LA DIOSA DE LA FIESTA
Georges Bataille
Francia (1897-1962)
Una mujer completamente desnuda excepto por los zapatos de charol, parada bajo las lámparas eléctricas, el cuerpo empolvado, la cara maquillada, la boca que huele a cansancio y agotamiento, las tetas pesadas y de una impúdica claridad, el trasero puro, pálido, irreal, los ojos demasiado brillantes y vulgares, negros como los cabellos cortos y bien peinados, tristes y en el límite entre el color del barro y el del carbón, llamativos como canciones obscenas. Ella se mantiene de pie con una sonrisa fija, con la insolencia convencional de un cuadro viviente, parada sobre una mesita de mármol levanta una copa de champagne hacia el techo centelleante de espejos y bombitas multicolores. No es del todo una mujer, sino un cadáver que no tiene miedo de hacer escándalo y que se yergue en el templo inundado de cegadora claridad del amor obsceno. Yo no llego a esa espantosa iglesia con una insolente tranquilidad, por el contrario, estoy pasmado y helado. Tan sólo así, angustiado en el sofocante reino de los cadáveres, yo mismo he entrado en un estado casi cadavérico; por lo menos es cierto que aspiro con todos mis sollozos que, como mulas reacias, no quieren salir a ese estado de espanto que me parece grandioso pero que no corresponde a mi cara de niño tímido y absurdo. Estoy pues horriblemente paralizado y obligado a encontrar bruscamente un compromiso a la medida de mi demencia y de mi tétrica humillación. A pesar de mi sed de lágrimas cálidas no lograré llorar como se debe frente a la infernal diosa de la fiesta, ante una mujer desnuda que me dirige incluso en el transcurso de su cuadro viviente una sonrisa que promete todo aquello que es ruin en mi deseo imposible de disimular (porque yo también estoy desnudo). Como es preciso que esté a la altura de esa circunstancia, imagino secretamente, en una chispa de entusiasmo y para reírme, que no soy un joven escolar inexperimentado y tembloroso, sino un viejo caballo de corridas de toros que ha perdido ya hace varios días sus entrañas llenas de mierda sobre la arena de una pista; así me sería posible depositar sobre el mármol, con las narices en la punta de sus zapatos de charol, mi gran cabeza torpe y ridícula, de ojos vidriosos, quizá ya incluso aureolada de moscas. Porque también es cierto que a pesar de mi turbación, a pesar de la sed horrible que hace que mi lengua seca llene toda mi boca, sin embargo he venido a ver mi cuadro viviente con espíritu de poeta; más aún, con cuerpo de poeta de alas de mosca infecciosa, porque aunque sea espantosamente triste decirlo, ese traje imbécil se adecua a la perfección a mi embarazosa desnudez masculina. Delante de mí, una mujer desnuda que glorifican tajitas luces comerciales tiene conciencia y sonríe con un esplendor que abre ante mis ojos asustados el abismo mortuorio del desenfreno. Su origen popular transfigura su belleza a tal punto que ya no imagino los relinchos de dolor que tendré que dar para expresar el estado de exasperación y avidez en el que me sume lo obsceno de su desnudez. Es al mismo tiempo hermosa como un día de tumulto obrero, hermosa como el amanecer en una calle a la hora en que los descarriados ya ni siquiera llegan a pensar en el cementerio cuyos muros bordean. A la vez, es pálida y luminosa como un esqueleto nocturno, su perfume que me aprieta la garganta está transfigurado por un olor a vómito. En pocos instantes, morderé su cuerpo maldito con toda la boca y durante nuestro trastorno angélico, seguramente ahora, todas las leyendas célebres de Dios y de los santos correrán como manadas de perros ladrando a nuestras dos almas y al mismo tiempo a nuestros dos cuerpos entregados a las bestias: una procesión heroica o una cacería en el monte que no dejará de hacer derramar a pedir de boca torrentes de diamantes, torrentes estruendosos del paraíso, es decir, pedazos de sol que bailan y le gritan a la muerte, y también crucifixiones y pies sangrantes limpiados con manojos de pelos.
DURMIENTE
Paz Monserrat Revillo
España (1962)
La bella durmiente y el príncipe encantado acaban de tener la enésima discusión sobre cómo van a repartir los bienes del reino y los principitos tras su inminente divorcio. Mientras se dirige a la cocina, la bella piensa que mejor hubiera sido terminar la historia justito antes del beso, pero el autor la quiso acabar en banquete nupcial sin su permiso y ahora está condenada a tomarse un Transilium cada noche.
PERROS
Katya Adaui Sicheri
Perú (1977)
En los cementerios que he visitado siempre hay perros. Al pie de las tumbas se niegan a ser alimentados. Hay quienes les hablan e intentan explicarles. Los perros no pueden saber que están en tránsito obligado; lo único que han hecho sus dueños es adelantarse. No mueven las colas ni las orejas. No intentan ladrar. Permanecen detrás de las rejas abiertas, los hocicos chorreantes. Libres sin saber por qué, para qué. Estamos mordidos por la esperanza y los perros siempre nos esperan. Como las pulgas nos adueñamos de los perros.
LA GAVIOTA Y EL GLOBO AMARILLO
Odilia Boutry
Francia (1978)
Escribía al borde del Sena, cerca de Nuestra Señora de París, cuando una gaviota se detuvo muy cerca de mí, sobre el borde del murete en el que estaba apoyada. Me sentí muy satisfecha de que esta gaviota hiciera su vida lejos de sus congéneres y me acompañara mientras escribía. De repente desapareció y me asomé para ver si no se había ido a proteger a sus pequeños, en un nido pegado al muro. No vi nada. Entonces apareció un globo amarillo flotando sobre el Sena y la gaviota flotando no muy lejos. Me dije que esta escena me invitaba a escribir la historia de la gaviota que deseaba aprender a jugar al globo y la historia del globo que deseaba aprender a volar.
TITULOS
David Lagmanovich
Argentina (1927-2010)
Mi amigo escritor publicó un libro de microrrelatos que tituló "La hormiga escritora". Los textos incluidos eran diminutos y tenían cierta mordacidad que evocaba la picadura del insecto. El libro, de distribución gratuita, fue bien recibido por sus parientes y amigos, entre los cuales tengo el honor de contarme. Luego compuso otro volumen, llamado "La tortuga veloz". No tuvo el mismo éxito porque, a pesar de las implicaciones del título, quienes lo adquirieron lo consideraron de lectura un tanto laboriosa, lo que perjudicó la venta de la obra. Ahora mi amigo está a punto de intentar la publicación de un tercer libro de minificciones, al que no sabe si titular "El ciervo perplejo" o, tal vez, "La mosca que no sabía volar". En esas dudas se le van los días, y el libro no acaba de ser enviado al editor. Este, por su parte, propone un título alternativo: "El zoólogo ignorante".
CUADERNO AZUL NUMERO 2
Daniil Kharms
Rusia (1905-1942)
Había un hombre pelirrojo que no tenía ojos ni orejas. Ni siquiera tenía cabello, así que eso de que era pelirrojo es un decir. No podía hablar porque no tenía boca. Tampoco tenía nariz. Ni siquiera tenía brazos ni piernas. Tampoco tenía estómago ni espalda ni espina dorsal ni intestinos de ningún tipo. De hecho, no tenía nada. De modo que es muy difícil entender de quién estamos hablando. Tal vez sea mejor ya no hablar nada más de él.
LAS MANOS
Enrique Anderson Imbert
Argentina (1910-2000)
En la sala de profesores estábamos comentando las rarezas de Céspedes, el nuevo colega, cuando alguien, desde la ventana, nos avisó que ya venía por el jardín. Nos callamos, con las caras atentas. Se abrió la puerta y por un instante la luz plateada de la tarde flameó sobre los hombros de Céspedes. Saludó con una inclinación de cabeza y fue a firmar. Entonces vimos que levantaba dos manos erizadas de espinas. Trazó un garabato y sin mirar a nadie salió rápidamente. Días más tarde se nos apareció en medio de la sala, sin darnos tiempo a interrumpir nuestra conversación. Se acercó al escritorio y al tomar el lapicero mostró las manos inflamadas por las ampollas del fuego. Otro día -ya los profesores nos habíamos acostumbrado a vigilárselas- se las vimos mordidas, desgarradas. Firmó como pudo y se fue. Céspedes era como el viento: si le hablábamos se nos iba con la voz. Pasó una semana. Supimos que no había dado clases. Nadie sabía donde estaba. En su casa no había dormido. En las primeras horas de la mañana del sábado una alumna lo encontró tendido entre los rododendros del jardín. Estaba muerto, sin manos. Se las habían arrancado de un tirón. Se averiguó que Céspedes había andado a la caza del arcángel sin alas que conoce todos los secretos. Quizá Céspedes estuvo a punto de cazarlo en sucesivas ocasiones. Si fue así, el arcángel debió de escabullirse en sucesivas ocasiones. Probablemente el arcángel creó la primera vez un zarzal, la segunda una hoguera, la tercera una bestia de fauces abiertas, y cada vez se precipitó en sus propias creaciones arrastrando las manos de Céspedes hasta que él, de dolor, tuvo que soltar. Quizá la última vez Céspedes aguantó la pena y no soltó; y el arcángel sin alas volvió humillado a su reino, con manos de hombre prendidas para siempre a sus espaldas celestes. ¡Vaya a saber!
MALETAS
Julia Otxoa
España (1953)
En mi caso hacer el equipaje es toda una batalla, tengo pocas cosas pero mal definidas, hasta el punto que desconozco qué poseo en realidad, tan solo sé que algunas pertenencias son ligeras y ovaladas pero éstas a veces se alargan inesperadamente hasta romperse y vaciarse por completo. Otras en cambio son pesadas y con solo pensar en ellas modifican su forma, estorban por todas partes, me tropiezo con ellas, tengo las piernas llenas de hematomas, algún día van a lograr que me caiga y me de un mal golpe. Hay incluso algunas cuya existencia es dudosa, a menudo ignoro si pertenecen al pasado, al presente o tan sólo al universo de mis sueños. Así que no es extraño que a la hora de hacer las maletas nunca sepa si voy a tardar mucho o poco, son tantas las conjeturas, las hipótesis... La sucesión de enigmas me rompe los nervios, me fatiga en extremo, me deja sin fuerzas para nada. Y claro, en esas circunstancias siempre acabo anulando mis viajes.
MATRIMONIO EN EL POLVO
Carlos López Degregori
Perú (1952)
Me acababa de casar y dormitaba con mi gordísima mujer batallando contra el calor y los insectos, cuando una fuerza incontenible me empujó a la ventana. Una novia con un vestido blanco y raído, usado probablemente por su madre, usado probablemente por su abuela, resplandecía como una afrenta entre el polvo y piedras de la plaza. La acompañaba una turba silenciosa. No había novio. No había flores ni música. No había iglesia. Un hombre, el padre seguramente, acercó un remedo de cuerpo. Eran apenas unos palos vestidos con jirones de ropa. La ceremonia fue breve. Se marcharon los invitados y quedó la novia sentada en el polvo de la plaza. Entonces tuve la certeza de que nadie la movería. Podría diluviar, congregarse todos los perros del mundo, disiparse las galaxias. Me di vuelta y contemplé a mi mujer. Resoplaba de calor, era la hora más terrible de la siesta. En la plaza revoloteaba un gallinazo.
PRESENCIA DE LA LLUVIA
Alejandro Archain
Argentina (1953)
Se detiene antes de atravesar el pesado portón de hierro y mira hacia atrás, como buscando una voz que podría haberle tocado el hombro: "La muerte tendrá siempre algo de lluvia, escucha, para aquel que enterró a un ser querido bajo la persistencia del agua. ¿Será más fácil olvidarla cuando ha ocurrido bajo un sol intenso, o bajo un congestionado cielo de nubes grises? Hay siempre primeras experiencias bajo cuyo signo queda grabado algún hecho para siempre. Bajo qué cielo acompañamos a alguien por última vez, la primera vez que nos tocó hacer ese recorrido, es una de ellas. Un amor, un nacimiento, el descubrimiento de una idea o hecho que nos ayuda a transitar el tiempo quedan grabados, y su recuerdo también nos acompaña y nos ayuda a ver con más claridad y bondad la vida, pero no tienen cielo. Tienen fecha, circunstancia, sabor y aroma. Tienen la persistencia categórica de algo que avanza más allá de lo circundante. La muerte con lluvia penetra más hondo en la tierra. El agua ablanda el terreno, disuelve los cascotes, desenhebra las raíces del césped, golpea nuestras cabezas, hace, en definitiva, que todo fluya con más vértigo. La imagen no es imagen, no hay metáfora. Tal vez por eso, nunca dejaremos de relacionar la lluvia con la muerte, cuando enterramos a un ser querido con el cuerpo mojado, con las gotas de aquel eterno río cayendo por el rostro, aquella primera y lejana vez en la cual nos tocó descubrir el rito". Detrás de la voz no hay nadie. Voltea, atraviesa el pesado portón de hierro, dobla hacia la derecha y se encamina por Corrientes hacia el centro, dejando que la lluvia moje su rostro.
30 de julio de 2011
29 de julio de 2011
Federico Jeanmaire: "Siento que la lengua ha ido empobreciéndose al mismo ritmo que se empobrecían otras cosas de la Argentina"
Federico Jeanmaire (1957) es Licenciado en Letras y ha sido profesor en la Universidad de Buenos Aires. Estudioso de la obra de Cervantes y del Siglo de Oro español, fue becado en 1990 para trabajar en la sala de manuscritos de la Biblioteca Nacional de Madrid. Ese mismo año publicó "Miguel", una biografía ficticia del autor del "Quijote" y en 2004 volvería a él al publicar el ensayo "Una lectura del Quijote". Es además autor de las novelas "Un profundo vacío en el pie izquierdo", "Desatando casi los nudos", "Prólogo anotado", "Montevideo", "Mitre", "Los zumitas", "Una virgen peronista", "Papá", "Los Países Bajos", "La patria", "Vida interior" y "Más liviano que el aire". Recientemente acaba de publicar "Fernández mata a Fernández", una comedia negra y absurda, situada en el Barrio Norte porteño, que intenta retratar el momento de deterioro cultural que, según Jeanmaire, está viviendo la Argentina. En la novela, un tal Fernández, ex periodista de policiales, va a comprar huevos a un supermercado chino y lee en el diario en que estaban envueltos el titular "Fernández mata a Fernández". Sin nada que hacer, va a la esquina del suceso para investigar y encara al encargado de un edificio -que también se llama Fernández- con preguntas. Además, una jueza que fue clave en los hechos previo al accidente también se llama Fernández. Hay muchos más Fernández que van apareciendo en la trama que discurre entre el policial y la comedia de errores: una anciana que pasa sus días alimentando a las palomas, un jubilado comunista empeñado en hacer la revolución, el director de un diario acostumbrado a manipular gente e información y un ex periodista corto de entendimiento, personajes todos ellos que dialogan entre sí desentrañando sus propias miserias y las de la prensa, la justicia y la política argentinas. Lo que sigue es una compilación editada de dos entrevistas concedidas por Jeanmaire: una a Jaime Correas para la edición del 17 de julio de 2011 del diario "La Capital", y otra a Andrés Hax para la edición digital de la revista "Ñ" del día 29 del mismo mes y año.
¿Como armó la novela?
La empecé a escribir en tercera persona, con la jueza como narradora y en otro momento de la historia. Pero después, cuando tenía pocas páginas me pareció que un narrador funciona, en algún sentido, como un gobierno en un texto. Entonces tuve que hacer el esfuerzo para que fuera todo dialogado, lo cual me parecía que era bastante más riesgoso, y eso me gustó. Hay cosas que son complicadas de hacer solamente con diálogo. Por ejemplo, un enfrentamiento físico dos de los personajes. No me gusta repetirme. Me gusta arriesgar. Me pareció que tenía que ver el hecho de que no hubiera narrador con la energía que uno ve todo el tiempo en la calle y en la vida. Y también con algo que tiene que ver con esta cosa histórica que tenemos los argentinos de decir bastante más de lo que hacemos. Ahora ya es brutal: la gente dice cosas continuamente y no hace nada. Y le encanta decir sobre el decir y nunca sobre el hacer. El hacer es algo muy mínimo en lo que es la Argentina.
Yo entendí la novela más desde lo cómico y no desde la crítica social, por lo menos por la primera mitad del libro… ¿Es legítima esta lectura?
Bueno, esa es la idea. Me gusta decir siempre sobre mí mismo que me relaciono más con escritores renacentistas o pre-renacentistas que con mis coetáneos. Y creo que la literatura de ese momento tenía algo de esto. Si uno lee el "Libro de buen amor", Rabelais, el "Quijote" -lo que se te ocurra- siempre hay risa, siempre hay diversión, siempre hay humor, pero a su vez son textos que cuando los terminás de leer, quieras o no, en algún lugar de la consciencia o la inconsciencia te empezás a preguntar: ¿de qué te reíste? Y creo que allí está la ambigüedad de esos textos. Y es un gusto trabajar en esa zona. Intento hacer algo de eso. No quiero decir que lo consiga. Por allí, solamente te divertís y es un policial, y está todo bien. Pero mi intención es esa: pegar una vuelta a eso y que en algún momento algo estalle dentro de la cabeza del que está leyendo… algo de sí mismo, algo que le está pasando en la vida.
¿El conflicto de la novela parte de una anécdota personal?
Yo tengo una manera de escribir algo rara, no programo, tengo ideas. En este caso la idea quedó muy lejana, pero es el motor, que fue lo que me llevó a escribirla. Yo viví cuatro años en la esquina de Sarandí e Hipólito Yrigoyen y había una señora que todas las mañanas le daba de comer a las palomas y todos le decíamos que por qué no le iba a dar de comer en otro lado, porque estábamos infectados de palomas y son unos animales horribles, sucios y que odiábamos. Voy empezando a ver cosas, a mí me sorprenden las cosas que se van diciendo los personajes, no es que lo programé antes. No es que yo pensé "el portero tiene que ser gay". No, yo estaba escribiendo y el tipo dice "soy gay" y soy el primero que me río cuando dice que es gay. O cuando el tipo se presenta y dice que se llama Fernández.
Es difícil escribir el humor, ¿se reía escribiendo los diálogos?
Sí, me la paso muy bien escribiendo… me la paso mejor en la vida escribiendo… Creo que viajar y escribir son las dos cosas que más me encantan. Y para pasármela bien, descubrí hace un montón que no necesito saber nada de lo que voy a escribir, es decir, tengo una idea. Por ejemplo, empecé este libro sabiendo que esa señora iba a morir en algún momento… Pero no mucho más. Y entonces me sorprende a mí mismo, me dejo sorprender por los personajes, los personajes van tomando carnadura y van haciendo lo que realmente quieren…
Perdón que interrumpo, pero nunca entendí realmente cómo funciona eso. Lo dicen tanto los autores que casi parece un cliché. ¿Cómo funciona exactamente?
Y eso funciona re-fácil. Por ejemplo, al principio de esta novela, cuando se están presentando, no tenía ninguna idea de que esto involucrara a gays. Cuando el tipo le contesta: "soy gay" me hizo reír y cambió la novela. Lo que no hago es… hay escritores bastante más serios que yo, pero en mi caso lo que no hago es arrepentirme de algo que surgió. Si al tipo este se le ocurrió decir que es gay, es gay. Y es gay hasta el final…
¿Ese es el placer principal de escribir, entonces? ¿Sorprenderse a uno mismo?
Claro. Sí, sí, sí. En cuanto al humor, por ejemplo, soy el primero que se sorprende. Tengo una teoría, un basamento detrás de lo que hago a nivel de diálogos -no solamente en esta novela que es puro diálogo, sino en todas las novelas que tengo-: creo que he trabajado mucho el "Quijote" en ese aspecto, en qué es el diálogo en el "Quijote"; creo que en algún momento de mi juventud llegué a la conclusión de que Cervantes no sabía lo que iban a decir sus personajes, que se reían cuando se contestaban.
Eso lo descubrió solo, leyendo.
Por allí es un invento, pero yo sentí eso con ese libro. Sentí que eso hacía verosímiles los diálogos. Y me puse a mirar la literatura que me ha parecido bien, pero que no me había gustado del todo y encontré que los diálogos eran realmente otra cosa donde la gente se daba el pie para decir algo. Por ejemplo, "La invención de Morel", que es un relato que me gustó mucho, tiene ese problema. Los diálogos no son creíbles. Parece que los diálogos formaran parte del discurrir de una historia que fuera necesaria, y vos lo empezás a leer y sabés más o menos lo que va a contestar el otro. Y esa es la diferencia que hay con el "Quijote", en el que siempre te sorprenden los personajes con sus respuestas. Y eso solamente lo lográs si no sabés lo que van a decir los personajes. Es la única manera. Si vos te sorprendés supongo que el lector después se va a sorprender.
Hay una lectura política de "Fernández mata a Fernández". La elección del nombre no es casual, tiene que ver con la Presidenta, con el Jefe de Gabinete actual, con el anterior...
El tema cuando escribís es que no sabés muy bien cómo te leen. Es una gran duda, gigantesca. Cuando uno escribe tiene ambiciones personales de buscar cosas, de conseguir cosas con lo que hace, a donde apunta. Yo hago grandes elipsis, hablo de una cosa para decir otras, por ahí los lectores no se dan cuenta, pero la cuestión política está muy presente en todo lo que hago.
Pero en los libros anteriores no estaba el tema tan puntual anclado en el presente...
No sé muy bien qué decir sobre hoy, por eso escribo, es una forma de mostrar mi no saber. Siento que he ido trabajando cosas que me interesan mucho, que es cómo la lengua ha ido empobreciéndose al mismo ritmo que se empobrecían otras cosas de la Argentina. Hemos llegado a una crisis absoluta. Hay una vuelta a cosas que me acuerdo que no me gustaban de chico. El tener que tomar partido por cosas en las que no se te va la vida. Por ahí hay gente que supone que hay que tomar partido por todo. En el fondo lo que siento, sin saber muy bien lo que siento, es que estamos viviendo un gran disparate, que estamos todos absolutamente locos, que toda nuestra historia es una locura, pero que no hacemos nada por normalizar, por acordar, en el sentido de ser más cuerdos. En vez de ir en un camino de acuerdo, en todos los sentidos de la palabra, todo es cada vez más disparatado, cada vez más difícil. Creo que en los últimos años la política se ha metido en el disparate cultural en el que ya estábamos. La política metida en un disparate es siempre un disparate más grande que no sabés cómo termina. La literatura es un lugar para que vos te metas con cosas que no te podés contestar. "Fernández mata a Fernández" es producto de eso. En este momento de la Argentina estoy en esto y quiero intentar hacer literatura con esa materia que tengo enfrente. Narrar lo que para mí es un disparate, un disparate absoluto.
¿Qué le hizo ocuparse también de la Justicia argentina, qué lugar ocupa en la crítica política que hace?
Creo que ocupa un lugar grandísimo. No sólo en la historia argentina, sino en la historia de la literatura. "Martín Fierro", "Juan Moreira", están en el origen de la literatura argentina. Un gran problema que tenemos, no digo que el mayor, es que nunca nos hemos dado una Justicia. Entonces todo es política, hasta la justicia y no tendría por qué serlo. La Justicia tendría que ser un lugar donde cualquier gaucho se acercara y tuviera los mismos derechos que su patrón. Ese es el sentido de la Justicia en la democracia, en la modernidad. Y creo que en Argentina nunca se dio, jamás se logró.
Y a la Justicia le metió dos periodistas, uno activo y otro jubilado. ¿Por qué ese triángulo?
Porque creo que el periodismo es, desde hace años, el centro de la escena de los conflictos culturales. No es nuevo, desde hace dos o tres años cuando a un tipo se le ocurrió decir que tal grupo empresarial es el mal de todos los argentinos. Empezó bastante antes. Empezó en la década del '90 cuando el periodismo ocupó el lugar de la Justicia. A la gente le servía más escuchar a un tipo o verlo por la televisión que le dijera lo que quería escuchar -a un periodista me refiero- que no esperar un decisión judicial. De hecho los argentinos ya no esperamos más decisiones judiciales. Las cosas se resolvían en el ámbito del periodismo y eso era una locura. Recuerdo que muchos se daban cuenta de ese lugar en donde estaban, porque de alguna manera habían quedado en un lugar muy alto de la pirámide cultural, social. Y supongo que la caída era natural. En algún momento alguien iba a tocar alguno de esos ladrillos de la pirámide y se iba a caer toda. Estamos asistiendo a la caída y es una caída que no está buena. Porque no pone ningún ladrillo nuevo. Ese es el problema de la Argentina: cuando derrumba, derrumba todo y no deja nada. Sé que todo esto está pasando y quiero escribir sobre eso, narrarlo. Ahora, si me preguntás si lo que pienso yo es lo que está en la novela, no creo, porque no sé muy bien lo que pienso, sé cómo funcionaron mis personajes, sé lo que hicieron y no hicieron y algunas de las cosas que hicieron esos personajes periodistas las podrían hacer periodistas o un verdulero. Hoy, cuando se supone que se recuperó la política, no sé a qué se refieren. Lo que se recuperó son formas de la agresión a un montón de cuestiones y que casi todas pasan por lo periodístico. No pasan por el hacer o no hacer, nadie discute cómo se hace o si mejor se hace esto o aquello. Se discute más sobre el decir que sobre el hacer.
En sus últimas novelas hay una gran carga de muerte. ¿Por qué aparece esto?
Supongo que cualquiera que tenga mi edad tiene ciertas vivencias. Hay una frase que leí de Alan Pauls hace poco que me encantó. Dijo: "cualquiera que se mete con los '70 vuelve sucio". No creo que haya buenos y malos, hay más buenos y más malos y todos los grados. Es muy difícil esa necesidad de crear buenos y malos que hay en la cultura argentina. Es muy maniquea, muy yanqui, aunque les duela, pero nosotros siempre necesitamos construir demonios y dioses y los yanquis son más inteligentes porque inventan afuera a sus demonios. Nosotros los inventamos adentro y nunca salimos de eso. La historia argentina es una repetición constante de la misma tontería. Yo me acuerdo, era chiquitito, pero mi recuerdo de los '70 es el de una cultura que discutía todo. Discutía horas, días, por palabras. Me acuerdo de haber estado en le Centro de Estudiantes de mi colegio secundario en mi pueblo Baradero y haber estado más de tres meses para ver si le poníamos Centro de Estudiantes Secundarios o Unión de Estudiantes Secundarios. Porque uno era filo ERP y el otro filo Montoneros. Una sociedad como la argentina, a la que le encanta discutir las palabras, muchas veces termina matándose y no es broma, ni es la primera vez que va a pasar y pasó. ¿Cómo parás en la Argentina el odio de las palabras, si las palabras son casi todo en la cultura argentina? ¿Cómo llega un punto en el cual vos le decís a alguien que ese es el límite si no hay nada en la cultura argentina que te limite? No hay límites.
¿Cómo vivió el Bicentenario?
No sé cómo vivo esas cosas. Vivo a diez cuadras del Obelisco y no se me ocurrió ir a la fiesta. El Bicentenario... por eso te digo que la cultura argentina es un disparate. ¿Bicentenario de qué? Nuestra independencia recién cumple el bicentenario dentro de cinco años. Lo que se celebró fue el bicentenario de una revolución que se hizo en Buenos Aires, que la hizo un grupo de gente de Buenos Aires, que la exportó con muchos problemas al interior del país. Si alguno se pone a releer, se dará cuenta que de alguna manera se construyó desde ahí este país con una cabeza enorme y un cuerpo chiquitito. Yo tendría bastante cuidado si tengo que salir a festejar algo.
¿A usted no le tocó entonces este festejo?
A mí me parece que cada momento histórico lee el pasado de una determinada manera. A mí no me ocasionó nada cumplir el bicentenario. Soy muy argentino, toda mi literatura está comprimida en una tradición de literatura argentina y amo a mi país, pero no soy nacionalista. Un pensamiento un poco pedante que tuve en esos días es que festejamos, al igual que en 1810, para ser los primeros que se habían independizado, para no ser los segundos, o los terceros o los quintos. El argentino siempre tiene que ser primero, como dice Sarmiento. Esa fecha de la revolución sirve para que estemos a la cabeza de todo Latinoamérica del despegue de España.
Por último, ¿qué tipo de escritor se considera usted?
Me considero un tipo que "labura" mucho, que tiene una estética muy marcada y que no puede acceder a grandes públicos. Me gusta ser este tipo de escritor. De todos modos siempre tuve dudas de si puedo ser más popular. Mi escritura es muy clara. Hago un trabajo con la lengua desde lo coloquial y tengo una sintaxis bastante particular. Después, mi escritura siempre tiende a revolcarse sobre lo mismo, como si fuera un resorte que va y vuelve. Y allí aparecen los temas que me obsesionan, porque la gente que no escribe supone que al escritor le importan muchas cosas. Pero los que escribimos sabemos que no es así. A lo largo de tu vida sólo te importan tres o cuatro cosas, sobre las que escribís todo el tiempo y de diferente manera.
¿Y cuáles son esas tres o cuatro obsesiones recurrentes en su caso?
Primero, una mirada sobre la soledad. Me impresiona qué solos estamos. Después, la dificultad para comunicarnos, para acercarnos al otro. Y, finalmente, la violencia que genera esa incomunicación.
¿Como armó la novela?
La empecé a escribir en tercera persona, con la jueza como narradora y en otro momento de la historia. Pero después, cuando tenía pocas páginas me pareció que un narrador funciona, en algún sentido, como un gobierno en un texto. Entonces tuve que hacer el esfuerzo para que fuera todo dialogado, lo cual me parecía que era bastante más riesgoso, y eso me gustó. Hay cosas que son complicadas de hacer solamente con diálogo. Por ejemplo, un enfrentamiento físico dos de los personajes. No me gusta repetirme. Me gusta arriesgar. Me pareció que tenía que ver el hecho de que no hubiera narrador con la energía que uno ve todo el tiempo en la calle y en la vida. Y también con algo que tiene que ver con esta cosa histórica que tenemos los argentinos de decir bastante más de lo que hacemos. Ahora ya es brutal: la gente dice cosas continuamente y no hace nada. Y le encanta decir sobre el decir y nunca sobre el hacer. El hacer es algo muy mínimo en lo que es la Argentina.
Yo entendí la novela más desde lo cómico y no desde la crítica social, por lo menos por la primera mitad del libro… ¿Es legítima esta lectura?
Bueno, esa es la idea. Me gusta decir siempre sobre mí mismo que me relaciono más con escritores renacentistas o pre-renacentistas que con mis coetáneos. Y creo que la literatura de ese momento tenía algo de esto. Si uno lee el "Libro de buen amor", Rabelais, el "Quijote" -lo que se te ocurra- siempre hay risa, siempre hay diversión, siempre hay humor, pero a su vez son textos que cuando los terminás de leer, quieras o no, en algún lugar de la consciencia o la inconsciencia te empezás a preguntar: ¿de qué te reíste? Y creo que allí está la ambigüedad de esos textos. Y es un gusto trabajar en esa zona. Intento hacer algo de eso. No quiero decir que lo consiga. Por allí, solamente te divertís y es un policial, y está todo bien. Pero mi intención es esa: pegar una vuelta a eso y que en algún momento algo estalle dentro de la cabeza del que está leyendo… algo de sí mismo, algo que le está pasando en la vida.
¿El conflicto de la novela parte de una anécdota personal?
Yo tengo una manera de escribir algo rara, no programo, tengo ideas. En este caso la idea quedó muy lejana, pero es el motor, que fue lo que me llevó a escribirla. Yo viví cuatro años en la esquina de Sarandí e Hipólito Yrigoyen y había una señora que todas las mañanas le daba de comer a las palomas y todos le decíamos que por qué no le iba a dar de comer en otro lado, porque estábamos infectados de palomas y son unos animales horribles, sucios y que odiábamos. Voy empezando a ver cosas, a mí me sorprenden las cosas que se van diciendo los personajes, no es que lo programé antes. No es que yo pensé "el portero tiene que ser gay". No, yo estaba escribiendo y el tipo dice "soy gay" y soy el primero que me río cuando dice que es gay. O cuando el tipo se presenta y dice que se llama Fernández.
Es difícil escribir el humor, ¿se reía escribiendo los diálogos?
Sí, me la paso muy bien escribiendo… me la paso mejor en la vida escribiendo… Creo que viajar y escribir son las dos cosas que más me encantan. Y para pasármela bien, descubrí hace un montón que no necesito saber nada de lo que voy a escribir, es decir, tengo una idea. Por ejemplo, empecé este libro sabiendo que esa señora iba a morir en algún momento… Pero no mucho más. Y entonces me sorprende a mí mismo, me dejo sorprender por los personajes, los personajes van tomando carnadura y van haciendo lo que realmente quieren…
Perdón que interrumpo, pero nunca entendí realmente cómo funciona eso. Lo dicen tanto los autores que casi parece un cliché. ¿Cómo funciona exactamente?
Y eso funciona re-fácil. Por ejemplo, al principio de esta novela, cuando se están presentando, no tenía ninguna idea de que esto involucrara a gays. Cuando el tipo le contesta: "soy gay" me hizo reír y cambió la novela. Lo que no hago es… hay escritores bastante más serios que yo, pero en mi caso lo que no hago es arrepentirme de algo que surgió. Si al tipo este se le ocurrió decir que es gay, es gay. Y es gay hasta el final…
¿Ese es el placer principal de escribir, entonces? ¿Sorprenderse a uno mismo?
Claro. Sí, sí, sí. En cuanto al humor, por ejemplo, soy el primero que se sorprende. Tengo una teoría, un basamento detrás de lo que hago a nivel de diálogos -no solamente en esta novela que es puro diálogo, sino en todas las novelas que tengo-: creo que he trabajado mucho el "Quijote" en ese aspecto, en qué es el diálogo en el "Quijote"; creo que en algún momento de mi juventud llegué a la conclusión de que Cervantes no sabía lo que iban a decir sus personajes, que se reían cuando se contestaban.
Eso lo descubrió solo, leyendo.
Por allí es un invento, pero yo sentí eso con ese libro. Sentí que eso hacía verosímiles los diálogos. Y me puse a mirar la literatura que me ha parecido bien, pero que no me había gustado del todo y encontré que los diálogos eran realmente otra cosa donde la gente se daba el pie para decir algo. Por ejemplo, "La invención de Morel", que es un relato que me gustó mucho, tiene ese problema. Los diálogos no son creíbles. Parece que los diálogos formaran parte del discurrir de una historia que fuera necesaria, y vos lo empezás a leer y sabés más o menos lo que va a contestar el otro. Y esa es la diferencia que hay con el "Quijote", en el que siempre te sorprenden los personajes con sus respuestas. Y eso solamente lo lográs si no sabés lo que van a decir los personajes. Es la única manera. Si vos te sorprendés supongo que el lector después se va a sorprender.
Hay una lectura política de "Fernández mata a Fernández". La elección del nombre no es casual, tiene que ver con la Presidenta, con el Jefe de Gabinete actual, con el anterior...
El tema cuando escribís es que no sabés muy bien cómo te leen. Es una gran duda, gigantesca. Cuando uno escribe tiene ambiciones personales de buscar cosas, de conseguir cosas con lo que hace, a donde apunta. Yo hago grandes elipsis, hablo de una cosa para decir otras, por ahí los lectores no se dan cuenta, pero la cuestión política está muy presente en todo lo que hago.
Pero en los libros anteriores no estaba el tema tan puntual anclado en el presente...
No sé muy bien qué decir sobre hoy, por eso escribo, es una forma de mostrar mi no saber. Siento que he ido trabajando cosas que me interesan mucho, que es cómo la lengua ha ido empobreciéndose al mismo ritmo que se empobrecían otras cosas de la Argentina. Hemos llegado a una crisis absoluta. Hay una vuelta a cosas que me acuerdo que no me gustaban de chico. El tener que tomar partido por cosas en las que no se te va la vida. Por ahí hay gente que supone que hay que tomar partido por todo. En el fondo lo que siento, sin saber muy bien lo que siento, es que estamos viviendo un gran disparate, que estamos todos absolutamente locos, que toda nuestra historia es una locura, pero que no hacemos nada por normalizar, por acordar, en el sentido de ser más cuerdos. En vez de ir en un camino de acuerdo, en todos los sentidos de la palabra, todo es cada vez más disparatado, cada vez más difícil. Creo que en los últimos años la política se ha metido en el disparate cultural en el que ya estábamos. La política metida en un disparate es siempre un disparate más grande que no sabés cómo termina. La literatura es un lugar para que vos te metas con cosas que no te podés contestar. "Fernández mata a Fernández" es producto de eso. En este momento de la Argentina estoy en esto y quiero intentar hacer literatura con esa materia que tengo enfrente. Narrar lo que para mí es un disparate, un disparate absoluto.
¿Qué le hizo ocuparse también de la Justicia argentina, qué lugar ocupa en la crítica política que hace?
Creo que ocupa un lugar grandísimo. No sólo en la historia argentina, sino en la historia de la literatura. "Martín Fierro", "Juan Moreira", están en el origen de la literatura argentina. Un gran problema que tenemos, no digo que el mayor, es que nunca nos hemos dado una Justicia. Entonces todo es política, hasta la justicia y no tendría por qué serlo. La Justicia tendría que ser un lugar donde cualquier gaucho se acercara y tuviera los mismos derechos que su patrón. Ese es el sentido de la Justicia en la democracia, en la modernidad. Y creo que en Argentina nunca se dio, jamás se logró.
Y a la Justicia le metió dos periodistas, uno activo y otro jubilado. ¿Por qué ese triángulo?
Porque creo que el periodismo es, desde hace años, el centro de la escena de los conflictos culturales. No es nuevo, desde hace dos o tres años cuando a un tipo se le ocurrió decir que tal grupo empresarial es el mal de todos los argentinos. Empezó bastante antes. Empezó en la década del '90 cuando el periodismo ocupó el lugar de la Justicia. A la gente le servía más escuchar a un tipo o verlo por la televisión que le dijera lo que quería escuchar -a un periodista me refiero- que no esperar un decisión judicial. De hecho los argentinos ya no esperamos más decisiones judiciales. Las cosas se resolvían en el ámbito del periodismo y eso era una locura. Recuerdo que muchos se daban cuenta de ese lugar en donde estaban, porque de alguna manera habían quedado en un lugar muy alto de la pirámide cultural, social. Y supongo que la caída era natural. En algún momento alguien iba a tocar alguno de esos ladrillos de la pirámide y se iba a caer toda. Estamos asistiendo a la caída y es una caída que no está buena. Porque no pone ningún ladrillo nuevo. Ese es el problema de la Argentina: cuando derrumba, derrumba todo y no deja nada. Sé que todo esto está pasando y quiero escribir sobre eso, narrarlo. Ahora, si me preguntás si lo que pienso yo es lo que está en la novela, no creo, porque no sé muy bien lo que pienso, sé cómo funcionaron mis personajes, sé lo que hicieron y no hicieron y algunas de las cosas que hicieron esos personajes periodistas las podrían hacer periodistas o un verdulero. Hoy, cuando se supone que se recuperó la política, no sé a qué se refieren. Lo que se recuperó son formas de la agresión a un montón de cuestiones y que casi todas pasan por lo periodístico. No pasan por el hacer o no hacer, nadie discute cómo se hace o si mejor se hace esto o aquello. Se discute más sobre el decir que sobre el hacer.
En sus últimas novelas hay una gran carga de muerte. ¿Por qué aparece esto?
Supongo que cualquiera que tenga mi edad tiene ciertas vivencias. Hay una frase que leí de Alan Pauls hace poco que me encantó. Dijo: "cualquiera que se mete con los '70 vuelve sucio". No creo que haya buenos y malos, hay más buenos y más malos y todos los grados. Es muy difícil esa necesidad de crear buenos y malos que hay en la cultura argentina. Es muy maniquea, muy yanqui, aunque les duela, pero nosotros siempre necesitamos construir demonios y dioses y los yanquis son más inteligentes porque inventan afuera a sus demonios. Nosotros los inventamos adentro y nunca salimos de eso. La historia argentina es una repetición constante de la misma tontería. Yo me acuerdo, era chiquitito, pero mi recuerdo de los '70 es el de una cultura que discutía todo. Discutía horas, días, por palabras. Me acuerdo de haber estado en le Centro de Estudiantes de mi colegio secundario en mi pueblo Baradero y haber estado más de tres meses para ver si le poníamos Centro de Estudiantes Secundarios o Unión de Estudiantes Secundarios. Porque uno era filo ERP y el otro filo Montoneros. Una sociedad como la argentina, a la que le encanta discutir las palabras, muchas veces termina matándose y no es broma, ni es la primera vez que va a pasar y pasó. ¿Cómo parás en la Argentina el odio de las palabras, si las palabras son casi todo en la cultura argentina? ¿Cómo llega un punto en el cual vos le decís a alguien que ese es el límite si no hay nada en la cultura argentina que te limite? No hay límites.
¿Cómo vivió el Bicentenario?
No sé cómo vivo esas cosas. Vivo a diez cuadras del Obelisco y no se me ocurrió ir a la fiesta. El Bicentenario... por eso te digo que la cultura argentina es un disparate. ¿Bicentenario de qué? Nuestra independencia recién cumple el bicentenario dentro de cinco años. Lo que se celebró fue el bicentenario de una revolución que se hizo en Buenos Aires, que la hizo un grupo de gente de Buenos Aires, que la exportó con muchos problemas al interior del país. Si alguno se pone a releer, se dará cuenta que de alguna manera se construyó desde ahí este país con una cabeza enorme y un cuerpo chiquitito. Yo tendría bastante cuidado si tengo que salir a festejar algo.
¿A usted no le tocó entonces este festejo?
A mí me parece que cada momento histórico lee el pasado de una determinada manera. A mí no me ocasionó nada cumplir el bicentenario. Soy muy argentino, toda mi literatura está comprimida en una tradición de literatura argentina y amo a mi país, pero no soy nacionalista. Un pensamiento un poco pedante que tuve en esos días es que festejamos, al igual que en 1810, para ser los primeros que se habían independizado, para no ser los segundos, o los terceros o los quintos. El argentino siempre tiene que ser primero, como dice Sarmiento. Esa fecha de la revolución sirve para que estemos a la cabeza de todo Latinoamérica del despegue de España.
Por último, ¿qué tipo de escritor se considera usted?
Me considero un tipo que "labura" mucho, que tiene una estética muy marcada y que no puede acceder a grandes públicos. Me gusta ser este tipo de escritor. De todos modos siempre tuve dudas de si puedo ser más popular. Mi escritura es muy clara. Hago un trabajo con la lengua desde lo coloquial y tengo una sintaxis bastante particular. Después, mi escritura siempre tiende a revolcarse sobre lo mismo, como si fuera un resorte que va y vuelve. Y allí aparecen los temas que me obsesionan, porque la gente que no escribe supone que al escritor le importan muchas cosas. Pero los que escribimos sabemos que no es así. A lo largo de tu vida sólo te importan tres o cuatro cosas, sobre las que escribís todo el tiempo y de diferente manera.
¿Y cuáles son esas tres o cuatro obsesiones recurrentes en su caso?
Primero, una mirada sobre la soledad. Me impresiona qué solos estamos. Después, la dificultad para comunicarnos, para acercarnos al otro. Y, finalmente, la violencia que genera esa incomunicación.
25 de julio de 2011
Umberto Eco. Sobre el estilo. Semiótica y crítica literaria (2)
Umberto Eco ha desarrollado una prolífica tarea como ensayista teórico ocupándose especialmente de la semiótica y la lingüística. En ese aspecto son relevantes sus obras
"Tratado de semiótica general" y "Semiótica y filosofía del lenguaje", además de otros ensayos como "Apuntes para una semiología de las comunicaciones visuales", "Las formas del contenido", "Los límites de la interpretación", "La búsqueda de la lengua perfecta" y "Seis paseos por los bosques narrativos", entre muchos otros. Eco considera que la semiótica es una escuela, una red interdisciplinaria, que estudia los seres humanos tanto como ellos producen signos, y no únicamente los verbales. "El estudio de un sistema específico de signos -dice Eco- es usualmente llamado 'semiótica de'. Por ejemplo, la linguística es una semiótica del lenguaje verbal; hay, también, una semiótica de las luces de tráfico. La diferencia entre un lenguaje como el inglés y el sistema de luces de tráfico es que el último es más simple que el primero. Entonces, hay una aproximación general a la totalidad de la conducta semiótica". A ese estudio lo denomina "semiótica general" y agrega que, en ese sentido, "la semiótica demanda algunas cuestiones filosóficas fundamentales". para lo cual propone "una filosofía del lenguaje que, en lugar de analizar solamente nuestra conducta verbal, analice cada clase de la producción de signos y la interpretación. La semiótica general es para mí una forma de filosofía. Es más, pienso que es la única forma aceptable de filosofía hoy".
Lo que sigue a continuación es la segunda parte de la conferencia que brindó en el XXIIIº Congreso de la Asociación Italiana de Estudios Semióticos que se realizó en septiembre de 1995 en Feltre, una pequeña ciudad de la región del Véneto.
Se confunde con frecuencia la "teoría semiótica de la literatura" con la "crítica semióticamente orientada". Les remito a un antiguo debate de los años sesenta, que se inició con el célebre catálogo de la editorial "Il Saggiatore" de Milán dedicado a "Estructuralismo y crítica", debate en el que, "grosso modo", se delinearon dos opciones, una representada por Cesare Segre, la otra por Luigi Rosiello. Brevemente, para la primera opción, la teoría lingüística había de servir para entender mejor la obra individual; para la segunda, el análisis de la obra individual había de servir para iluminar mejor la naturaleza de la lengua. Está claro, por lo tanto, que para la primera opción un conjunto de hipótesis teóricas tenía que servir para iluminar el estilo personal de un autor, mientras en la segunda se percibía el estilo personal como una desviación de la norma que reforzaba el conocimiento de la norma como tal. Ahora bien, estas dos opciones eran y son igualmente legítimas. Se puede hacer una teoría de la literatura, y usar como documentos las obras singulares, y se pueden leer las obras singulares a la luz de una teoría de la literatura, o mejor aún, intentando hacer brotar también los principios de una teoría literaria del examen individual de las obras.
Tomemos el ejemplo de una provincia de la teoría del texto como la narratología, que usa los textos como ejemplo y no como objeto de análisis. Si la crítica de un texto narrativo sirve para entender mejor ese texto, ¿para qué sirve la narratología? Ante todo, para hacer narratología, de la misma manera en que la filosofía sirve esencialmente para filosofar. Sirve para entender cómo funcionan en general los textos narrativos, sean malos o buenos. En segundo lugar, les resulta útil a muchas disciplinas (como la inteligencia artificial, la semántica y la psicología) para entender cómo la totalidad de nuestra experiencia se estructura (quizá) siempre y de todas maneras en forma de "narraciones": una teoría narratológica que sirviera para entender sólo cómo se relata sería poco, pero si enseña, en cambio, cómo organizamos en secuencias narrativas nuestra forma de acercarnos al mundo, ya es algo más. Por último, sirve para leer mejor, e incluso (véase el caso de Calvino) para inventar nuevas formas de escritura. Con tal de que consiga relacionarla con un modo "natural" de leer, es decir, con una lectura crítica que no tenga como punto de partida rígidos prejuicios narratológicos.
Ahora bien, tenemos dos equívocos, uno de producción y otro de recepción. El primero se produce cuando el semiótico no sabe bien, o no pone en claro, si está usando el texto para enriquecer su teoría narrativa, o si está manejando algunas categorías narratológicas para entender mejor ese texto. El segundo se produce cuando el lector (a menudo prevenido) entiende como ejercicio crítico un discurso que, en cambio, pretendía hacer brotar, de un texto o de más textos individuales, los principios generales de la narratividad. Sería como si un psicólogo, interesado en las razones por las que alguien mata, leyera un ensayo de estadística sobre los delitos de los últimos veinte años, y se quejara de que la estadística ha renunciado a explicar las motivaciones individuales. Podríamos limitarnos a decirles a estos usuarios prevenidos que las teorías narratológicas no sirven ni a la lectura ni a la crítica. Podríamos decir que se trata de simples protocolos de lecturas múltiples y tienen la misma función que la teoría física, que nos explica cómo caen los cuerpos según una misma ley pero no si está bien o está mal, ni cuál es la diferencia entre la caída de una piedra desde la torre de Pisa y la caída de un amante infeliz desde una cima borrascosa. Podríamos decir que sirven para entender no los textos sino la función fabuladora en su conjunto y, por lo tanto, se nos presentan, más como un capítulo de la psicología o de la antropología cultural que como un capítulo la crítica.
Aun así, deberíamos explicar también que poseen, cuanto menos, un valor pedagógico. Constituyen el instrumento con el cual el que enseña a leer identifica enseguida los nudos sobre los que es preciso atraer la atención del catecúmeno. Y así, por lo menos, servirían para enseñar a leer. Pero, puesto que hay que enseñar a leer también a los que ya no son analfabetos, le sirven también al lector maduro, al crítico, al escritor, para desarrollar un ojo clínico seguro. En definitiva, habría que hacer comprender que, aunque el diccionario no es suficiente para hacer a un buen escritor, los buenos escritores frecuentan los diccionarios. Sin que por ello un diccionario de la lengua italiana y los "Canzoni" (Cantos) de Leopardi pertenezcan al mismo género discursivo. Con todo, quizá también por culpa de los semióticos, los enemigos de la semiótica textual no saben distinguir los dos géneros discursivos (de la semiótica textual y de la crítica textual semióticamente orientada). Y, al no hacerlo, pierden el sentido del tercer tipo de crítica de la que hablaba, la única que nos puede ayudar a entender el modo de formar que un texto manifiesta.
Cuando la teoría, preconstituida, precede a la lectura, suele suceder que se quieran evidenciar una y otra vez los instrumentos de la investigación, ya conocidos, para demostrar que se los conoce o lo ingenioso que ha sido uno en construirlos, en lugar de poseer el arte y ocultarlo, y hacer salir directamente del texto y no de ejercicios gimnásticos del metalenguaje teórico, lo que el texto finalmente nos revela. Es obvio que esta manera de proceder asusta al lector, que, en cambio, quería saber algo sobre ese texto y no sobre el metalenguaje que instituye los protocolos de lectura. Puesto que una teoría textual traza una serie de invariantes, y una crítica del texto debería poner en evidencia las variables, suele pasar que, habiendo entendido que el mundo de la intertextualidad está hecho de invariantes y de excepciones inventivas, y que la obra es un milagro de invención que mantiene a raya y oculta las variantes con las que, sin embargo, juega, la investigación semiótica se reduce al descubrimiento de las mismas invariantes en cada texto, perdiendo de vista las invenciones.
Como resultado, tenemos las investigaciones sobre la estructura de los tarots en Calvino (como si el autor no nos hubiera revelado ya todo lo revelable al respecto) o los ejercicios sobre la vida y la muerte en cuadrado, identificadas en cualquier texto, con el resultado de que "Hamlet" queda reducido a ser/no ser, no querer ser/querer no ser. Donde, nótese, el procedimiento puede ser didácticamente excelente, y consigue demostrar incluso que, ahí donde nos debatimos todos entre el querer ser y el querer no ser, Shakespeare nos vuelve a proponer un dilema eterno de manera nueva. Pero es precisamente de esa "novedad" de donde debe empezar el discurso, y la nivelación narratológica constituye sólo el preámbulo del descubrimiento de los "picos" artísticos.
Si es justo que la teoría literaria descubra invariantes en textos distintos, cuando el crítico aplica la teoría no debe limitarse a encontrar en cada texto las mismas invariantes (pues al hacerlo no va más allá del trabajo del teórico), sino, si acaso, debe partir de la conciencia de las invariantes para ver cómo el texto las pone en entredicho, las hace jugar entre sí, y cubre el esqueleto con piel y músculos distintos según el caso. El drama del no-querer-saber de Edipo (en Sófocles) no es el resultado de esa estructura modal (que se encuentra también en la "pochade" -bosquejo- en que la mujer traicionada le dice a la amiga cotilla: "por favor, no me lo digas"), sino de la estrategia a través de la cual la revelación se dilaciona, de puesta en juego (parricidio e incesto, contra una trivial traición conyugal), y de la superficie discursiva. Por último, la semiótica textual a menudo no distingue entre manera y estilo en el sentido en que los distinguía Hegel: la primera como obsesión repetitiva del autor que se hace y rehace una y otra vez; el segundo, como capacidad de superarse continuamente a sí mismo. Con todo, sería precisamente una semiótica textual la única capaz de aclarar estas diferencias.
Si a la semiótica textual pueden imputársele varios y numerosos excesos, ¿qué decir de los defectos de los que se oponen a ella? Desde luego, no es asunto nuestro quejarnos de los orgasmos a los que nos hacen asistir los "artifices additi artifici", que nos cuentan en cada obra el diario de sus desfallecimientos de lectores, tanto que una página dedicada al autor A, publicada de nuevo por error en el libro dedicado al autor B, pasaría inadvertida tanto por el jefe de tipografía como por el reseñador. En efecto, podríamos dejarles a los críticos del orgasmo su deleite, que no le hace daño a nadie y al cabo demuestra un poco hasta qué punto, con lo orgásmicos que son de palabras, no son libertinos y les causa horror la otredad, dado que en cada coito crítico no hacen el amor sino consigo mismos. Y podríamos dejarles, a los que hacen crítica social, o historia de las instituciones literarias, o crítica de costumbres y de vicios, su actividad, tan a menudo útil y benemérita. Si no fuera porque en nuestro país se ha producido en la última década una especie de competición a quién lanza los mayores anatemas contra las lecturas denominadas formalista-estructural-semióticas, como si a ellas se debieran -y alguien incluso ha llegado a decirlo- la corrupción de "tangentopoli" (caso de sobornos), la Mafia, la caída de la izquierda masoquista y el resurgir de la derecha triunfadora, esto podría convertirse en un episodio embarazoso, en la medida en que estas quejas podrían hacer que los jóvenes, y los jóvenes profesores, descarrilaran y se salieran de algunas vías maestras que en los últimos veinte años han recorrido felizmente.
Si entran ustedes en la sala de la planta baja de la librería de las Presses Universitaires en París, en el segundo mostrador a la derecha encontrarán docenas y docenas de manuales dedicados a las escuelas de todo grado sobre cómo se lleva a cabo un "analyse de texte". Los mismos pioneros del estructuralismo de los años sesenta se han visto obligados a redescubrir, no digo a los formalistas rusos o a la Escuela de Praga, sino a la legión de buenos y empíricos críticos y teóricos anglosajones que llevan analizando a fondo, desde hace décadas y décadas, las estrategias del punto de vista, del montaje narrativo, de los actantes o sujetos de la acción (como en Kenneth Burke). Mi generación postcrociana (la primera) exultó con las revelaciones de Wellek y Warren, con la lectura de Dámaso Alonso o de Spitzer. Empezábamos a entender que la lectura no era una merienda campestre en la que se cogían casi al azar, ahora aquí, ahora allá, botones de oro o majuelos de la poesía, anidada entre estiércol de las cuñas estructurales, sino que se afrontaba el texto como algo entero, animado de vida en distintos niveles. Parecía que nuestra cultura lo había aprendido. ¿Por qué lo está olvidando? ¿Por qué se está enseñando a los jóvenes que para hablar de un texto no es preciso un buen bagaje teórico, y una asiduidad en todos sus niveles? ¿Por qué se les infunde la idea de que la larga y pertinaz fatiga de un Contini era perjudicial (sólo porque, y es verdad, sobrevaloró a Pizzuto), mientras el único ideal crítico celebrado (¡de nuevo!) es el de una lente libre que libremente reacciona a los estímulos ocasionales que el texto le proporciona?
Personalmente, veo en esta tendencia un reflejo de otros sectores de la comunicación, el adecuarse de la crítica a los ritmos y a los plazos de inversión de otras actividades que se han demostrado de renta segura. ¿Para qué una reseña, que obliga a leer el libro, si en la página cultural vende más el comentario de la entrevista facilitada por el autor a otro periódico? ¿Para qué poner en escena el "Hamlet" para la televisión, como hacía nuestra reprobada televisión pública de los años sesenta, cuando se consigue una audiencia mayor haciendo participar, con igual mérito, al tonto del pueblo y al tonto de la junta de departamento en el mismo "talk-show"? ¿Y por qué, pues, leer un texto durante años si se puede obtener el éxtasis de lo sublime masticando algunas hojas, sin perder noches y días en descubrir lo sublime de la hoja en las sublimes maquinaciones de la fotosíntesis clorofiliana? Porque éste es el mensaje que nos lanzan cotidianamente los carontes de la Nueva Crítica Post-Antigua: nos repiten que los que conocen la fotosíntesis clorofiliana serán insensibles durante toda su vida a la belleza de una hoja, que el que sabe algo de la circulación de la sangre nunca más sabrá hacer palpitar de amor su corazón. Y esto es falso, y habrá que decirlo una y otra vez en voz alta. Aquí se está combatiendo una batalla campal entre los que aman un texto y los que quieren ir deprisa.
Pero le cedo la palabra a una autoridad libre de toda sospecha, tan sabia y creíble que no conocemos ni siquiera su verdadero nombre, lo cual debería inclinar a su favor a los partidarios, que hacen furor por doquier, de la sabiduría tradicional, desconocida y oculta, o a los editores refinados que publican sólo al autor de un solo libro, y quizá ni siquiera de éste. Nosotros lo conocemos como Pseudo-Longino, viviría entre los siglos I y III después de Cristo, y sentimos la propensión de atribuirle la invención de ese concepto que siempre ha sido la insignia de los que han afirmado que sobre el arte no se razona: se experimentan sentimientos inefables, se registra el éxtasis que le corresponde, como mucho se puede contar con otras palabras, pero el arte no se explica. El concepto es el de Sublime, que en algunas épocas de la historia de la crítica y de la estética se ha identificado con el efecto propio del arte. Y, de hecho, Longino, o quienquiera que fuera, precisa enseguida que "el lenguaje sublime conduce a los que lo escuchan no a la persuasión, sino al éxtasis". Cuando lo Sublime brota del acto de lectura (o de escucha) "pulveriza como el rayo todas las cosas". Sólo que, en ese punto (el único que por desgracia ha hecho escuela en los siglos, y estamos apenas al final del primer párrafo), Longino se pregunta si lo Sublime se puede pensar, y advierte enseguida que muchos en sus desdichados tiempos consideran que es una capacidad innata, un don de la naturaleza. Pero Longino considera que los dones de la naturaleza no se conservan y no se dejan explotar sino con el método, esto es, con el arte, y prosigue su empresa que, muchos lo han olvidado o no lo han sabido nunca, es una definición de las estrategias semióticas que inducen el efecto de Sublimidad en el lector o en el oyente. Y no hay formalista ruso, estructuralista pragués o francés, retórico belga o crítico alemán que haya empleado tantas energías (aun en pocas decenas de páginas) para descubrir las estrategias de lo Sublime y mostrarlas en acto. Mostrarlas en acto, digo, en su hacerse y en su disponerse luego en la superficie lineal del texto, reflejando a los ojos del lector las más profundas maquinaciones del estilo.
Y he aquí a Longino, aunque sea Pseudo, enumerando las cinco fuentes de lo Sublime, la "capacidad de concebir nobles pensamientos", de "manifestar pasiones vehementes y entusiastas", la manera de "forjar las figuras retóricas adecuadas", la ingeniosidad de crear nobleza de expresión a través de la "elección de los vocablos y del uso cuidadoso de las figuras", y, por último, la "disposición general y de conjunto del texto", de donde se deriva un estilo digno y elevado. Porque además Longino sabe, contra aquellos que en sus tiempos identificaban la pasión semiótica de lo Sublime con la experiencia física del orgasmo, que "existen pasiones que no tienen nada que ver con lo Sublime y que son insignificantes, como los lamentos, las tristezas y los temores; y, a su vez, hay muchas veces sublimidad sin pasión". Y ahí tenemos a Longino, lanzado en su búsqueda de la sublime fotosíntesis que produce el sentimiento de lo Sublime: ahí lo tenemos demostrando cómo Homero, para dar grandeza a lo divino, produce por soberbia hipotiposis la sensación de una distancia cósmica, y produce la sensación de la distancia cósmica a través de una descripción continuada de distancias físicas; ahí lo tenemos viendo cómo, para Safo, el "pathos" interior puede reproducirse sólo poniendo en escena una batalla de los ojos, de la lengua, de la piel, de las orejas; y he ahí a Longino, oponiendo un naufragio de Homero a uno de Arato de Solos, donde en el segundo la inminencia de la muerte se anestetiza, por decirlo de alguna manera, con la sencilla elección de una metáfora ("Un delgado tablón los separa del Hades"), mientras en Homero el Hades no se nombra, y por eso resulta aún más amenazador. He ahí a Longino estudiando las estrategias de la amplificación, de la hipotiposis, el teatro de las figuras, los asíndetos, los sorites, los hipérbatos, y cómo las conjunciones hacen languidecer el discurso, los poliptotos lo refuerzan, el intercambio de tiempos lo dramatiza.
Pero no piensen sólo en una serie de análisis estilísticos. Longino se ocupa de la contraposición y del intercambio de personas, del paso de persona a persona, de la manera en la que el autor se dirige al lector, o se funde con su personaje, y de la gramática de esas manipulaciones narrativas. No pasa por alto perífrasis y circunlocuciones, idiotismos, metáforas, símiles, hipérboles. Hay toda una máquina estilístico-retórica de estructuras narrativas, de voces, miradas y tiempos, que se ve en acción, analizando textos y comparándolos, para poner al desnudo y hacer admirable la estrategia de lo Sublime. Parece que sólo los simples caen en el orgasmo, mientras Longino conoce la química de sus pasiones, y por eso goza más. En el párrafo 39, el Pseudo-Longino se propone tratar de la armonía de "la composición de las palabras en un cierto orden", armonía que no es sólo disposición natural apta para procurar persuasión y placer, sino también estupefaciente instrumento de lo excelso y lo patético. Longino sabe (por antigua tradición pitagórica) que la flauta genera pasiones en los oyentes, y los saca de sí cual si fueran coribantes, aunque sean inexpertos en música; sabe que los sonidos de la cetra, que de por sí carecen de significado, generan efectos de hechizo. Pero sabe que la flauta obtiene sus efectos mediante "una cadencia rítmica" y que la cetra actúa sobre el alma en virtud "de las modulaciones" y de la mezcla de los acordes. Lo que él quiere explicar no es el efecto, evidente a todos, sino la gramática de su producción. De este modo, pasando a la armonía verbal, que "excita no sólo el oído, sino también el alma misma", Longino afronta una sentencia de Demóstenes que le parece, además de admirable, sublime: "Este decreto hizo que el peligro que entonces se cernía sobre la ciudad pasara como una nube". Y dice:
Su sonoridad no es debida menos a la armonía que al pensamiento. La frase entera está dicha en ritmo dactílico y éste es el más noble y grandioso, por eso forma también el verso heroico, el más bello de los versos que conocemos. Pues haz un cambio de lugar donde tú quieras, por ejemplo: "este decreto como una nube hizo que el peligro que entonces se cernía sobre la ciudad pasara", o, por Zeus, suprime una sola sílaba, "hizo que el peligro pasara cual nube", y verás inmediatamente cómo la armonía repite como un eco lo sublime. Pues la misma frase: "hósper nephos" (como una nube) descansa sobre la primera unidad rítmica que es larga y está medida en cuatro tiempos. Si suprimes una sola sílaba, así: "hós nephos" (cual nube), destrozas al punto, con esa síncopa, la grandeza de la expresión. Y, al contrario, si agregas una sílaba: "hósperei nephos" (como si fuera una nube), significa lo mismo, pero no suena lo mismo al oído, porque con el alargamiento de las últimas sílabas se relaja y debilita su concisa sublimidad.
Aun sin controlar el texto griego original, el espíritu de este análisis está claro. El Pseudo-Longino está haciendo semiótica del texto. Y está haciendo crítica -por lo menos según los cánones de sus tiempos- y explicándonos por qué encontramos algo sublime y qué bastaría cambiar en el cuerpo del texto para que el efecto se perdiera. Y, por lo tanto, desde sus orígenes más lejanos (puesto que, si nos remontamos hacia atrás, la "Poética" de Aristóteles no queda corta) se sabía cómo se lee un texto, y cómo no hay que tenerle miedo a la "close reading" (lectura minuciosa) y a un metalenguaje a veces terrorista (y, para su época, el de Longino no era menos terrorista que el que aterroriza a muchos en nuestros días). Así pues, se trata de mantenernos firmes en los orígenes, tanto del concepto de estilo como de crítica verdadera, y del concepto de análisis de las estrategias textuales. Lo que la mejor semiótica del estilo ha hecho y está haciendo es lo que han hecho nuestros mayores. El único empeño está en humillar, con un trabajo serio y continuo, sin ceder a ningún chantaje, a nuestros menores.
"Tratado de semiótica general" y "Semiótica y filosofía del lenguaje", además de otros ensayos como "Apuntes para una semiología de las comunicaciones visuales", "Las formas del contenido", "Los límites de la interpretación", "La búsqueda de la lengua perfecta" y "Seis paseos por los bosques narrativos", entre muchos otros. Eco considera que la semiótica es una escuela, una red interdisciplinaria, que estudia los seres humanos tanto como ellos producen signos, y no únicamente los verbales. "El estudio de un sistema específico de signos -dice Eco- es usualmente llamado 'semiótica de'. Por ejemplo, la linguística es una semiótica del lenguaje verbal; hay, también, una semiótica de las luces de tráfico. La diferencia entre un lenguaje como el inglés y el sistema de luces de tráfico es que el último es más simple que el primero. Entonces, hay una aproximación general a la totalidad de la conducta semiótica". A ese estudio lo denomina "semiótica general" y agrega que, en ese sentido, "la semiótica demanda algunas cuestiones filosóficas fundamentales". para lo cual propone "una filosofía del lenguaje que, en lugar de analizar solamente nuestra conducta verbal, analice cada clase de la producción de signos y la interpretación. La semiótica general es para mí una forma de filosofía. Es más, pienso que es la única forma aceptable de filosofía hoy".
Lo que sigue a continuación es la segunda parte de la conferencia que brindó en el XXIIIº Congreso de la Asociación Italiana de Estudios Semióticos que se realizó en septiembre de 1995 en Feltre, una pequeña ciudad de la región del Véneto.
Se confunde con frecuencia la "teoría semiótica de la literatura" con la "crítica semióticamente orientada". Les remito a un antiguo debate de los años sesenta, que se inició con el célebre catálogo de la editorial "Il Saggiatore" de Milán dedicado a "Estructuralismo y crítica", debate en el que, "grosso modo", se delinearon dos opciones, una representada por Cesare Segre, la otra por Luigi Rosiello. Brevemente, para la primera opción, la teoría lingüística había de servir para entender mejor la obra individual; para la segunda, el análisis de la obra individual había de servir para iluminar mejor la naturaleza de la lengua. Está claro, por lo tanto, que para la primera opción un conjunto de hipótesis teóricas tenía que servir para iluminar el estilo personal de un autor, mientras en la segunda se percibía el estilo personal como una desviación de la norma que reforzaba el conocimiento de la norma como tal. Ahora bien, estas dos opciones eran y son igualmente legítimas. Se puede hacer una teoría de la literatura, y usar como documentos las obras singulares, y se pueden leer las obras singulares a la luz de una teoría de la literatura, o mejor aún, intentando hacer brotar también los principios de una teoría literaria del examen individual de las obras.
Tomemos el ejemplo de una provincia de la teoría del texto como la narratología, que usa los textos como ejemplo y no como objeto de análisis. Si la crítica de un texto narrativo sirve para entender mejor ese texto, ¿para qué sirve la narratología? Ante todo, para hacer narratología, de la misma manera en que la filosofía sirve esencialmente para filosofar. Sirve para entender cómo funcionan en general los textos narrativos, sean malos o buenos. En segundo lugar, les resulta útil a muchas disciplinas (como la inteligencia artificial, la semántica y la psicología) para entender cómo la totalidad de nuestra experiencia se estructura (quizá) siempre y de todas maneras en forma de "narraciones": una teoría narratológica que sirviera para entender sólo cómo se relata sería poco, pero si enseña, en cambio, cómo organizamos en secuencias narrativas nuestra forma de acercarnos al mundo, ya es algo más. Por último, sirve para leer mejor, e incluso (véase el caso de Calvino) para inventar nuevas formas de escritura. Con tal de que consiga relacionarla con un modo "natural" de leer, es decir, con una lectura crítica que no tenga como punto de partida rígidos prejuicios narratológicos.
Ahora bien, tenemos dos equívocos, uno de producción y otro de recepción. El primero se produce cuando el semiótico no sabe bien, o no pone en claro, si está usando el texto para enriquecer su teoría narrativa, o si está manejando algunas categorías narratológicas para entender mejor ese texto. El segundo se produce cuando el lector (a menudo prevenido) entiende como ejercicio crítico un discurso que, en cambio, pretendía hacer brotar, de un texto o de más textos individuales, los principios generales de la narratividad. Sería como si un psicólogo, interesado en las razones por las que alguien mata, leyera un ensayo de estadística sobre los delitos de los últimos veinte años, y se quejara de que la estadística ha renunciado a explicar las motivaciones individuales. Podríamos limitarnos a decirles a estos usuarios prevenidos que las teorías narratológicas no sirven ni a la lectura ni a la crítica. Podríamos decir que se trata de simples protocolos de lecturas múltiples y tienen la misma función que la teoría física, que nos explica cómo caen los cuerpos según una misma ley pero no si está bien o está mal, ni cuál es la diferencia entre la caída de una piedra desde la torre de Pisa y la caída de un amante infeliz desde una cima borrascosa. Podríamos decir que sirven para entender no los textos sino la función fabuladora en su conjunto y, por lo tanto, se nos presentan, más como un capítulo de la psicología o de la antropología cultural que como un capítulo la crítica.
Aun así, deberíamos explicar también que poseen, cuanto menos, un valor pedagógico. Constituyen el instrumento con el cual el que enseña a leer identifica enseguida los nudos sobre los que es preciso atraer la atención del catecúmeno. Y así, por lo menos, servirían para enseñar a leer. Pero, puesto que hay que enseñar a leer también a los que ya no son analfabetos, le sirven también al lector maduro, al crítico, al escritor, para desarrollar un ojo clínico seguro. En definitiva, habría que hacer comprender que, aunque el diccionario no es suficiente para hacer a un buen escritor, los buenos escritores frecuentan los diccionarios. Sin que por ello un diccionario de la lengua italiana y los "Canzoni" (Cantos) de Leopardi pertenezcan al mismo género discursivo. Con todo, quizá también por culpa de los semióticos, los enemigos de la semiótica textual no saben distinguir los dos géneros discursivos (de la semiótica textual y de la crítica textual semióticamente orientada). Y, al no hacerlo, pierden el sentido del tercer tipo de crítica de la que hablaba, la única que nos puede ayudar a entender el modo de formar que un texto manifiesta.
Cuando la teoría, preconstituida, precede a la lectura, suele suceder que se quieran evidenciar una y otra vez los instrumentos de la investigación, ya conocidos, para demostrar que se los conoce o lo ingenioso que ha sido uno en construirlos, en lugar de poseer el arte y ocultarlo, y hacer salir directamente del texto y no de ejercicios gimnásticos del metalenguaje teórico, lo que el texto finalmente nos revela. Es obvio que esta manera de proceder asusta al lector, que, en cambio, quería saber algo sobre ese texto y no sobre el metalenguaje que instituye los protocolos de lectura. Puesto que una teoría textual traza una serie de invariantes, y una crítica del texto debería poner en evidencia las variables, suele pasar que, habiendo entendido que el mundo de la intertextualidad está hecho de invariantes y de excepciones inventivas, y que la obra es un milagro de invención que mantiene a raya y oculta las variantes con las que, sin embargo, juega, la investigación semiótica se reduce al descubrimiento de las mismas invariantes en cada texto, perdiendo de vista las invenciones.
Como resultado, tenemos las investigaciones sobre la estructura de los tarots en Calvino (como si el autor no nos hubiera revelado ya todo lo revelable al respecto) o los ejercicios sobre la vida y la muerte en cuadrado, identificadas en cualquier texto, con el resultado de que "Hamlet" queda reducido a ser/no ser, no querer ser/querer no ser. Donde, nótese, el procedimiento puede ser didácticamente excelente, y consigue demostrar incluso que, ahí donde nos debatimos todos entre el querer ser y el querer no ser, Shakespeare nos vuelve a proponer un dilema eterno de manera nueva. Pero es precisamente de esa "novedad" de donde debe empezar el discurso, y la nivelación narratológica constituye sólo el preámbulo del descubrimiento de los "picos" artísticos.
Si es justo que la teoría literaria descubra invariantes en textos distintos, cuando el crítico aplica la teoría no debe limitarse a encontrar en cada texto las mismas invariantes (pues al hacerlo no va más allá del trabajo del teórico), sino, si acaso, debe partir de la conciencia de las invariantes para ver cómo el texto las pone en entredicho, las hace jugar entre sí, y cubre el esqueleto con piel y músculos distintos según el caso. El drama del no-querer-saber de Edipo (en Sófocles) no es el resultado de esa estructura modal (que se encuentra también en la "pochade" -bosquejo- en que la mujer traicionada le dice a la amiga cotilla: "por favor, no me lo digas"), sino de la estrategia a través de la cual la revelación se dilaciona, de puesta en juego (parricidio e incesto, contra una trivial traición conyugal), y de la superficie discursiva. Por último, la semiótica textual a menudo no distingue entre manera y estilo en el sentido en que los distinguía Hegel: la primera como obsesión repetitiva del autor que se hace y rehace una y otra vez; el segundo, como capacidad de superarse continuamente a sí mismo. Con todo, sería precisamente una semiótica textual la única capaz de aclarar estas diferencias.
Si a la semiótica textual pueden imputársele varios y numerosos excesos, ¿qué decir de los defectos de los que se oponen a ella? Desde luego, no es asunto nuestro quejarnos de los orgasmos a los que nos hacen asistir los "artifices additi artifici", que nos cuentan en cada obra el diario de sus desfallecimientos de lectores, tanto que una página dedicada al autor A, publicada de nuevo por error en el libro dedicado al autor B, pasaría inadvertida tanto por el jefe de tipografía como por el reseñador. En efecto, podríamos dejarles a los críticos del orgasmo su deleite, que no le hace daño a nadie y al cabo demuestra un poco hasta qué punto, con lo orgásmicos que son de palabras, no son libertinos y les causa horror la otredad, dado que en cada coito crítico no hacen el amor sino consigo mismos. Y podríamos dejarles, a los que hacen crítica social, o historia de las instituciones literarias, o crítica de costumbres y de vicios, su actividad, tan a menudo útil y benemérita. Si no fuera porque en nuestro país se ha producido en la última década una especie de competición a quién lanza los mayores anatemas contra las lecturas denominadas formalista-estructural-semióticas, como si a ellas se debieran -y alguien incluso ha llegado a decirlo- la corrupción de "tangentopoli" (caso de sobornos), la Mafia, la caída de la izquierda masoquista y el resurgir de la derecha triunfadora, esto podría convertirse en un episodio embarazoso, en la medida en que estas quejas podrían hacer que los jóvenes, y los jóvenes profesores, descarrilaran y se salieran de algunas vías maestras que en los últimos veinte años han recorrido felizmente.
Si entran ustedes en la sala de la planta baja de la librería de las Presses Universitaires en París, en el segundo mostrador a la derecha encontrarán docenas y docenas de manuales dedicados a las escuelas de todo grado sobre cómo se lleva a cabo un "analyse de texte". Los mismos pioneros del estructuralismo de los años sesenta se han visto obligados a redescubrir, no digo a los formalistas rusos o a la Escuela de Praga, sino a la legión de buenos y empíricos críticos y teóricos anglosajones que llevan analizando a fondo, desde hace décadas y décadas, las estrategias del punto de vista, del montaje narrativo, de los actantes o sujetos de la acción (como en Kenneth Burke). Mi generación postcrociana (la primera) exultó con las revelaciones de Wellek y Warren, con la lectura de Dámaso Alonso o de Spitzer. Empezábamos a entender que la lectura no era una merienda campestre en la que se cogían casi al azar, ahora aquí, ahora allá, botones de oro o majuelos de la poesía, anidada entre estiércol de las cuñas estructurales, sino que se afrontaba el texto como algo entero, animado de vida en distintos niveles. Parecía que nuestra cultura lo había aprendido. ¿Por qué lo está olvidando? ¿Por qué se está enseñando a los jóvenes que para hablar de un texto no es preciso un buen bagaje teórico, y una asiduidad en todos sus niveles? ¿Por qué se les infunde la idea de que la larga y pertinaz fatiga de un Contini era perjudicial (sólo porque, y es verdad, sobrevaloró a Pizzuto), mientras el único ideal crítico celebrado (¡de nuevo!) es el de una lente libre que libremente reacciona a los estímulos ocasionales que el texto le proporciona?
Personalmente, veo en esta tendencia un reflejo de otros sectores de la comunicación, el adecuarse de la crítica a los ritmos y a los plazos de inversión de otras actividades que se han demostrado de renta segura. ¿Para qué una reseña, que obliga a leer el libro, si en la página cultural vende más el comentario de la entrevista facilitada por el autor a otro periódico? ¿Para qué poner en escena el "Hamlet" para la televisión, como hacía nuestra reprobada televisión pública de los años sesenta, cuando se consigue una audiencia mayor haciendo participar, con igual mérito, al tonto del pueblo y al tonto de la junta de departamento en el mismo "talk-show"? ¿Y por qué, pues, leer un texto durante años si se puede obtener el éxtasis de lo sublime masticando algunas hojas, sin perder noches y días en descubrir lo sublime de la hoja en las sublimes maquinaciones de la fotosíntesis clorofiliana? Porque éste es el mensaje que nos lanzan cotidianamente los carontes de la Nueva Crítica Post-Antigua: nos repiten que los que conocen la fotosíntesis clorofiliana serán insensibles durante toda su vida a la belleza de una hoja, que el que sabe algo de la circulación de la sangre nunca más sabrá hacer palpitar de amor su corazón. Y esto es falso, y habrá que decirlo una y otra vez en voz alta. Aquí se está combatiendo una batalla campal entre los que aman un texto y los que quieren ir deprisa.
Pero le cedo la palabra a una autoridad libre de toda sospecha, tan sabia y creíble que no conocemos ni siquiera su verdadero nombre, lo cual debería inclinar a su favor a los partidarios, que hacen furor por doquier, de la sabiduría tradicional, desconocida y oculta, o a los editores refinados que publican sólo al autor de un solo libro, y quizá ni siquiera de éste. Nosotros lo conocemos como Pseudo-Longino, viviría entre los siglos I y III después de Cristo, y sentimos la propensión de atribuirle la invención de ese concepto que siempre ha sido la insignia de los que han afirmado que sobre el arte no se razona: se experimentan sentimientos inefables, se registra el éxtasis que le corresponde, como mucho se puede contar con otras palabras, pero el arte no se explica. El concepto es el de Sublime, que en algunas épocas de la historia de la crítica y de la estética se ha identificado con el efecto propio del arte. Y, de hecho, Longino, o quienquiera que fuera, precisa enseguida que "el lenguaje sublime conduce a los que lo escuchan no a la persuasión, sino al éxtasis". Cuando lo Sublime brota del acto de lectura (o de escucha) "pulveriza como el rayo todas las cosas". Sólo que, en ese punto (el único que por desgracia ha hecho escuela en los siglos, y estamos apenas al final del primer párrafo), Longino se pregunta si lo Sublime se puede pensar, y advierte enseguida que muchos en sus desdichados tiempos consideran que es una capacidad innata, un don de la naturaleza. Pero Longino considera que los dones de la naturaleza no se conservan y no se dejan explotar sino con el método, esto es, con el arte, y prosigue su empresa que, muchos lo han olvidado o no lo han sabido nunca, es una definición de las estrategias semióticas que inducen el efecto de Sublimidad en el lector o en el oyente. Y no hay formalista ruso, estructuralista pragués o francés, retórico belga o crítico alemán que haya empleado tantas energías (aun en pocas decenas de páginas) para descubrir las estrategias de lo Sublime y mostrarlas en acto. Mostrarlas en acto, digo, en su hacerse y en su disponerse luego en la superficie lineal del texto, reflejando a los ojos del lector las más profundas maquinaciones del estilo.
Y he aquí a Longino, aunque sea Pseudo, enumerando las cinco fuentes de lo Sublime, la "capacidad de concebir nobles pensamientos", de "manifestar pasiones vehementes y entusiastas", la manera de "forjar las figuras retóricas adecuadas", la ingeniosidad de crear nobleza de expresión a través de la "elección de los vocablos y del uso cuidadoso de las figuras", y, por último, la "disposición general y de conjunto del texto", de donde se deriva un estilo digno y elevado. Porque además Longino sabe, contra aquellos que en sus tiempos identificaban la pasión semiótica de lo Sublime con la experiencia física del orgasmo, que "existen pasiones que no tienen nada que ver con lo Sublime y que son insignificantes, como los lamentos, las tristezas y los temores; y, a su vez, hay muchas veces sublimidad sin pasión". Y ahí tenemos a Longino, lanzado en su búsqueda de la sublime fotosíntesis que produce el sentimiento de lo Sublime: ahí lo tenemos demostrando cómo Homero, para dar grandeza a lo divino, produce por soberbia hipotiposis la sensación de una distancia cósmica, y produce la sensación de la distancia cósmica a través de una descripción continuada de distancias físicas; ahí lo tenemos viendo cómo, para Safo, el "pathos" interior puede reproducirse sólo poniendo en escena una batalla de los ojos, de la lengua, de la piel, de las orejas; y he ahí a Longino, oponiendo un naufragio de Homero a uno de Arato de Solos, donde en el segundo la inminencia de la muerte se anestetiza, por decirlo de alguna manera, con la sencilla elección de una metáfora ("Un delgado tablón los separa del Hades"), mientras en Homero el Hades no se nombra, y por eso resulta aún más amenazador. He ahí a Longino estudiando las estrategias de la amplificación, de la hipotiposis, el teatro de las figuras, los asíndetos, los sorites, los hipérbatos, y cómo las conjunciones hacen languidecer el discurso, los poliptotos lo refuerzan, el intercambio de tiempos lo dramatiza.
Pero no piensen sólo en una serie de análisis estilísticos. Longino se ocupa de la contraposición y del intercambio de personas, del paso de persona a persona, de la manera en la que el autor se dirige al lector, o se funde con su personaje, y de la gramática de esas manipulaciones narrativas. No pasa por alto perífrasis y circunlocuciones, idiotismos, metáforas, símiles, hipérboles. Hay toda una máquina estilístico-retórica de estructuras narrativas, de voces, miradas y tiempos, que se ve en acción, analizando textos y comparándolos, para poner al desnudo y hacer admirable la estrategia de lo Sublime. Parece que sólo los simples caen en el orgasmo, mientras Longino conoce la química de sus pasiones, y por eso goza más. En el párrafo 39, el Pseudo-Longino se propone tratar de la armonía de "la composición de las palabras en un cierto orden", armonía que no es sólo disposición natural apta para procurar persuasión y placer, sino también estupefaciente instrumento de lo excelso y lo patético. Longino sabe (por antigua tradición pitagórica) que la flauta genera pasiones en los oyentes, y los saca de sí cual si fueran coribantes, aunque sean inexpertos en música; sabe que los sonidos de la cetra, que de por sí carecen de significado, generan efectos de hechizo. Pero sabe que la flauta obtiene sus efectos mediante "una cadencia rítmica" y que la cetra actúa sobre el alma en virtud "de las modulaciones" y de la mezcla de los acordes. Lo que él quiere explicar no es el efecto, evidente a todos, sino la gramática de su producción. De este modo, pasando a la armonía verbal, que "excita no sólo el oído, sino también el alma misma", Longino afronta una sentencia de Demóstenes que le parece, además de admirable, sublime: "Este decreto hizo que el peligro que entonces se cernía sobre la ciudad pasara como una nube". Y dice:
Su sonoridad no es debida menos a la armonía que al pensamiento. La frase entera está dicha en ritmo dactílico y éste es el más noble y grandioso, por eso forma también el verso heroico, el más bello de los versos que conocemos. Pues haz un cambio de lugar donde tú quieras, por ejemplo: "este decreto como una nube hizo que el peligro que entonces se cernía sobre la ciudad pasara", o, por Zeus, suprime una sola sílaba, "hizo que el peligro pasara cual nube", y verás inmediatamente cómo la armonía repite como un eco lo sublime. Pues la misma frase: "hósper nephos" (como una nube) descansa sobre la primera unidad rítmica que es larga y está medida en cuatro tiempos. Si suprimes una sola sílaba, así: "hós nephos" (cual nube), destrozas al punto, con esa síncopa, la grandeza de la expresión. Y, al contrario, si agregas una sílaba: "hósperei nephos" (como si fuera una nube), significa lo mismo, pero no suena lo mismo al oído, porque con el alargamiento de las últimas sílabas se relaja y debilita su concisa sublimidad.
Aun sin controlar el texto griego original, el espíritu de este análisis está claro. El Pseudo-Longino está haciendo semiótica del texto. Y está haciendo crítica -por lo menos según los cánones de sus tiempos- y explicándonos por qué encontramos algo sublime y qué bastaría cambiar en el cuerpo del texto para que el efecto se perdiera. Y, por lo tanto, desde sus orígenes más lejanos (puesto que, si nos remontamos hacia atrás, la "Poética" de Aristóteles no queda corta) se sabía cómo se lee un texto, y cómo no hay que tenerle miedo a la "close reading" (lectura minuciosa) y a un metalenguaje a veces terrorista (y, para su época, el de Longino no era menos terrorista que el que aterroriza a muchos en nuestros días). Así pues, se trata de mantenernos firmes en los orígenes, tanto del concepto de estilo como de crítica verdadera, y del concepto de análisis de las estrategias textuales. Lo que la mejor semiótica del estilo ha hecho y está haciendo es lo que han hecho nuestros mayores. El único empeño está en humillar, con un trabajo serio y continuo, sin ceder a ningún chantaje, a nuestros menores.
24 de julio de 2011
Umberto Eco. Sobre el estilo. Semiótica y crítica literaria (1)
La Real Academia Española define al estilo como la "manera de escribir peculiar de un escritor", aclarando que la etimología deriva del vocablo latino "stilus" cuyo significado es cincel o punzón para escribir, un pequeño instrumento metálico -de punta aguda en uno de sus extremos y una espátula del otro- que se usaba tanto en la Mesopotamia para escribir sobre tablillas de arcilla, como en la antigua Roma para hacerlo sobre tablas enceradas. El estilo, es decir la herramienta del que escribía, pasó luego a definir su forma peculiar de escribir: rasgos pequeños o grandes, redondeados o alargados, profundos o superficiales, etcétera. El término derivó, dentro del arte literario, hacia el concepto de aludir al conjunto de características que diferencian y distinguen una forma de escribir de otra: el léxico, la estructura de las oraciones, los giros idiomáticos, el ritmo del lenguaje, la descripción de escenas, en fin, todo aquello que hace singular una obra literaria.
Precisar el concepto de estilo, aquello que el lingüista suizo Ferdinand de Saussure (1857-1913) definió como "una intención estética consciente e individual", no es una faena sencilla. Tal vez el poeta alemán Johann W. Goethe (1749-1832) se aproximó bastante cuando afirmó que "la originalidad no consiste en decir cosas nuevas, sino en decirlas como si nunca hubiesen sido dichas por otros". Muchos años después, al referirse a la marca individual que cada escritor pone en su obra, el máximo exponente de la novela negra Raymond Chandler (1888-1959) expresó: "Lo más perdurable del arte de escribir es el estilo, y el estilo es la inversión más valiosa que puede hacer un escritor con su tiempo". Por su parte, el escritor francés Gustave Flaubert (1821-1880), lacónico como siempre, aseguraba que "la perfección del estilo consiste en no tenerlo. El estilo, como el agua, es mejor cuanto menos sabor tiene", algo en lo que coincidía su coterráneo Jules Renard (1864-1910) al expresar que "el estilo es el olvido de todos los estilos".
El semiólogo y escritor italiano Umberto Eco (1932) se ocupó del asunto cuando participó del XXIIIº Congreso de la Asociación Italiana de Estudios Semióticos llevado a cabo en la veneciana ciudad de Feltre en septiembre de 1995. Allí tuvo a su cargo la disertación
conclusiva, a la que llamó "Lo stile", que sería publicada en septiembre de 1996 en la revista "Carte Semiotiche" y que, en 2002, formaría parte de la colección de ensayos, artículos y conferencias que fueron reunidos en el libro "Sulla letteratura" (Sobre literatura). La primera parte del texto es la siguiente:
SOBRE EL ESTILO
El término estilo, tal como se propone desde los comienzos del mundo latino hasta la estilística y la estética contemporáneas, tiene una historia no del todo homogénea. Aun siendo posible determinar un núcleo originario, tal que a partir del "stilus" (el instrumento que le da su origen por metonimia) el estilo se transforma en sinónimo de "escritura" y, por consiguiente, en sinónimo de forma de expresión literaria, es verdad que esta manera de escribir se entenderá en el curso de los siglos de maneras y con intensidades distintas.
Por ejemplo, estilo pasa muy pronto a designar géneros literarios ampliamente codificados (estilo sublime, medio, sencillo; estilo ático, asiático o rodio; estilo trágico, elegíaco o cómico). En ese caso, como en muchos otros, el estilo es una manera de hacer según reglas, normalmente bastante prescriptivas, por lo que se acompaña con la idea de precepto, de imitación, de adherencia a los modelos.
Se suele pensar que la idea de estilo se asocia a la de originalidad e ingenio con el manierismo y con el barroco, y no sólo las artes, sino también en la vida, puesto que con la idea renacentista de la "sprezzata disinvoltura" (despreocupación desdeñosa) el hombre de estilo será el que tenga el ingenio, el valor (y el poder social) de comportarse transgrediendo la regla, es decir, mostrando que tiene el privilegio de poderla transgredir. Sin embargo, incluso la sentencia de Buffon según la cual "el estilo es el hombre" no debe entenderse todavía en sentido individualista, sino específico: el estilo es una virtud humana.
La idea de un estilo que se afirma contra los preceptos aparece, más bien, en la "Ricerca interno alla natura dello stile" (Investigación sobre la naturaleza del estilo) de Cesare Beccaria y, posteriormente, con las teorías organicistas del arte con Goethe, tendremos estilo cuando la obra alcanza una armonía original, cabal, irrepetible. Con lo cual se llega, por fin, a las concepciones románticas del genio (el propio Leopardi dirá que el estilo es esa especie de manera o facultad que se llama originalidad). Hasta tal punto que el concepto da un giro, por así decirlo, de trescientos sesenta grados a finales del siglo XIX, con el decadentismo y con el dandismo, cuando el estilo se identifica ya con la originalidad excéntrica, el desprecio por los modelos; y a partir de ahí nacerán todas las estéticas de las vanguardias históricas.
Identificaría a dos autores para los cuales el estilo es un concepto exquisitamente semiótico, y son Flaubert y Proust: para Flaubert, el estilo es una manera de forjar la propia obra, y es ciertamente irrepetible; mediante el estilo se manifiesta una manera de pensar, de ver el mundo. Para Proust, el estilo se convierte en una suerte de inteligencia transformada, que se incorpora en la materia, tanto que, según Proust, el uso nuevo que Flaubert hace del pasado indefinido y del pretérito perfecto, así como del participio presente y del imperfecto, renueva nuestra visión de las cosas casi tanto como Kant.
De estas fuentes desciende la idea del estilo como "modo de formar" que está en el centro de la estética de Luigi Pareyson. Está claro que, a estas alturas, si la obra de arte es forma, el modo de formar no atañe ya solamente al léxico o a la sintaxis (como puede suceder con la así llamada estilística), sino a todas las estrategias semiósicas que se desenvuelven tanto en la superficie como en las profundidades siguiendo las nervaduras de un texto. Pertenecerán al estilo (como modo de formar) no sólo el uso de la lengua (o de los colores, o de los sonidos, según los sistemas o universos semióticos), sino también el modo de disponer las estructuras narrativas, de bosquejar personajes, de articular puntos de vista.
Véase este pasaje de Proust, tomado de su "prefacio" a "Tendres stocks" (Tiernas mercancías) de Paul Morand, cuando afirma que Stendhal cuidaba el estilo más que Baudelaire. Proust nos está sugiriendo que Stendhal "escribía mal", y es proverbial, si por estilo se entiende el léxico y la sintaxis:
Desde luego [el estilo] no tenía para Stendhal la misma importancia que para Baudelaire. Cuando Beyle dijo sobre un paisaje "estos lugares encantadores", "esos lugares deslumbrantes", y de una de sus heroínas "esa mujer adorable", "esa mujer encantadora", no deseaba mayor precisión. La necesitaba tan poco como para decir "ella escribió una carta infinita". Pero si se considera que forma parte del estilo ese gran esqueleto inconsciente que cubre el conjunto deseado de ideas, éste existe en Stendhal. Qué placer sentiría en mostrar que cada vez que Julien Sorel o Fabrice abandonan las vanas preocupaciones para vivir una vida desinteresada y voluptuosa siempre están en un lugar elevado (ya sea la prisión de Fabrice o la de Julien, en el observatorio del abate Banès).
Hablar del estilo significa, pues, hablar de cómo está hecha la obra, mostrar cómo ha ido haciéndose (a veces, incluso a través de la progresión puramente ideal de un recorrido generativo), mostrar por qué se ofrece a un determinado tipo de recepción, y cómo y por qué la suscita. Y, para los que estén interesados todavía en pronunciar juicios de valor estético, sólo identificando, persiguiendo y desnudando las supremas maquinaciones del estilo se podrá decir por qué esa obra es bella, por qué ha gozado de distintas recepciones en el curso de los siglos, por qué, aun siguiendo modelos y a veces preceptos desperdigados en el mar de la intertextualidad, ha sabido recoger y hacer fructificar esa herencia para dar vida a algo original. Y por qué, aunque cada una de las obras de un mismo artista aspira a una originalidad irrepetible, es posible encontrar el estilo personal de ese artista en cada una de ellas. Si así están las cosas, considero necesario hacer dos afirmaciones: una, que una semiótica de las artes no es sino una búsqueda y un poner al desnudo las maquinaciones del estilo; dos, que la semiótica representa la forma superior de la estilística, y el modelo de cualquier crítica de arte.
Dicho esto, no necesitaría añadir nada más: todos recuerdan cuánta luz han arrojado en los textos (que antes, con todo, ya amábamos de forma oscura) algunas páginas de los formalistas rusos, de Jakobson, de los narratólogos y de los analistas del discurso poético. Pero de verdad vivimos en tiempos oscuros, por lo menos en nuestro país, donde cada vez más a menudo se oyen voces polémicas que acusan precisamente a los estudios semióticos (denominados también, con connotación negativa, formalistas o estructuralistas) de ser los responsables de la decadencia de la crítica, con discursos pseudomatemáticos, repletos de esquemas ilegibles, en cuyo lodo se ahoga el sabor de la literatura, y el éxtasis al que el lector estaría llamado se entumece por partida doble: el "je ne sais quoi" (ese no sé que) y lo sublime, que en el arte se suponían ser los efectos supremos, se diluyen en una orgía de teorías que ahuecan, escarnecen, envilecen, revientan el texto, quitándole frescura, magia, embeleso.
Debemos preguntarnos, pues, qué se entiende por crítica (de arte o de literatura) y, por comodidad, me limitaré a hablar de la crítica literaria. Ahora bien, creo que es preciso distinguir, ante todo, entre discurso sobre las obras literarias y crítica literaria. Sobre las obras literarias se puede hacer toda una serie de discursos, y una obra puede tomarse como campo de investigación sociológica, como documento para una historia de las ideas, como informe psicológico o psiquiátrico, como pretexto para una serie de consideraciones morales. Hay civilizaciones, en primer lugar la anglosajona, donde -por lo menos hasta la llegada del "New Criticism"- el discurso sobre las obras literarias era ante todo un discurso moral. Ahora bien, todos estos modos discursivos son legítimos en sí, a no ser porque, en el momento mismo en que se plantean, suponen, implican, sugieren, remiten a un juicio crítico-estético que alguien distinto, o el mismo autor en otro ámbito, debería haber pronunciado ya. Este discurso es el de la crítica en sentido propio, y puede subdividirse en tres modos. Debe quedar claro que estos tres modos son "géneros críticos", tipos ideales, y suele suceder que, amparándose en un género o modo, alguien ofrezca, de hecho, ejemplos ilustres de otro modo, o que mezcle, para bien o para mal, los tres modos al mismo tiempo.
Denominaremos al primer modo "reseña", donde se les habla a los lectores de una obra que todavía no conocen. Una buena reseña puede recurrir también a modalidades más complejas, como las otras dos de las que hablaré, pero está fatalmente vinculada a la inmediatez, al breve espacio que media entre la aparición de la obra, la lectura y la escritura del juicio. La reseña, en el mejor de los casos, puede limitarse a dar a los lectores una idea somera de la obra que todavía no han leído, y luego imponerles el juicio (de gusto) del crítico. Su función es eminentemente informativa (dice que se ha publicado una obra que más o menos es así y asá) y diagnóstico-fiduciaria: los lectores creen en el autor de la reseña como creen en el médico, el cual, después de haberles hecho decir treinta y tres, determina someramente un principio de bronquitis y prescribe un jarabe. Este diagnóstico reseñador no tiene nada que ver con los análisis químicos o con esas exploraciones con sonda, que el mismo paciente puede seguir ahora en una pantalla televisiva, y durante los cuales ve y entiende qué tiene y por qué su cuerpo estaba reaccionando como lo hacía. En la reseña (como en la visita del médico del seguro), el lector no ve la obra, oye sólo alguien habla de ella.
El segundo modo de la crítica, la "historia literaria", habla de textos que el lector conoce o, por lo menos, debería conocer, porque ya ha oído hablar de ellos. A menudo, estos textos tan sólo se le mencionan, a veces se le resumen, también con la ayuda de alguna cita ejemplar, o se agrupan, se asignan a corrientes, dispuestas en secuencia cronológica. Una historia de la literatura puede ser llanamente manualista; a veces llega a ser al mismo tiempo reconocimiento de las obras e historia de las ideas -pienso en una "Storia della letteratura italiana" (Historia de la literatura italiana) de Francesco De Sanctis-. En mejores casos, encamina hacia el reconocimiento final y total de una obra, orienta las expectativas y el gusto del lector, abre panoramas ilimitados.
Ambos modos se pueden practicar según dos líneas que como ya decía Croce, pueden definirse como la del "artifex additus artifici" (artista añadido al artista) o la del "philosophus additus artifici" (filósofo añadido al artista). En el primer caso, el crítico, más que explicarnos la obra, nos ofrece el diario de las propias emociones en el transcurso de la lectura, inconscientemente intenta superar en excelencia al objeto de su humilde dedicación, a veces lo consigue y conocemos perfectamente páginas sobre literatura que son más hermosas, literariamente, que la literatura de la que hablan, al igual que son altamente musicales las páginas de Proust sobre la música mala. En el segundo caso, el crítico intenta mostrarnos, a la luz de algunas categorías y criterios de juicio, por qué es bella la obra. Pero en el caso de la reseña no tiene espacio suficiente para decirnos a fondo cómo está hecha la obra (y, por consiguiente, para revelarnos las maquinaciones de su estilo) y en el caso de la historia literaria debe mantener necesariamente su análisis en un nivel obligado de generalidad. Por desgracia, para esclarecer el estilo de una página se necesitan cien, y en una historia de la literatura la relación es fatalmente inversa.
Lleguemos ahora al tercer modo, la "crítica del texto": aquí el crítico tiene que suponer que el lector no sabe nada de la obra, aunque se trate de la "Commedia" (Divina Comedia). Tiene que hacérsela descubrir por primera vez. Si el texto no es breve, tal que se pueda reproducir entero, subdividido en párrafos o versículos, es necesario suponer que el lector puede disponer de él, porque la finalidad de este discurso es llevar a descubrir paso a paso cómo está hecho el texto, y por qué funciona como funciona. Este discurso puede aspirar a una confirmación ("ahora les muestro por qué todos consideran este texto espléndido"), a una revaloración o a la destrucción de un mito. Los modos en los que se puede mostrar cómo está hecho un texto (y por qué está bien que esté hecho así, y por qué no podía ser sino así, y por qué hay que considerarlo excelso precisamente porque está hecho así) pueden ser innumerables. Se articulen como se articulen, esta crítica no puede ser sino un análisis semiótico del texto. Por lo tanto, si hacer verdadera crítica es hacer entender cómo está hecho un texto, y si la reseña y la historia literaria, en cuanto tales, no pueden hacerlo en medida completa, la única y verdadera forma de crítica es una lectura semiótica del texto. Un lectura semiótica del texto posee, de la verdadera crítica (que debe llevar a entender el texto en todos sus aspectos y posibilidades), las cualidades de las que normal y fatalmente carecen la crítica reseñadora y la crítica histórica: no "prescribe" los modos del placer del texto, sino que nos muestra por qué el texto puede producir placer.
La crítica reseñadora, por su función de recomendación, no puede eximirse de pronunciar, salvo en casos de excepcional cobardía, un juicio sobre lo que dice el texto; la crítica histórica puede indicarnos, a lo sumo, que una obra ha tenido varias y alternas fortunas y ha suscitado respuestas mutables. La crítica textual, que es siempre semiótica incluso cuando no lo sabe o niega serlo, desempeña, en cambio, esa función, que ya había sido descrita admirablemente por Hume en "Of the standard of taste" (La norma del gusto), citando un pasaje del "Quijote":
A dos de mis parientes les pidieron en una ocasión que dieran su opinión acerca del contenido de una cuba que se suponía era excelente, por ser viejo y de buena cosecha. Uno de ellos lo degusta, lo considera, y tras maduras reflexiones dice que el vino sería bueno si no fuera por su ligero sabor a cordobán que había percibido en él. El otro, tras tomar las mismas precauciones, pronuncia también su veredicto a favor del vino, pero con la reserva de cierto sabor a hierro que fácilmente pudo distinguir. No podéis imaginar cuánto se les ridiculizó a causa de su juicio. Pero, ¿quién rió el último? Al vaciar la cuba, se encontró en el fondo una vieja llave con un correa de cordobán atada a ella.
Pues bien, la verdadera crítica es la que ríe la última, porque a cada uno le deja su propio placer, pero de todo placer da razón. Naturalmente también una crítica del texto, realizada por un "philosophus additus artifici", conoce los propios excesos, que vanifican su función. Será útil tomar en consideración algunos errores de la semiótica textual, que a menudo han determinado los síndromes de rechazo de los que acabamos de hablar.
Precisar el concepto de estilo, aquello que el lingüista suizo Ferdinand de Saussure (1857-1913) definió como "una intención estética consciente e individual", no es una faena sencilla. Tal vez el poeta alemán Johann W. Goethe (1749-1832) se aproximó bastante cuando afirmó que "la originalidad no consiste en decir cosas nuevas, sino en decirlas como si nunca hubiesen sido dichas por otros". Muchos años después, al referirse a la marca individual que cada escritor pone en su obra, el máximo exponente de la novela negra Raymond Chandler (1888-1959) expresó: "Lo más perdurable del arte de escribir es el estilo, y el estilo es la inversión más valiosa que puede hacer un escritor con su tiempo". Por su parte, el escritor francés Gustave Flaubert (1821-1880), lacónico como siempre, aseguraba que "la perfección del estilo consiste en no tenerlo. El estilo, como el agua, es mejor cuanto menos sabor tiene", algo en lo que coincidía su coterráneo Jules Renard (1864-1910) al expresar que "el estilo es el olvido de todos los estilos".
El semiólogo y escritor italiano Umberto Eco (1932) se ocupó del asunto cuando participó del XXIIIº Congreso de la Asociación Italiana de Estudios Semióticos llevado a cabo en la veneciana ciudad de Feltre en septiembre de 1995. Allí tuvo a su cargo la disertación
conclusiva, a la que llamó "Lo stile", que sería publicada en septiembre de 1996 en la revista "Carte Semiotiche" y que, en 2002, formaría parte de la colección de ensayos, artículos y conferencias que fueron reunidos en el libro "Sulla letteratura" (Sobre literatura). La primera parte del texto es la siguiente:
SOBRE EL ESTILO
El término estilo, tal como se propone desde los comienzos del mundo latino hasta la estilística y la estética contemporáneas, tiene una historia no del todo homogénea. Aun siendo posible determinar un núcleo originario, tal que a partir del "stilus" (el instrumento que le da su origen por metonimia) el estilo se transforma en sinónimo de "escritura" y, por consiguiente, en sinónimo de forma de expresión literaria, es verdad que esta manera de escribir se entenderá en el curso de los siglos de maneras y con intensidades distintas.
Por ejemplo, estilo pasa muy pronto a designar géneros literarios ampliamente codificados (estilo sublime, medio, sencillo; estilo ático, asiático o rodio; estilo trágico, elegíaco o cómico). En ese caso, como en muchos otros, el estilo es una manera de hacer según reglas, normalmente bastante prescriptivas, por lo que se acompaña con la idea de precepto, de imitación, de adherencia a los modelos.
Se suele pensar que la idea de estilo se asocia a la de originalidad e ingenio con el manierismo y con el barroco, y no sólo las artes, sino también en la vida, puesto que con la idea renacentista de la "sprezzata disinvoltura" (despreocupación desdeñosa) el hombre de estilo será el que tenga el ingenio, el valor (y el poder social) de comportarse transgrediendo la regla, es decir, mostrando que tiene el privilegio de poderla transgredir. Sin embargo, incluso la sentencia de Buffon según la cual "el estilo es el hombre" no debe entenderse todavía en sentido individualista, sino específico: el estilo es una virtud humana.
La idea de un estilo que se afirma contra los preceptos aparece, más bien, en la "Ricerca interno alla natura dello stile" (Investigación sobre la naturaleza del estilo) de Cesare Beccaria y, posteriormente, con las teorías organicistas del arte con Goethe, tendremos estilo cuando la obra alcanza una armonía original, cabal, irrepetible. Con lo cual se llega, por fin, a las concepciones románticas del genio (el propio Leopardi dirá que el estilo es esa especie de manera o facultad que se llama originalidad). Hasta tal punto que el concepto da un giro, por así decirlo, de trescientos sesenta grados a finales del siglo XIX, con el decadentismo y con el dandismo, cuando el estilo se identifica ya con la originalidad excéntrica, el desprecio por los modelos; y a partir de ahí nacerán todas las estéticas de las vanguardias históricas.
Identificaría a dos autores para los cuales el estilo es un concepto exquisitamente semiótico, y son Flaubert y Proust: para Flaubert, el estilo es una manera de forjar la propia obra, y es ciertamente irrepetible; mediante el estilo se manifiesta una manera de pensar, de ver el mundo. Para Proust, el estilo se convierte en una suerte de inteligencia transformada, que se incorpora en la materia, tanto que, según Proust, el uso nuevo que Flaubert hace del pasado indefinido y del pretérito perfecto, así como del participio presente y del imperfecto, renueva nuestra visión de las cosas casi tanto como Kant.
De estas fuentes desciende la idea del estilo como "modo de formar" que está en el centro de la estética de Luigi Pareyson. Está claro que, a estas alturas, si la obra de arte es forma, el modo de formar no atañe ya solamente al léxico o a la sintaxis (como puede suceder con la así llamada estilística), sino a todas las estrategias semiósicas que se desenvuelven tanto en la superficie como en las profundidades siguiendo las nervaduras de un texto. Pertenecerán al estilo (como modo de formar) no sólo el uso de la lengua (o de los colores, o de los sonidos, según los sistemas o universos semióticos), sino también el modo de disponer las estructuras narrativas, de bosquejar personajes, de articular puntos de vista.
Véase este pasaje de Proust, tomado de su "prefacio" a "Tendres stocks" (Tiernas mercancías) de Paul Morand, cuando afirma que Stendhal cuidaba el estilo más que Baudelaire. Proust nos está sugiriendo que Stendhal "escribía mal", y es proverbial, si por estilo se entiende el léxico y la sintaxis:
Desde luego [el estilo] no tenía para Stendhal la misma importancia que para Baudelaire. Cuando Beyle dijo sobre un paisaje "estos lugares encantadores", "esos lugares deslumbrantes", y de una de sus heroínas "esa mujer adorable", "esa mujer encantadora", no deseaba mayor precisión. La necesitaba tan poco como para decir "ella escribió una carta infinita". Pero si se considera que forma parte del estilo ese gran esqueleto inconsciente que cubre el conjunto deseado de ideas, éste existe en Stendhal. Qué placer sentiría en mostrar que cada vez que Julien Sorel o Fabrice abandonan las vanas preocupaciones para vivir una vida desinteresada y voluptuosa siempre están en un lugar elevado (ya sea la prisión de Fabrice o la de Julien, en el observatorio del abate Banès).
Hablar del estilo significa, pues, hablar de cómo está hecha la obra, mostrar cómo ha ido haciéndose (a veces, incluso a través de la progresión puramente ideal de un recorrido generativo), mostrar por qué se ofrece a un determinado tipo de recepción, y cómo y por qué la suscita. Y, para los que estén interesados todavía en pronunciar juicios de valor estético, sólo identificando, persiguiendo y desnudando las supremas maquinaciones del estilo se podrá decir por qué esa obra es bella, por qué ha gozado de distintas recepciones en el curso de los siglos, por qué, aun siguiendo modelos y a veces preceptos desperdigados en el mar de la intertextualidad, ha sabido recoger y hacer fructificar esa herencia para dar vida a algo original. Y por qué, aunque cada una de las obras de un mismo artista aspira a una originalidad irrepetible, es posible encontrar el estilo personal de ese artista en cada una de ellas. Si así están las cosas, considero necesario hacer dos afirmaciones: una, que una semiótica de las artes no es sino una búsqueda y un poner al desnudo las maquinaciones del estilo; dos, que la semiótica representa la forma superior de la estilística, y el modelo de cualquier crítica de arte.
Dicho esto, no necesitaría añadir nada más: todos recuerdan cuánta luz han arrojado en los textos (que antes, con todo, ya amábamos de forma oscura) algunas páginas de los formalistas rusos, de Jakobson, de los narratólogos y de los analistas del discurso poético. Pero de verdad vivimos en tiempos oscuros, por lo menos en nuestro país, donde cada vez más a menudo se oyen voces polémicas que acusan precisamente a los estudios semióticos (denominados también, con connotación negativa, formalistas o estructuralistas) de ser los responsables de la decadencia de la crítica, con discursos pseudomatemáticos, repletos de esquemas ilegibles, en cuyo lodo se ahoga el sabor de la literatura, y el éxtasis al que el lector estaría llamado se entumece por partida doble: el "je ne sais quoi" (ese no sé que) y lo sublime, que en el arte se suponían ser los efectos supremos, se diluyen en una orgía de teorías que ahuecan, escarnecen, envilecen, revientan el texto, quitándole frescura, magia, embeleso.
Debemos preguntarnos, pues, qué se entiende por crítica (de arte o de literatura) y, por comodidad, me limitaré a hablar de la crítica literaria. Ahora bien, creo que es preciso distinguir, ante todo, entre discurso sobre las obras literarias y crítica literaria. Sobre las obras literarias se puede hacer toda una serie de discursos, y una obra puede tomarse como campo de investigación sociológica, como documento para una historia de las ideas, como informe psicológico o psiquiátrico, como pretexto para una serie de consideraciones morales. Hay civilizaciones, en primer lugar la anglosajona, donde -por lo menos hasta la llegada del "New Criticism"- el discurso sobre las obras literarias era ante todo un discurso moral. Ahora bien, todos estos modos discursivos son legítimos en sí, a no ser porque, en el momento mismo en que se plantean, suponen, implican, sugieren, remiten a un juicio crítico-estético que alguien distinto, o el mismo autor en otro ámbito, debería haber pronunciado ya. Este discurso es el de la crítica en sentido propio, y puede subdividirse en tres modos. Debe quedar claro que estos tres modos son "géneros críticos", tipos ideales, y suele suceder que, amparándose en un género o modo, alguien ofrezca, de hecho, ejemplos ilustres de otro modo, o que mezcle, para bien o para mal, los tres modos al mismo tiempo.
Denominaremos al primer modo "reseña", donde se les habla a los lectores de una obra que todavía no conocen. Una buena reseña puede recurrir también a modalidades más complejas, como las otras dos de las que hablaré, pero está fatalmente vinculada a la inmediatez, al breve espacio que media entre la aparición de la obra, la lectura y la escritura del juicio. La reseña, en el mejor de los casos, puede limitarse a dar a los lectores una idea somera de la obra que todavía no han leído, y luego imponerles el juicio (de gusto) del crítico. Su función es eminentemente informativa (dice que se ha publicado una obra que más o menos es así y asá) y diagnóstico-fiduciaria: los lectores creen en el autor de la reseña como creen en el médico, el cual, después de haberles hecho decir treinta y tres, determina someramente un principio de bronquitis y prescribe un jarabe. Este diagnóstico reseñador no tiene nada que ver con los análisis químicos o con esas exploraciones con sonda, que el mismo paciente puede seguir ahora en una pantalla televisiva, y durante los cuales ve y entiende qué tiene y por qué su cuerpo estaba reaccionando como lo hacía. En la reseña (como en la visita del médico del seguro), el lector no ve la obra, oye sólo alguien habla de ella.
El segundo modo de la crítica, la "historia literaria", habla de textos que el lector conoce o, por lo menos, debería conocer, porque ya ha oído hablar de ellos. A menudo, estos textos tan sólo se le mencionan, a veces se le resumen, también con la ayuda de alguna cita ejemplar, o se agrupan, se asignan a corrientes, dispuestas en secuencia cronológica. Una historia de la literatura puede ser llanamente manualista; a veces llega a ser al mismo tiempo reconocimiento de las obras e historia de las ideas -pienso en una "Storia della letteratura italiana" (Historia de la literatura italiana) de Francesco De Sanctis-. En mejores casos, encamina hacia el reconocimiento final y total de una obra, orienta las expectativas y el gusto del lector, abre panoramas ilimitados.
Ambos modos se pueden practicar según dos líneas que como ya decía Croce, pueden definirse como la del "artifex additus artifici" (artista añadido al artista) o la del "philosophus additus artifici" (filósofo añadido al artista). En el primer caso, el crítico, más que explicarnos la obra, nos ofrece el diario de las propias emociones en el transcurso de la lectura, inconscientemente intenta superar en excelencia al objeto de su humilde dedicación, a veces lo consigue y conocemos perfectamente páginas sobre literatura que son más hermosas, literariamente, que la literatura de la que hablan, al igual que son altamente musicales las páginas de Proust sobre la música mala. En el segundo caso, el crítico intenta mostrarnos, a la luz de algunas categorías y criterios de juicio, por qué es bella la obra. Pero en el caso de la reseña no tiene espacio suficiente para decirnos a fondo cómo está hecha la obra (y, por consiguiente, para revelarnos las maquinaciones de su estilo) y en el caso de la historia literaria debe mantener necesariamente su análisis en un nivel obligado de generalidad. Por desgracia, para esclarecer el estilo de una página se necesitan cien, y en una historia de la literatura la relación es fatalmente inversa.
Lleguemos ahora al tercer modo, la "crítica del texto": aquí el crítico tiene que suponer que el lector no sabe nada de la obra, aunque se trate de la "Commedia" (Divina Comedia). Tiene que hacérsela descubrir por primera vez. Si el texto no es breve, tal que se pueda reproducir entero, subdividido en párrafos o versículos, es necesario suponer que el lector puede disponer de él, porque la finalidad de este discurso es llevar a descubrir paso a paso cómo está hecho el texto, y por qué funciona como funciona. Este discurso puede aspirar a una confirmación ("ahora les muestro por qué todos consideran este texto espléndido"), a una revaloración o a la destrucción de un mito. Los modos en los que se puede mostrar cómo está hecho un texto (y por qué está bien que esté hecho así, y por qué no podía ser sino así, y por qué hay que considerarlo excelso precisamente porque está hecho así) pueden ser innumerables. Se articulen como se articulen, esta crítica no puede ser sino un análisis semiótico del texto. Por lo tanto, si hacer verdadera crítica es hacer entender cómo está hecho un texto, y si la reseña y la historia literaria, en cuanto tales, no pueden hacerlo en medida completa, la única y verdadera forma de crítica es una lectura semiótica del texto. Un lectura semiótica del texto posee, de la verdadera crítica (que debe llevar a entender el texto en todos sus aspectos y posibilidades), las cualidades de las que normal y fatalmente carecen la crítica reseñadora y la crítica histórica: no "prescribe" los modos del placer del texto, sino que nos muestra por qué el texto puede producir placer.
La crítica reseñadora, por su función de recomendación, no puede eximirse de pronunciar, salvo en casos de excepcional cobardía, un juicio sobre lo que dice el texto; la crítica histórica puede indicarnos, a lo sumo, que una obra ha tenido varias y alternas fortunas y ha suscitado respuestas mutables. La crítica textual, que es siempre semiótica incluso cuando no lo sabe o niega serlo, desempeña, en cambio, esa función, que ya había sido descrita admirablemente por Hume en "Of the standard of taste" (La norma del gusto), citando un pasaje del "Quijote":
A dos de mis parientes les pidieron en una ocasión que dieran su opinión acerca del contenido de una cuba que se suponía era excelente, por ser viejo y de buena cosecha. Uno de ellos lo degusta, lo considera, y tras maduras reflexiones dice que el vino sería bueno si no fuera por su ligero sabor a cordobán que había percibido en él. El otro, tras tomar las mismas precauciones, pronuncia también su veredicto a favor del vino, pero con la reserva de cierto sabor a hierro que fácilmente pudo distinguir. No podéis imaginar cuánto se les ridiculizó a causa de su juicio. Pero, ¿quién rió el último? Al vaciar la cuba, se encontró en el fondo una vieja llave con un correa de cordobán atada a ella.
Pues bien, la verdadera crítica es la que ríe la última, porque a cada uno le deja su propio placer, pero de todo placer da razón. Naturalmente también una crítica del texto, realizada por un "philosophus additus artifici", conoce los propios excesos, que vanifican su función. Será útil tomar en consideración algunos errores de la semiótica textual, que a menudo han determinado los síndromes de rechazo de los que acabamos de hablar.
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