabemos si existe o si es una ciencia
imaginaria”) y otras por el estilo.
Dejando de
lado este aspecto de su personalidad, los cuentistas de entonces emplearon
recursos típicamente borgeanos en bastantes casos y varias de sus historias
revelaban a cada paso su deuda con él. Pero si sus huellas son parcialmente
perceptibles, mucho más decisiva resultó la irrupción de Julio Cortázar (1914-1984) en el panorama de la
narrativa breve argentina. Desde “Bestiario” de 1951 a “Todos los fuegos el
fuego” de 1966, para no avanzar más allá de esas fechas, abrió nuevos rumbos
por los que muy pronto se precipitaron numerosos seguidores. Él mismo reconocía
su admiración por el rigor con que Borges había compuesto sus textos y algunos
de sus gestos expresivos se notan aquí y allá en sus primeros libros de
cuentos. Pero en cuanto a asimilación de diversos niveles coloquiales, a la
yuxtaposición de discursos heterogéneos o imbricación de múltiples secuencias
narrativas, a la interpolación de inusitadas metáforas vanguardistas, a la
abrupta ruptura de la sintaxis habitual, a la presentación de un narrador no
identificado y de difícil identificación, el aporte del autor de “Rayuela”
carecía de parangón.
Su
práctica marcó a muchos jóvenes cuya producción se inició al promediar la
década del ‘60 como es el caso de Isidoro Blaisten (1933-2004). En “La
felicidad”, su primer libro de cuentos, la realidad se ve exacerbada,
distorsionada, de tal modo que la fantasía y el absurdo se filtran por las
rendijas de la vida cotidiana. En sus relatos hay algo de la creatividad lúdica
de Cortázar integrada en un estilo muy personal en el que predominan un
peculiar tratamiento del lenguaje y un ácido humor. Y en el posterior, “La
salvación”, el autor recupera en algunos de sus cuentos una forma del monólogo
cortazariano cargado con un lenguaje pícaro que actúa como un elemento
significativo adicional.
La misma
influencia puede rastrearse asimismo en otros narradores como es el caso de
Aníbal Ford (1934-2009), quien en su primer libro de cuentos, “Sumbosa”, salió
al cruce de la teoría estructuralista que proponía la tesis de que todo texto
posee una estructura que lo va organizar y ordenar, deshaciendo en pedazos la
disposición arquetípica y formalizada de la narración, y transgrediendo
fronteras en el lenguaje tal como lo hiciera el autor de “Las armas secretas”.
Otro tanto puede decirse de Hebe Uhart (1936-2018) cuyo contacto con Cortázar
podría establecerse pensando en algunos de los cuentos incluidos en “Dios, San
Pedro y las almas” y “Epi, Epi, Pamma sabhactani”, aunque ya para “La gente de
la casa rosa” opuso a la modulación coloquial del discurso cortazariano una
escritura tersa, aparentemente ingenua, cargada de ironía.
Por
supuesto que esa década vio surgir también una narrativa experimental no
exclusivamente circunscripta al modelo cortazariano. Antonio Dal Masetto
(1938-2015), uno de los jóvenes escritores nucleados en la revista “Eco
Contemporáneo”, por ejemplo, prefirió identificarse con el componente
fuertemente autobiográfico de Ernest Hemingway (1899-1961) y con un cierto
sentido de la paradoja presente en la obra de Witold Gombrowicz (1904-1969).
Esto se advierte no sólo en “Lacre”, su primer libro de cuentos, sino también
en el resto de su obra, en la cual utilizó un lenguaje seco, sin adornos, para
condensar la experiencia como algo nunca cerrado, siempre en fuga. Juan José
Saer (1937-2005), por su parte, fue un narrador más afín en sus comienzos con
las figuras y los climas marginales de Juan Carlos Onetti (1909-1994), para
derivar luego hacia un discurso narrativo de corte objetivista cercano a
William Faulkner (1897-1962). De espaldas al fenómeno editorial del boom
latinoamericano (al que desdeñó), escribió “En la zona”, “Palo y hueso” y
“Unidad de lugar”, sus primeros libros de cuentos. En ellos se hace patente la
tensión entre el realismo y la intención de escenificar el acto de escribir en
la redacción misma. Es más, su escritura, aunque reflexiva, no se basa en el
compromiso con el contexto y los avatares históricos, sino que construye todo
su universo narrativo como impugnación del realismo.
En este
periodo también comenzó a destacarse la producción de varios escritores del
interior del país cuya práctica literaria se distanció sustancialmente del
regionalismo en sus diversos matices, pues aunque de alguna manera en sus
textos se hacen presentes los ámbitos en los que creaban su obra, sus mensajes
proyectaron significaciones que iban mucho más allá del color local, del
costumbrismo o de la crítica social. Esto ocurrió, por citar un ejemplo, en la
obra del mendocino Antonio Di Benedetto (1922-1986). En “Mundo animal” muestra
una sociedad donde impera la trampa, la mentira, la injusticia; pero el centro
de su temática es el hombre con sus mayores mezquindades y sus aspiraciones más
altas, con sus movimientos de superación y de regresión. Para representarlo se
vale de los más variados símbolos: el mundo animal irrumpiendo en la vida
cotidiana, las imágenes del sueño y la pesadilla, las más extrañas mutaciones y
personificaciones. Aunque hay humor e ironía, predomina en casi todos una
atmósfera angustiante. En su siguiente libro, “Cuentos claros”, se entrecruzan
el surrealismo, la prosa descarnada y la tensión entre la comunicación y el
silencio a partir de experiencias corrientes, anodinas, a veces dolorosas y
brutalmente presentadas.
Daniel
Moyano (1930-1992), escritor que habiendo nacido en Buenos Aires pasó buena
parte de su vida en Córdoba y La Rioja, produjo una narrativa alejada por
completo de las acciones localistas y pintorescas habituales en la literatura
de provincias, y expuso la falta de humanidad contemporánea emergente en
cualquier ámbito, sea éste una aldea, un pueblo o una ciudad, donde la miseria se
yergue fatal y corrosiva. Son numerosos sus cuentos en los cuales el discurso
reflexiona una y otra vez sobre las carencias afectivas de entenados huérfanos
o abandonados, víctimas de la miseria y acosados por el hambre. Tal como puede
apreciarse en “Artistas de variedades”, “El rescate”, “La lombriz” y “El fuego
interrumpido”, los temas, los tonos, los personajes gravitan alrededor de las
múltiples agresiones que puede recibir el ser humano, sean estas sociales,
culturales, económicas o políticas.
A su vez,
los cuentos del jujeño Héctor Tizón (1929-2012) exceden cualquier regionalismo
y folclore, centrándose más bien en los problemas universales del hombre. Si
bien sus textos se centran en sus raíces y su lugar de origen, ese territorio
subyugado desde los comienzos de la Nación por la hegemonía del puerto de
Buenos Aires y el libre comercio exterior, una comarca de pequeñas economías
regionales, artesanales y familiares, en ellos se aprecia siempre una
problemática universal, filosófica y muy humana. Toda su obra es un legado de
coherencia, de búsquedas. Ya en su primer libro de cuentos, “A un costado de
los rieles”, recurrió a la sabiduría popular, al cuento del abuelo, a las historias
anónimas de transmisión oral. Fue de esa manera que eligió contar el mundo,
desde esos hombres y mujeres que se enfrentan a ellos mismos en la soledad y el
silencio, llegando así al nudo de su narrativa: la búsqueda de identidad.
En “El
inocente”, primer libro de cuentos del tucumano Juan José Hernández (1931-2007),
aparecen recuerdos que provienen de la vida en una ciudad o pueblo del
interior. En esa frescura de lo que se rememora, en ese contar inocentemente
algún suceso, se pueden encontrar situaciones ambiguas que llegan a encerrar
algo de lo siniestro, de lo inexplicable racionalmente, de lo morboso, el lado
oscuro de las personas y de las cosas. En sus relatos pueden observarse el
conflicto humano, el cruce de clases sociales, las relaciones violentas y perversas
entre adultos y niños o cómo esos niños observan y narran ese mundo de adultos
vencidos. La pobreza, la injusticia, la muerte, la resignación a un presente poco
prometedor, nada parece escandalizar en ese pequeño universo que presenta; el
devenir se acepta como se acepta todo en esos climas pueblerinos.
También
hubo en aquella época un notable desarrollo de la narrativa policial, un género
que gozó de poco prestigio en el país hasta las décadas del ‘40 y ’50 y era relegada
a la categoría de literatura menor, consumida en su mayoría por lectores de
clases populares. En 1945, cuando Borges y Adolfo Bioy Casares (1914-1999) fundan
la colección “El Séptimo Círculo”, comienza a difundirse centrándose en el
policial de enigma para pasar más adelante a una narrativa en la que los
ambientes, los personajes y las situaciones seguían fielmente el modelo de la
policial negra norteamericana. Fue Rodolfo Walsh (1927-1977) quien se encargó de
publicar la primera antología de autores locales: “Diez cuentos policiales
argentinos”; luego iniciaría su propia producción en esa línea con “Los oficios
terrestres” y “Un kilo de oro”, colecciones de cuentos que van desde el
policial como acertijo a resolver ante el clásico círculo de sospechosos a una
ficción que a partir de la disolución progresiva del narrador en una voz
colectiva se vuelve radicalmente política. El conjunto de textos está marcado,
temáticamente, por violencias, frustraciones y fracasos; y en lo que se refiere
a la forma, siguiendo las características de la literatura argentina de esos
años y su tendencia a lo experimental, incorporan la voz de la clase media
urbana, incluso la de las ciudades de provincia.
Otro autor
que contribuyó al desarrollo del género fue Ricardo Piglia (1941-2017), sin
dudas uno de los protagonistas del re descubrimiento intelectual de la
narrativa policial. En su primer volumen de cuentos, “La invasión”, hay
ficciones históricas, falibles semblanzas de oscuros perdedores o sentidas
historias de la infancia y la adolescencia, y un solo cuento policíaco. Sin
embargo años antes, en varias ocasiones había publicado relatos breves en
distintas revistas en los cuales aparecía Croce, un policía que investigaba con
un sistema personal basado en intuiciones, corazonadas y pálpitos. Todas esas
historias, más otras que fue escribiendo a lo largo de su vida, recién
aparecerían bajo el título de “Los casos del comisario Croce”, un libro
publicado póstumamente.
Y como
colofón de este sucinto e incompleto recorrido por la literatura argentina de
los años ’60, no se puede obviar la figura del antes mencionado Adolfo Bioy
Casares, un autor que escribió su primer cuento fantástico y policial titulado
“Vanidad o una aventura terrorífica” en 1928. Más adelante, junto a Silvina
Ocampo (1903-1993), escribiría la novela policial “Los que aman, odian” y, en
coautoría con Borges, las colecciones de relatos de intriga policial “Seis
problemas para don Isidro Parodi” y “Un modelo para la muerte”, el primero bajo
el seudónimo de H. Bustos Domecq y el segundo con el de B. Suárez Lynch. En la
década del ’60, Bioy publicó dos colecciones de cuentos: “El lado de la sombra”
y “El gran serafín”. En ambos primó lo fantástico y no hicieron más que
consolidar su genio literario. Cada una de las historias guarda una sorpresa,
un giro inesperado de la trama. Junto a la elegante sencillez del lenguaje,
apareció en ellos un muestrario de sus marcas de estilo: la ironía, la
compasión, la liviandad elevada a la condición de arte y, en definitiva, la del
sentido trágico de la vida.