Bertolt
Brecht (1898-1956) fue uno de los dramaturgos más destacados e innovadores del
siglo XX. Nacido en Augsburgo, Alemania, su gran aporte fue sin dudas la
creación del llamado Teatro Épico (o Dialéctico, como también se lo conoce),
una propuesta teatral que, influenciada notablemente por la generación del
romanticismo alemán y la problemática de la cuestión social, se propuso invitar
al compromiso político, mostrando y relatando los principales problemas
sociales de su tiempo.
Brecht
desarrolló su teoría a lo largo de toda su vida activa en el teatro. Primero, bajo
la influencia del director y productor teatral alemán Erwin Piscator
(1893-1966), teórico del que es conocido como Teatro Político, el cual se
enfocaba en el contenido sociopolítico del drama y no en la inmersión emocional
del público o en la belleza formal de la producción. Luego, sumando las concepciones
teóricas de intelectuales rusos de la época como el escritor y crítico Víktor
Shklovski (1893-1984) y el dramaturgo Vsévolod Meyerhold (1874-1940), en quienes
ya se encontraba el concepto de distanciamiento entre el artista y su personaje.
Su aporte creativo en la materia estuvo en el hecho de haber sistematizado esas
propuestas y promovido la discusión en este sentido, con lo cual renovó
profundamente el concepto de la obra teatral.
La
atmósfera de enrarecimiento político y las convulsiones provocadas por las
guerras determinaron la producción literaria alemana en las primeras décadas
del siglo XX. Por otro lado y en la misma época, el teatro revolucionario
surgido de la Revolución de Octubre en Rusia tendió a propagarse en Alemania,
enriquecido por las experiencias de las vanguardias, sobre todo del cubismo, el
expresionismo y el surrealismo. Fue en ese contexto de fusiones y nuevas
experiencias que prosperó la estética teatral de Brecht.
Su amistad
con teóricos del materialismo histórico como Karl Korsch (1886-1961) y Walter
Benjamin (1892-1940), su militancia política y su adhesión a las ideas socialistas
provocaron que, a partir de la ascensión del nazismo, tuviese que comenzar un
largo exilio que lo llevaría a Dinamarca, Suecia, Finlandia y Estados Unidos,
para regresar a su país recién en 1948.
Pero no
sólo fue dramaturgo, también se destacó como poeta y cuentista. Brecht publicó
sus primeros poemas en 1913 en la revista estudiantil “Die Ernte” y en 1927
apareció su primer libro de poemas: “Hauspostille” (Devocionario doméstico). Su
obra narrativa, cuyos inicios coinciden con la cristalización de su temprana
vocación literaria, se entrecruzó a lo largo de la vida del autor con el resto
de su labor creativa y mayormente estuvo animada por los mismos objetivos que
guiaron su producción teatral y poética. Sus primeras narraciones breves fueron
publicadas en diversos periódicos y revistas de su ciudad natal; luego, a lo largo
de su difícil exilio, siguió escribiendo relatos que, más tarde, aparecerían
-muchos de ellos- en “Kalendergeschichten” (Historias de almanaque) y en “Geschichten
vom herrn Keuner” (Historias del señor Keuner).
El
novelista alemán Lion Feuchtwanger (1884-1958), escritor que colaboró
estrechamente con Bertolt Brecht en varias de sus obras cuando ambos estaban
exiliados en Estados Unidos, decía en uno de los manuscritos hallados en su
biblioteca tras su muerte: “Brecht utilizaba todos los temas y formas que le
atraían, ensayaba con ellos, los modelaba, se los apropiaba y los transformaba
de tal forma que al final eran suyos por completo. Brecht consideraba sus
creaciones como algo provisional, en ciernes. Libros que había dado a la
imprenta hacía tiempo, obras de teatro que había montado innumerables veces
nunca estaban terminadas para él. Como a muchos de los grandes artistas
alemanes, le importaba más el proceso creativo que la obra terminada”.
Por su
parte, el editor alemán Siegfried Unseld (1924-2002) en “Der autor und sein verleger”
(El autor y su editor) publicado en 1985, repasó la relación de Brecht, Rainer
María Rilke (1875-1926), Hermann Hesse (1877-1962) y Robert Walser (1878-1956) con
sus editores. También, con respecto a Brecht, explicó cuáles eran sus métodos
de trabajo: “Un rasgo típico del método creativo de Brecht era su capacidad
para reanudar una y otra vez, durante años incluso, el trabajo en una fábula,
una idea dramática, un borrador. Ninguna versión impresa era la definitiva, y
seguramente ni siquiera recordaba ya él mismo dónde había hecho los cambios”.
La mayoría
de sus narraciones tenían como protagonistas a figuras históricas y se desarrollaban
tanto en tiempos remotos como en la época contemporánea. Sin embargo, un motivo
central le confirió unidad y coherencia a todas ellas: el comportamiento de los
personajes y las situaciones dramáticas servían de vehículo para el
aleccionamiento moral, la destrucción de mitos, la crítica de prejuicios y la
iluminación de zonas oscuras de la historia y de la sociedad humanas.
La
totalidad de su obra, tanto dramática como lírica, teórica y narrativa sería
publicada póstumamente.
HISTORIA DE ALGUIEN QUE NUNCA LLEGABA TARDE
Había una
vez un joven que era inteligente. Muy inteligente. Enormemente inteligente. Tan
inteligente que en las noches serenas oía crecer los árboles y toser a las
ardillas tísicas. Sí... y más inteligente aún. Eso era lo que pensaba todo el
mundo y, como es lógico, él más que nadie. Y eso es fundamental. Cómo no iba a
conocerse a sí mismo. Y bien: era muy inteligente. Un don por cierto muy
valioso.
Pero tenía
una característica que era cien, no, mil, no, cien mil veces más valiosa aún.
Aquel joven nunca llegaba tarde. “En el mundo puede ocurrir cualquier cosa,
pero que yo llegue tarde es tan absurdo como pretender que un asno sea un
camello. ¡Como lo oyen!”. Eso decía el joven de sí mismo. Y él tenía que
saberlo. ¿No?
Y así el
mozo se iba haciendo hombre y crecía en sabiduría y en virtud. Y sus parientes
se preguntaban seriamente qué ocurriría, si era posible que existiera tanta
astucia como la que tenía aquel joven. Y mientras los amigos y parientes
discutían y hablaban con grandilocuencia del futuro del joven, éste dedicaba
toda su atención a tan importante problema. Aún vacilaba entre ser Príncipe de
Poetas o Emperador Soldado. Ambos oficios tenían su parte buena.
¿Príncipe
de Poetas? Hum, podría ser, después de todo, La parentela no tendría nada que
alegar en contra. Él ya llevaba escritos algunos poemas maravillosos. Su
aptitud había quedado demostrada. Su glorioso poema “El Amor” era un modelo de
poesía clásica. Sin ir más lejos, aquella estrofa final: “Glorioso y divino
amor, / de pleno y sensible pulso, / eres el más bello impulso, / triunfante
sobre el dolor” estaba más allá de toda crítica. La exquisitez de otro de sus
poemas quedaba demostrada por el solo hecho de su publicación en uno de los
últimos números de la revista “Gartenlaube”... De modo que Príncipe de
Poetas... ¡había que tenerlo en cuenta!
Nº 2.
¿Emperador Soldado? Tampoco estaría mal. Por supuesto, aquel joven tan dotado
no podía conformarse con menos que un imperio franco-español. ¡De ninguna
manera! Por otra parte, era muy fácil conquistarlo. Bastaba con trabar íntima
amistad con el ex rey de Portugal, regresar con éste a España y -después de
liquidarlo- hacerse coronar emperador. ¡Simplísimo! ¿No es verdad? Sus dotes
militares se habían puesto muy precozmente de manifiesto. De modo que Emperador
Soldado tampoco era de despreciar...
Y así el
pobre joven, tan bien dotado, vacilaba y vacilaba entre aquellos dos oficios.
Porque los dos oficios tenían también sus contras. Lamentablemente, el Príncipe
de Poetas tendría que saber componer poemas. Y el Emperador Soldado tenía que
empezar por buscar al rey estúpido al cual pensaba destituir. Y vaciló durante
mucho tiempo.
Por fin
decidió ser dependiente en un gran almacén. Y lo fue. Porque lo que él se
proponía, lo llevaba a cabo. Y fue feliz entre las latas de arenque y las cajas
de sombreros. Su ideal era llegar a ser un Rey de la Bolsa. Pero de serlo,
quería serlo en grande. ¡Alguien para quien los Rothschild fueran unos pobres
mendigos!
Y
entonces, en esa época, cuando el joven tenía justamente quince años, ocurrió
algo. El talentoso muchacho se enamoró.
La primera
consecuencia fue que el dependiente de comercio, alias Príncipe de Poetas,
rozado por un Eros hambriento de rosas, dio a luz un poema... un poema... ¡Oh!
¡Oh! ¿Qué clase de poema? Una obra magna, una revelación. Constaba de veinte
estrofas y llenaba todo un cuadernillo. Cada estrofa tenía diez versos, cada
verso doce palabras… Era colosal. Gigantesco. ¡Grandioso!
Pero eso
no fue más que el comienzo. A continuación el joven se juró a sí mismo
convertir a la “bella de los ojos negros” en su esposa. Lo juró al nocturno y
secreto resplandor de una vela, lo juró por sus barbas. Al hacerlo aferró los
dos pelos que constituían su barba y que ya habían alcanzado un centímetro de
largo… Lamentablemente, uno se le desprendió en la acción.
Y la
campaña comenzó. Pero en la campaña se puso de manifiesto una pequeña falla de
nuestro Príncipe de Poetas: era tímido. Cada vez que se encontraba con su
futura esposa, hacía un gran rodeo para eludirla. Y así transcurrieron los
meses, los años, los decenios. Los siglos… Bueno, he ido demasiado lejos. Transcurrieron
sólo dos meses. Y un día de lluvia, la vio del brazo de otro. No supo cómo pudo
llegar de regreso a su casa esa tarde. Solo en su cuartito desierto, abandonado
de Dios y de los hombres, lloró.
Es mala
señal que un hombre serio llore… Pero luego se mesó la barba, es decir, tironeó
del último pelo que le quedaba en la barbilla. Se volvió triste. Se pasaba los
días enteros sumido en un estado de ánimo sombrío, y meditaba tras las latas de
arenque. Meditaba sobre un problema, un extraño problema. Se trataba de lo
siguiente: ¿Cómo es posible que alguien tan inteligente llegue tarde?
Y así
estuvo mucho tiempo, inactivo, pensando… Con el tiempo perdió el juicio. Sólo
se lo oía murmurar: “yo no llego tarde”. Y si aún no ha muerto, ha de seguir
viviendo todavía…