"Felisberto nunca fue ni será un escritor de mayorías", dijo alguna vez su coterráneo Juan Carlos Onetti (1909-1994). "Era irregular e inclasificable", expresó el italiano Italo Calvino (1923-1985). "Es el escritor más original de América del Sur", afirmó el francés Roger Caillois (1913-1978). El propio Felisberto, sabedor de que no era un escritor "habitual", confesó en su ensayo "Diario del sinvergüenza", publicado en Montevideo diez años después de su muerte: "Lo diré de una vez: mis cuentos fueron hechos para ser leídos por mí, como quien le cuenta a alguien algo raro que recién descubre, con lenguaje sencillo de improvisación y hasta con mi natural lenguaje lleno de repeticiones e imperfecciones que me son propias. Y mi problema ha sido tratar de quitarle lo más urgentemente feo, sin quitarle lo que le es más natural; y temo continuamente que mis fealdades sean siempre mi manera más rica de expresión".
Un par de décadas antes, en septiembre de 1955, Hernández había escrito una suerte de manifiesto literario titulado "Explicación falsa de mis cuentos" que apareció originalmente en el nº 5/6 de la revista literaria "La Licorne" que dirigía la poetisa uruguaya Susana Soca (1906-1959). En él decía: "Obligado o traicionado por mí mismo a decir cómo hago mis cuentos, recurriré a explicaciones exteriores a ellos. No son completamente naturales, en el sentido de no intervenir la conciencia. Eso me sería antipático. No son dominados por una teoría de conciencia. Esto me sería extremadamente antipático. Preferiría decir que esa intervención es misteriosa. Mis cuentos no tienen estructuras lógicas. A pesar de la vigilancia constante y rigurosa de la conciencia, ésta también me es desconocida. En un momento dado pienso que en un rincón de mí nacerá una planta. La empiezo a acechar creyendo que en ese rincón se ha producido algo raro, pero que podría tener porvenir artístico.
Sería feliz si esta idea no fracasara del todo. Sin embargo, debo esperar un tiempo ignorado; no sé como hacer germinar la planta, ni cómo favorecer, ni cuidar su crecimiento; sólo presiento o deseo que tenga hojas de poesías; o algo que se transforme en poesía si la miran ciertos ojos. Debo cuidar que no ocupe mucho espacio, que no pretenda ser bella o intensa, sino que sea la planta que ella misma esté destinada a ser, y ayudarla a que lo sea. Al mismo tiempo ella crecerá de acuerdo a un contemplador al que no hará mucho caso si él quiere sugerirle demasiadas intenciones o grandezas. Si es una planta dueña de sí misma tendrá una poesía natural, desconocida por ella misma. Ella debe ser como una persona que vivirá no sabe cuánto, con necesidades propias, con un orgullo discreto, un poco torpe y que parezca improvisado. Ella misma no conocerá sus leyes, aunque profundamente las tenga y la conciencia no las alcance. No sabrá el grado y la manera en que la conciencia intervendrá, pero en última instancia impondrá su voluntad.
Y enseñará a la conciencia a ser desinteresada. Lo más seguro de todo es que yo no sé cómo hago mis cuentos, porque cada uno de ellos tiene su vida extraña y propia. Pero también sé que viven peleando con la conciencia para evitar los extranjeros que ella les recomienda".
Empedernido solitario, excéntrico e irónico conversador, Felisberto Hernández se casó cuatro veces y mantuvo otras tantas relaciones amorosas más o menos duraderas. La más extraña fue con Africa de Las Heras (1909-1988), alias María Luisa, alias Patria, alias Znoi, alias María de la Sierra, alias Ivonne, alias Maria Pavlovna, coronel del Ejército Rojo y miembro de los temibles servicios secretos estalinistas. Se supone que el escritor, un inveterado anticomunista, jamás llegó a conocer la verdadera profesión de la que fue su tercera esposa. Para él era una exitosa modista de alta costura que representaba una solución a sus endémicos problemas económicos.
Sobre el final de su vida, el Felisberto Hernández se fue encerrando cada vez más: al principio en su casa, después en un sótano del que se negó a salir. Cuando murió, había engordado tanto que su cuerpo inchado y violáceo no entraba en el ataúd. Como corolario de tanta extrañeza, sus cenizas se perdieron sin que se sepa el porqué de semejante despropósito.