25 de julio de 2011

Umberto Eco. Sobre el estilo. Semiótica y crítica literaria (2)

Umberto Eco ha desarrollado una prolífica tarea como ensayista teórico ocupándose especialmente de la semiótica y la lingüística. En ese aspecto son relevantes sus obras 
"Tratado de semiótica general" y "Semiótica y filosofía del lenguaje", además de otros ensayos como "Apuntes para una semiología de las comunicaciones visuales", "Las formas del contenido", "Los límites de la interpretación", "La búsqueda de la lengua perfecta" y "Seis paseos por los bosques narrativos", entre muchos otros. Eco considera que la semiótica es una escuela, una red interdisciplinaria, que estudia los seres humanos tanto como ellos producen signos, y no únicamente los verbales. "El estudio de un sistema específico de signos -dice Eco- es usualmente llamado 'semiótica de'. Por ejemplo, la linguística es una semiótica del lenguaje verbal; hay, también, una semiótica de las luces de tráfico. La diferencia entre un lenguaje como el inglés y el sistema de luces de tráfico es que el último es más simple que el primero. Entonces, hay una aproximación general a la totalidad de la conducta semiótica". A ese estudio lo denomina "semiótica general" y agrega que, en ese sentido, "la semiótica demanda algunas cuestiones filosóficas fundamentales". para lo cual propone "una filosofía del lenguaje que, en lugar de analizar solamente nuestra conducta verbal, analice cada clase de la producción de signos y la interpretación. La semiótica general es para mí una forma de filosofía. Es más, pienso que es la única forma aceptable de filosofía hoy".
Lo que sigue a continuación es la segunda parte de la conferencia que brindó en el XXIIIº Congreso de la Asociación Italiana de Estudios Semióticos que se realizó en septiembre de 1995 en Feltre, una pequeña ciudad de la región del Véneto.

Se confunde con frecuencia la "teoría semiótica de la literatura" con la "crítica semióticamente orientada". Les remito a un antiguo debate de los años sesenta, que se inició con el célebre catálogo de la editorial "Il Saggiatore" de Milán dedicado a "Estructuralismo y crítica", debate en el que, "grosso modo", se delinearon dos opciones, una representada por Cesare Segre, la otra por Luigi Rosiello. Brevemente, para la primera opción, la teoría lingüística había de servir para entender mejor la obra individual; para la segunda, el análisis de la obra individual había de servir para iluminar mejor la naturaleza de la lengua. Está claro, por lo tanto, que para la primera opción un conjunto de hipótesis teóricas tenía que servir para iluminar el estilo personal de un autor, mientras en la segunda se percibía el estilo personal como una desviación de la norma que reforzaba el conocimiento de la norma como tal. Ahora bien, estas dos opciones eran y son igualmente legítimas. Se puede hacer una teoría de la literatura, y usar como documentos las obras singulares, y se pueden leer las obras singulares a la luz de una teoría de la literatura, o mejor aún, intentando hacer brotar también los principios de una teoría literaria del examen individual de las obras.
Tomemos el ejemplo de una provincia de la teoría del texto como la narratología, que usa los textos como ejemplo y no como objeto de análisis. Si la crítica de un texto narrativo sirve para entender mejor ese texto, ¿para qué sirve la narratología? Ante todo, para hacer narratología, de la misma manera en que la filosofía sirve esencialmente para filosofar. Sirve para entender cómo funcionan en general los textos narrativos, sean malos o buenos. En segundo lugar, les resulta útil a muchas disciplinas (como la inteligencia artificial, la semántica y la psicología) para entender cómo la totalidad de nuestra experiencia se estructura (quizá) siempre y de todas maneras en forma de "narraciones": una teoría narratológica que sirviera para entender sólo cómo se relata sería poco, pero si enseña, en cambio, cómo organizamos en secuencias narrativas nuestra forma de acercarnos al mundo, ya es algo más. Por último, sirve para leer mejor, e incluso (véase el caso de Calvino) para inventar nuevas formas de escritura. Con tal de que consiga relacionarla con un modo "natural" de leer, es decir, con una lectura crítica que no tenga como punto de partida rígidos prejuicios narratológicos.
Ahora bien, tenemos dos equívocos, uno de producción y otro de recepción. El primero se produce cuando el semiótico no sabe bien, o no pone en claro, si está usando el texto para enriquecer su teoría narrativa, o si está manejando algunas categorías narratológicas para entender mejor ese texto. El segundo se produce cuando el lector (a menudo prevenido) entiende como ejercicio crítico un discurso que, en cambio, pretendía hacer brotar, de un texto o de más textos individuales, los principios generales de la narratividad. Sería como si un psicólogo, interesado en las razones por las que alguien mata, leyera un ensayo de estadística sobre los delitos de los últimos veinte años, y se quejara de que la estadística ha renunciado a explicar las motivaciones individuales. Podríamos limitarnos a decirles a estos usuarios prevenidos que las teorías narratológicas no sirven ni a la lectura ni a la crítica. Podríamos decir que se trata de simples protocolos de lecturas múltiples y tienen la misma función que la teoría física, que nos explica cómo caen los cuerpos según una misma ley pero no si está bien o está mal, ni cuál es la diferencia entre la caída de una piedra desde la torre de Pisa y la caída de un amante infeliz desde una cima borrascosa. Podríamos decir que sirven para entender no los textos sino la función fabuladora en su conjunto y, por lo tanto, se nos presentan, más como un capítulo de la psicología o de la antropología cultural que como un capítulo la crítica.
Aun así, deberíamos explicar también que poseen, cuanto menos, un valor pedagógico. Constituyen el instrumento con el cual el que enseña a leer identifica enseguida los nudos sobre los que es preciso atraer la atención del catecúmeno. Y así, por lo menos, servirían para enseñar a leer. Pero, puesto que hay que enseñar a leer también a los que ya no son analfabetos, le sirven también al lector maduro, al crítico, al escritor, para desarrollar un ojo clínico seguro. En definitiva, habría que hacer comprender que, aunque el diccionario no es suficiente para hacer a un buen escritor, los buenos escritores frecuentan los diccionarios. Sin que por ello un diccionario de la lengua italiana y los "Canzoni" (Cantos) de Leopardi pertenezcan al mismo género discursivo. Con todo, quizá también por culpa de los semióticos, los enemigos de la semiótica textual no saben distinguir los dos géneros discursivos (de la semiótica textual y de la crítica textual semióticamente orientada). Y, al no hacerlo, pierden el sentido del tercer tipo de crítica de la que hablaba, la única que nos puede ayudar a entender el modo de formar que un texto manifiesta.
Cuando la teoría, preconstituida, precede a la lectura, suele suceder que se quieran evidenciar una y otra vez los instrumentos de la investigación, ya conocidos, para demostrar que se los conoce o lo ingenioso que ha sido uno en construirlos, en lugar de poseer el arte y ocultarlo, y hacer salir directamente del texto y no de ejercicios gimnásticos del metalenguaje teórico, lo que el texto finalmente nos revela. Es obvio que esta manera de proceder asusta al lector, que, en cambio, quería saber algo sobre ese texto y no sobre el metalenguaje que instituye los protocolos de lectura. Puesto que una teoría textual traza una serie de invariantes, y una crítica del texto debería poner en evidencia las variables, suele pasar que, habiendo entendido que el mundo de la intertextualidad está hecho de invariantes y de excepciones inventivas, y que la obra es un milagro de invención que mantiene a raya y oculta las variantes con las que, sin embargo, juega, la investigación semiótica se reduce al descubrimiento de las mismas invariantes en cada texto, perdiendo de vista las invenciones.
Como resultado, tenemos las investigaciones sobre la estructura de los tarots en Calvino (como si el autor no nos hubiera revelado ya todo lo revelable al respecto) o los ejercicios sobre la vida y la muerte en cuadrado, identificadas en cualquier texto, con el resultado de que "Hamlet" queda reducido a ser/no ser, no querer ser/querer no ser. Donde, nótese, el procedimiento puede ser didácticamente excelente, y consigue demostrar incluso que, ahí donde nos debatimos todos entre el querer ser y el querer no ser, Shakespeare nos vuelve a proponer un dilema eterno de manera nueva. Pero es precisamente de esa "novedad" de donde debe empezar el discurso, y la nivelación narratológica constituye sólo el preámbulo del descubrimiento de los "picos" artísticos.


Si es justo que la teoría literaria descubra invariantes en textos distintos, cuando el crítico aplica la teoría no debe limitarse a encontrar en cada texto las mismas invariantes (pues al hacerlo no va más allá del trabajo del teórico), sino, si acaso, debe partir de la conciencia de las invariantes para ver cómo el texto las pone en entredicho, las hace jugar entre sí, y cubre el esqueleto con piel y músculos distintos según el caso. El drama del no-querer-saber de Edipo (en Sófocles) no es el resultado de esa estructura modal (que se encuentra también en la "pochade" -bosquejo- en que la mujer traicionada le dice a la amiga cotilla: "por favor, no me lo digas"), sino de la estrategia a través de la cual la revelación se dilaciona, de puesta en juego (parricidio e incesto, contra una trivial traición conyugal), y de la superficie discursiva. Por último, la semiótica textual a menudo no distingue entre manera y estilo en el sentido en que los distinguía Hegel: la primera como obsesión repetitiva del autor que se hace y rehace una y otra vez; el segundo, como capacidad de superarse continuamente a sí mismo. Con todo, sería precisamente una semiótica textual la única capaz de aclarar estas diferencias.
Si a la semiótica textual pueden imputársele varios y numerosos excesos, ¿qué decir de los defectos de los que se oponen a ella? Desde luego, no es asunto nuestro quejarnos de los orgasmos a los que nos hacen asistir los "artifices additi artifici", que nos cuentan en cada obra el diario de sus desfallecimientos de lectores, tanto que una página dedicada al autor A, publicada de nuevo por error en el libro dedicado al autor B, pasaría inadvertida tanto por el jefe de tipografía como por el reseñador. En efecto, podríamos dejarles a los críticos del orgasmo su deleite, que no le hace daño a nadie y al cabo demuestra un poco hasta qué punto, con lo orgásmicos que son de palabras, no son libertinos y les causa horror la otredad, dado que en cada coito crítico no hacen el amor sino consigo mismos. Y podríamos dejarles, a los que hacen crítica social, o historia de las instituciones literarias, o crítica de costumbres y de vicios, su actividad, tan a menudo útil y benemérita. Si no fuera porque en nuestro país se ha producido en la última década una especie de competición a quién lanza los mayores anatemas contra las lecturas denominadas formalista-estructural-semióticas, como si a ellas se debieran -y alguien incluso ha llegado a decirlo- la corrupción de "tangentopoli" (caso de sobornos), la Mafia, la caída de la izquierda masoquista y el resurgir de la derecha triunfadora, esto podría convertirse en un episodio embarazoso, en la medida en que estas quejas podrían hacer que los jóvenes, y los jóvenes profesores, descarrilaran y se salieran de algunas vías maestras que en los últimos veinte años han recorrido felizmente.
Si entran ustedes en la sala de la planta baja de la librería de las Presses Universitaires en París, en el segundo mostrador a la derecha encontrarán docenas y docenas de manuales dedicados a las escuelas de todo grado sobre cómo se lleva a cabo un "analyse de texte". Los mismos pioneros del estructuralismo de los años sesenta se han visto obligados a redescubrir, no digo a los formalistas rusos o a la Escuela de Praga, sino a la legión de buenos y empíricos críticos y teóricos anglosajones que llevan analizando a fondo, desde hace décadas y décadas, las estrategias del punto de vista, del montaje narrativo, de los actantes o sujetos de la acción (como en Kenneth Burke). Mi generación postcrociana (la primera) exultó con las revelaciones de Wellek y Warren, con la lectura de Dámaso Alonso o de Spitzer. Empezábamos a entender que la lectura no era una merienda campestre en la que se cogían casi al azar, ahora aquí, ahora allá, botones de oro o majuelos de la poesía, anidada entre estiércol de las cuñas estructurales, sino que se afrontaba el texto como algo entero, animado de vida en distintos niveles. Parecía que nuestra cultura lo había aprendido. ¿Por qué lo está olvidando? ¿Por qué se está enseñando a los jóvenes que para hablar de un texto no es preciso un buen bagaje teórico, y una asiduidad en todos sus niveles? ¿Por qué se les infunde la idea de que la larga y pertinaz fatiga de un Contini era perjudicial (sólo porque, y es verdad, sobrevaloró a Pizzuto), mientras el único ideal crítico celebrado (¡de nuevo!) es el de una lente libre que libremente reacciona a los estímulos ocasionales que el texto le proporciona?
Personalmente, veo en esta tendencia un reflejo de otros sectores de la comunicación, el adecuarse de la crítica a los ritmos y a los plazos de inversión de otras actividades que se han demostrado de renta segura. ¿Para qué una reseña, que obliga a leer el libro, si en la página cultural vende más el comentario de la entrevista facilitada por el autor a otro periódico? ¿Para qué poner en escena el "Hamlet" para la televisión, como hacía nuestra reprobada televisión pública de los años sesenta, cuando se consigue una audiencia mayor haciendo participar, con igual mérito, al tonto del pueblo y al tonto de la junta de departamento en el mismo "talk-show"? ¿Y por qué, pues, leer un texto durante años si se puede obtener el éxtasis de lo sublime masticando algunas hojas, sin perder noches y días en descubrir lo sublime de la hoja en las sublimes maquinaciones de la fotosíntesis clorofiliana? Porque éste es el mensaje que nos lanzan cotidianamente los carontes de la Nueva Crítica Post-Antigua: nos repiten que los que conocen la fotosíntesis clorofiliana serán insensibles durante toda su vida a la belleza de una hoja, que el que sabe algo de la circulación de la sangre nunca más sabrá hacer palpitar de amor su corazón. Y esto es falso, y habrá que decirlo una y otra vez en voz alta. Aquí se está combatiendo una batalla campal entre los que aman un texto y los que quieren ir deprisa.
Pero le cedo la palabra a una autoridad libre de toda sospecha, tan sabia y creíble que no conocemos ni siquiera su verdadero nombre, lo cual debería inclinar a su favor a los partidarios, que hacen furor por doquier, de la sabiduría tradicional, desconocida y oculta, o a los editores refinados que publican sólo al autor de un solo libro, y quizá ni siquiera de éste. Nosotros lo conocemos como Pseudo-Longino, viviría entre los siglos I y III después de Cristo, y sentimos la propensión de atribuirle la invención de ese concepto que siempre ha sido la insignia de los que han afirmado que sobre el arte no se razona: se experimentan sentimientos inefables, se registra el éxtasis que le corresponde, como mucho se puede contar con otras palabras, pero el arte no se explica. El concepto es el de Sublime, que en algunas épocas de la historia de la crítica y de la estética se ha identificado con el efecto propio del arte. Y, de hecho, Longino, o quienquiera que fuera, precisa enseguida que "el lenguaje sublime conduce a los que lo escuchan no a la persuasión, sino al éxtasis". Cuando lo Sublime brota del acto de lectura (o de escucha) "pulveriza como el rayo todas las cosas". Sólo que, en ese punto (el único que por desgracia ha hecho escuela en los siglos, y estamos apenas al final del primer párrafo), Longino se pregunta si lo Sublime se puede pensar, y advierte enseguida que muchos en sus desdichados tiempos consideran que es una capacidad innata, un don de la naturaleza. Pero Longino considera que los dones de la naturaleza no se conservan y no se dejan explotar sino con el método, esto es, con el arte, y prosigue su empresa que, muchos lo han olvidado o no lo han sabido nunca, es una definición de las estrategias semióticas que inducen el efecto de Sublimidad en el lector o en el oyente. Y no hay formalista ruso, estructuralista pragués o francés, retórico belga o crítico alemán que haya empleado tantas energías (aun en pocas decenas de páginas) para descubrir las estrategias de lo Sublime y mostrarlas en acto. Mostrarlas en acto, digo, en su hacerse y en su disponerse luego en la superficie lineal del texto, reflejando a los ojos del lector las más profundas maquinaciones del estilo.
Y he aquí a Longino, aunque sea Pseudo, enumerando las cinco fuentes de lo Sublime, la "capacidad de concebir nobles pensamientos", de "manifestar pasiones vehementes y entusiastas", la manera de "forjar las figuras retóricas adecuadas", la ingeniosidad de crear nobleza de expresión a través de la "elección de los vocablos y del uso cuidadoso de las figuras", y, por último, la "disposición general y de conjunto del texto", de donde se deriva un estilo digno y elevado. Porque además Longino sabe, contra aquellos que en sus tiempos identificaban la pasión semiótica de lo Sublime con la experiencia física del orgasmo, que "existen pasiones que no tienen nada que ver con lo Sublime y que son insignificantes, como los lamentos, las tristezas y los temores; y, a su vez, hay muchas veces sublimidad sin pasión". Y ahí tenemos a Longino, lanzado en su búsqueda de la sublime fotosíntesis que produce el sentimiento de lo Sublime: ahí lo tenemos demostrando cómo Homero, para dar grandeza a lo divino, produce por soberbia hipotiposis la sensación de una distancia cósmica, y produce la sensación de la distancia cósmica a través de una descripción continuada de distancias físicas; ahí lo tenemos viendo cómo, para Safo, el "pathos" interior puede reproducirse sólo poniendo en escena una batalla de los ojos, de la lengua, de la piel, de las orejas; y he ahí a Longino, oponiendo un naufragio de Homero a uno de Arato de Solos, donde en el segundo la inminencia de la muerte se anestetiza, por decirlo de alguna manera, con la sencilla elección de una metáfora ("Un delgado tablón los separa del Hades"), mientras en Homero el Hades no se nombra, y por eso resulta aún más amenazador. He ahí a Longino estudiando las estrategias de la amplificación, de la hipotiposis, el teatro de las figuras, los asíndetos, los sorites, los hipérbatos, y cómo las conjunciones hacen languidecer el discurso, los poliptotos lo refuerzan, el intercambio de tiempos lo dramatiza.


Pero no piensen sólo en una serie de análisis estilísticos. Longino se ocupa de la contraposición y del intercambio de personas, del paso de persona a persona, de la manera en la que el autor se dirige al lector, o se funde con su personaje, y de la gramática de esas manipulaciones narrativas. No pasa por alto perífrasis y circunlocuciones, idiotismos, metáforas, símiles, hipérboles. Hay toda una máquina estilístico-retórica de estructuras narrativas, de voces, miradas y tiempos, que se ve en acción, analizando textos y comparándolos, para poner al desnudo y hacer admirable la estrategia de lo Sublime. Parece que sólo los simples caen en el orgasmo, mientras Longino conoce la química de sus pasiones, y por eso goza más. En el párrafo 39, el Pseudo-Longino se propone tratar de la armonía de "la composición de las palabras en un cierto orden", armonía que no es sólo disposición natural apta para procurar persuasión y placer, sino también estupefaciente instrumento de lo excelso y lo patético. Longino sabe (por antigua tradición pitagórica) que la flauta genera pasiones en los oyentes, y los saca de sí cual si fueran coribantes, aunque sean inexpertos en música; sabe que los sonidos de la cetra, que de por sí carecen de significado, generan efectos de hechizo. Pero sabe que la flauta obtiene sus efectos mediante "una cadencia rítmica" y que la cetra actúa sobre el alma en virtud "de las modulaciones" y de la mezcla de los acordes. Lo que él quiere explicar no es el efecto, evidente a todos, sino la gramática de su producción. De este modo, pasando a la armonía verbal, que "excita no sólo el oído, sino también el alma misma", Longino afronta una sentencia de Demóstenes que le parece, además de admirable, sublime: "Este decreto hizo que el peligro que entonces se cernía sobre la ciudad pasara como una nube". Y dice:
Su sonoridad no es debida menos a la armonía que al pensamiento. La frase entera está dicha en ritmo dactílico y éste es el más noble y grandioso, por eso forma también el verso heroico, el más bello de los versos que conocemos. Pues haz un cambio de lugar donde tú quieras, por ejemplo: "este decreto como una nube hizo que el peligro que entonces se cernía sobre la ciudad pasara", o, por Zeus, suprime una sola sílaba, "hizo que el peligro pasara cual nube", y verás inmediatamente cómo la armonía repite como un eco lo sublime. Pues la misma frase: "hósper nephos" (como una nube) descansa sobre la primera unidad rítmica que es larga y está medida en cuatro tiempos. Si suprimes una sola sílaba, así: "hós nephos" (cual nube), destrozas al punto, con esa síncopa, la grandeza de la expresión. Y, al contrario, si agregas una sílaba: "hósperei nephos" (como si fuera una nube), significa lo mismo, pero no suena lo mismo al oído, porque con el alargamiento de las últimas sílabas se relaja y debilita su concisa sublimidad.
Aun sin controlar el texto griego original, el espíritu de este análisis está claro. El Pseudo-Longino está haciendo semiótica del texto. Y está haciendo crítica -por lo menos según los cánones de sus tiempos- y explicándonos por qué encontramos algo sublime y qué bastaría cambiar en el cuerpo del texto para que el efecto se perdiera. Y, por lo tanto, desde sus orígenes más lejanos (puesto que, si nos remontamos hacia atrás, la "Poética" de Aristóteles no queda corta) se sabía cómo se lee un texto, y cómo no hay que tenerle miedo a la "close reading" (lectura minuciosa) y a un metalenguaje a veces terrorista (y, para su época, el de Longino no era menos terrorista que el que aterroriza a muchos en nuestros días). Así pues, se trata de mantenernos firmes en los orígenes, tanto del concepto de estilo como de crítica verdadera, y del concepto de análisis de las estrategias textuales. Lo que la mejor semiótica del estilo ha hecho y está haciendo es lo que han hecho nuestros mayores. El único empeño está en humillar, con un trabajo serio y continuo, sin ceder a ningún chantaje, a nuestros menores.