24 de julio de 2011

Umberto Eco. Sobre el estilo. Semiótica y crítica literaria (1)

La Real Academia Española define al estilo como la "manera de escribir peculiar de un escritor", aclarando que la etimología deriva del vocablo latino "stilus" cuyo significado es cincel o punzón para escribir, un pequeño instrumento metálico -de punta aguda en uno de sus extremos y una espátula del otro- que se usaba tanto en la Mesopotamia para escribir sobre tablillas de arcilla, como en la antigua Roma para hacerlo sobre tablas enceradas. El estilo, es decir la herramienta del que escribía, pasó luego a definir su forma peculiar de escribir: rasgos pequeños o grandes, redondeados o alargados, profundos o superficiales, etcétera. El término derivódentro del arte literario, hacia el concepto de aludir al conjunto de características que diferencian y distinguen una forma de escribir de otra: el léxico, la estructura de las oraciones, los giros idiomáticos, el ritmo del lenguaje, la descripción de escenas, en fin, todo aquello que hace singular una obra literaria.
Precisar el concepto de estilo, aquello que el lingüista suizo Ferdinand de Saussure (1857-1913) definió como "una intención estética consciente e individual", no es una faena sencilla. Tal vez el poeta alemán Johann W. Goethe (1749-1832) se aproximó bastante cuando afirmó que "la originalidad no consiste en decir cosas nuevas, sino en decirlas como si nunca hubiesen sido dichas por otros". Muchos años después, al referirse a la marca individual que cada escritor pone en su obra, el máximo exponente de la novela negra Raymond Chandler (1888-1959) expresó: "Lo más perdurable del arte de escribir es el estilo, y el estilo es la inversión más valiosa que puede hacer un escritor con su tiempo". Por su parte, el escritor francés Gustave Flaubert (1821-1880), lacónico como siempre, aseguraba que "la perfección del estilo consiste en no tenerlo. El estilo, como el agua, es mejor cuanto menos sabor tiene", algo en lo que coincidía su coterráneo Jules Renard (1864-1910) al expresar que "el estilo es el olvido de todos los estilos".
El semiólogo y escritor italiano Umberto Eco (1932) se ocupó del asunto cuando participó del XXIIIº Congreso de la Asociación Italiana de Estudios Semióticos llevado a cabo en la veneciana ciudad de Feltre en septiembre de 1995. Allí tuvo a su cargo la disertación 
conclusiva, a la que llamó "Lo stile", que sería publicada en septiembre de 1996 en la revista "Carte Semiotiche" y que, en 2002, formaría parte de la colección de ensayos, artículos y conferencias que fueron reunidos en el libro "Sulla letteratura" (Sobre literatura). La primera parte del texto es la siguiente:

SOBRE EL ESTILO

El término estilo, tal como se propone desde los comienzos del mundo latino hasta la estilística y la estética contemporáneas, tiene una historia no del todo homogénea. Aun siendo posible determinar un núcleo originario, tal que a partir del "stilus" (el instrumento que le da su origen por metonimia) el estilo se transforma en sinónimo de "escritura" y, por consiguiente, en sinónimo de forma de expresión literaria, es verdad que esta manera de escribir se entenderá en el curso de los siglos de maneras y con intensidades distintas.
Por ejemplo, estilo pasa muy pronto a designar géneros literarios ampliamente codificados (estilo sublime, medio, sencillo; estilo ático, asiático o rodio; estilo trágico, elegíaco o cómico). En ese caso, como en muchos otros, el estilo es una manera de hacer según reglas, normalmente bastante prescriptivas, por lo que se acompaña con la idea de precepto, de imitación, de adherencia a los modelos.
Se suele pensar que la idea de estilo se asocia a la de originalidad e ingenio con el manierismo y con el barroco, y no sólo las artes, sino también en la vida, puesto que con la idea renacentista de la "sprezzata disinvoltura" (despreocupación desdeñosa) el hombre de estilo será el que tenga el ingenio, el valor (y el poder social) de comportarse transgrediendo la regla, es decir, mostrando que tiene el privilegio de poderla transgredir. Sin embargo, incluso la sentencia de Buffon según la cual "el estilo es el hombre" no debe entenderse todavía en sentido individualista, sino específico: el estilo es una virtud humana.
La idea de un estilo que se afirma contra los preceptos aparece, más bien, en la "Ricerca interno alla natura dello stile" (Investigación sobre la naturaleza del estilo) de Cesare Beccaria y, posteriormente, con las teorías organicistas del arte con Goethe, tendremos estilo cuando la obra alcanza una armonía original, cabal, irrepetible. Con lo cual se llega, por fin, a las concepciones románticas del genio (el propio Leopardi dirá que el estilo es esa especie de manera o facultad que se llama originalidad). Hasta tal punto que el concepto da un giro, por así decirlo, de trescientos sesenta grados a finales del siglo XIX, con el decadentismo y con el dandismo, cuando el estilo se identifica ya con la originalidad excéntrica, el desprecio por los modelos; y a partir de ahí nacerán todas las estéticas de las vanguardias históricas.
Identificaría a dos autores para los cuales el estilo es un concepto exquisitamente semiótico, y son Flaubert y Proust: para Flaubert, el estilo es una manera de forjar la propia obra, y es ciertamente irrepetible; mediante el estilo se manifiesta una manera de pensar, de ver el mundo. Para Proust, el estilo se convierte en una suerte de inteligencia transformada, que se incorpora en la materia, tanto que, según Proust, el uso nuevo que Flaubert hace del pasado indefinido y del pretérito perfecto, así como del participio presente y del imperfecto, renueva nuestra visión de las cosas casi tanto como Kant.
De estas fuentes desciende la idea del estilo como "modo de formar" que está en el centro de la estética de Luigi Pareyson. Está claro que, a estas alturas, si la obra de arte es forma, el modo de formar no atañe ya solamente al léxico o a la sintaxis (como puede suceder con la así llamada estilística), sino a todas las estrategias semiósicas que se desenvuelven tanto en la superficie como en las profundidades siguiendo las nervaduras de un texto. Pertenecerán al estilo (como modo de formar) no sólo el uso de la lengua (o de los colores, o de los sonidos, según los sistemas o universos semióticos), sino también el modo de disponer las estructuras narrativas, de bosquejar personajes, de articular puntos de vista.
Véase este pasaje de Proust, tomado de su "prefacio" a "Tendres stocks" (Tiernas mercancías) de Paul Morand, cuando afirma que Stendhal cuidaba el estilo más que Baudelaire. Proust nos está sugiriendo que Stendhal "escribía mal", y es proverbial, si por estilo se entiende el léxico y la sintaxis:
Desde luego [el estilo] no tenía para Stendhal la misma importancia que para Baudelaire. Cuando Beyle dijo sobre un paisaje "estos lugares encantadores", "esos lugares deslumbrantes", y de una de sus heroínas "esa mujer adorable", "esa mujer encantadora", no deseaba mayor precisión. La necesitaba tan poco como para decir "ella escribió una carta infinita". Pero si se considera que forma parte del estilo ese gran esqueleto inconsciente que cubre el conjunto deseado de ideas, éste existe en Stendhal. Qué placer sentiría en mostrar que cada vez que Julien Sorel o Fabrice abandonan las vanas preocupaciones para vivir una vida desinteresada y voluptuosa siempre están en un lugar elevado (ya sea la prisión de Fabrice o la de Julien, en el observatorio del abate Banès).


Hablar del estilo significa, pues, hablar de cómo está hecha la obra, mostrar cómo ha ido haciéndose (a veces, incluso a través de la progresión puramente ideal de un recorrido generativo), mostrar por qué se ofrece a un determinado tipo de recepción, y cómo y por qué la suscita. Y, para los que estén interesados todavía en pronunciar juicios de valor estético, sólo identificando, persiguiendo y desnudando las supremas maquinaciones del estilo se podrá decir por qué esa obra es bella, por qué ha gozado de distintas recepciones en el curso de los siglos, por qué, aun siguiendo modelos y a veces preceptos desperdigados en el mar de la intertextualidad, ha sabido recoger y hacer fructificar esa herencia para dar vida a algo original. Y por qué, aunque cada una de las obras de un mismo artista aspira a una originalidad irrepetible, es posible encontrar el estilo personal de ese artista en cada una de ellas. Si así están las cosas, considero necesario hacer dos afirmaciones: una, que una semiótica de las artes no es sino una búsqueda y un poner al desnudo las maquinaciones del estilo; dos, que la semiótica representa la forma superior de la estilística, y el modelo de cualquier crítica de arte.
Dicho esto, no necesitaría añadir nada más: todos recuerdan cuánta luz han arrojado en los textos (que antes, con todo, ya amábamos de forma oscura) algunas páginas de los formalistas rusos, de Jakobson, de los narratólogos y de los analistas del discurso poético. Pero de verdad vivimos en tiempos oscuros, por lo menos en nuestro país, donde cada vez más a menudo se oyen voces polémicas que acusan precisamente a los estudios semióticos (denominados también, con connotación negativa, formalistas o estructuralistas) de ser los responsables de la decadencia de la crítica, con discursos pseudomatemáticos, repletos de esquemas ilegibles, en cuyo lodo se ahoga el sabor de la literatura, y el éxtasis al que el lector estaría llamado se entumece por partida doble: el "je ne sais quoi" (ese no sé que) y lo sublime, que en el arte se suponían ser los efectos supremos, se diluyen en una orgía de teorías que ahuecan, escarnecen, envilecen, revientan el texto, quitándole frescura, magia, embeleso.
Debemos preguntarnos, pues, qué se entiende por crítica (de arte o de literatura) y, por comodidad, me limitaré a hablar de la crítica literaria. Ahora bien, creo que es preciso distinguir, ante todo, entre discurso sobre las obras literarias y crítica literaria. Sobre las obras literarias se puede hacer toda una serie de discursos, y una obra puede tomarse como campo de investigación sociológica, como documento para una historia de las ideas, como informe psicológico o psiquiátrico, como pretexto para una serie de consideraciones morales. Hay civilizaciones, en primer lugar la anglosajona, donde -por lo menos hasta la llegada del "New Criticism"- el discurso sobre las obras literarias era ante todo un discurso moral. Ahora bien, todos estos modos discursivos son legítimos en sí, a no ser porque, en el momento mismo en que se plantean, suponen, implican, sugieren, remiten a un juicio crítico-estético que alguien distinto, o el mismo autor en otro ámbito, debería haber pronunciado ya. Este discurso es el de la crítica en sentido propio, y puede subdividirse en tres modos. Debe quedar claro que estos tres modos son "géneros críticos", tipos ideales, y suele suceder que, amparándose en un género o modo, alguien ofrezca, de hecho, ejemplos ilustres de otro modo, o que mezcle, para bien o para mal, los tres modos al mismo tiempo.
Denominaremos al primer modo "reseña", donde se les habla a los lectores de una obra que todavía no conocen. Una buena reseña puede recurrir también a modalidades más complejas, como las otras dos de las que hablaré, pero está fatalmente vinculada a la inmediatez, al breve espacio que media entre la aparición de la obra, la lectura y la escritura del juicio. La reseña, en el mejor de los casos, puede limitarse a dar a los lectores una idea somera de la obra que todavía no han leído, y luego imponerles el juicio (de gusto) del crítico. Su función es eminentemente informativa (dice que se ha publicado una obra que más o menos es así y asá) y diagnóstico-fiduciaria: los lectores creen en el autor de la reseña como creen en el médico, el cual, después de haberles hecho decir treinta y tres, determina someramente un principio de bronquitis y prescribe un jarabe. Este diagnóstico reseñador no tiene nada que ver con los análisis químicos o con esas exploraciones con sonda, que el mismo paciente puede seguir ahora en una pantalla televisiva, y durante los cuales ve y entiende qué tiene y por qué su cuerpo estaba reaccionando como lo hacía. En la reseña (como en la visita del médico del seguro), el lector no ve la obra, oye sólo alguien habla de ella.
El segundo modo de la crítica, la "historia literaria", habla de textos que el lector conoce o, por lo menos, debería conocer, porque ya ha oído hablar de ellos. A menudo, estos textos tan sólo se le mencionan, a veces se le resumen, también con la ayuda de alguna cita ejemplar, o se agrupan, se asignan a corrientes, dispuestas en secuencia cronológica. Una historia de la literatura puede ser llanamente manualista; a veces llega a ser al mismo tiempo reconocimiento de las obras e historia de las ideas -pienso en una "Storia della letteratura italiana" (Historia de la literatura italiana) de Francesco De Sanctis-. En mejores casos, encamina hacia el reconocimiento final y total de una obra, orienta las expectativas y el gusto del lector, abre panoramas ilimitados.
Ambos modos se pueden practicar según dos líneas que como ya decía Croce, pueden definirse como la del "artifex additus artifici" (artista añadido al artista) o la del "philosophus additus artifici" (filósofo añadido al artista). En el primer caso, el crítico, más que explicarnos la obra, nos ofrece el diario de las propias emociones en el transcurso de la lectura, inconscientemente intenta superar en excelencia al objeto de su humilde dedicación, a veces lo consigue y conocemos perfectamente páginas sobre literatura que son más hermosas, literariamente, que la literatura de la que hablan, al igual que son altamente musicales las páginas de Proust sobre la música mala. En el segundo caso, el crítico intenta mostrarnos, a la luz de algunas categorías y criterios de juicio, por qué es bella la obra. Pero en el caso de la reseña no tiene espacio suficiente para decirnos a fondo cómo está hecha la obra (y, por consiguiente, para revelarnos las maquinaciones de su estilo) y en el caso de la historia literaria debe mantener necesariamente su análisis en un nivel obligado de generalidad. Por desgracia, para esclarecer el estilo de una página se necesitan cien, y en una historia de la literatura la relación es fatalmente inversa.


Lleguemos ahora al tercer modo, la "crítica del texto": aquí el crítico tiene que suponer que el lector no sabe nada de la obra, aunque se trate de la "Commedia" (Divina Comedia). Tiene que hacérsela descubrir por primera vez. Si el texto no es breve, tal que se pueda reproducir entero, subdividido en párrafos o versículos, es necesario suponer que el lector puede disponer de él, porque la finalidad de este discurso es llevar a descubrir paso a paso cómo está hecho el texto, y por qué funciona como funciona. Este discurso puede aspirar a una confirmación ("ahora les muestro por qué todos consideran este texto espléndido"), a una revaloración o a la destrucción de un mito. Los modos en los que se puede mostrar cómo está hecho un texto (y por qué está bien que esté hecho así, y por qué no podía ser sino así, y por qué hay que considerarlo excelso precisamente porque está hecho así) pueden ser innumerables. Se articulen como se articulen, esta crítica no puede ser sino un análisis semiótico del texto. Por lo tanto, si hacer verdadera crítica es hacer entender cómo está hecho un texto, y si la reseña y la historia literaria, en cuanto tales, no pueden hacerlo en medida completa, la única y verdadera forma de crítica es una lectura semiótica del texto. Un lectura semiótica del texto posee, de la verdadera crítica (que debe llevar a entender el texto en todos sus aspectos y posibilidades), las cualidades de las que normal y fatalmente carecen la crítica reseñadora y la crítica histórica: no "prescribe" los modos del placer del texto, sino que nos muestra por qué el texto puede producir placer.
La crítica reseñadora, por su función de recomendación, no puede eximirse de pronunciar, salvo en casos de excepcional cobardía, un juicio sobre lo que dice el texto; la crítica histórica puede indicarnos, a lo sumo, que una obra ha tenido varias y alternas fortunas y ha suscitado respuestas mutables. La crítica textual, que es siempre semiótica incluso cuando no lo sabe o niega serlo, desempeña, en cambio, esa función, que ya había sido descrita admirablemente por Hume en "Of the standard of taste" (La norma del gusto), citando un pasaje del "Quijote": 
A dos de mis parientes les pidieron en una ocasión que dieran su opinión acerca del contenido de una cuba que se suponía era excelente, por ser viejo y de buena cosecha. Uno de ellos lo degusta, lo considera, y tras maduras reflexiones dice que el vino sería bueno si no fuera por su ligero sabor a cordobán que había percibido en él. El otro, tras tomar las mismas precauciones, pronuncia también su veredicto a favor del vino, pero con la reserva de cierto sabor a hierro que fácilmente pudo distinguir. No podéis imaginar cuánto se les ridiculizó a causa de su juicio. Pero, ¿quién rió el último? Al vaciar la cuba, se encontró en el fondo una vieja llave con un correa de cordobán atada a ella.
Pues bien, la verdadera crítica es la que ríe la última, porque a cada uno le deja su propio placer, pero de todo placer da razón. Naturalmente también una crítica del texto, realizada por un "philosophus additus artifici", conoce los propios excesos, que vanifican su función. Será útil tomar en consideración algunos errores de la semiótica textual, que a menudo han determinado los síndromes de rechazo de los que acabamos de hablar.