12 de septiembre de 2009

Saramago y el "factor Dios"

José Saramago (1922) es uno de los novelistas portugueses más conocidos y apreciados en el mundo entero. A partir de la publicación de "O ano da morte de Ricardo Reis" (El año de la muerte de Ricardo Reis) en 1985, su trabajo literario ha merecido una gran aceptación tanto de parte de la crítica como de los lectores. El premio Nobel de Literatura 1998 siempre está dispuesto a expresar sus opiniones polémicas sobre los asuntos que atañen a la condición humana en un mundo en constante mutación. Así, una semana después del atentado a las Torres Gemelas de Nueva York -hecho del que se cumple ahora un nuevo aniversario-, el autor de "Todos os nomes" (Todos los nombres) y "As intermiténcias da morte" (Las intermitencias de la muerte) entre muchos otros, publicó en el diario "El País" el siguiente artículo que fue reproducido por la revista argentina "Locas. Cultura y utopía" nº 4 de octubre/noviembre de 2001.



En algún lugar de la India. Una fila de piezas de arti­llería en posición. Atado a la boca de cada una de ellas hay un hombre. En primer plano de la fotografía, un oficial británico levanta la espada y va a dar la orden de disparar. No disponemos de imágenes del efecto de los disparos, pero hasta la más obtusa de las imaginaciones podrá "ver" ca­bezas y troncos dispersos por el campo de tiro, restos sangui­nolentos, vísceras, miembros amputados. Los hombres eran rebeldes. En algún lugar de Angola. Dos soldados portu­gueses levantan por los brazos a un negro que quizás no esté muerto, otro soldado empuña un machete y se prepara para separar la cabeza del cuerpo. Esta es la primera fotografía. En la segunda, esta vez hay una segunda fotografía, la ca­beza ya ha sido cortada, está clavada en un palo, y los solda­dos se ríen. El negro era un guerrillero. El algún lugar de Israel. Mientras algunos solda­dos israelíes inmovilizan a un palestino, otro militar le parte a martillazos los huesos de la mano derecha. El palestino había tirado piedras. Estados Unidos de América del Norte, ciudad de Nueva York. Dos aviones comercia­les norteamericanos, secuestrados por terro­ristas relacionados con el integrismo islámico, se lanzan contra las torres del World Trade Center y las derriban. Por el mismo procedi­miento un tercer avión causa daños enormes en el edificio del Pen­tágono, sede del poder bélico de Estados Uni­dos. Los muertos, ente­rrados entre los escom­bros, reducidos a miga­jas, volatilizados, se cuentan por millares.
Las fotografías de India, de Angola y de Israel nos lanzan el horror a la cara, las víctimas se nos muestran en el mismo mo­mento de la tortura, de la agó­nica expectativa, de la muerte abyecta. En Nueva York, todo pareció irreal al principio, un episodio repetido y sin novedad de una catástrofe cinematográ­fica más, realmente arrebata­dora por el grado de ilusión conseguido por el técnico de efectos especiales, pero limpio de estertores, de chorros de sangre, de carnes aplastadas, de huesos triturados, de mier­da. El horror, escondido como un animal inmundo, esperó a que saliésemos de la estupe­facción para saltarnos a la gar­ganta. El horror dijo por primera vez "aquí estoy" cuando aquellas personas se lanzaron al vacío como si acabasen de escoger una muerte que fuese suya. Ahora, el horror aparece­rá a cada instante al remover una piedra, un trozo de pared, una chapa de aluminio retorci­da, y será una cabeza irrecono­cible, un brazo, una pierna, un abdomen deshecho, un tórax aplastado. Pero hasta esto mis­mo es repetitivo y monótono, en cierto modo ya conocido por las imágenes que nos llegaron de aquella Ruanda de un millón de muertos, de aquel Vietnam cocido a napalm, de aquellas ejecuciones en esta­dios llenos de gente, de aque­llos linchamientos y apalea­mientos, de aquellos soldados iraquíes sepultados vivos bajo toneladas de arena, de aque­llas bombas atómicas que arrasaron y calcinaron Hi­roshima y Nagasaki, de aque­llos crematorios nazis vomi­tando cenizas, de aquellos camiones para retirar cadáve­res como si se tratase de basura.
Siempre tendremos que morir de algo, pero ya se ha perdido la cuenta de los seres humanos muertos de las peo­res maneras que los humanos han sido capaces de inventar. Una de ellas, la más criminal, la más absurda, la que más ofende a la simple razón, es aquella que, desde el principio de los tiempos y de las civiliza­ciones, manda matar en nom­bre de Dios. Ya se ha dicho que las religiones, todas ellas, sin excepción, nunca han ser­vido para aproximar y congra­ciar a los hombres; que, por el contrario, han sido y siguen siendo causa de sufrimientos inenarrables, de matanzas, de monstruosas violencias físicas y espirituales que constituyen capítulos de la miserable his­toria humana.


Al menos en señal de respe­to por la vida, deberíamos tener el valor de proclamar en todas las circunstancias esta verdad evidente y demostrable, pero la mayoría de los creyentes de cualquier religión no sólo fin­gen ignorarla, sino que se yerguen iracundos e intolerantes contra aquellos para quienes Dios no es más que un nombre, nada más que un nombre, el nombre que, por miedo a morir, le pusimos un día y que ven­dría a dificultar nuestro paso a una humanización real. A cam­bio nos prometía paraísos y nos amenazaba con infiernos, tan falsos los unos como los otros, insultos descarados a una inte­ligencia y a un sentido común que tanto trabajo nos costó conseguir. Dice Nietzsche que todo estaría permitido si Dios no existiese, y yo respondo que precisamente por causa y en nombre de Dios es por lo que se ha permitido y justificado todo, principalmente lo peor, princi­palmente lo más horrendo y cruel. Durante siglos, la Inqui­sición fue, también, como hoy los talibán, una organización terrorista dedicada a inter­pretar perversamente textos sagrados que deberían merecer el respeto de quien en ellos decía creer, un monstruoso connubio pactado en­tre la Religión y el Estado contra la liber­tad de conciencia y contra el más humano de los derechos: el de­recho a decir no, el derecho a la herejía, el derecho a escoger otra cosa, que sólo eso es lo que la palabra herejía significa. Y, con todo, Dios es inocente. Inocente como algo que no existe, que no ha existido ni existirá nunca, inocente de ha­ber creado un universo entero para colocar en él seres capaces de cometer los mayores crímenes para luego justificarlos diciendo que son celebraciones de su poder y de su gloria, mientras los muertos se van acumulando, éstos de las torres gemelas de Nueva York, y todos los demás que, en nombre de Dios convertido en asesino por la voluntad y por la acción de los hombres, han cubierto e insisten en cubrir de terror y sangre las páginas de la Historia.
Los dioses, pienso yo, sólo existen en el cerebro humano, prosperan o se deterioran den­tro del mismo universo que los ha inventado, pero el "factor Dios", ése, está presente en la vida como si efectivamente fuese dueño y señor de ella. No es un Dios, sino el "factor Dios" el que se exhibe en los billetes de dólar y se muestra en los carteles que piden para América (la de Estados Unidos, no la otra...) la bendición divi­na. Y fue en el "factor Dios" en lo que se transformó el Dios islámico que lanzó contra las torres del World Trade Center los aviones de la revuelta con­tra los desprecios y de la ven­ganza contra las humillacio­nes. Se dirá que un Dios se dedicó a sembrar vientos y que otro Dios responde ahora con tempestades. Es posible, y quizá sea cierto. Pero no han sido ellos, pobres dioses sin culpa, ha sido el "factor Dios", ése que terriblemente igual en todos los seres humanos donde quiera que estén y sea cual sea la religión que profe­sen, ése que ha intoxicado el pensamiento y abierto las puertas a las intolerancias más sórdidas, ése que no respeta sino aquello en lo que manda creer, el que después de presu­mir de haber hecho de la bes­tia un hombre acabó por hacer del hombre una bestia.


Al lector creyente (de cual­quier creencia...) que haya conseguido soportar la repug­nancia que probablemente le inspiren estas palabras, no le pido que se pase al ateísmo de quien las ha escrito. Simple­mente le ruego que compren­da con el sentimiento, si no puede con la razón, que, si hay Dios, hay un solo Dios, y que, en su relación con él, lo que menos importa es el nombre que le han enseñado a darle. Y que desconfíe del "factor Dios". No le faltan enemigos al espíri­tu humano, mas ése es uno de los más pertinaces y corrosi­vos. Como ha quedado demos­trado y desgraciadamente se­guirá demostrándose.