En el diálogo que mantuvo con Mauro Libertella
(publicado en el nº 602 de la revista "Ñ" el 11 de abril de 2015), la escritora
argentina Hebe Uhart (1936) ahonda en sus clases de escritura, las que acaban
de ser compiladas en un libro por una de sus alumnas, la periodista Liliana
Villanueva. Bajo el título "Las clases de Hebe Uhart", el libro reúne en diecisiete
capítulos los puntos de vista -tan sencillos como brillantes y poco ortodoxos- de
la novelista, cuentista y cronista acerca de la construcción de los personajes,
la crónica, el humor, los vicios y las vicisitudes del habla. Uhart, quien estudió
Filosofía en la Universidad de Buenos Aires, trabajó como docente y colaboró en
distintos medios, ha publicado, entre otros títulos, las novelas "Camilo
asciende" y "Mudanzas"; los libros de cuentos "Dios, San Pedro y las almas", "La
gente de la casa rosa", "El budín esponjoso", "La luz de un nuevo día", "Guiando la
hiedra", "Del cielo a casa" y "Turistas"; y los libros de crónicas y artículos "Viajera crónica" y "Visto y oído". "Un escritor -dice la autora- es una persona
común con modalidades particulares, (porque todos somos distintos) que se
dedica a escribir. Hay dos tipos de escritores, los que miran a través de una
ventana y los que se meten con la gente, con la sociedad, con los ricos, con
los pobres, con el campo, con la forma de hablar. Para escribir hay que saber
mirar y saber escuchar cómo habla la gente. Mirar bien a fondo y escuchar a
fondo es necesario para los que quieren escribir. La atención debe convertirse
en hábito. A mayor libertad de pensamiento, mayor disciplina. Para escribir se
necesitan dos cosas: el sentido del lenguaje y el sentido del misterio. En el
lenguaje uno percibe un misterio, algo que aparece más allá de lo que digo o me
dicen. A mí me interesa el lenguaje, no tanto la entonación ni los tonos de la
voz, sino la coloratura de la voz. El lenguaje define a los personajes. Se
comunica con la emoción y con el sentimiento a través del lenguaje".
¿Cuándo
aprendió a escribir?
Yo tuve un maestro, cuando no existían talleres
pagos, que se llamaba Rubén Massera. Miraba las cosas y me decía "esto sí",
"esto no". Era una persona que estaba en perfecta sintonía con mi modo de
pensar, y al morir él no me quedó nadie más que cumpla ese rol. Los amigos te
dicen "qué lindo", pero no sabés cuán lindo o qué nivel de lindo están
hablando. El me señalaba lo que estaba vivo y lo que estaba muerto.
¿Cuándo se
da cuenta uno de que deja de escribir de un modo amateur o instintivo y pasa a
escribir de un modo más formal o profesional?
Yo no creo mucho en eso. Uno es escritor
mientras escribe. No creo en la hipertrofia del rol. El escritor no tiene que
pensarse como escritor. La hipertrofia del rol conspira contra la bondad del
producto, es mejor que el escritor piense que es gente común, de la calle, no
un ser excepcional, porque si no empezás a escribir desde otro lugar y eso no
conviene. Ser escritor es uno de los tantos roles que tiene una persona, ni
mejor ni peor que los otros.
¿Y cuál es
entonces la diferencia de joven a mayor?
La diferencia es que de joven dejaba un tiempo
largo de escribir y pensaba: "¿Ahora podré volver a escribir?". Ahora si puedo
escribo y si no puedo no escribo, pero sin mayores dramatismos. Ahora, por
ejemplo, estoy viajando para obligarme a escribir. El viaje me obliga.
¿Le sucede
llegar a algún lugar a los que viaja y no encontrar nada?
Varias veces no encontré nada, pero podés hacer
la crónica de no encontrar nada. A veces es divertido. En Roque Pérez le pedí a
un ferretero que me contara la historia del lugar y me dijo que no tenía ganas,
que estaba cansado. Y la historia cambió. Eso pasa en los viajes, vas a buscar
algo pero encontrás otra cosa. Uno tiene una idea global previa, pero esa idea
cambia por cosas que suceden.
¿Escribe
en esos lugares?
En algunos escribo, sí. El libro anterior lo
hice casi todo "in situ". Después lo paso a la computadora, lo
corrijo, limpio, aunque no soy de mucho corregir tampoco. El lugar te da
apoyatura para hacerlo, y el contexto me inspira para escribir.
¿Qué le
parece que es lo más difícil para la gente que empieza a escribir?
Encontrar la propia veta: qué es lo tuyo, lo que
vos podés escribir. Una vez que encontrás una dirección es más sencillo. El
problema con muchos chicos es que no saben muy bien dónde hacer pie y se caen.
Descubrir qué es lo prioritario es fundamental. Y luego, bueno... el escritor
se va domesticando con el tiempo. El escritor es un ser domesticado. Pero lo
más difícil es lo primero, encontrar para dónde ir. Hay gente que empieza y
cree que puede con todo, pero nadie puede con todo.
¿Y no hay
un peligro, al encontrar una veta, de empezar a repetirse?
Yo de eso me salvo por los viajes, porque son
siempre distintos. Encuentro siempre cosas nuevas, la coyuntura me obliga a
escribir cosas distintas. Lo que sí ocurre ahora con Facebook es que antes vos
podías llevar una ropa a un lugar y después repetir la ropa en otra fiesta, y
lo mismo con los textos. Ahora no se puede, porque todo se levanta, así que eso
queda muy en evidencia. Tenés que renovarte.
Dando
talleres le ha enseñado a mucha gente. ¿Qué le enseñó a usted la práctica de
tallerista?
Yo creía que la gente tenía un nivel, como el
agua. Un nivel de siete, de seis, de ocho. Pero no: hay gente que se destapa y
hay gente que se obtura. No hay niveles previos. Igual en mis talleres no hago
mucha alabanza o mucho vituperio, porque no me gusta cuando empieza a suceder
eso.
¿A qué se
puede deber que alguien, en la escritura, se destape?
A que se conectó mejor con él mismo o ella
misma, con una cosa más íntima, con algo más seguro. Eso se da. O encontró la
veta, que es lo que decíamos antes. He visto de todo. He visto chicos muy
buenos a los que mandé con otro tallerista porque no se cómo trabajar con
ellos. Me doy cuenta que alguien es muy bueno, pero leyó otra bibliografía,
tiene otra orientación.
¿Existe el
riesgo de tratar de pretender que los que van a su taller escriban como usted?
En cierto punto es inevitable. Hay cosas que se
contagian. Al ser uno parámetro, mide las cosas desde uno mismo. Pero muchas
veces ves que alguien escribe algo, una frase, una cosa rara, un giro, y
entonces entendés que ahí hay algo, y de ahí tirás.
En el
libro hay un momento gracioso cuando menciona algunos lugares comunes de los
escritores. Por ejemplo, "no puedo vivir sin escribir".
Sí, eso lo tienen los actores también, no puedo
vivir sin actuar, mi vida son las tablas. Uno puede ser feliz criando conejos.
Eso no lo creo. Y aunque fuera así, es poco elegante decirlo.
Otro lugar
común que menciona es el terror a la página en blanco. Es un poco más
comprensible: muchas veces los comienzos son lo más difícil.
Casi todas las cosas de la literatura tienen que
ver con la vida de uno. El terror a la página en blanco tiene que ver con el
miedo de empezar cualquier actividad, que después resulta ser una pavada.
Cualquier cosa que tenés que hacer se puede volver algo dramático antes de
hacerlo, algo dificilísimo. A mí me pasa con los trámites. Y finalmente son dos
o tres pavadas solucionables. Lo de la página en blanco corresponde a una
superstición de que si empiezo bien sigo bien, lo cual no es cierto. Hay
cuentos mal empezados que siguen bien. ¿Por qué algo que empieza bien va a
tener que seguir bien? Fijate en las relaciones de pareja. Alice Munro, por
ejemplo, me parece que empieza mal y termina bien.
Dice que
no le gustan los personajes con nombres de escritores.
Eso me molesta muchísimo porque es un guiño
interno. Buenos Aires es una ciudad con un internismo bastante grande. Me
molesta porque es creer que hay poca gente que lee y escribe, es un modo de
circunscribir el mundo. Y hay una cantidad de gente que lee notable en esta
ciudad. No hay que restringir el ámbito. Es como la profecía de "ya no se
lee". Hay que desoírla. Yo escuché tantas profecías en mi vida: la pintura de
caballete ya no existe, el tango ha muerto.
En
general, el nombre del personaje es algo difícil de encontrar, ¿no?
El nombre es señero, es un rumbo, es
fundamental. Pero no solamente me disgusta cuando le ponen nombres de escritores,
sino cuando le ponen nombres muy inventados, muy exóticos. Yo no creo que
escribir sea inventar. Hay gente que cree que la libertad es "yo hago lo que se
me canta", y no es eso. En ningún rubro de la vida. La libertad no está reñida
con la disciplina. Al contrario: cuanto más libre soy, más disciplinado debo
ser. Cuando más me libero de las ataduras de lo "real" y me voy a la ciencia
ficción o a lo fantástico, más prolijo debo ser, para no perder el verosímil.
La gente se mueve con dicotomías: libertad contra disciplina, espontaneidad
contra preparación, placer contra deber. Son dicotomías falsas y que no sirven.
Usted
pelea contra los personalismos y el ego en la literatura.
En Buenos Aires no falta talento y no falta
inteligencia, pero sobra un poquito de vanidad. La gente es así, y así es la
literatura también. En la literatura se ve mucho "acá estoy yo, acá estoy yo".
¿Qué
escritores jóvenes argentinos leyó últimamente?
Me gusta Félix Bruzzone, sobre
todo "76", el de los cuentos. Me gustó mucho también "Una idea
genial" de Inés Acevedo.
Curiosamente
esos escritores tienen trabajos "no-intelectuales": Bruzzone limpia piletas y
Acevedo hace pan.
Por eso creo que no podría ser periodista. Si yo
ya escribí hoy en mi trabajo, ¿otra vez me tengo que poner a escribir después?
He hecho docencia siempre, porque es lo que sé hacer y para lo que estoy
preparada. Pero no podría trabajar en una redacción, con todos los escritorios
juntos. Estaría mirando siempre lo que están haciendo los otros, no podría
escribir. Jurado tampoco he sido, siempre que me lo ofrecieron dije que no,
porque ya leo demasiados originales en mis talleres. Me gusta, sí, participar
en charlas, porque te conectás con la gente, ves en qué están, qué preguntan.
Y estar
con escritores en delegaciones, en viajes, ¿le gusta?
¡Depende con cuáles! A mí no me interesa que
escriban bien sino que sean personas comunes. Hay escritores muy neuróticos,
con cabezas muy complicadas.