16 de agosto de 2010

Los surrealistas (9). Giséle Prassinos, Leonora Carrington & Joyce Mansour

Los años veinte y treinta del siglo XX fueron, sin dudas, tiempos muy fértiles en el campo de las ideas y el arte, primordialmente en París, acostumbrada cuna de muchas vanguardias. La más sonada de toda ellas fue el Surrealismo, movimiento que concedió gran importancia al proceso de liberalización del artista a través de una serie de métodos que provenían del mundo del inconsciente. La historiadora del arte Carol Duncan afirma que el mito vanguardista de la libertad individual "se construyó a partir de las desigualdades sexuales y sociales" ya que "la libertad requiere la anulación del otro, su muerte". "En este caso -dice Duncan- la expresión individual y artística del varón se sirvió de la manipulación y anulación femenina para conquistar su libertad". Otra historiadora, la también estadounidense Whitney Chadwick, sostiene que existe una "fusión de lo sexual con lo artístico", por eso la mujer "aparece como un ser sojuzgado y objeto de representación" al servicio del hombre.


"Ningún otro movimiento artístico y literario ha sido tan marcado como el Surrealismo por las obsesiones de su creador con respecto a la mujer" dice Alicia Dujovne Ortiz (1940) en su artículo "Escandalosamente ellas, las surrealistas" de 2001. Según la periodista y escritora argentina, André Breton "hizo más que influir en el imaginario sexual de sus seguidores: amén de inventarlo, modeló, a partir de sus propias fantasías, toda una gama de mujeres soñadas (la mujer-niña, la fatal, la diabólica, la vidente, la mediadora, la bruja), tipos femeninos que las mujeres comenzaron a encarnar en la realidad como único medio para ser admitidas por los hombres del grupo". "Paradójicamente -comenta Dujovne Ortiz-, esas mujeres aparecían como liberadas por una revolución estética y política, cuyo fundador, en sus respuestas a la célebre encuesta de la revista 'Littérature' sobre la sexualidad, contestó que no era 'adecuado' solicitar la opinión femenina en materia amorosa, y proclamó también, entusiasmado, con esa mezcla de autoritarismo y candor que lo caracterizaba: 'somos los dueños del amor y los dueños de nuestras mujeres'".


La artista plástica española Julia Montilla (1970) por su parte, recuerda que "el Surrealismo ahondó en el paralelismo entre mujeres, maniquíes y muñecas. Los surrealistas veían a la mujer como una mediadora entre la naturaleza y el subconsciente, musa y objeto de deseo. Sentían la misma fascinación fetichista que los artistas clásicos por las estatuas. Este concepto de la mujer estaba en conflicto con la necesidad de expresarse libremente de las escritoras y artistas que escogían trabajar en el marco de los principios surrealistas". Y agrega Dujovne Ortiz: "En la década de los treinta, esas mujeres tuvieron que vérselas con un par de fascismos en principio opuestos: el político (la llegada de Hitler al poder tiene que ver sin duda con la angustia de sus fantasías), y el viril (los hombres del Surrealismo incurrieron en una contradicción entre, por una parte, su antifascismo teórico, ardiente y sincero y, por otra, cierto fascismo visceral, digamos que inevitable dada la época, en relación con ellas)". Muchos historiadores consideran que dentro del movimiento surrealista se discriminaba o se subestimaba a las mujeres; otros consideran que esto es en parte cierto, pero al mismo tiempo reconocen que hubo muchas artistas mujeres cuyas obras se publicaban con  
frecuencia en las revistas surrealistas. De todos maneras, en muchos casos el reconocimiento 
o la reivindicación recién se produjo en la década de los ochenta.


Hubo mujeres creadoras que encontraron su camino dentro de la estética del Surrealismo y las hubo por doquier: la psicoanalista, poetisa y pintora británica Grace Pailthorpe (1883-1917); la fotógrafa y escritora francesa Claude Cahun (1894-1954); la poetisa francesa Lise Deharme (1898-1979); la poetisa y pintora sueca Greta Knutsson (1899-1983); la pintora checa Marie Cermínová Toyen (1902-1980); la poetisa y pintora británica Edith Rimmington (1902-1986); la poetisa francesa Valentine Penrose (1903-1979); la pintora danesa Rita Kernn Larsen (1904-1998); la pintora noruega Elsa Thoresen (1906-1991); la pintora hispano-mexicana Remedios Varo (1908-1963); la pintora, escultora y escritora estadounidense Dorothea Tanning (1910); la pintora y fotógrafa suiza Meret Oppenheim (1913-1985); la socióloga y ensayista búlgara Nora Mitrani (1921-1961); la pintora francesa Aline Gagnaire (1922-1997); etcétera. La lista es copiosa y heterogénea.
 
Giséle Prassinos (1920). Escritora en lengua francesa nacida en Turquía, comenzó a escribir a los catorce años "por el placer de utilizar papel de cartas nuevo". A esa edad fue descubierta por Breton y aparecieron sus primeros poemas en las revistas "Minotaure" y "Documents". Su primer poemario -"La sauterelle arthritique" (El saltamontes artrítico)- apareció en 1935 y, antes de cumplir los dieciocho años ya había publicado ocho libros de textos y poemas, entre ellos "Une belle famille" (Una bonita familia), "Une demande en mariage" (Una petición de mano) y "Le feu maniaque" (El fuego maníaco). Tras el obligado receso impuesto por la Segunda Guerra Mundial, aparecieron "Le rêve" (El sueño), "Le temps n'est rien" (El tiempo no es nada), "Les mots endormis" (Las palabras dormidas), "La vie, la voix" (La vida, la voz), "Le visage effleuré de peine" (La cara rasgada por la pena) y "La voyageuse" (La viajera) entre una docena de libros más. En la estupenda "Anthologie de l'humour noir" (Antología del humor negro), que Breton publicó en París en 1940, apareció "Une séguedille d'extrémités" (Seguidilla de extremidades):  

"Se obstina en caminar -decía una mujer a su vecina-. Dice que ya aprendió a caminar y que uno puede hacer cinco kilómetros por hora con unos pies como los suyos. El otro día, mientras cocinaba mis arvejas, se escapó de mis manos y se puso a correr por toda la casa. Yo tenía miedo de que acabara por deslizarse bajo las alfombras; pero como vi que sus pies no llegaban hasta el piso, lo dejé. Me causó un gran placer ver a mi hijo de pie por primera vez". La mujer se abandonaba a infinitos discursos sobre el aspecto de su hijo, que le parecía admirable. "Pero es aún demasiado pequeño para caminar", contestaba la vecina riéndose a carcajadas: "El mío pudo correr bastante después de esta edad y caminó dos veces sobre guijarros luego de haber aprendido". "Verdaderamente es demasiado pequeño, demasiado pequeño", repetía la vecina, y la madre fruncía la cara y se volvía con frecuencia hacia la cocina para vigilar algo. "No es a esta edad -continuaba la vecina- que se debe dejar a un niño en el piso. Sus piernas podrían deformarse y no sé si el cirujano podría visitarlo: ¡es tan joven aún!". "Es tan pequeño y tan joven aún, señora -decía la madre-, pero me dice que, si no lo dejo en el piso esta tarde, irá rodando solo al jardín botánico. Inclusive me amenazó con sacar dinero de la caja y comprar galletitas para los patos. Esta mañana me despertó antes de las siete para recordarme que era necesario lavar su gorrito blanco, y después no pude volverme a dormir. Pero no voy a dejarlo en el piso hasta la semana próxima. Por otra parte, es el día de Pascua y lo mandaré a misa. Será una gran cosa ir a la iglesia caminando por primera vez". "¡Oh! señora -decía la vecina-, hay demasiados guijarros en la entrada de la iglesia. El mío caminó dos veces sobre guijarros. Le prevengo: usted pretende que él haga proezas, señora, pero no lo logrará: su niño es demasiado pequeño aún". La vecina cerró su puerta muy enérgicamente y dos vidrios se rajaron. Algunas astillitas de vidrio llegaron hasta la cocina de enfrente, donde por fin la mujer había desaparecido llorando. Se atareaba en la cocina, hacía cocer sus arvejas y miraba la hora. Su marido llegaba exactamente a mediodía. Eran las once: "Falta todavía una hora", se decía la mujer poniéndose toda colorada. Finalmente, cuando sonaron las doce, un hombre grande vestido de franela roja entró a la cocina. Fue a besar a su mujer y, sin darse cuenta, la apretó contra la cocina que quemaba. Ella no dijo nada, a pesar de todo. El se sentó ante la mesa y ella le sirvió: "Tú no comes", dijo el hombre. "No, no", contestó la mujer gritando. "El pequeño caminará muy pronto. ¿Tú crees... en fin, piensas que habría que mandarlo a la iglesia para Pascuas?". El hombre, repentinamente, se volvió ridículo: "Dentro de tres semanas -dijo- vendrá a ayudarme en la obra. Podré hacerle agujerear las puertas a la altura de las cerraduras". No hubo respuesta, y el hombre volvió a irse alegremente. A la noche volvió, comió de la misma manera, luego fueron a acostarse. La mujer no podía dormir. Se levantaba frecuentemente y trataba de atrapar los mosquitos que volaban por la habitación; luego iba a dar una vuelta por la cocina y, llorando, regresaba a sacudir los hombros de su marido. El contestaba besándola. Entonces ella volvía otra vez al lecho. La víspera del día de Pascua, la mujer fue a la zapatería a encargar zapatos verdes, medida 43. "Su marido debe haber crecido", dijo el empleado tomando nota del pedido. "Sí, sí -dijo la mujer-, ya me lo dijeron". Por la noche, una vez más, durmió mal. A la mañana se despertó más temprano que de costumbre para preparar la ropa y los ramos para bendecir. A las ocho fue a despertar a su marido. El hombre se levantó y juntos se trasladaron a la cocina. Al correr las hornallas dejaron al descubierto una pequeña caja de madera blanca graciosamente ornada de calcomanías artísticas. Por dos grandes agujeros practicados en la tapa salían dos enormes masas apretujadas dentro de unas medias rayadas. Levantaron la caja entre ambos y la depositaron en el sofá. Luego la mujer tomó un par de medias amarillas que colocó sobre las medias rayadas. Con ternura, tomó la caja en sus brazos, la depositó sobre el umbral y, como no era lo bastante fuerte, llamó a su marido, que vino en tiradores. El tomó impulso y dio un amplio puntapié a la pequeña caja que descendió vivamente por las escaleras.

Leonora Carrington (1917). Nacida en Inglaterra, esta pintora y escritora bilingüe -inglés y francés- se incorporó al Surrealismo en 1936 motivada por la exposición internacional de dicho movimiento que tuvo lugar en Londres. Estudió pintura con Max Ernst, con quien vivió desde 1938 hasta promediar la Segunda Guerra Mundial. En 1940 fue internada por primera vez en un sanatorio para enfermedades mentales. Al año siguiente sufrió una recaída, luego de la cual, y a partir de 1942, reside en México dedicándose a la pintura. Frecuente colaboradora en las revistas "VVV" y "Le surréalisme même", en 1938 escribió su primer relato surrealista, "La maison de la peur" (La casa del miedo) y, en lo sucesivo publicó, entre otros, "La dame ovale" (La dama oval), "Le cornet acoustique" (La trompetilla acústica), "La porte de pierre" (La puerta de piedra), "Une chemise de nuit en franelle" (Un camisón de franela) y "Le septiéme cheval" (El séptimo caballo). De 1938 es "La débutante" (La jovencita):

Cuando yo era jovencita iba frecuentemente al jardín zoológico. Iba tanto que he conocido mejor a los animales que a las jóvenes de mi edad. Inclusive, era para huir del mundo que todos los días visitaba el jardín zoológico. El animal al cual conocí mejor que a ninguno era una hiena joven. Ella también me conocía; era inteligente; le enseñé francés y en retribución ella me enseñó su lenguaje. Así fue como pasamos muchas horas agradables. El primer día del mes de mayo, mi madre organizaba un baile en mi honor; sufrí durante noches enteras: siempre he detestado los bailes, sobre todo los ofrecidos en mi honor. La mañana del primero de mayo de 1934, muy temprano, hice una visita a la hiena. "Es muy aburrido -le dije-, tengo que ir a mi baile esta noche". "Usted tiene suerte -dijo ella-, yo iría muy contenta. No sé bailar, pero, en fin, puedo conversar". "Habrá muchas cosas para comer -dije-, he visto camiones completamente llenos de alimentos que se dirigían a casa". "Y usted se queja -contestó la hiena, asqueada-. Lo que es yo, como una vez por día, ¡y hay que ver lo que pueden llegar a tirarme en materia de porquerías!". Yo tenía una idea atrevida y casi me reí: "Pues no tiene más que ir en mi lugar". "No nos parecemos lo bastante; si no, claro que iría", dijo la hiena un poco triste. "Escúcheme -dije-. Con la luz de la noche no se ve muy bien; si usted se disfraza un poco, en el tumulto no se notará. Por otra parte somos aproximadamente de la misma altura. Usted es mi amiga, se lo ruego". Ella pensaba en ese sentimiento, yo sabía que tenía ganas de aceptar. "Trato hecho", dijo repentinamente. Era muy temprano, no había muchos guardianes. Rápidamente abrí la jaula y en pocos instantes estábamos en la calle. Tomé un taxi; en casa todo el mundo estaba acostado. Una vez en mi habitación, saqué el vestido que debía llevar esa noche. Era un poco largo y la hiena caminaba mal con los tacos altos de mis zapatos. Encontré guantes para disfrazar sus manos, demasiado peludas para parecerse a las mías. Cuando llegó el sol a mi habitación, ella dio varias vueltas por la pieza caminando más o menos en línea recta. Estábamos tan ocupadas que mi madre, que venía a saludarme, casi abre la puerta antes de que la hiena se hubiera escondido debajo de mi cama. "Hay mal olor en tu habitación -dijo mi madre, al tiempo que abría la ventana-, antes de la noche toma un baño perfumado con mis nuevas sales". "Entendido", dije yo. No se quedó mucho tiempo, me parece que el olor era demasiado fuerte para ella. "No llegues tarde al desayuno", dijo mi madre cuando abandonaba la pieza. La dificultad era encontrar un disfraz para su rostro. Buscamos durante horas y horas; ella rechazó todas mis proposiciones. Por fin, me dijo: "Creo tener una solución. ¿Tiene mucama?". "Sí", dije, perpleja. "Pues bien, se trata de lo siguiente. Tocará el timbre llamando a la mucama y cuando entre nos echamos sobre ella y le arrancamos el rostro; esta noche llevaré su rostro en lugar del mío". "No es práctico -dije-; probablemente estará muerta una vez que ya no tenga rostro; alguien encontrará su cadáver, con seguridad, y todos iremos a parar a la cárcel". "Tengo bastante hambre como para comerla", replicó la hiena. "¿Y los huesos?". "También -dijo-. Entonces, ¿estamos de acuerdo?". "Unicamente si me promete matarla antes de arrancarle el rostro; de otro modo le dolería mucho". "Bueno, me da lo mismo". Llamé a María, la mucama, con cierta nerviosidad. No lo hubiera hecho si no detestara tanto los bailes. Cuando María entró, me volví hacia la pared para no ver. Confieso que fue rápido. Un corto grito y se acabó. Mientras la hiena comía, yo miraba por la ventana. Algunos minutos después dijo: "No puedo comer más; aún quedan los dos pies pero, si tiene una bolsita, los comeré más tarde, durante el día". "En el ropero encontrará un bolso bordado con flores de lis. Saque los pañuelos que están adentro y úselo". Ella hacía tal como le había, indicado. Luego dijo: "Ahora, vuélvase y mire qué hermosa estoy!". Ante el espejo, la hiena se admiraba en el rostro de María. Había comido muy cuidadosamente alrededor de la cara, a fin de que quedara justo lo que hacía falta. "Por cierto, está muy limpiamente hecho", le dije. Hacia la noche, cuando la hiena estuvo completamente vestida, me anunció: "Me siento muy bien. Tengo la impresión de que esta noche tendré gran éxito". Una vez que hubimos escuchado durante un rato la música que llegaba desde abajo, le dije: "Ahora vaya y recuerde que no debe ubicarse al lado de mi madre: seguramente se daría cuenta de que no soy yo. Por lo demás, no conozco a nadie. Buena suerte". Cuando se iba la besé, pero olía demasiado. Había caído la noche. Fatigada por las emociones de la jornada, tomé un libro y, cerca de la ventana abierta, me abandoné al descanso. Recuerdo que leía "Los viajes de Gulliver" de Jonathan Swift. Fue probablemente una hora más tarde que se anunció el primer signo de desdicha. Un murciélago entró por la ventana lanzando chillidos. Siento un miedo espantoso por los murciélagos. Me oculté tras una silla y los dientes me crujían. Apenas estuve de rodillas cuando el batir de alas fue ahogado por un gran ruido ante mi puerta. Mi madre entró, pálida de furor: "Acabábamos de sentarnos a la mesa -dijo- cuando la cosa que estaba en tu lugar se levantó y gritó: "Huelo un poco fuerte, ¿no? Pues bien, yo no como las tortas". Allí mismo se arrancó el rostro y se lo comió. Un gran salto y desapareció por la ventana".

Joyce Mansour (1928-1986). Poetisa de origen egipcio que llamó la atención de los surrealistas desde "Cris", su primera publicación en 1953. Desde entonces participó activamente en la vida del grupo. Tanto en sus poemas como en sus cuentos, la autora dio rienda suelta a sus fantasmas obsesivos, relacionados todos ellos con el sexo y la muerte. A "Les gisants satisfaits" (Las estatuas satisfechas), Breton la calificó de obra maestra del humor negro. Algunos de sus poemarios son "Déchirures" (Lágrimas), "Carré blanc" (Cuadrado blanco), "Phallus et momies" (Falos y momias), "Astres et désastres" (Astros y desastres), "Sens interdits" (Direcciones prohibidas) y "Jasmin d'hiver" (Jazmín de invierno). De su obra en prosa se destacan "Jules César" (Julio César) e "Histoires nocives" (Historias nocivas). De "Faire signe au machiniste" (Hacer señas al maquinista) de 1977 es el poema "De l'áne a l'analyste et retour" (Del asno al analista y regreso):  

Había una vez/ un rey llamado Midas/ con diez dedos culpables/ con diez dedos capaces/ y 
auríferos/ Freud hablando del gran rey mítico dice/ todo lo que toco se convierte en/ inmundicias/ en la India se dice que la avaricia/ anida en el ano/ y Midas tenía orejas de asno/ asno ano anal/ en "Piel de asno" de Perrault/ el héroe anal/ el rey enamorado de su hija/ el pene fecal/ el sádico de sonrisa muy dulce/ posee el asno que en vida/ escupía oro por el ano/ y que una vez muerto servirá como escudo contra/ el incesto/ juego de espejos/ de vidrio y de vero/ de oro y de heces/ de anillos y abrazaderas/ anamorfosis/ en el casino del inconsciente/ el pene paternal/ oficia de guía/ vean oh vean/ la piel del asno/ la fortuna del rey presente y futura/ sobre los hombros de la princesa es peso muerto/ así el oro puro se transforma en inmundicia/ tal como el falo centelleante forrado de esperma gris/ la princesa espera para desvestirse que el peligro del incesto/ se desvanezca/ Bottom de Shakespeare fue asno el tiempo de un sueño/ así pasa la noche y mi modesta canción:/ asno/ ano/ análisis/ analista/ análogo.