26 de octubre de 2019

Galileo Galilei, el mensajero de los astros

El primer encuentro de Galileo con las matemáticas se produjo en 1584. Tenía entonces veinte años y hasta ese momento su inquietud había sido más humanista y artística que científica. Los Galilei provenían de una antigua familia floren­tina venida a menos que hacia mediados del siglo XVI se trasladó a Pisa, donde el 15 de febrero de 1564 nació Galileo. Su padre era un hombre culto, músico teórico, compositor e intérprete, de manera que el ambiente familiar facilitó el desarrollo de las dotes artísticas que desde joven mostró Galileo.
Al igual que su padre, fue un buen intérprete de laúd; dibujaba bien y le atraían las letras: escribió poesías, hizo crítica literaria, intervino en polémicas artísticas y era un gran admirador de los poetas italianos, en especial Dante Alighieri (1265-1321) y Ludovico Ariosto (1474-1533), y amigo de pintores, sobre todo de Ludovico Cardi (1559-1613) llamado el Cigoli, quien en uno de sus cuadros elevó a la Virgen sobre una Luna que reproduce un dibujo que Galileo utilizó en su obra "Sidereus Nuncius" (Mensajero sideral). Según el historiador alemán Erwin Panofsky (1892-1968), Galileo en su juventud deseaba ser pintor, pero su padre lo envió a estudiar medicina, pensando restablecer con la profesión de médico el antiguo lustre de la familia y, en lo posible, mitigar las penurias económicas que fueron una característica de gran parte de la vida de Galileo y su familia.
En 1581, Galileo ingresó en la escuela de medicina de Pisa, comenzando así sus estudios universitarios que le permitieron entrar en contacto con las ideas de Platón de Atenas (427-347 a.C.) y Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.). Por entonces se hallaba más interesado en las matemáticas, en especial la geometría, como fundamento de la pintura y la música, y comenzó a tomar clases en 1584. El contacto con la matemática de Euclides de Alejandría (330-275 a.C.) y Arquímedes de Siracusa (287-212 a.C.) provocó un vuelco decisivo en su vida; abandonó la medicina en 1585, mientras iniciaba su actividad docente ejerciendo la enseñanza privada en Florencia y en Siena.
Los primeros escritos de Galileo, "Theoremata circa centrum gravitatis solidum" (Teore­mas acerca de los centros de gravedad de los sólidos) de 1586 o 1587, y "La bilancetta" (La pequeña balanza), en la que describió la balanza hidrostática y que circuló manuscrito en 1588, fueron estudios inspirados en Arquímedes. Sus trabajos lo hicieron relacionarse con los matemáticos de la época y en 1589 logró ingresar como lector de matemática en la Universidad de Pisa, que cuatro años antes había abandonado como estudiante. En 1592 mejoró algo su situación al ingresar con igual cargo a la Universidad de Padua, en donde pasó los dieciocho años más fecundos y tranquilos de su vida., enseñando geometría, mecánica y astronomía, con su inevitable acompa­ñante, la astrología, a la que consideró con un marcado escepticismo.
El Arquímedes que influyó en Galileo, no fue tanto el matemático puro sino el autor de las leyes de la estática y la hidrostática. El hecho de que a partir de principios intuitivos y mediante teoremas matemáticos demostrados con todo rigor lógico pudieran obtenerse leyes naturales, lo condu­jo a uno de los principios básicos de la física actual: el de que la matemática es una herramienta indis­pensable en la investigación de la naturaleza.
Por supuesto, eran diferentes las atmós­feras culturales y las concepciones científicas de las épocas respectivas. Arquímedes, fiel a la concepción griega, fue un teó­rico, un contemplativo; su mundo matemático era un mundo de ideas y conceptos abstractos, en donde se anteponía el conocimineto a la acción. Galileo, en cambio, fue un científico del Renacimiento, una época de hombres prácticos, de hombres de acción. De su mente lúcida -pero también de su habilidad manual- salió el péndulo aplicado a los relojes, el compás de proporciones, el termoscopio, el telescopio y el microscopio. La construcción y el empleo por Galileo del instrumento óptico que en 1611, en el ámbito de la Academia dei Lincei, se denominó telescopio, representó un mo­mento importante en la historia de la ciencia, ya que dio co­mienzo a la era instrumental en la física e inició una nueva era en la astronomía: la telescópica.
Previamente, varios sistemas astronómicos se habían ocupado de los movimientos celestes, a saber, el del antes citado Aristóteles, el de Claudio Ptolomeo (85-165), el de Nicolás Copérnico (1473-1543) y el de Tycho Brahe (1546-1601). Dejando de lado este último, más artificioso que científico, los restantes mostraban diferencias frente a los dos criterios fundamentales según los cuales pueden clasificarse los sis­temas de la astronomía antigua: la movilidad de la Tierra y la realidad física del sistema.
El sistema de Aristóteles era una modificación del sistema de Eudoxo de Cnidos (408-355 a.C.), un sistema que explicaba los movimientos celestes me­diante un juego de veintisiete esferas que giraban uni­formemente alrededor de la Tierra fija e inmóvil. Un astrónomo algo posterior, Calipo de Cízico (370-300 a.C.), añadió a ese sistema algunas esferas más, mientras Aristóteles, por razones más metafísicas que físicas, lo completó con el agre­gado de una serie de "esferas compensadoras", confi­riendo a ese complicado mecanismo de más de cincuenta esferas una apariencia física, que no poseía el sistema original de Eudoxo, puramente geométrico. El sistema de Ptolomeo fue el sistema clásico de la astronomía antigua. Alrededor de la Tierra fija e in­móvil, los planetas se movían de acuerdo a un intrincado sistema, puramente matemático, con un movimiento circu­lar y uniforme.
Ante los aspectos distintos de estos dos sistemas de astrónomos tan respetados como Aristóteles y Ptolomeo, surgió cierto escepticismo entre sus colegas medievales, en especial cuando en la Baja Edad Media comenzó a insinuarse la idea de la Tierra móvil, una idea que preparó el camino al sistema de Copérnico, quien mantuvo con Ptolomeo algunos aspectos co­munes. El hecho de colocar al Sol como centro del universo y aceptar la movilidad de la Tierra otor­gó al sistema copernicano una realidad física, y la afirmación de esa reali­dad fue vigorosamente defendida por Johannes Kepler (1571-1630) primero, y posteriormente por Galileo. En definitiva, en aquellos tiempos, tres sistemas se disputaban la explicación de los cielos: el de Aristóteles, geostático, con cierta apariencia física; el de Ptolomeo, geostático y puramente hipotético, matemá­tico; y el de Copérnico, de Tierra móvil y Sol estable, dotado de realidad física, aunque aparentemente dudosa.


Galileo no fue copernicano desde el comienzo. Lo dijo él mismo: "Suponía entonces que la doctrina de Copérnico comportaba una verdadera locura, pero más tarde una persona inteligente, en quien tenía plena confianza, me manifestó que no se trataba de nada ridículo; en vista de lo cual me preocupé en averiguar la opinión de otras personas, encontrando que mientras muchos habían pasado del sistema de Ptolomeo al de Copérnico, no había uno solo que del sistema de Copérnico hubiera regresado al de Ptolomeo; de ahí que comencé a creer que quien aban­dona una opinión aprendida desde la infancia, y com­partida por muchos, para adoptar otra seguida por muy pocos, negada por todas las escuelas y que más se asemejaba a una enorme paradoja, debía necesaria­mente sentirse movido, por no decir forzado, por ra­zones muy eficaces".
Galileo recordó también que la reforma gregoriana del calendario efectuada en 1582 se había hecho en base a las tablas de Copérnico. Además, pronto aparecieron nuevos argumentos en contra de los sistemas antiguos y en favor del copernicano, sistema éste al que probablemente adhirió Galileo en la época de su enseñanza en Pisa. A pesar de que en ella seguía manteniéndose dentro de la tradición clásica, en una carta que dirigió a Kepler en 1597 dice "hace ya muchos años adopté la doctrina de Copérnico, y su punto de vista me permite explicar muchos fenómenos de la naturaleza que, por cierto, quedan sin explicación atendiendo a las hipótesis más corrientes. He escrito muchos argu­mentos en apoyo de Copérnico y he refutado el punto de vista opuesto, escritos éstos que, sin embargo, no me atreví hasta ahora a que viesen la luz pública, temeroso de la suerte que corrió el propio Copérnico, nuestro maestro, quien, aunque adquirió fama inmortal, es para una multitud infinita de otros (que tan grande, es el número de necios) objeto de burla y escarnio".


La primera manifestación pública de Galileo en con­tra de los sistemas antiguos se produjo con motivo de la aparición de un nuevo astro, una "nova" (estrella que aumenta enormemente su brillo de forma súbita y después palidece lentamente) en 1604. Este fenómeno no común, tanto más extraño en una época en que los fenómenos celestes se vinculaban con los asuntos hu­manos, atrajo extraordinariamente la atención de los astrónomos, quienes conje­turaron distintas interpretaciones del hecho, como un fenómeno sublunar, una estrella no adver­tida hasta entonces o un nuevo acto creador, precursor de acontecimientos notables. Lo concreto fue que el fenómeno motivó las primeras observaciones astronómicas de Galileo, por supuesto con me­dios muy rudimentarios.
Un nuevo acontecimiento condujo a Galileo, cinco años después, a la construcción y empleo de un teles­copio. Encontrándose en Venecia, le llegaron noticias de que al conde Mauricio de Nassau (1567-1625) le había sido presentado por un holandés un anteojo con el cual las cosas lejanas se veían tan perfectamente como si estuviesen muy cerca. "Con este dato regresé a Padua -contó el propio Galileo-, donde entonces vivía, y reflexionando sobre el problema, esa noche misma lo resolví, fabricando al día siguiente el instrumento y dando cuenta de ello a los mismos amigos de Venecia con los cuales el día anterior habíamos discutido sobre este asunto. Con gran esfuerzo me dediqué de inmediato a fabricar otro más perfecto, que seis días después llevé a Venecia, donde con gran maravilla fue visto por todos los principales gentileshombres de esa república".
El primer escritor que se ocupó de las "lentes cristali­nas" -reconociendo que eran útiles al hombre aunque nadie supiera explicar su funcionamiento- fue el astrónomo italiano Giambattista della Porta (1535-1615) en su libro "Magiae naturalis" (Magia natural) de 1558; observaciones que repitió en "De refractione optices" (De las refracciones ópticas) en 1589 aludiendo a una combi­nación de lentes que posiblemente haya servido para la construcción del telescopio. El hecho es que en 1590 apareció en Holanda un anteojo de fabricación italiana. A partir de entonces, el conocimiento y construcción del instrumento se difundió como una curiosidad. Fue mérito de Galileo el dedicar gran parte de su tiempo a perfeccionarlo y a construir numerosos ejemplares, advirtiendo su utilidad tanto para actividades como la guerra o la navegación, como para la observación del cielo, en donde, según los aristotélicos, nada había que observar, pues en él, a diferencia del mundo sublunar donde imperaba el cambio, todo era eterno e inmutable.


Cuando a partir de sus observaciones de­dujo que el cielo no era tan inmaculado como aseguraba Aristóteles, afirmó en una carta del 7 de enero de 1610: "De esas observaciones nin­guna se ve o puede verse sin un buen instrumento, de ahí que podemos creer que hemos sido los primeros en el mundo en descubrir tan de cerca, y tan claramente algo respecto de los cuerpos celestes". Allí también narró sus observaciones de la Luna y de tres estrellas, antes invisibles, en las proximidades de Júpiter, que sólo tres días después adver­tió que no eran estrellas fijas, sino "planetas". A estos descubrimientos agregó el reconocimiento de la Vía Láctea como conjunto de estrellas y la exis­tencia de numerosas estrellas, antes invisibles, en las Pléyades, en la constelación de Orión y en un par de nebulosas.Ante la importancia de estos descubrimientos redac­tó de inmediato su célebre "Sidereus nuncius" (Mensajero de los astros), que apareció en Venecia en marzo de 1610. Después de su publicación, Galileo pasó a Florencia como mate­mático de la corte de Toscana continuando sus obser­vaciones y estudios astronómicos hasta 1619, y con menor intensidad a partir de esa fecha. Pero, aún en Padua, observó las manchas del Sol -aunque la explicación de este fenómeno fue publicada antes por Christoph Scheiner (1573-1650)-, y el aspecto "incorpóreo" del anillo de Saturno -lo que fue profundizado en 1656 por Christiaan Huygens (1629-1695). También realizó observaciones de los planetas Marte y Mercurio, y advirtió las fases de Ve­nus, la última de sus observaciones importantes, con las que demostró que todos los planetas eran de "natura­leza tenebrosa", es decir que no brillaban con luz propia sino por luz reflejada, con lo que dejaron de ser considerados "estrellas errantes", como se los llamaba entonces para distin­guirlos de las "estrellas fijas". En varias ocasiones, Galileo aludió a un libro, "Dialogus de systemate mundi" (Diálogos del sistema mundo), en el cual se pro­ponía tratar más extensamente muchas de las cuestiones vinculadas con los "sistemas del mundo". Este propó­sito fue suspendido en 1616 cuando la Iglesia prohibió el libro "De revolutionibus orbium coelestium" (Sobre las revoluciones de las esferas celestes) de Copérnico, que volvió a permitirse con algu­nas correcciones cuatro años después.


Cuando en 1623 -bajo el nombre de Urbano VIII- subió al trono papal el cardenal Maffeo Barberini (1568-1664), amigo de Galileo, éste pudo retomar la tarea para terminarla a fines de 1629. En 1632, después de largas y laboriosas gestiones para la aprobación eclesiástica, apareció el célebre "Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo" (Diálogo sobre los dos sistemas del mundo), donde expuso las ra­zones filosóficas y naturales de los sistemas tolemaico y copernicano. La aparición del libro desató una tormenta tan vio­lenta como inesperada. Galileo fue acusado, se lo obligó a comparecer ante la Inquisición en Roma y, en junio de 1633, fue obligado a abjurar. Se lo sentenció a prisión formal por "el tiempo del agrado del Santo Oficio" y se prohibió su libro; una prohibición que se mantuvo hasta 1822.
Confinado en su casa de Florencia y a pesar de la amargura, el reumatismo y la ceguera, en 1638 hizo publicar sus "Discorsi e dimostrazioni matematiche intorno a due nuove scienze" (Discursos y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias), en los que se refería a la mecánica y a los movimientos locales. Con ese libro nacieron dos nuevas ciencias: la resistencia de los materiales y la dinámica, con la ley de la caída libre y su aplicación a la trayectoria de los proyectiles.
El 8 de enero de 1642, Galileo, uno de los fundadores de la ciencia mo­derna, falleció a los setenta y ocho años de edad. Casi cien años más tarde, se erigió un mausoleo en su honor en la iglesia de la Santa Cruz de Florencia. Hubo que esperar hasta el 31 de octubre de 1992 para que, ante la Academia Pontificia de la Ciencia, Karol Wojtyła (1920-2005) -el por entonces papa Juan Pablo II- declarase oficialmente que Galileo era inocente de la acusación por la que había sido condenado en el año 1633. Tuvieron que pasar trescientos cincuenta y nueve años, cuatro meses y nueve días para que los representantes de Dios en la tierra considerasen que los estudios por él realizados no eran perjudiciales a la tradición católica. A Galileo, que ante el tribunal presidido por el cardenal inquisidor Roberto Belarmino (1542-1621) tuvo que bajar la cabeza para salvarla -aunque sin dejar de repetir su célebre "eppur, si muove" (y sin embargo, se mueve)-, se le concedió así una satisfacción póstuma incapaz de remediar la pesadumbre y la soledad de los últimos años de su vida, transcurridos en cárceles y encierros domiciliarios, como correspondía a un "penitente de la Inquisición".

20 de octubre de 2019

El campo, la carne y las elecciones en el Buenos Aires colonial


Desde el 4 de agosto de 1826 hasta el 25 de setiembre de 1858, se publicó semanalmente en Buenos Aires el periódico en lengua inglesa “British Packet and Argentine News”. Fundado por Thomas George Love (1793-1845), un contable inglés que arribó al Río de la Plata en 1820, aparecieron en total 1.666 números y la impresión se hizo, sucesivamente, en las imprentas de Jones, del Estado, de la Gaceta Mercantil, de Hallet, de Crónica y, por último, en la del propio periódico.
El origen del semanario estuvo en el notorio incremento de las relaciones comerciales entre la Argentina y Gran Bretaña luego de las guerras de emancipación de Hispanoamérica, y la consiguiente consolidación de la comunidad británica en el Río de la Plata. Lo notable del “British Packet”, si se lo compara con otros periódicos de la primera mitad del siglo XIX, fue su inicial independencia de criterio y su capacidad de crítica en todo lo concerniente a la vida pública y las costumbres de la época.
El escritor e historiador franco-argentino Paul Groussac (1848-1929), que no fue complaciente con nadie sino todo lo contrario, decía sobre su editor en un artículo recogido en su obra “Anales de la Biblioteca”: “Su tono habitual es la ironía risueña y sus crónicas sociales, teatrales y callejeras son deliciosas, a diferencia de la desesperante indigencia de otros periódicos que sólo contienen vociferaciones y adulaciones oficiales. Nutrido en las letras clásicas, Love prodiga las citas de Virgilio y Shakespeare a propósito del baño en el río, de las bandas musicales de los cívicos que tocan en la Alameda o en la esquina de las calles Perú y Victoria”.
El periódico no se limitaba a transcribir los documentos oficiales sino que casi siempre le agregaba su propio comentario, según los casos correctivo o simplemente didáctico. En esa línea, el 12 de mayo de 1827 publicó un artículo titulado “Ávidos de tierras”, que decía textualmente: “Creemos que la totalidad de las tierras del Estado están arrendadas a particulares. Desde el comienzo de la guerra han sido tomadas con inusitada avidez. El estancamiento del comercio, combinado con el cambio producido en la moneda circulante, ha contribuido, sin duda, a esto. El primero ha inmovilizado grandes capitales, mientras que la depreciación del último actuó como estímulo para inversiones en propiedades permanentes y mejoradas, como pueden considerarse los establecimientos de pastoreo y agrícolas, tanto para los individuos como para el gobierno, en las actuales condiciones. El interés público mira hacia el interior y promete producir beneficios esenciales para el país, reforzando la riqueza y los recursos de la Nación. Desde el año 1820, la provincia de Buenos Aires ha padecido una gran sequía, que impidió buenas cosechas de trigo en todo este período y produjo efectos más o menos perjudiciales en la cría de ganado. En algunos de esos años, la sequía llegó a ser muy intensa, como ocurrió en otras épocas, especialmente a fines del siglo pasado; pero la repetición durante los últimos seis años hace necesarias lluvias abundantes y frecuentes, que esperamos caigan este año, a juzgar por la fuerza con que la estación de las lluvias ha comenzado en el interior. En Buenos Aires, acaban de iniciarse y nos dan esperanzas no menos sólidas. Un buen año nos dará carne y pan abundante, así como también otros artículos de primera necesidad que produce el país y, con esto, las calamidades de la guerra no se sentirán tanto. Como hasta ahora no se han hecho tentativas para asegurar riegos permanentes por medio de pozos u otras reservas, no puede menos que desearse el auxilio constante de un tiempo favorable”.


El mismo día y con el título “La carne liberal”, publicó lo siguiente: “Como consecuencia de la escasez de carne fresca que se ha experimentado durante los últimos tiempos, el presidente de la República ha emitido un decreto por el cual el precio de la carne se ha fijado en seis reales la arroba, para la de mejor calidad, y en cinco para la de inferior. Si estas reglamentaciones resultaran insuficientes para mantener una constante y amplia afluencia de carne fresca, el gobierno otorgará el privilegio exclusivo para proveer el mercado de ese artículo, a aquellas personas que puedan ofrecer hacerlo en los términos más razonables. El preámbulo del decreto muestra evidentemente que el principio que hasta el momento rigió a esta parte de la economía municipal ha resultado equivocado. La competencia, en la mayoría de los países, es la mejor garantía de precio equitativo en las mercancías; mientras que ni la autoridad misma puede, sin interferir en los derechos individuales, obligar a la venta de propiedad privada de cualquier clase, con pérdida. El gobierno está enterado de esto, pero se ha demorado en anular el sistema establecido debido a los prejuicios que existen con respecto a sus atribuciones, que hasta ahora han comprendido la intervención en la venta de los artículos de primera necesidad, especialmente de carne y pan. Las reglamentaciones existentes continuarán en vigor sólo hasta el fin del año actual, cuando el mercado se abrirá a todos y los precios quedarán libres de limitaciones, con excepción, quizás, de algunos casos particulares. La atención que hasta el momento ha prestado la policía al peso de los artículos continuará y cualquier vendedor que sea sorprendido defraudando en el peso será enviado a servir en el ejército o, si es inapto, por dos años en trabajos públicos”.


Unos meses más tarde, el 3 de noviembre de 1827, bajo el título “La situación nacional”, decía: “La Nación Argentina se encuentra por cierto en una situación muy particular. Después muchos años de revolución, tras haber pasado por todas las vicisitudes de la vida pública, todavía nos vemos obligados a discutir las bases fundamentales de aquellos principios sin los cuales no puede existir la libertad cívica. Parece que la opinión pública no ha tenido tiempo de definirse a favor de ninguno de ellos y, lejos de descubrir en el pueblo reglas invariables de conducta política, sólo encontramos una especie de oscuridad visible, un caos de ideas inconexas, expuestas a tomar direcciones contradictorias de acuerdo con el acontecer de los hechos y con los hombres que se presentan en la escena pública. Amigos sinceros de este país y cálidamente interesados en su gloria y su felicidad, deploramos esta incertidumbre en que se debate la opinión pública y haremos todos los esfuerzos, dentro del alcance de nuestros recursos y de la línea de imparcialidad que nos hemos trazado, para contribuir a desarraigar un mal que tememos fructificará con las consecuencias más desastrosas. Ante todo, nos es penoso ver la primera de las instituciones públicas, las elecciones, sometida a la irregularidad de una legislación ocasional y desprovista de una base firme que es la única que puede asegurar su permanencia. Sabemos que la legislación tiene un gran vacío en este aspecto tan importante, pero lo que la ley no ha hecho, debe hacerlo la opinión pública. Si el pueblo estuviera ilustrado sobre estas cuestiones, no veríamos de nuevo ahora la manzana de la discordia arrojada entre los partidos”.
El 1 de diciembre de 1828 se consumó un golpe de Estado a manos del general Juan Lavalle (1797-1841) para derrocar al por entonces gobernador de la Provincia de Buenos Aires Manuel Dorrego (1787-1828) quien, doce días más tarde sería fusilado. En su edición del 26 de diciembre, el "British Packet and Argentine News" publicó un pormenorizado detalle de los funerales del general derrocado haciendo mención a los conspiradores de la rebelión militar, entre ellos Martín Rodríguez (1771-1845), Julián Agüero (1776-1851), Ignacio Álvarez Thomas (1787-1857), Salvador M. del Carril (1798-1883), Valentín Alsina (1802-1869) y Florencio Varela (1807-1848), por lo que el periódico fue clausurado.
Recién un año más tarde, cuando las tropas federales derrotaron a los unitarios que respondían a Lavalle y Juan Manuel de Rosas (1793-1877) fue proclamado Gobernador y Restaurador de las Leyes e Instituciones de la Provincia de Buenos Aires, el periódico volvió a aparecer, por lo que resueltamente se inclinó a favor de la causa federal y, con la discreción que lo distinguía, no eludió sus simpatías por Rosas.
Tiempo después, en el ejemplar del día 8 de diciembre de 1832, apareció la noticia “La reelección de Rosas”: “El brigadier general Juan Manuel de Rosas ha sido reelecto gobernador y capitán general de la provincia de Buenos Aires. El 8 de diciembre de 1829 había asumido el cargo de gobernador y por haberse cumplido los tres años fijados por la ley, su mandato expira el día de la fecha. El 5 del corriente, a la una de la tarde, la Sala de Representantes se reunió y procedió a elegir gobernador de la provincia. Estaban presentes 36 de sus miembros y votaron de la siguiente manera: por el brigadier general Juan Manuel de Rosas, 29 votos; por don Tomás Manuel de Anchorena, 4; por don Vicente López, 2; por don Luis Dorrego, 1. Concluida la votación, el presidente proclamó la elección del señor Rosas, la que fue recibida con grandes aplausos por parte de los espectadores que en número considerable ocupaban la galería. Varias composiciones poéticas impresas que fueron distribuidas detallaban los servicios del señor Rosas y lo llamaban orgullo de América, César argentino, héroe y salvador de la República”.
Si algunos aspectos de las noticias de aquella época guardan alguna semejanza con la actualidad es mera coincidencia.

19 de octubre de 2019

H.P. Lovecraft: el alquimista alucinado (II)


Es en vano especular sobre la existencia íntima de Lovecraft como hombre casado, pues hay en sus cartas un abundante material propuesto para el estudio de los psiquiatras. Era reticente respecto de su unión: en los cinco millones de palabras que representan su correspondencia, nadie fue capaz de descubrir una sola que constituya una crítica a su mujer; si hubo puntos débiles en ese matrimonio, Lovecraft asumía la responsabilidad. Su esposa era una mujer llena de vitalidad y de seguridad, Howard era tímido y reservado; sus personalidades no se complementaban en absoluto. Tal vez por ello no sea casual que las mujeres en la obra de Lovecraft escaseasen y no fueran compasivas, comprensivas ni amables. Los pocos personajes femeninos en sus historias fueron, invariablemente, sirvientas de las fuerzas del mal.
Además, Lovecraft no toleraba Brooklyn, donde vivía con ella. Fue allí donde sus opiniones racistas se transformaron en una auténtica neurosis racial. Siendo pobre, debía vivir en los mismos barrios que esos inmigrantes “obscenos, repelentes, de pesadilla”. Se codeaba con ellos en la calle, en los parques públicos. En el Metro lo empujaban “mulatos grasientos y burlones”, “negros horribles parecidos a enormes chimpancés”. Allí conoció el odio, el asco y el miedo, a tal punto que el escritor Frank Belknap Long (1901-1994) estimaba que su salud mental aumentaría si no se tomaban medidas para que volviera a Providence y se interpuso para persuadir a la tía de Lovecraft -la señora Gamwell- de que tomara medidas para así poner fin al infortunio y al estado lamentable del escritor.
Luego, Lovecraft se quedó en Providence. La excepción fueron algunos viajes cortos para visitar a los amigos bajo cielos más clementes: el ya citado reverendo Henry S. Whitehead y el poeta vanguardista Robert Hayward Barlow (1918-1951) en Florida, por ejemplo; o para estudiar los monumentos históricos en las viejas ciudades del continente norteamericano: St. Agustin, New Orleans, Charleston, Natchez, Quebec, Boston, Filadelfia y otras, lugares que él denominaba “coloniales inglesas”. En uno de esos viajes conoció al que sería su gran amigo y difundidor de su obra, el escritor y antologista estadounidense August Derleth (1909-1971), con quien, a pesar de su diferencia de edad, creó una fuerte amistad. Derleth lo apodó “el viejo”, cosa que a Lovecraft le encantó, ya que le daba un aire señorial y de sabio que tanto le gustaba demostrar.


Parecía ser alérgico a las temperaturas rigurosas y reaccionaba desfavorablemente a temperaturas inferiores a los 20°, y en sus últimos años a los 30°. Por eso viajaba poco en el invierno; de tanto en tanto iba sin embargo a New York, para visitar el Kalem Club, un sitio insólito y extraño que congregaba a escritores y fanáticos de la ficción. El Kalem fue probablemente la primera de las organizaciones de “fans” que se crearon desde esa época. El nombre de Kalem fue adoptado porque los apellidos de los miembros del club comenzaban por una K, una L o una M, no solamente los de los tres fundadores, los escritores Reinhart Kleiner (1892-1949), Frank Belknap Long (190-1994) y Everett Mc Neil (1862-1929), sino también los de los miembros más recientes: James F. Morton (1870-1941), Arthur Leeds (1882-1952), Samuel Loveman (1887-1976), Herman C. Koenig (1893-1959), George Willard Kirk (1898-1962) y el propio Lovecraft. Los miembros del Kalem Club rápidamente vieron en él al Poe del siglo XX, y en consecuencia le otorgaron un sitio de privilegio. Las reuniones del Kalem Club discurrían entre charlas, discusiones e incluso lecturas de obras en progreso.
Con los años gozó de una pequeña reputación. Dos historias entre las más señaladas, “The colour out of space” (El color que bajó del cielo) y “The Dunwich horror” (El horror de Dunwich), obtuvieron las tres estrellas en la colección anual de los mejores cuentos publicados por la revista “Weird Tales”. Algunas de esas historias fueron reproducidas en el “London Evening Standard”, y en las antologías “Not at night” (No en la noche) de Christine Campbell Thomson (1897-1985) y  “Creeps by night” (Escalofríos por la noche) de Dashiell Hammett (1894-1961). Sus publicaciones aumentaron, sin que fuese de una manera espectacular, pero ellas comprendían, además de las del “Amazing Stories”, el “Astouding Stories” y la “Tales of Magic and Mystery”, a las publicadas en “Weird Tales”, que recogió ocho de cada diez relatos escritos por Lovecraft.


Los años le trajeron otros cambios menos agradables. En 1932 su tía, la señora Clark, moría y menos de un año más tarde, Lovecraft y su tía sobreviviente, Annie Gamwell, fueron a instalarse en el n° 66 de la College Street, casa que iba a ser el último domicilio de Lovecraft en Providence. Sólo le gustaba escribir por la noche, aun cuando durante el día cerraba los postigos para trabajar con luz eléctrica; mantenía una voluminosa correspondencia con casi un centenar de personas y ello en forma regular. Era un epistolario brillante.
Adoraba pasearse por la noche por las calles de Providence, las mismas que Edgar Allan Poe (1809-1849) había fatigado muchos años antes. De tiempo en tiempo abandonaba su correspondencia para escribir una nueva historia, pero nunca estaba muy satisfecho de su trabajo, al que encontraba cargado de un espíritu comercial. Lo que producía le parecía demasiado lejos de lo que había soñado, aunque escribía cada vez menos. Fuera de sus viajes, sus costumbres no variaban. Durante el invierno vivía como ermitaño; en verano, iba a los bosques a encontrar los lugares que había conocido en su infancia, a escribir cartas, poemas (en el estilo de su querido siglo XVIII) y fragmentos de historias.
Sin embargo, su estado de salud se agravaba poco a poco. Entre sus cartas escritas en 1936 se encuentran alusiones a pequeños inconvenientes y a debilidades desagradables, aunque nada de ello, ni aun de lejos, se parecía a una queja. Mientras tanto, su enfermedad se complicó durante el otoño de 1936 y a comienzos del invierno de 1937. Debía estar al corriente de la naturaleza de su enfermedad, dado que el 17 de febrero de ese año, hablando del renacer de su interés por la astronomía, escribió: “Es raro advertir como las curiosidades de la juventud renacen hacia el fin de la vida”. Poco tiempo después era llevado al Jane Brown Memorial Hospital, de Providence.


Murió en la madrugada del 15 de marzo de 1937 de un cáncer intestinal. Tres días más tarde fue enterrado en la concesión que su abuelo tenía en el cementerio de Swan Point; desde hacía diez años hablaba de aquel lugar cada vez más. Solía profetizar: “Ese es el lugar donde reposaré un día”. Su nombre está grabado sobre el monumento central, pero ninguna lápida señala el emplazamiento de su sepultura. Tenía apenas casi cuarenta y siete años, los que dadas las peripecias de su vida, parecieron muchos más. Dejó a la posteridad obras trascendentales como “The music of Erich Zann” (La música de Erich Zann), “The call of Cthulhu” (La llamada de Cthulhu), “The case of Charles Dexter Ward” (El caso de Charles Dexter Ward),At the mountains of madness” (En las montañas de la locura) yThe shadow over Innsmouth” (La sombra sobre Insmouth) entre muchas otras.
Cuatro años antes de fallecer publicó “Notes on weird fiction” (Notas sobre el arte de escribir cuentos fantásticos), ensayo en el que contó: “La razón por la cual escribo cuentos fantásticos es porque me producen una satisfacción personal y me acercan a la vaga, escurridiza, fragmentaria sensación de lo maravilloso, de lo bello y de las visiones que me llenan con ciertas perspectivas, ideas, ocurrencias e imágenes. Mi predilección por los relatos sobrenaturales se debe a que encajan perfectamente con mis inclinaciones personales; uno de mis anhelos más fuertes es el de lograr la suspensión o violación momentánea de las irritantes limitaciones del tiempo, del espacio y de las leyes naturales que nos rigen y frustran nuestros deseos de indagar en las infinitas regiones del cosmos, que por ahora se hallan más allá de nuestro alcance, más allá de nuestro punto de vista”.
“The Penguin Encyclopedia of horror and the supernatural” (Enciclopedia Penguin del horror y lo sobrenatural) subrayó en 1986 algunos aspectos de su escritura: “Algunos han criticado sus obras por su estilo ampuloso, repleto de adjetivos, pero la armonía y el equilibrio en sus mejores cuentos justifican plenamente esa práctica como deliberada. Se formó a conciencia en este género apropiándose de sus recursos, manipulándolos a su antojo y llevándolos al límite con convincente facilidad”. Veinte años más tarde, en 2006, el novelista y ensayista francés Michel Houellebecq (1956) apuntó en su ensayo H.P. Lovecraft: contre le monde, contre la vie” (H. P. Lovecraft: contra el mundo, contra la vida): Siempre quiso verse como un gentilhombre de provincias, que cultiva la literatura como una de las bellas artes, para su propio deleite y el de algunos amigos, sin preocuparse por los gustos del gran público, los temas de moda o cualquier otra cosa por el estilo. Un personaje semejante ya no tiene cabida en nuestras sociedades. En una época de mercantilismo enloquecido, es reconfortante encontrar a alguien que se niega con tal obstinación a ‘venderse’”.


Se trató, en definitiva, de un precoz y antisocial lector que logró convertir su propio infierno personal en la proyección de inquietudes más profundas, latentes en la sociedad de los años ‘20. Al hacerlo, fue el creador de una narrativa original que colaboró al surgimiento de un tipo de literatura fantástica que sigue existiendo. Concibió un mundo de mitología y fantasía en sus novelas y cuentos influenciado por el escritor y dramaturgo anglo-irlandés Lord Dunsany (1878-1957), por el autor de ficciones inglés William Hope Hodgson (1877-1918), por el escritor galés de literatura sobrenatural y de terror fantástico Arthur Machen (1863-1947) y, por supuesto, por el autor de “The murders in the Rue Morgue” (Los crímenes de la calle Morgue), su admirado Edgar Allan Poe. Con su estilo gótico, sus obras están cargadas de magia, misterio y terror, elementos todos ellos que lo convirtieron  en uno de los grandes nombres de la literatura fantástica y de ciencia ficción, al que el famoso escritor estadounidense de novelas de terror, ficción sobrenatural y misterio Stephen King (1947) definió como “el príncipe oscuro y barroco de la historia del horror del siglo XX”.

18 de octubre de 2019

H.P. Lovecraft: el alquimista alucinado (I)


Howard Phillips Lovecraft nació el 20 de agosto de 1890 en Providence, Rhode Island; era hijo de Winfield Scott Lovecraft y de Sarah Susan Phillips, ambos de ascendencia predominantemente inglesa. La madre de Lovecraft, que tenía numerosos hermanos y hermanas, no estaba despojada de distinción; su padre, por otra parte de condición modesta, poseía una biblioteca importante cuya estantería a menudo sirvió de refugio al joven Lovecraft. Era viajante de comercio y la gente solía reprocharle sus aires pomposos. Tres años después del nacimiento de Howard sufrió una serie de trastornos de índole neurológica por lo que fue incapacitado legalmente y hubo necesidad de imponerle al niño un tutor judicial.
Cinco años más tarde, llegado al punto culminante de una enfermedad que lo alejaba cada vez más de la normalidad, terminó por morir en el Butler Hospital, un centro psiquiátrico de Providence. Winfield Lovecraft estaba afectado de paresia (una parálisis parcial de la musculatura) y Sarah -que era neurótica- había decidido principalmente resguardar a su hijo de los rigores y de los peligros de la vida. No sólo es probable sino muy verosímil que Lovecraft nunca supo ni se enteró de las “molestias” que sufría su padre y de la manera como murió.
En Providence, Howard pasó su infancia y su juventud en un círculo relativamente restringido, alrededor de esta ciudad que contaba con una campiña sonriente, atravesada por el río Seekonk. Los Lovecraft pasaron los años correspondientes a la primera infancia de Howard en Auburndale, Massachussetts, donde vivían con una amiga de la madre de Howard, Louise Imogen Guiney (1861-1920), poetisa muy conocida. Su madre, que lo amaba hasta la locura, lo llevó algunas veces a Dudley, Massachussets; allí trabó el más amplio conocimiento con la naturaleza que, como escribiera más tarde “despertó su sentido de lo fantástico”.
Aparte de los años pasados en el College Hope, tuvo una formación autodidacta. Ese muchachón un poco enjuto era de un temperamento enfermizo; durante largos períodos de su adolescencia y de su edad adulta, fue un semi impedido. Tal vez porque era muy mimado, sensible en exceso y manifiestamente distinto a la mayoría de los muchachos de su edad -lo apasionaban la lectura, la química, la geografía-, desde muy temprano comenzó a crearse un mundo para él, o más bien a darle, mediante la escritura, una forma concreta a su universo imaginario.


Fue precoz, tanto en su infancia como en su adolescencia. “Cuando tenía tres años o menos escuchaba ávidamente los típicos cuentos de hadas, y los cuentos de los hermanos Grimm están entre las primeras cosas que leí, a la edad de cuatro años. A los cinco me regalaron ‘Las mil y una noches’, y pasé horas jugando a los árabes, llamándome Abdul Alhazred, lo que algún amable anciano me había sugerido como típico nombre sarraceno”, recordaría años después.
Apenas tenía uso de razón cuando ya escribía poemas y, hacia los trece años, compuso su primera historia “The beast in the cave” (La bestia en la cueva), dentro de la tradición gótica. Pero sus primeros escritos, a partir de los siete años, eran en su mayoría ajenos a la ficción. Se interesó en tal forma por la astronomía que pronto se encontró comprometido en la publicación de una revista mimeografiada, “The Rhode Island Journal of Astronomy” y, a los dieciséis años, entregaba cada mes un artículo sobre los fenómenos astronómicos corrientes al “Providence Tribune”. Todavía iba a clases, pero su estado de salud no le permitía entrar en la Universidad como lo había proyectado.
Es muy probable que los orígenes aristocráticos de sus ancestros maternos influyesen en su obra literaria inicial. Un componente común en esa época fue su marcado odio racial, pues en sus escritos un componente común fue asociar la virtud moral y el elevado intelecto civilizador a la raza blanca, mientras que los corruptos villanos de sus historias eran por lo general personas de clase baja, racialmente impuras, de raza no europea y de piel oscura, carente de virtudes e intelectualmente inferiores. Algunas de sus opiniones racistas más cruentas pueden localizarse en sus primeras poesías escritas en 1912, particularmente en “On the creation of niggers” (Sobre la creación de los negros) y “New England fallen” (La caída de Nueva Inglaterra), en las que plasmó de una forma muy cruda sus prejuicios, caracterizando explícitamente en el primero a la gente negra como bestias subhumanas, y deplorando en el segundo la ruina del “terreno ancestral, donde, de niño, jugué” por el “enjambre alienígena que se congrega en nuestra orilla”.


En 1914, Lovecraft se adhirió a la United Amateur Press Association y allí encontró no sólo a numerosos colegas que rápidamente se convirtieron en amigos y corresponsales, sino también un desahogo para una parte de sus obras de imaginación. En 1916, la United publicó su historia titulada “The alchemist” (El alquimista), escrita en 1908, y luego apareció “La bestia en la cueva” en la pequeña revista de “The Vagrant”. Sólo a partir de 1917, Lovecraft se puso a escribir los cuentos que habrían de asegurarle un lugar preponderante entre los autores norteamericanos de relatos macabros; aquel año escribió “Dagon” (Dagón), la primera historia aparecida en el número de octubre de 1923 de la revista “Weird Tales”.
Pero no fue la primera vez que Lovecraft se manifestó como escritor profesional: en 1922, su cuento melodramático “Herbert West: reanimator” (Herbert West: reanimador) apareció en la “Home Brew”, y más tarde, en el mismo año, esa misma revista publicó igualmente su historia de horror “The lurking fear” (El miedo que está al acecho), con ilustraciones del artista californiano Clark Ashton Smith (1893-1961). Pero fue la fundación de Weird Tales (1923) lo que debía asegurarle un mercado hasta su muerte prematura en 1937.
Nunca tomó compromiso alguno que supusiese una sujeción de su naturaleza demasiado sensible a cualquier clase de dominación; sin embargo intentó enrolarse en la guardia nacional de Rhode Island en 1917, pero lo eliminaron por inaptitud física, específicamente por sus “malestares nerviosos”. La fortuna de la familia no cesaba entonces de declinar, sobre todo luego de la muerte del abuelo materno de Lovecraft, Whipple V. Phillips, ocurrida en 1904. La pobreza influyó sobre la existencia de Lovecraft. Ante todo, como no era capaz de “hacer dinero”, debió restringirse y vivir el resto de sus días con casi 15 dólares por semana; así, se encontró cada vez más sometido a la dominación afectuosa no sólo de su madre sino igualmente de las hermanas de ésta, las señoras Clark y Gamwell, quienes fueron las únicas que lo sobrevivieron hasta 1941.


La declinación de la señora de Lovecraft fue acelerada: terminó por recluirse en el Butler Hospital en marzo de 1919. Esta mujer estaba agotada mental y físicamente, obsesionada por la cercanía de la bancarrota. Consideraba a su hijo como “un poeta de un grandísimo vuelo” y presentaba serios desequilibrios psíquicos de variado orden. Dos años más tarde, en mayo de 1921, la señora Lovecraft murió. Si bien la muerte de su padre tuvo en el niño Lovecraft escasas repercusiones debido a que prácticamente no pudo conocerlo, la de su madre le supuso una fuerte conmoción.
La bancarrota de su familia, que lo llevó de una casona patricia a una pensión compartida con sus tías en Providence alimentó su resentimiento social. Pero también ese descenso le abrió las puertas a un intercambio de cartas con decenas de escritores y admiradores en las que iría matizando su racismo.
Howard, creyendo que no podía ganarse la vida con una actividad literaria creadora, ofreció sus servicios como “corrector” de textos en prosa o en versos, y de esta manera se aseguró una renta que apenas sobrepasaba el mínimo vital. Su actividad como corrector le procuró nuevos amigos y corresponsales, del mismo modo que su trabajo para “Weird Tales”. Lovecraft redactó un largo texto para el mago e ilusionista húngaro Harry Houdini (1874-1926), “Marginalia”, y también estimuló a otros autores sugiriéndoles, en ciertos casos, temas de novela. Así, fue el inspirador de un bello cuento del reverendo Henry S. Whitehead (1882-1932) para el que imaginó el punto de partida viendo un espectáculo de feria en Nueva York: era un embrión de un mellizo que formaba un tumor. Esta actividad, asimismo lo puso en contacto con la escritora de origen ucraniano Sonia Greene (1883-1972), por entonces radicada en Brooklyn, para quien hizo el trabajo de revisión de una de sus obras: “The invisible monster” (El monstruo invisible), publicada en la “Weird Tales” y que llevaba la marca de Lovecraft. También colaboró con ella en sus cuentos “Four o'clock” (Cuatro en punto) y “The horror at Martin's Beach” (El horror en la Playa Martin).
La señora Greene, una mujer de negocios divorciada siete años mayor que él, propietaria de una elegante tienda de modas en la Quinta Avenida y escritora aficionada, era miembro de la United Amateur Press Association. La describen como una mujer grande, morena y llena de gracia. Sin duda fue atraída por el tímido Lovecraft, un hombre que no era proclive al matrimonio, ni siquiera a una relación estable o simplemente a mantener una relación que incluya el contacto físico. Sin embargo, con todas sus deficiencias, apostó a una relación con una mujer de personalidad completamente distinta a la suya. Se casaron en Nueva York, en marzo de 1924.


El matrimonio duró poco. La relación estuvo marcada por contrastes insalvables. Lovecraft era obsesivamente reservado mientras que Sonia era compulsivamente extrovertida. Menos de dos años después se separaron y finalmente se divorciaron algunos años más tarde. No podían entenderse por muchas razones: Lovecraft escribía en 1931 que su “única experiencia matrimonial se había terminado frente a un tribunal de divorcios por razones financieras en un 99 por ciento”. Pero no eran las únicas: en 1931 escribía al escritor norteamericano Vernon Shea (1912-1981): “Dificultades financieras, unidas a divergencias crecientes en nuestras aspiraciones y relativas al medio en el que creíamos vivir, nos condujeron al divorcio sin que mediaran reproches de un lado o del otro, ni tampoco acrimonia”.

9 de octubre de 2019

Cuentos selectos (XII). Bertolt Brecht: "Historia de alguien que nunca llegaba tarde"


Bertolt Brecht (1898-1956) fue uno de los dramaturgos más destacados e innovadores del siglo XX. Nacido en Augsburgo, Alemania, su gran aporte fue sin dudas la creación del llamado Teatro Épico (o Dialéctico, como también se lo conoce), una propuesta teatral que, influenciada notablemente por la generación del romanticismo alemán y la problemática de la cuestión social, se propuso invitar al compromiso político, mostrando y relatando los principales problemas sociales de su tiempo.
Brecht desarrolló su teoría a lo largo de toda su vida activa en el teatro. Primero, bajo la influencia del director y productor teatral alemán Erwin Piscator (1893-1966), teórico del que es conocido como Teatro Político, el cual se enfocaba en el contenido sociopolítico del drama y no en la inmersión emocional del público o en la belleza formal de la producción. Luego, sumando las concepciones teóricas de intelectuales rusos de la época como el escritor y crítico Víktor Shklovski (1893-1984) y el dramaturgo Vsévolod Meyerhold (1874-1940), en quienes ya se encontraba el concepto de distanciamiento entre el artista y su personaje. Su aporte creativo en la materia estuvo en el hecho de haber sistematizado esas propuestas y promovido la discusión en este sentido, con lo cual renovó profundamente el concepto de la obra teatral.
La atmósfera de enrarecimiento político y las convulsiones provocadas por las guerras determinaron la producción literaria alemana en las primeras décadas del siglo XX. Por otro lado y en la misma época, el teatro revolucionario surgido de la Revolución de Octubre en Rusia tendió a propagarse en Alemania, enriquecido por las experiencias de las vanguardias, sobre todo del cubismo, el expresionismo y el surrealismo. Fue en ese contexto de fusiones y nuevas experiencias que prosperó la estética teatral de Brecht.
Su amistad con teóricos del materialismo histórico como Karl Korsch (1886-1961) y Walter Benjamin (1892-1940), su militancia política y su adhesión a las ideas socialistas provocaron que, a partir de la ascensión del nazismo, tuviese que comenzar un largo exilio que lo llevaría a Dinamarca, Suecia, Finlandia y Estados Unidos, para regresar a su país recién en 1948.
Pero no sólo fue dramaturgo, también se destacó como poeta y cuentista. Brecht publicó sus primeros poemas en 1913 en la revista estudiantil “Die Ernte” y en 1927 apareció su primer libro de poemas: “Hauspostille” (Devocionario doméstico). Su obra narrativa, cuyos inicios coinciden con la cristalización de su temprana vocación literaria, se entrecruzó a lo largo de la vida del autor con el resto de su labor creativa y mayormente estuvo animada por los mismos objetivos que guiaron su producción teatral y poética. Sus primeras narraciones breves fueron publicadas en diversos periódicos y revistas de su ciudad natal; luego, a lo largo de su difícil exilio, siguió escribiendo relatos que, más tarde, aparecerían -muchos de ellos- en “Kalendergeschichten” (Historias de almanaque) y en “Geschichten vom herrn Keuner” (Historias del señor Keuner).


El novelista alemán Lion Feuchtwanger (1884-1958), escritor que colaboró estrechamente con Bertolt Brecht en varias de sus obras cuando ambos estaban exiliados en Estados Unidos, decía en uno de los manuscritos hallados en su biblioteca tras su muerte: “Brecht utilizaba todos los temas y formas que le atraían, ensayaba con ellos, los modelaba, se los apropiaba y los transformaba de tal forma que al final eran suyos por completo. Brecht consideraba sus creaciones como algo provisional, en ciernes. Libros que había dado a la imprenta hacía tiempo, obras de teatro que había montado innumerables veces nunca estaban terminadas para él. Como a muchos de los grandes artistas alemanes, le importaba más el proceso creativo que la obra terminada”.
Por su parte, el editor alemán Siegfried Unseld (1924-2002) en “Der autor und sein verleger” (El autor y su editor) publicado en 1985, repasó la relación de Brecht, Rainer María Rilke (1875-1926), Hermann Hesse (1877-1962) y Robert Walser (1878-1956) con sus editores. También, con respecto a Brecht, explicó cuáles eran sus métodos de trabajo: “Un rasgo típico del método creativo de Brecht era su capacidad para reanudar una y otra vez, durante años incluso, el trabajo en una fábula, una idea dramática, un borrador. Ninguna versión impresa era la definitiva, y seguramente ni siquiera recordaba ya él mismo dónde había hecho los cambios”.
La mayoría de sus narraciones tenían como protagonistas a figuras históricas y se desarrollaban tanto en tiempos remotos como en la época contemporánea. Sin embargo, un motivo central le confirió unidad y coherencia a todas ellas: el comportamiento de los personajes y las situaciones dramáticas servían de vehículo para el aleccionamiento moral, la destrucción de mitos, la crítica de prejuicios y la iluminación de zonas oscuras de la historia y de la sociedad humanas.


La totalidad de su obra, tanto dramática como lírica, teórica y narrativa sería publicada póstumamente.

HISTORIA DE ALGUIEN QUE NUNCA LLEGABA TARDE

Había una vez un joven que era inteligente. Muy inteligente. Enormemente inteligente. Tan inteligente que en las noches serenas oía crecer los árboles y toser a las ardillas tísicas. Sí... y más inteligente aún. Eso era lo que pensaba todo el mundo y, como es lógico, él más que nadie. Y eso es fundamental. Cómo no iba a conocerse a sí mismo. Y bien: era muy inteligente. Un don por cierto muy valioso.
Pero tenía una característica que era cien, no, mil, no, cien mil veces más valiosa aún. Aquel joven nunca llegaba tarde. “En el mundo puede ocurrir cualquier cosa, pero que yo llegue tarde es tan absurdo como pretender que un asno sea un camello. ¡Como lo oyen!”. Eso decía el joven de sí mismo. Y él tenía que saberlo. ¿No?
Y así el mozo se iba haciendo hombre y crecía en sabiduría y en virtud. Y sus parientes se preguntaban seriamente qué ocurriría, si era posible que existiera tanta astucia como la que tenía aquel joven. Y mientras los amigos y parientes discutían y hablaban con grandilocuencia del futuro del joven, éste dedicaba toda su atención a tan importante problema. Aún vacilaba entre ser Príncipe de Poetas o Emperador Soldado. Ambos oficios tenían su parte buena.
¿Príncipe de Poetas? Hum, podría ser, después de todo, La parentela no tendría nada que alegar en contra. Él ya llevaba escritos algunos poemas maravillosos. Su aptitud había quedado demostrada. Su glorioso poema “El Amor” era un modelo de poesía clásica. Sin ir más lejos, aquella estrofa final: “Glorioso y divino amor, / de pleno y sensible pulso, / eres el más bello impulso, / triunfante sobre el dolor” estaba más allá de toda crítica. La exquisitez de otro de sus poemas quedaba demostrada por el solo hecho de su publicación en uno de los últimos números de la revista “Gartenlaube”... De modo que Príncipe de Poetas... ¡había que tenerlo en cuenta!
Nº 2. ¿Emperador Soldado? Tampoco estaría mal. Por supuesto, aquel joven tan dotado no podía conformarse con menos que un imperio franco-español. ¡De ninguna manera! Por otra parte, era muy fácil conquistarlo. Bastaba con trabar íntima amistad con el ex rey de Portugal, regresar con éste a España y -después de liquidarlo- hacerse coronar emperador. ¡Simplísimo! ¿No es verdad? Sus dotes militares se habían puesto muy precozmente de manifiesto. De modo que Emperador Soldado tampoco era de despreciar...
Y así el pobre joven, tan bien dotado, vacilaba y vacilaba entre aquellos dos oficios. Porque los dos oficios tenían también sus contras. Lamentablemente, el Príncipe de Poetas tendría que saber componer poemas. Y el Emperador Soldado tenía que empezar por buscar al rey estúpido al cual pensaba destituir. Y vaciló durante mucho tiempo.
Por fin decidió ser dependiente en un gran almacén. Y lo fue. Porque lo que él se proponía, lo llevaba a cabo. Y fue feliz entre las latas de arenque y las cajas de sombreros. Su ideal era llegar a ser un Rey de la Bolsa. Pero de serlo, quería serlo en grande. ¡Alguien para quien los Rothschild fueran unos pobres mendigos!
Y entonces, en esa época, cuando el joven tenía justamente quince años, ocurrió algo. El talentoso muchacho se enamoró.
La primera consecuencia fue que el dependiente de comercio, alias Príncipe de Poetas, rozado por un Eros hambriento de rosas, dio a luz un poema... un poema... ¡Oh! ¡Oh! ¿Qué clase de poema? Una obra magna, una revelación. Constaba de veinte estrofas y llenaba todo un cuadernillo. Cada estrofa tenía diez versos, cada verso doce palabras… Era colosal. Gigantesco. ¡Grandioso!
Pero eso no fue más que el comienzo. A continuación el joven se juró a sí mismo convertir a la “bella de los ojos negros” en su esposa. Lo juró al nocturno y secreto resplandor de una vela, lo juró por sus barbas. Al hacerlo aferró los dos pelos que constituían su barba y que ya habían alcanzado un centímetro de largo… Lamentablemente, uno se le desprendió en la acción.
Y la campaña comenzó. Pero en la campaña se puso de manifiesto una pequeña falla de nuestro Príncipe de Poetas: era tímido. Cada vez que se encontraba con su futura esposa, hacía un gran rodeo para eludirla. Y así transcurrieron los meses, los años, los decenios. Los siglos… Bueno, he ido demasiado lejos. Transcurrieron sólo dos meses. Y un día de lluvia, la vio del brazo de otro. No supo cómo pudo llegar de regreso a su casa esa tarde. Solo en su cuartito desierto, abandonado de Dios y de los hombres, lloró.
Es mala señal que un hombre serio llore… Pero luego se mesó la barba, es decir, tironeó del último pelo que le quedaba en la barbilla. Se volvió triste. Se pasaba los días enteros sumido en un estado de ánimo sombrío, y meditaba tras las latas de arenque. Meditaba sobre un problema, un extraño problema. Se trataba de lo siguiente: ¿Cómo es posible que alguien tan inteligente llegue tarde?
Y así estuvo mucho tiempo, inactivo, pensando… Con el tiempo perdió el juicio. Sólo se lo oía murmurar: “yo no llego tarde”. Y si aún no ha muerto, ha de seguir viviendo todavía…

7 de octubre de 2019

Una recorrida por el cuento latinoamericano de la primera mitad del siglo XX

El romanticismo que dominó la literatura en Europa desde finales del siglo XVIII hasta mediados del siglo XIX, se caracterizó por su imaginación y subjetividad, su libertad de pensamiento y expresión y su idealización de la naturaleza. Hacia fines del siglo XIX, las letras del ámbito iberoamericano se desprendieron de la tradición enciclopedista que habían heredado de España, y de manera más o menos veloz, comenzaron a incorporar los aportes de aquel movimiento. Así, se dio origen en Hispanoamérica al desarrollo del cuento, confundiéndose muchas veces con el costumbrismo que cultivó, por ejemplo, el peruano Ricardo Palma (1833-1919) en "Tradiciones peruanas", unos relatos que, con aires de leyenda, abundancia de descripciones detalla­das y un riguroso análisis de las costumbres, el autor publicó entre 1872 y 1911.
Cuando Europa exportó a nuestro continente el naturalismo de Emile Zola (1840-1902), "la imitación servil de los modelos europeos esterilizó y estancó el progreso del género narrativo de América", sostuvo en 1946 el profesor hispanomexicano Adolfo Sánchez Vázquez (1915-2011) en "Perfil del cuento en América". Afortunadamente el naturalismo importado, poco a poco, fue dejando de lado las pautas francesas para abocarse al realismo que abordaba los problemas sociales regionales, dando lugar al naturalismo hispanoamericano que sobresalió en las obras del chileno Baldomero Lillo (1867-1923), del uruguayo Javier de Viana (1868-1926) y del argentino Ro­berto Jorge Payró (1867-1928), quienes lograron hacer un análisis sociológico de la rea­lidad en esa etapa de transición.
Simultáneamente, muchos poetas modernistas se lanzaron a la escritura de cuentos, dotándolos de nuevas formas estilísticas en las que sobresalía la lírica por sobre la composición de la secuencia narrativa. En este aspecto descollaron los mejicanos Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895) y Amado Nervo (1870-1919). 
Lo propio hicieron el nicaragüense Rubén Darío (1867-1916), el cubano José Martí (1853-1895), el venezolano Manuel Díaz Rodríguez (1871-1927) y el boli­viano Ricardo Jaimes Freyre (1868-1933), fieles representantes del modernis­mo dramático.
Este modernismo aportó una re­novación del lenguaje y del estilo al incorporar imáge­nes, metáforas y símbolos para dar paso a una nueva narrativa. En la Argentina, Leopoldo Lugones (1878-1938) incorporó el plano de las alucinaciones y el mundo mis­terioso de lo sobrenatural y extraterreno a la cuentística de su país, convirtiéndose en un adelantado de la futura literatura fantástica. 
El guatemalteco Rafael Arévalo Martínez (1884-1975), después de acceder a todos los géneros literarios, so­bresalió en cuentos que guiaron a la literatura de Guatemala fuera del modernismo y la enfocaron hacia las nuevas tendencias contemporáneas, como lo sería el llamado realismo mágico.
El argentino Ricardo Güiraldes (1886-1927), des­pués de su punto de partida modernista, se ubicó en ese estadio intermedio entre el camino de la fantasía y el camino realista que es el criollismo, un movimiento dedicado a desentrañar los laberintos del alma de la llanura pampeana. Fue el uruguayo Horacio Quiroga (1878-1937) la cum­bre mayor de este movimiento. Incorporado a la Argen­tina y enraizado en la selva misionera, encontró en ella su mejor fuente de inspiración.
Quiroga "huma­nizó la selva casi tanto como selvatizó la pintura de cier­tas zonas de la realidad ciudadana de cuyo escudriña­miento extrajo cuadros de pesadilla" -dice el crítico literario argentino Luis Emilio Soto (1902-1970) en "El cuento" (1959), y a través de sus cuentos "culminó en la sucinta disección de los estados de ánimo que tocan las fronteras de la subconciencia". En el Uruguay, asimismo, la narrativa criollista tuvo un gran exponente en el cuentista Yamandú Rodríguez (1891-1957).
En el Perú, Abraham Valdelomar (1888-1919) descubrió la realidad de la vida provinciana, con sus evocaciones infantiles de la vida en las aldeas costeras y Enrique López Albújar (1872-1966) consiguió agudas observaciones serranas con sus personajes indígenas y ambientes absolutamente nacio­nales. De este modo descentralizaron la obra narrativa, llevándola desde los límites de la urbe principal hasta las fronteras del país, con­tando la vida de cada región nacional.
En Chile, el máximo representante del criollismo, con hondo fer­vor regionalista, fue Mariano Latorre (1886-1955), quien describió la vida del suelo chileno, documentando las características vitales de cada región. En Venezuela, inició la corriente criollista Luis Manuel Urbaneja (1873-1937) que hizo del ambiente campesino la esencia de sus obras narrativas y Rómulo Gallegos (1884-1969) conjugó en su producción narrati­va el impresionismo artístico (here­dado del modernismo) y el realismo descriptivo (here­dado del naturalismo). En la República Dominicana, Sócrates Nolasco (1884-1980) cultivó el cuento criollista, detallando costumbres rurales y mostrando la idiosincrasia de su pueblo.
Con el correr del siglo XX, con la influencia de la no­velística rusa experta en psicologías atormentadas, el criollismo maduró en nuevas formas narrativas orientadas a un compromiso de tipo social. En este aspecto sobresalieron los chilenos Luis Durand (1895-1954) y Manuel Rojas (1896-1973), quienes revolucionaron las formas narrativas al dejar atrás el realismo tradicional del naturalismo y el criollismo en boga, y cambiar las estructuras y el lenguaje de los personajes.
El cuento boliviano, también exhibió esa conjunción armónica entre el hombre y el paisaje, con enfoques bien definidos según sus regiones terri­toriales. Así, Hugo Blym (1910-1979) abordó el drama campe­sino del altiplano; Man Césped (1874-1932), hizo lo propio con la región del valle, y Alfredo Flores (1887-1987) sobresalió en la zona del oriente tropical.
Paraguay incorporó la problemática campesina a partir de Natalicio González (1897-1966) y Carlos Zubizarreta (1904-1972), los que retrataron al campesino no como individuo sino como héroe de masas. En todo el continente americano, las grandes masas de campesi­nos, mineros y pescadores proporcionaron material literario para el desarrollo del cuento.
Este nuevo realismo adentrado tanto en la tierra como en la ciudad, es el de los narradores del grupo argentino de Boedo y de las crea­ciones de Benito Lynch (1880-1951), de Guillermo Guerre­ro Estrella (1891-1944) y de Atilio Chiappori (1880-1947). Es también el estilo del uruguayo Felisberto Hernández (1902-1964), del dominicano Juan Bosch (1909-2001), del guatemalteco Mario Monteforte Toledo (1911-2003) y del peruano José Diez Canseco (1904-1949).
Dos hechos históricos -la Revolución Mexicana (1910-1920) y la Guerra del Chaco (1932-1935)- generaron en el ámbito literario una cuentística especial. En México, Martín Luis Guzmán (1887-1976), Rafael Muñoz (1899-1972) y Francisco Rojas González (1904-1951); en Bolivia, Augusto Céspe­des (1904-1997), y en Paraguay, Arnaldo Valdovinos (1908-1991), iniciaron un compromiso político que más tarde siguieron numerosos cuentistas de toda Latinoamérica, orientados hacia la denuncia, la literatura de protesta y la difusión de ideologías políticas.
Simultáneamente y a partir del modernismo, supe­rado el criollismo, se formó la corriente denomina­da fantástica, una forma encarada por numerosos cuentistas del continente americano, que tuvo como gran maestro a Jorge Luis Borges (1899-1986) que inauguró un nuevo universo poético en la historia del cuento.
Los integrantes del grupo de Florida Adolfo Bioy Casares (1914-1999) y Enrique Anderson Imbert (1910-2000) fueron los cultivadores, en principio, de la literatura fantástica argentina. Luego Julio Cortázar (1914-1984) y Marco Denevi (1922-1998) fueron óptimos representantes de esta nueva perspectiva narrativa.
En México, Juan José Arreola (1918-2001) y Fernando Benítez (1912-2000) revelaron en sus cuentos una aguda sensibilidad poética que les per­mitió trastocar el orden de lo real con sus ficciones, lo mismo que el guatemalteco Miguel Angel Asturias (1899-1974) y el cubano Alejo Carpentier (1904-1980), quienes partiendo desde el camino de la fantasía penetraron la realidad circundante y dieron lugar al nacimiento del realismo.