9 de octubre de 2019

Cuentos selectos (XII). Bertolt Brecht: "Historia de alguien que nunca llegaba tarde"


Bertolt Brecht (1898-1956) fue uno de los dramaturgos más destacados e innovadores del siglo XX. Nacido en Augsburgo, Alemania, su gran aporte fue sin dudas la creación del llamado Teatro Épico (o Dialéctico, como también se lo conoce), una propuesta teatral que, influenciada notablemente por la generación del romanticismo alemán y la problemática de la cuestión social, se propuso invitar al compromiso político, mostrando y relatando los principales problemas sociales de su tiempo.
Brecht desarrolló su teoría a lo largo de toda su vida activa en el teatro. Primero, bajo la influencia del director y productor teatral alemán Erwin Piscator (1893-1966), teórico del que es conocido como Teatro Político, el cual se enfocaba en el contenido sociopolítico del drama y no en la inmersión emocional del público o en la belleza formal de la producción. Luego, sumando las concepciones teóricas de intelectuales rusos de la época como el escritor y crítico Víktor Shklovski (1893-1984) y el dramaturgo Vsévolod Meyerhold (1874-1940), en quienes ya se encontraba el concepto de distanciamiento entre el artista y su personaje. Su aporte creativo en la materia estuvo en el hecho de haber sistematizado esas propuestas y promovido la discusión en este sentido, con lo cual renovó profundamente el concepto de la obra teatral.
La atmósfera de enrarecimiento político y las convulsiones provocadas por las guerras determinaron la producción literaria alemana en las primeras décadas del siglo XX. Por otro lado y en la misma época, el teatro revolucionario surgido de la Revolución de Octubre en Rusia tendió a propagarse en Alemania, enriquecido por las experiencias de las vanguardias, sobre todo del cubismo, el expresionismo y el surrealismo. Fue en ese contexto de fusiones y nuevas experiencias que prosperó la estética teatral de Brecht.
Su amistad con teóricos del materialismo histórico como Karl Korsch (1886-1961) y Walter Benjamin (1892-1940), su militancia política y su adhesión a las ideas socialistas provocaron que, a partir de la ascensión del nazismo, tuviese que comenzar un largo exilio que lo llevaría a Dinamarca, Suecia, Finlandia y Estados Unidos, para regresar a su país recién en 1948.
Pero no sólo fue dramaturgo, también se destacó como poeta y cuentista. Brecht publicó sus primeros poemas en 1913 en la revista estudiantil “Die Ernte” y en 1927 apareció su primer libro de poemas: “Hauspostille” (Devocionario doméstico). Su obra narrativa, cuyos inicios coinciden con la cristalización de su temprana vocación literaria, se entrecruzó a lo largo de la vida del autor con el resto de su labor creativa y mayormente estuvo animada por los mismos objetivos que guiaron su producción teatral y poética. Sus primeras narraciones breves fueron publicadas en diversos periódicos y revistas de su ciudad natal; luego, a lo largo de su difícil exilio, siguió escribiendo relatos que, más tarde, aparecerían -muchos de ellos- en “Kalendergeschichten” (Historias de almanaque) y en “Geschichten vom herrn Keuner” (Historias del señor Keuner).


El novelista alemán Lion Feuchtwanger (1884-1958), escritor que colaboró estrechamente con Bertolt Brecht en varias de sus obras cuando ambos estaban exiliados en Estados Unidos, decía en uno de los manuscritos hallados en su biblioteca tras su muerte: “Brecht utilizaba todos los temas y formas que le atraían, ensayaba con ellos, los modelaba, se los apropiaba y los transformaba de tal forma que al final eran suyos por completo. Brecht consideraba sus creaciones como algo provisional, en ciernes. Libros que había dado a la imprenta hacía tiempo, obras de teatro que había montado innumerables veces nunca estaban terminadas para él. Como a muchos de los grandes artistas alemanes, le importaba más el proceso creativo que la obra terminada”.
Por su parte, el editor alemán Siegfried Unseld (1924-2002) en “Der autor und sein verleger” (El autor y su editor) publicado en 1985, repasó la relación de Brecht, Rainer María Rilke (1875-1926), Hermann Hesse (1877-1962) y Robert Walser (1878-1956) con sus editores. También, con respecto a Brecht, explicó cuáles eran sus métodos de trabajo: “Un rasgo típico del método creativo de Brecht era su capacidad para reanudar una y otra vez, durante años incluso, el trabajo en una fábula, una idea dramática, un borrador. Ninguna versión impresa era la definitiva, y seguramente ni siquiera recordaba ya él mismo dónde había hecho los cambios”.
La mayoría de sus narraciones tenían como protagonistas a figuras históricas y se desarrollaban tanto en tiempos remotos como en la época contemporánea. Sin embargo, un motivo central le confirió unidad y coherencia a todas ellas: el comportamiento de los personajes y las situaciones dramáticas servían de vehículo para el aleccionamiento moral, la destrucción de mitos, la crítica de prejuicios y la iluminación de zonas oscuras de la historia y de la sociedad humanas.


La totalidad de su obra, tanto dramática como lírica, teórica y narrativa sería publicada póstumamente.

HISTORIA DE ALGUIEN QUE NUNCA LLEGABA TARDE

Había una vez un joven que era inteligente. Muy inteligente. Enormemente inteligente. Tan inteligente que en las noches serenas oía crecer los árboles y toser a las ardillas tísicas. Sí... y más inteligente aún. Eso era lo que pensaba todo el mundo y, como es lógico, él más que nadie. Y eso es fundamental. Cómo no iba a conocerse a sí mismo. Y bien: era muy inteligente. Un don por cierto muy valioso.
Pero tenía una característica que era cien, no, mil, no, cien mil veces más valiosa aún. Aquel joven nunca llegaba tarde. “En el mundo puede ocurrir cualquier cosa, pero que yo llegue tarde es tan absurdo como pretender que un asno sea un camello. ¡Como lo oyen!”. Eso decía el joven de sí mismo. Y él tenía que saberlo. ¿No?
Y así el mozo se iba haciendo hombre y crecía en sabiduría y en virtud. Y sus parientes se preguntaban seriamente qué ocurriría, si era posible que existiera tanta astucia como la que tenía aquel joven. Y mientras los amigos y parientes discutían y hablaban con grandilocuencia del futuro del joven, éste dedicaba toda su atención a tan importante problema. Aún vacilaba entre ser Príncipe de Poetas o Emperador Soldado. Ambos oficios tenían su parte buena.
¿Príncipe de Poetas? Hum, podría ser, después de todo, La parentela no tendría nada que alegar en contra. Él ya llevaba escritos algunos poemas maravillosos. Su aptitud había quedado demostrada. Su glorioso poema “El Amor” era un modelo de poesía clásica. Sin ir más lejos, aquella estrofa final: “Glorioso y divino amor, / de pleno y sensible pulso, / eres el más bello impulso, / triunfante sobre el dolor” estaba más allá de toda crítica. La exquisitez de otro de sus poemas quedaba demostrada por el solo hecho de su publicación en uno de los últimos números de la revista “Gartenlaube”... De modo que Príncipe de Poetas... ¡había que tenerlo en cuenta!
Nº 2. ¿Emperador Soldado? Tampoco estaría mal. Por supuesto, aquel joven tan dotado no podía conformarse con menos que un imperio franco-español. ¡De ninguna manera! Por otra parte, era muy fácil conquistarlo. Bastaba con trabar íntima amistad con el ex rey de Portugal, regresar con éste a España y -después de liquidarlo- hacerse coronar emperador. ¡Simplísimo! ¿No es verdad? Sus dotes militares se habían puesto muy precozmente de manifiesto. De modo que Emperador Soldado tampoco era de despreciar...
Y así el pobre joven, tan bien dotado, vacilaba y vacilaba entre aquellos dos oficios. Porque los dos oficios tenían también sus contras. Lamentablemente, el Príncipe de Poetas tendría que saber componer poemas. Y el Emperador Soldado tenía que empezar por buscar al rey estúpido al cual pensaba destituir. Y vaciló durante mucho tiempo.
Por fin decidió ser dependiente en un gran almacén. Y lo fue. Porque lo que él se proponía, lo llevaba a cabo. Y fue feliz entre las latas de arenque y las cajas de sombreros. Su ideal era llegar a ser un Rey de la Bolsa. Pero de serlo, quería serlo en grande. ¡Alguien para quien los Rothschild fueran unos pobres mendigos!
Y entonces, en esa época, cuando el joven tenía justamente quince años, ocurrió algo. El talentoso muchacho se enamoró.
La primera consecuencia fue que el dependiente de comercio, alias Príncipe de Poetas, rozado por un Eros hambriento de rosas, dio a luz un poema... un poema... ¡Oh! ¡Oh! ¿Qué clase de poema? Una obra magna, una revelación. Constaba de veinte estrofas y llenaba todo un cuadernillo. Cada estrofa tenía diez versos, cada verso doce palabras… Era colosal. Gigantesco. ¡Grandioso!
Pero eso no fue más que el comienzo. A continuación el joven se juró a sí mismo convertir a la “bella de los ojos negros” en su esposa. Lo juró al nocturno y secreto resplandor de una vela, lo juró por sus barbas. Al hacerlo aferró los dos pelos que constituían su barba y que ya habían alcanzado un centímetro de largo… Lamentablemente, uno se le desprendió en la acción.
Y la campaña comenzó. Pero en la campaña se puso de manifiesto una pequeña falla de nuestro Príncipe de Poetas: era tímido. Cada vez que se encontraba con su futura esposa, hacía un gran rodeo para eludirla. Y así transcurrieron los meses, los años, los decenios. Los siglos… Bueno, he ido demasiado lejos. Transcurrieron sólo dos meses. Y un día de lluvia, la vio del brazo de otro. No supo cómo pudo llegar de regreso a su casa esa tarde. Solo en su cuartito desierto, abandonado de Dios y de los hombres, lloró.
Es mala señal que un hombre serio llore… Pero luego se mesó la barba, es decir, tironeó del último pelo que le quedaba en la barbilla. Se volvió triste. Se pasaba los días enteros sumido en un estado de ánimo sombrío, y meditaba tras las latas de arenque. Meditaba sobre un problema, un extraño problema. Se trataba de lo siguiente: ¿Cómo es posible que alguien tan inteligente llegue tarde?
Y así estuvo mucho tiempo, inactivo, pensando… Con el tiempo perdió el juicio. Sólo se lo oía murmurar: “yo no llego tarde”. Y si aún no ha muerto, ha de seguir viviendo todavía…