Para algunos, Sábato fue un intelectual ambivalente y paradójico, una especie de predicador atormentado y oscurantista que cultivó el don de la ubicuidad con los gobiernos de turno fuesen éstos de facto o democráticos. Para otros, fue un argentino apasionado, alguien de una alta tradición humanística, un escritor emblemático y singular de la literatura argentina, un defensor a ultranza de la condición humana. En suma, un hombre problemático y muy incómodo cuyo compromiso ético lo llevó al final de su vida a declararse mas cercano al "anarco-cristianismo" que al activo comunismo de su juventud cuando llegó a ostentar el cargo de Secretario General de
Ecuánime, como siempre, el crítico y teórico literario Noé Jitrik (1928) prefirió abocarse a este último aspecto de la vida de Sábato al producirse su fallecimiento. "En alguna medida -dijo-, la muerte de Ernesto Sabato es el cierre de un período importante de la literatura argentina, ya que aparece como el momento de la mayor solidez de la narración. Perteneció a ese núcleo o pelotón encabezado por Borges, pero donde hubo otros escritores muy sólidos y dueños de un gran oficio. Su universo puede ser caracterizado críticamente como una revelación de un aspecto de la vida humana, aunque para otros no era exactamente así. Es una obra consistente y no puede ser dejada de lado de ninguna manera".
Precisamente con Jorge Luis Borges (1899-1986) mantuvo una larga relación que tuvo sus altibajos, sus raras coincidencias y sus numerosas diferencias acerca del quehacer literario. Se conocieron en 1941 cuando Sábato publicó en la revista "Teseo" una crítica elogiosa sobre "La invención de Morel", la celebrada novela de Adolfo Bioy Casares (1914-1999). Esto motivó que se lo invitase a colaborar en la revista "Sur", donde conocería al autor de "Historia universal de la infamia". A partir de allí, los encuentros entre ambos fueron esporádicos y conflictivos hasta el punto de que Borges llegase a decir de Sábato: "Ha escrito poco, pero ese poco es tan vulgar que nos abruma como una obra copiosa".
Sábato publicó un sinfín de artículos sobre literatura para diversos medios periodísticos. Entre ellos se destaca uno aparecido en la edición del 9 de diciembre de 1971 del diario "Clarín" bajo el título "El lector de Kafka", en el que Sábato revisó las nociones de ruptura y renovación literaria, cuestionó el concepto de "novela social" y postuló a los escritores como "mártires de su época". Los párrafos más salientes de dicho artículo son los que siguen a renglón seguido.
EL LECTOR DE KAFKA
Con las remanidas piezas tradicionales, Capablanca renueva el ajedrez. Con similares piedras, a las que servían para construir las basílicas románicas, una nueva cultura levantó catedrales góticas. Ejemplos que demuestran la primacía que en el arte tiene la estructura sobre los elementos de construcción. A primera vista podría resultar curioso que en esta época dominada por el pensamiento estructuralista se haya dado tan excesiva y hasta excluyente importancia a la renovación de vocablos para juzgar la novedad en la literatura. Con este criterio, cualquiera de los infinitos manipuladores de palabras que Joyce desencadenó sobre los lectores es más importante que Kafka con su transparente léxico. Es curioso, efectivamente, pero en el fondo es una manifestación de esa dinámica con la que se suceden y oponen las doctrinas. Hace un siglo y medio los románticos alemanes habían reaccionado con su organicismo contra la concepción atomista y analítica; pero esa mentalidad perdura todavía, como la barba en la gente que acaba de morir. Lo grotescamente equivocado sería tomar, como se toma, esa sorda actividad inútil como signo de existencia.
Hay algunas falacias en juego, que en ocasiones se degradan a la categoría de sofismas. Y el calificativo "nuevo" es probablemente el que más semantemas de esta naturaleza arrastra. ¿Qué, acaso alguien se atrevería a afirmar que Kafka no es novedoso por el solo hecho de emplear un vocabulario clásico? Lo que ocurre es que una obra como "El castillo" debe ser tenida en su totalidad como un nuevo lenguaje; no en consideración a sus palabras y ni siquiera su sintaxis, que son apaciblemente tradicionales. Ya en aquel revolucionario romanticismo alemán, el teólogo Schleiermacher consideraba como previa a las partes la "adivinación del conjunto", que de alguna manera es lo que hoy hacen los estructuralistas. Piénsese, para poner un ejemplo conocido, en el examen que Giraud hace de Baudelaire. Un vocablo tan gris como "aquí", cuando el poeta exclama: "¡En otra parte, muy lejos de aquí!", pierde su trivialidad en las perspectiva baudelariana de la condición terrenal del hombre. El signo vacío, en apariencia desprovisto de vocación poética, es valorizado por las demás palabras del creador, por su obra entera y hasta por su misma existencia. Vista la obra literaria así -y no hay otra manera legítima de considerarla-, las palabras sueltas nada significan y es ilusorio hablar de revolución cuando solo se opera sobre el resquebrajamiento o deformación de un mero signo, a menos que esas manipulaciones -lo que sucede en Joyce-sean valorizadas por el entero campo semántico, por el aura estilística de la creación total.
No estoy afirmando, pues, que sea imposible renovar la literatura con un vocabulario novedoso, pues bastaría el ejemplo de Joyce para probar lo contrario. Estoy diciendo que esa condición no es necesaria, como lo demuestra Kafka, y que tampoco es suficiente, como sucede cuando las nuevas palabras no están acompañadas de una renovación del campo semántico. Es el caso de infinidad de raquíticos herederos de Joyce, engendrados por los enlaces consanguíneos entre hijos, primos, nietos, primos nietos y sobrinos bisnietos de aquel peligroso genio. Aquí, sin ir más lejos, cada semana surge (el verbo es un poco optimista) uno de esos hemofílicos, que invetablemente declara que viene a desmitificar el lenguaje, y que en serio cree lograrlo mediante juegos gráficos o fonéticos ya usados en los tiempos de Apollinaire, según una nueva retórica que a su vez necesita ser demistificada con la mostración de ejemplos tan demoledores como el de Kafka. De un creador que se ha caracterizado por su genial capacidad de revalorar el vocablo más humilde: sería suficiente pensar en las reverberaciones teológicas y metafísicas que obtiene de un clisé tribunalicio como "proceso".
El individuo solitario no existe. Existe inmerso en una sociedad, sufriendo en esa sociedad, luchando para transformarla o escondiéndose de sus peligros. El yo como conciencia del mundo. No ya sus actitudes voluntarias y vigilantes son la consecuencia de esa constante interacción con el universo que lo rodea, sino sus dueños, sus pesadillas, sus mitos, sus fobias, sus delirios, su arte. Los sentimientos, las pasiones, los terrores de ese individuo, por egoísta y misántropo que sea, de dónde pueden surgir sino de esa situación en el mundo que es la condición misma de su existir. Desde este punto de vista, que es el único correcto, hasta la novela más demencialmente "subjetiva" es social, y de una manera directa o tortuosa nos da un testimonio del universo. En suma, toda novela es social. Las novelas no se dividen, pues, en virtud de ese carácter, sino, simplemente, de su calidad: hay buena y mala literatura. Eso es todo, y no hay por qué enojarse, y mucho menos en nombre de Marx, que si no me equivoco pensaba exactamente así, como lo prueban sus elogios al ministro Goethe o al monárquico Balzac.
Las llamadas novelas "sociales" constituyen una subespecie de la mala literatura. Faulkner no es un escritor "social", pero precisamente por eso da un testimonio de la realidad infinitamente más verdadero que el ofrecido por un Howard Fast. No sabemos qué novelistas "sociales" existieron en la época de Tolstoi y Dostoievsky, pues si existieron se los llevó el tiempo, de puro prescindibles que fueron, mientras perduran esos genios que no se propusieron describir la superficie de los hechos sino el corazón del hombre de su tiempo, dejándonos de paso la más rica y compleja descripción de la sociedad en que vivieron. Pero el caso de Kafka es aun más demoledor, pues en sus ficciones no se trata de huelgas en las fábricas de Praga, y sin embargo quedarán como uno de los testimonios más profundos de la condición del hombre. Estos escritores no nos dan una simple crónica, nos dan una visión poética, nos revelan el drama del hombre mediante vastos poemas a veces tan enigmáticos como los sueños pero también, y como ellos, tan verdaderos y reveladores.
Pedirle a la literatura la simple descripción del mundo exterior es no sólo incurrir en los peores defectos del naturalismo burgués, sino que es proponer la falsificación de la realidad, la creación de un arte apócrifo, hecho a base de mentiras por omisión. Porque la realidad, toda la realidad, no puede ser aprehendida por esas calcomanías ni por los meros conceptos. La ficción mantiene entrañables relaciones con el arcaico universo de los mitos y de los cuentos infantiles, con el ambiguo orbe de los sueños: todos ellos dominados por el pensamiento mágico, por la transfiguración de la realidad cotidiana y consciente, por el misterio y por el símbolo. El dilema que un joven generoso y anhelante de justicia social debe plantear no es pues, el de literatura social y literatura individual. El dilema debe establecerse entre lo grave y lo frívolo. La inmensa mayoría escribe por motivos subalternos porque busca fama o dinero, porque tiene facilidad para hacerlo, porque no resiste la vanidad de verse en letras de imprenta, por distracción o por juego verbal. Quedan entonces los pocos que cuentan, los que obedecen a la oscura condena de testimoniar su drama, su perplejidad en un universo angustioso, sus esperanzas en medio del horror, la guerra o la soledad. Son los testigos, es decir, si atendemos a la triste etimología, los mártires de su época. Son seres que no escriben con facilidad, sino con desgarramiento, hombres que un poco sueñan el sueño colectivo, expresando de ese modo no solo sus propias ansiedades, sino las que siente la comunidad en que viven.
Y cuando hablo de literatura grave, también me refiero a escritores como Cervantes o Swift, que de pronto nos hacen reír, pero con aquella clase de risa que termina en lágrimas, como le sucedía a Pushkin oyendo leer a Gogol sus grotescas tragedias. Así como divertimento no es solo lo que hacen los meros humoristas, sino también la mayor parte de la literatura de terror, la totalidad de las narraciones policiales, buena porción de la literatura fantástica, la entera literatura ingeniosa -ese arte para marquesas, para incrédulos y refinados mundanos- y una considerable porción del propio Joyce, ya que tanto se habla de él. No digo que sea de mala calidad, ni que pueda fabricarse con facilidad aunque alcance a ser genial; digo que no es una literatura grave, en el sentido en que lo son Sófocles o Kafka, Proust o Malcolm Lowry, Melville o Tostoi.
Cuando mueren niños inocentes bajo las bombas de Napalm en la guerra vietnamita, cuando son torturados los seres más puros en las tres cuartas partes del mundo, cuando el hambre y la desesperación parecen anunciar un Apocalipsis de esta civilización, es comprensible que muchos jóvenes clamen por una literatura comprometida; pero se equivocan sobre lo que verdaderamente es esa literatura. Deben rechazar el juego frívolo, el mero ingenio, la diversión verbal. Pero deben cuidarse de repudiar el testimonio de esos artistas desgarrados que certeramente reivindica Kafka y que constituyen -que constituirán en las eras venideras- el más verdadero y terrible testimonio del drama de nuestro tiempo. Porque también ellos luchan por la dignidad y la salvación de la criatura humana.