6 de marzo de 2022

Liberalismo económico. Una historia de ambiciones, clasismos, guerras, revoluciones y otros percances

VII. La Gran Depresión, una de las crisis del liberalismo

Desde que Smith fundamentó las bondades de la “mano invisible del mercado”, Ricardo relacionó la “prosperidad para todos” con el libre comercio, Say enunció su “ley de los mercados”, Menger creó los conceptos de “sujetos y bienes económicos”, Walras desarrolló su “teoría del equilibrio general” y Marshall incluyó el factor tiempo para su análisis del “equilibrio parcial”, hasta la crisis capitalista de 1929-1933, en los marcos de la teoría económica con excepción de Marx, apenas el economista e historiador suizo Jean Charles Simonde de Sismondi (1773-1842) y el economista y demógrafo británico Robert Malthus (1766-1834) se refirieron a la posibilidad de crisis dentro del capitalismo. El primero lo hizo en “De la richesse commerciale” (Tratado sobre la riqueza comercial) publicado en 1803, y el segundo lo hizo en “Principles of political economy” (Principios de economía política) publicado en 1820. Pero aquel día de 1929, la realidad ocupó su lugar en la discusión teórica: estallaba la crisis económica en la Bolsa de Estados Unidos y se extendía a los demás países capitalistas del mundo, descendiendo drásticamente los niveles de producción industrial y del comercio, colapsando la vida económica y dejando una profunda secuela de miseria y acrecentada desigualdad social.
Al cumplirse el 90º aniversario de este aciago acontecimiento, el periodista catalán Javier Moncayo (1980) publicó en la revista barcelonesa “Historia y Vida” nº 458 un artículo titulado “1929: el mayor apocalipsis financiero”. En él describió con rigor aquellos hechos: “El inicio de la Gran Depresión no pudo ser más brusco. En apenas seis días, a finales de octubre de 1929, la Bolsa de Nueva York se hundió estrepitosa e inesperadamente. El crac borró de un plumazo el febril optimismo del mercado bursátil y la supuesta invulnerabilidad de la América republicana de los años veinte. La Bolsa había subido sin apenas interrupciones desde el principio de la década, coincidiendo con un largo período de bonanza económica que sus contemporáneos vieron como una era de prosperidad sin fin. Durante los felices veinte, el país se dedicó con entusiasmo a la producción y adquisición de bienes de consumo propios de una economía industrial moderna. Mientras, el pujante mercado de valores se convertía en el símbolo del potencial de crecimiento de la economía norteamericana. Hacia 1929 se contaban por decenas de miles los ciudadanos que se habían dejado tentar por la especulación bursátil, financiada en gran medida con créditos bancarios”.


“En septiembre de ese año -continúa Moncayo-, la Bolsa alcanzó su cota máxima. A partir de esa fecha evolucionó a la baja, pero casi nadie percibió la amenaza del inminente crac. El 24 de octubre, conocido como ‘Jueves negro’, el pánico se apoderó del parqué neoyorquino y el mercado sufrió una caída del 9%. El 29 de octubre, o ‘Martes negro’, fue todavía peor, el día más aciago de la historia de la Bolsa de Nueva York. La venta de más de 16 millones de acciones evaporó las suculentas ganancias de todo el año y arruinó a los especuladores. Algunos, desesperados, optaron por suicidarse. Y el mercado siguió desplomándose. El crac tuvo un efecto devastador en la confianza de empresarios y consumidores. Su reacción negativa aceleró un deterioro económico apenas perceptible hasta entonces, pero que fue cada vez más evidente en los meses posteriores al colapso del mercado. Nadie podía imaginarse en aquellos momentos que el batacazo de 1929 se convertiría en una depresión durísima, y menos que se prolongaría un decenio”.
Había calado fuertemente en la sociedad estadounidense, sobre todo en los círculos empresariales, la idea de que la economía moderna basada en el liberalismo y su inmensa capacidad de producción y consumo vencerían sin problemas cualquier indicio de recesión. Sin embargo, tales esperanzas resultaron vanas. Durante 1930, cientos de empresas sin liquidez cerraron, y las que sobrevivieron congelaron la inversión, lo que ocasionó la destrucción de innumerables empleos y un fuerte descenso de la producción. La demanda de bienes y servicios se contrajo debido al estancamiento productivo y el retraimiento de los consumidores. “La Bolsa -elucida Moncayo- continuó su declive, los precios agrícolas se hundieron, y la imposibilidad de los clientes de pagar sus préstamos puso a muchos bancos contra las cuerdas. Además, se produjo un acusado descenso de las exportaciones cuando los efectos del crac norteamericano se dejaron sentir en Europa a finales de 1929 y dieron paso allí a una crisis igualmente severa. Dos acontecimientos extraordinarios vinieron a empeorar las cosas en 1930. Uno fue el comienzo de una prolongada sequía que asoló los estados agrícolas de las grandes llanuras del centro y sur del país, el segundo descalabro fueron las quiebras de bancos”.
De alguna manera, se reproducía la ola de pánico de 1873 provocada por la quiebra de la entidad bancaria Jay Cooke and Company de Filadelfia el 18 de septiembre de 1873, junto a la previa caída de la Bolsa de Viena el 9 de mayo de aquel año. Fue una de las crisis económicas que azotaron la vida económica de la última parte del siglo XIX y la que marcó el inicio de una dura depresión económica de alcance global conocida como “Long depression” (Gran depresión), la cual perduró hasta 1879. Al respecto, el economista ruso Nikolái Kondrátiev (1892-1938) recopiló por entonces evidencias empíricas para demostrar la existencia de sucesivos ciclos económicos expansivos y recesivos. En su obra “Bolshíe tsíkly koniunktury” (Los ciclos económicos largos) formuló la teoría de la fluctuación de los ciclos económicos entre cuarenta y sesenta años.
Al principio de su ensayo, publicado en 1926, mencionaba que “la dinámica de la vida económica no es de carácter simple lineal, sino más bien compleja y cíclica”, e identificaba tres fases en su ciclo: expansión, estancamiento y recesión. Había períodos en que todos los indicadores económicos iban en aumento (la producción, el empleo, las exportaciones, el consumo, etc.), pero también había períodos en que esos mismos indicadores sufrían desmesuradas caídas (estancamiento en la producción, aumento del desempleo, escalada de precios, exportaciones a la baja, etc.). El devenir de la historia parece demostrar que este fenómeno de fluctuaciones cíclicas económicas, al que los teóricos denominan “ciclos económicos”, son eventos inherentes a la dinámica del capitalismo. Desde sus inicios, el análisis de esta dinámica ha constituido uno de los campos más fructíferos y a la vez más polémicos en la teoría y la política económica.


Por ejemplo el economista francés Clément Juglar (1819-1905), quién fue el primer ideólogo que discurrió sobre este tipo de fenómeno, en 1862 -época en que el sistema capitalista de producción estaba alcanzando su madurez- publicó “Des crises commerciales et leur retour périodique en France, en Angleterre, et aux États-Unis” (Las crisis comerciales y su retorno periódico en Francia, Inglaterra y Estados Unidos”. En esta obra aseguraba que las crisis no eran fenómenos extraños a la economía sino que eran parte de su propio desarrollo, es decir que a la prosperidad seguía la crisis como fase inevitable del ciclo y viceversa. Estableció la existencia de ciclos de siete a ocho años que afectaban periódicamente a la economía y cuyo movimiento era posible prever y observar estadísticamente. Además, como parte de sus estudios para desarrollar su teoría, prestó especial atención al comportamiento de los saldos bancarios de las empresas, a los que consideraba un barómetro de los asuntos comerciales.
Por su parte, en 1874, el antes aludido William Jevons -uno de los fundadores de la escuela neoclásica- argumentó en “The principles of science” (Los principios de la ciencia) que las crisis eran causadas por las manchas solares. “El éxito de la cosecha en cada año -escribió- depende ciertamente del clima, en especial el de los meses de verano y otoño. Ahora bien, si este clima depende en alguna medida del período solar, se desprende que la cosecha y el precio del grano dependerán más o menos del período solar y atravesarán fluctuaciones periódicas durante períodos de tiempo iguales a los de las manchas solares”. Y otro de los fundadores de la escuela neoclásica, en este caso el susodicho Wilfredo Pareto, en su “Trattato di sociologia generale” (Tratado de sociología general) de 1916 vinculó los ciclos económicos con los eventos sociales y políticos. Para él, la alternancia de períodos de prosperidad y de depresión estaba ligada íntimamente a los acontecimientos económicos y políticos en un contexto más allá del capitalismo, y aseguraba que la mutua dependencia de esos factores era una “característica perenne de la sociedad humana”.
Por el contrario, el economista belga Ernest Mandel (1923-1995) consideró en “Les ondes longues du développement capitaliste” (Las ondas largas del desarrollo capitalista) que las ondas largas constituían períodos históricos cualitativamente diferenciados y correspondientes a las etapas librecambista, monopólica y tardía del capitalismo. Por eso, aunque aceptaba la existencia de una relación empírica de cierta regularidad entre fases de ascenso y descenso, no las consideraba como un promedio. Mandel conectó la dinámica de las ondas largas con el surgimiento y la estabilización de las revoluciones tecnológicas, destacando que las etapas de ascenso (1848-73, 1893-1913, 1940-67) coincidían con la introducción de innovaciones radicales en la actividad productiva, mientras que en los períodos económicos declinantes se difundían nuevas formas de organización del trabajo y se preparaba la próxima oleada de innovaciones.
Como quiera que fuese, lo cierto es que después de la catastrófica caída del mercado de valores en octubre de 1929, en Estados Unidos la incertidumbre había llegado hasta tal punto que se retiraron grandes sumas de dinero de los bancos, lo que, unido a los impagos de préstamos, obligó a muchos de ellos a cerrar y declararse insolventes. Para 1931 habían quebrado más de cinco mil bancos y cerca de cien mil empresas comerciales e industriales habían caído en bancarrota, lo que trajo aparejado que millones de trabajadores fuesen despedidos. Esta situación económica se agravó aún más en 1932. La miseria hizo su aparición y un descomunal número de norteamericanos vieron trastocado su modo de vida.


Miles de campesinos perdieron sus granjas y se vieron obligadas a emigrar. Los trabajadores de la industria y los empleados públicos y privados sólo estaban en condiciones de sobrevivir en base a despojarse, paulatinamente, de sus ahorros y de los bienes que tenían, incluso de sus viviendas para terminar viviendo en la casa de un pariente o amigo, en tanto que la mayoría vagabundeaba por el país viviendo de la mendicidad o de trabajos intermitentes y cobijándose en viviendas precarias hechas de cartón y hojalata en las afueras de las ciudades. El contraste entre la pobreza y la riqueza se convirtió en una obscenidad. Mientras se hicieron habituales las largas colas de desempleados en busca de trabajo y el reguero de vagabundos pidiendo comida a lo largo de las líneas de ferrocarril, los adinerados se negaban a pagar los impuestos. La llamada clase media compuesta por profesionales, funcionarios, académicos y trabajadores cuyos empleos no peligraron, no se vio afectada por la depresión, pero el pesimismo sobre el futuro inmediato cundió en toda la sociedad.
El novelista y periodista estadounidense John Dos Passos (1896-1970), quien escribió varias novelas cuyas tramas versaban sobre el auge del pragmatismo liberal norteamericano desde la última década del siglo XIX hasta la Gran Depresión de 1929, en su novela “The grapes of wrath” (Las uvas de la ira) escribió: “¿Cómo puede el nuevo mundo, lleno de confusión e ilusiones y cegado por el miraje de frases idealistas, ganar contra la férrea combinación de hombres habituados a dirigir las cosas que sólo tienen una idea que les hace mantenerse unidos: la de preservar lo que poseen? (…) El único que saca partido del capitalismo es el estafador, y se hace millonario en seguida”. Y en otro fragmento relacionado con ese momento escribió: “Los hombres están durmiendo en pequeñas cabañas hechas con periódicos viejos, cajas de cartón y trozos de hojalata o de techumbres”.
Como era de esperarse, en la mayoría de las ciudades las manifestaciones y protestas por el hambre fueron algo habitual. En Nueva York, por ejemplo, en marzo de 1930 una manifestación de 35 mil personas fue disuelta con mano dura por la policía. Las organizaciones de desocupados adoptaron la consigna “Fight! Don't starve!” (¡Lucha! ¡No te mueras de hambre!). En 1931, miles de habitantes de Chicago se movilizaron para evitar el desalojo de los inquilinos que no podían pagar el alquiler de sus viviendas, movilización que también terminó en enfrentamientos con la policía. En junio de 1932, 20 mil veteranos de la Primera Guerra Mundial marcharon sobre Washington y acamparon a orillas del río Potomac. Tenían para cobrar las gratificaciones que el gobierno les había prometido para una fecha futura pero, en razón de las circunstancias que se vivían, exigieron que se les adelantase el pago pues el dinero les hacía mucha falta. Iban solos o con sus familias, conducían autos viejos destartalados, algunos viajaron escondidos en los trenes de carga o haciendo dedo.
Obedeciendo órdenes del presidente republicano Herbert Hoover (1874-1964), el
Ejército reprimió la manifestación usando gases lacrimógenos e incendiando los improvisados refugios. Miles de veteranos con sus esposas e hijos echaron a correr; todo el campamento se incendió. Murieron a tiros dos veteranos y un bebe de ocho semanas; un niño de ocho años tuvo ceguera parcial por los gases; dos policías tuvieron heridas craneales y mil veteranos resultaron afectados por el gas. La rebelión se extendía y era muy grande. Por todo el país se formaron asambleas de desocupados dando una gran muestra de solidaridad. En 1931 y 1932 la gente se organizaba para ayudarse. En Seattle, por ejemplo, el sindicato de pescadores cambiaba pescados por frutas y verduras con otra gente; los que cortaban leña hacían trueques con otros; en Pennsylvania los mineros excavaban en propiedades privadas pequeñas minas para extraer carbón y lo llevaban a la ciudad para venderlo muy barato. Los trabajadores mostraron una fuerte conciencia de solidaridad de clase.


El dramaturgo estadounidense Arthur Miller (1915-2005) recordaría aquellos tiempos en su libro de memorias “Timebends” (Vueltas al tiempo) publicado en 1987. “El verano de 1932 -escribió- fue probablemente el punto más bajo de la Depresión. Todo era muy sencillo: nadie tenía dinero. El que sería el último gobierno republicano en el curso de dos décadas estaba a punto de recibir el finiquito, sin ideas y para nosotros como si dijéramos en el cubo de la basura, falto incluso de la retórica de la esperanza. Los recuerdos que tengo de aquel año en particular me configuraban una ciudad fantasma que poco a poco se iba cubriendo de polvo, manzana tras manzana, cada vez con más rótulos de ‘Se vende’ en sucios escaparates de tiendas y talleres abiertos muchos años antes y en esos momentos cerrados. Fue también el año de las colas en las panaderías, de hombres sanos y robustos que formaban en batallones de seis y ocho en fondo a lo largo del muro de algún almacén, en espera de que éste o aquel organismo municipal improvisado, o el Ejército de Salvación, o cualquier iglesia, les diese un tazón de caldo o un panecillo”.         
Hoover no sólo ordenó reprimir las manifestaciones de protesta, también agravó los efectos de la crisis al intentar combatirla con medidas contraproducentes como la reducción del gasto público. Las vicisitudes del desmoronamiento socio-económico marcaron todo su mandato, impidiéndole cumplir las grandilocuentes promesas de prosperidad en las que había basado su campaña. El generalizado descontento lo llevó a perder las elecciones presidenciales en noviembre de 1932, en las que fue derrotado por el candidato del Partido Demócrata Franklin D. Roosevelt (1882-1945). Éste impulsó un programa político conocido como “New Deal” (Nuevo Trato), un proyecto de políticas intervencionistas en el que el Estado desarrolló un papel esencial haciéndose cargo, entre otras cosas, del diseño de políticas de reactivación destinadas a acabar con el problema de la desocupación y con la tensión social que esta situación implicaba. También intervino en la reglamentación de los precios de los productos, la fijación de cuotas de producción, la expansión del crédito, la creación de organismos de protección social, la duración de la jornada laboral y la progresión continua de los salarios para mejorar la capacidad de compra de los trabajadores.