5 de marzo de 2022

Liberalismo económico. Una historia de ambiciones, clasismos, guerras, revoluciones y otros percances

VI. El surgimiento de Hitler y Mussolini / Los Años Locos en Estados Unidos

Weimar, la pequeña ciudad ubicada en el Estado federado de Turingia que a fines del siglo XVIII fue la morada de dos de los dramaturgos más importantes de Alemania, Johann von Goethe (1749-1832) y Friedrich Schiller (1759-1805); la ciudad en la que  pasó gran parte de su vida el virtuoso compositor, pianista y director de orquesta Franz Liszt (1811-1886) y en la que falleció el influyente filósofo Friedrich Nietzsche (1844-1900), se había convertido en el epicentro de la toma de decisiones tanto políticas como sociales y económicas. Ello se debió a que Berlín, la tradicional capital de los sucesivos sistemas estatales alemanes, era considerada demasiado peligrosa para ser sede de la Asamblea Nacional debido a los constantes disturbios callejeros provocados por unidades paramilitares de ultraderecha conformadas por militantes nacionalistas, racistas y antisemitas, prosélitos todos ellos del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán cuyo líder desde 1921 era Adolf Hitler (1889-1945). El terrorismo practicado por estos grupos se cobró la vida de algo más de trescientas cincuenta personas, entre ellas la de los  ministros liberales Matthias Erzberger (1875-1921) y Walther Rathenau (1867-1922).
Casi en simultáneo, en Italia se producía otro episodio de degeneración moral: la Marcha sobre Roma, una movilización organizada por Benito Mussolini (1883-1945), entonces dirigente del Partido Nacional Fascista, que marcó el final del sistema parlamentario. De esta manera, tanto en Alemania como en Italia, el temor de las clases dominantes a quedar acorraladas por las ideas socialistas, llevó al nacimiento de dos movimientos políticos antidemocráticos y antiliberales: el nazismo y el fascismo. En ambos casos el intervencionismo estatal rompió con gran parte de las tradiciones clásicas del liberalismo decimonónico. Los grandes grupos industriales y capitalistas expresaron la necesidad de un Estado fuerte capaz de garantizar sus intereses económicos y de hacerle frente al “peligro comunista”.
A todo esto, del otro lado del océano Atlántico, Estados Unidos -que se había convertido en la nación más poderosa y más liberal del hemisferio occidental- atravesaba desde 1922 un período de prosperidad económica que se conoció como “años locos” o “felices años veinte”. Cinco años antes, con el ingreso de Estados Unidos en la guerra, se había producido la mayor intervención del Estado en la economía, mientras se concedían mejoras al movimiento obrero para evitar las huelgas. Estas medidas contribuyeron a reforzar la seguridad del capitalismo y a contener los reclamos del descontento social. Luego de la guerra, la necesidad de la burguesía de recomponer sus ganancias hizo que la política cambiara y aumentara la explotación de la clase trabajadora. Fue así que arreciaron las huelgas y la maquinaria de represión, que se había mantenido intacta, fue puesta nuevamente en movimiento. Centenares de dirigentes y activistas fueron reprimidos y encarcelados por lo que, a juicio del gobierno, constituía una amenaza de revolución proletaria.


De allí en más, la política económica llevada adelante por los sucesivos gobiernos estuvo guiada por el mismo objetivo: restringir la acción del Estado para que los empresarios, en el marco de la libre competencia, encontrasen las mejores condiciones para sus negocios. El papel del Estado se limitó a aumentar el gasto público particularmente en las pensiones, la salud, la educación y la vivienda. Fueron años en los que prevaleció la idea de que la economía norteamericana, regida por el liberalismo, era lo suficientemente fuerte como para autorregularse.
El notable crecimiento de su economía se debió a que durante la Primera Guerra Mundial había exportado enormes cantidades de armamentos y otros productos a los países europeos. Al finalizar la guerra, la economía de Europa quedó muy golpeada. La mayoría de sus países tenían enormes deudas con Estados Unidos a la vez que necesitaban productos que no podían fabricar debido a los daños sufridos durante la conflagración. Así, una buena parte de los países europeos se convirtieron en deudores y demandantes mientras Estados Unidos lo hacía como acreedor y oferente. Esta situación llevó, lógicamente, a que la economía y los ingresos norteamericanos creciesen vertiginosamente.
A ello hay que sumarle las innovaciones técnicas generadas por el antes mencionado “taylorismo” a las que se le sumaron las ideadas por Henry Ford (1863-1947), las que posibilitaron la producción en cadena mediante la mecanización del trabajo mediante la cinta de montaje, la línea de ensamblado y la especialización y utilización de la mano de obra en procesos pequeños y específicos. Esta técnica, a la que se conoció como “fordismo”, también propició la suba de los salarios de los obreros para que pudiesen consumir los productos que fabricaba, en este caso el automóvil Ford T. De hecho, el propio Ford dijo que uno de sus objetivos era “convertir a la clase obrera en clase acomodada”.
A la vez, estos adelantos técnicos influyeron en otras ramas de la industria como la química, la siderúrgica, la metalúrgica, la textil y la de producción de bienes de consumo. Aparecieron las cadenas de grandes almacenes especializados en productos alimenticios y farmacéuticos. La mayoría de las industrias productoras de bienes de consumo estaba controlada por un pequeño número de grandes empresas. Fue entonces que, gracias a los créditos a bajo interés y las ventas en cuotas, se extendió notablemente el consumo de bienes como los automóviles, los teléfonos, los electrodomésticos, las prendas de vestir, etc. Impulsado por la publicidad en los medios de comunicación masivos como los diarios, las revistas, el cine y la televisión, se produjo un considerable crecimiento de lo que, tanto los economistas como los sociólogos, denominan “sociedad de consumo”. Esto propició un clima de euforia y confianza ciega en el sistema capitalista.


Se trataba del “American way of life” (estilo de vida americano), un paradigma de la fe en los valores democráticos liberales: la libertad, las posibilidades de enriquecimiento y el bienestar. Los valores que lo impulsaban eran los del éxito, la iniciativa y el esfuerzo individual, en concreto, la llamada meritocracia, un concepto que no tiene en cuenta que las oportunidades en realidad no son iguales para todos. La meritocracia aviva la desigualdad y la estratificación social; la pobreza y el fracaso son considerados signos de pereza, de falta de inteligencia, de debilidad e incompetencia. Estas adjetivaciones, ordinariamente, eran aplicadas a los descendientes de los explotados pueblos nativos y de los esclavos africanos, a los que se les sumaron millones de inmigrantes europeos que huyeron de la miseria provocada por la Gran Guerra. Todos ellos, por lo general, se aglomeraban en distintos barrios de las ciudades en donde reinaban la pobreza y la exclusión.
Desde que la inmigración comenzó a regularse en 1921 había prevalecido la mano de obra no especializada. Los campesinos europeos se convirtieron en obreros, peones, jornaleros, y muchos de ellos eran mujeres. Fueron muy pocos los inmigrantes que pudieron realizar en Estados Unidos las actividades para las cuales estaban capacitados. Los británicos abundaron en la construcción de los ferrocarriles, y los alemanes e irlandeses en las carreteras. Casi la mitad de los mineros de Estados Unidos fueron irlandeses, británicos, italianos, canadienses o escandinavos. Las mujeres inmigrantes trabajaron también como costureras o en la industria textil. En esta última actividad, en la metalúrgica y en la construcción, trabajaban además inmigrantes de Europa Oriental. Todos trabajaban en los sectores menos especializados, no tenían medios de producción propios y no percibían salarios altos.
Por entonces, en determinadas regiones y sectores de la actividad económica, la miseria era ilimitada. Se calcula que en 1904 entre 10 y 20 millones de norteamericanos vivían en el más grande desamparo. En Nueva York, las viviendas se levantaban con absoluto desprecio de la intimidad y la higiene, la luz y la ventilación eran deficientes. Se edificaban viviendas o se construían barriadas miserables en zonas amenazadas por aguas estancadas o contaminadas. La ausencia de servicio de recolección de basura y de un adecuado alcantarillado eran focos de desarrollo de parásitos y enfermedades. La tasa de mortalidad como consecuencia de la tuberculosis era muy alta en esa ciudad. Había falta de higiene en la fabricación de productos alimenticios (carne envasada, leche). El hacinamiento provocaba incendios. Los pobres no sólo eran víctimas del desempleo sino también de la inseguridad en los trabajos. Aun cuando los salarios fuesen elevados para la mayoría, las condiciones de trabajo eran deplorables. 


Miles de mujeres pobres en Chicago, Boston y Nueva York, trabajaban en los llamados “sweatshops” (talleres clandestinos), los que estaban emplazados en lugares improvisados y estrechos, y eran sometidas a la arbitrariedad de los patrones. En esa época se calcula que había empleados, en todo Estados Unidos, alrededor de un millón 700 mil menores de quince años; 20 mil de ellos trabajaban en turnos de 12 horas en las industrias textiles del Sur.
A partir de 1880, el movimiento obrero había exigido una jornada de 8 horas pero, todavía en 1920, la semana laboral seguía siendo de 60 horas. Entre 1909 y 1910, en promedio, se producía un accidente mortal cada hora. Este sistema de explotación hizo que la tasa de mortalidad fuese cuatro veces mayor entre los pobres que entre los ricos. Uno de los síntomas de la pobreza era el elevado número de vagabundos que viajaba ilegalmente en los trenes, yendo de un lugar a otro en busca de algo mejor. La inestabilidad tanto en los obreros especializados como en los que no lo eran, era una característica común. Este profundo abandono de las cuestiones sociales revelaba no sólo desinterés por el bienestar material de la clase trabajadora, sino también desprecio por su dignidad.
Esto, de alguna manera, trae a la memoria unas declaraciones del 16º presidente de Estados Unidos, el republicano Abraham Lincoln (1809-1865) quien se declaraba abiertamente antiesclavista durante la Guerra de Secesión que se desarrolló desde 1861 hasta 1865. Fue una guerra civil que se dio entre los que querían conformar una confederación de Estados soberanos que pudiera disolverse (la Confederación) o una nación indivisible con un gobierno nacional soberano (la Unión). En 1858 declaró que se oponía a la igualdad social y política de las razas blanca y negra, a convertir en electores a los negros, hacerlos miembros de jurados o que se celebraran matrimonios mixtos. Luego, en 1862, al año siguiente de haber sido elegido presidente, expresó que lo que él quería era salvar la Unión, liberando a algunos, a todos o a ningún esclavo, que lo que hacía por la esclavitud era esencialmente para salvar a la Unión.
Pero, volviendo a la década del ’20 del siglo pasado, era indudable que la acentuada diferencia de clases que provocaba la llamada “industrialización” y la acelerada acumulación primitiva de capital había generado una profunda división entre los empresarios y los trabajadores, los ricos y los pobres, lo que originó, entre otras muchas consecuencias, que las ciudades industriales tuviesen dos espacios bien definidos: los barrios residenciales para los empresarios y los arrabales para los obreros. No obstante, la misma sociedad de clases fue generando un sector medio de empleados, gerentes, funcionarios y profesionales, los que fueron conformando una clase media, una pequeña burguesía que trató de diferenciarse de los trabajadores pobres y súper explotados.
En 1899, el antes citado sociólogo y economista estadounidense Thorstein Veblen publicó “The theory of the leisure class” (Teoría de la clase ociosa), un original ensayo en el que analizó de forma certera e incisiva el espíritu neoliberal y criticó  casi satíricamente los mecanismos que llevaban a una determinada clase social a competir con la intención predominar sobre los demás. “La economía de las sociedades humanas -escribió- está dominada por un impulso, la tendencia a rivalizar, a compararse a los demás para rebajarlos. El objetivo esencial de la riqueza no es responder a una necesidad material sino garantizar una diferenciación provocativa”. Para exhibir los signos de un estatus superior al de sus congéneres se entregaban al consumo exacerbado, un consumo que cumplía una función fundamental en la reproducción económica pero que, poco a poco, invadía todas las actitudes sociales y las instituciones de las nuevas sociedades opulentas surgidas como consecuencia de la revolución industrial. Esa suerte de hostilidad entre las clases sociales traía aparejada consecuencias aciagas, entre ellas la secundarización del altruismo, ya que la clase que terminaba por sobresalir, a la que bautizó mordazmente como “clase ociosa”, lo hacía en virtud de actitudes egoístas. Algo más de dos décadas más tarde, esas observaciones mantenían una vigencia desoladora.


Pero la bonanza liberal, que hizo crecer la economía estadounidense a un ritmo que no se había registrado antes, no duraría mucho. Durante aquellos años, el incremento en la productividad no fue acompañado por aumentos salariales. La demanda fue alentada mediante la expansión del crédito, por lo que las compras bajo ese sistema crecieron descontroladamente generando altas tasas de endeudamiento. También comenzó a haber morosos cuando algunos adquirentes compraban sin la debida solvencia. Esto motivó un descenso de la demanda en la producción agrícola e industrial mientras la oferta seguía subiendo. Ese desequilibrio entre la oferta y la demanda motivó dos problemas: la sobreproducción y la caída de los precios. A ello hubo que sumarle la especulación bursátil que fue lo que, en definitiva, desató el colapso de la economía en 1929.
Durante la década de los años ’20 los principios del libre mercado habían sido claramente predominantes. El gobierno federal alentó una política de créditos baratos, sobre todo a las empresas privadas con el fin de facilitarles la ampliación de los volúmenes de sus negocios con lo que, según los principios del liberalismo, aumentarían la producción y el empleo, y se reduciría la pobreza. Muchas empresas se fusionaron y con ello se conformaron grandes industrias que se dieron en llamar “consolidadas”. Estos conglomerados empresariales, alentados por la prosperidad, comenzaron a emitir nuevas acciones que cotizaban en la Bolsa de Valores de Nueva York con la finalidad de obtener más ganancias. Algunas de ellas eran invertidas por las empresas en depósitos a plazo fijo en los bancos, y con los intereses obtenidos adquirían acciones de otras empresas y especulaban con ellas en la Bolsa, dando un nuevo giro a la rueda de la especulación financiera.
El crecimiento de las empresas así generado creó una fuerte tendencia al aumento de los excedentes de producción, sin aportar al mismo tiempo los mecanismos adecuados para su absorción, lo que originó desocupación y capacidad productiva no utilizada. A su vez, se produjo la saturación del mercado por la falta de demanda, algo que estaba directamente vinculado con la baja de los salarios reales y el creciente número de desocupados. Esto vino a demostrar la fragilidad del sistema económico pues, desde mediados esa década, se basó en la especulación financiera, es decir, en invertir una determinada suma de dinero con el fin de beneficiarse por medio de las variaciones de los precios en el corto o mediano plazo, y no en el aumento de la producción y el consiguiente consumo.
Después de más de un año de espectaculares incrementos de los precios de las acciones, estos cayeron abruptamente, en gran medida como resultado de la especulación pero en última instancia como expresión de las contradicciones del sistema capitalista liberal. Ni bien la burbuja financiera explotó con las ventas masivas de los títulos de bolsa, el pánico desembocó en la quiebra en cadena de bancos y la desvalorización de las monedas. A partir del crack bursátil, cayeron los precios de las mercancías, mucho más rápida y profundamente las agrícolas que las industriales. Los “años locos” finalizaron el 24 de octubre de 1929, un día que pasó a la historia conocido como el “Jueves negro”, y sus consecuencias desembocarían en la llamada “Gran depresión” de la década siguiente.