20 de marzo de 2022

Liberalismo económico. Una historia de ambiciones, clasismos, guerras, revoluciones y otros percances

XI. La Segunda Guerra Mundial / Grandes masacres

Sobre los orígenes de la Segunda Guerra Mundial dice Hobsbawm: “Con muy raras excepciones, ningún historiador sensato ha puesto nunca en duda que Alemania, Japón y (menos claramente) Italia fueron los agresores. Los países que se vieron arrastrados a la guerra contra los tres antes citados, ya fueran capitalistas o socialistas, no deseaban la guerra y la mayor parte de ellos hicieron cuanto estuvo en su mano para evitarla. Si se pregunta quién o qué causó la Segunda Guerra Mundial, se puede responder con toda contundencia: Adolf Hitler. La situación internacional creada por la Primera Guerra Mundial era intrínsecamente inestable, especialmente en Europa, pero también en el Extremo Oriente y, por consiguiente, no se creía que la paz pudiera ser duradera. La insatisfacción por el ‘statu quo’ no la manifestaban sólo los Estados derrotados, aunque éstos, especialmente Alemania, creían tener motivos sobrados para el resentimiento, como así era. Todos los partidos alemanes, desde los comunistas en la extrema izquierda hasta los nacionalsocialistas de la extrema derecha, coincidían en condenar el Tratado de Versalles como injusto e inaceptable”.
El Tratado de Versalles fue un tratado de paz firmado el 28 de junio de 1919 entre los dignatarios de los países aliados y Alemania en el Salón de los Espejos del Palacio de Versalles, el cual puso fin formalmente a la Primera Guerra Mundial y, al mismo tiempo, sentó las bases de la Segunda Guerra Mundial. Aunque fue precedido de una conferencia de paz que duró más de un año, no gustó demasiado a ninguno de los países firmantes, sobre todo a Alemania a la que se hizo responsable moral y materialmente de haber causado la guerra. El documento, que entró en vigencia el 10 de enero de 1920, quitó a Alemania el 13% de su territorio y una décima parte de su población. La región de Renania fue ocupada y desmilitarizada. El ejército alemán quedó reducido a 100 mil hombres y se prohibió que el país reclutase soldados. Se confiscó la mayor parte de sus armas y su armada se quedó sin grandes buques. Además le exigió a Alemania a pagar exorbitantes indemnizaciones económicas a los Estados victoriosos. Este tratado supuso una bofetada para Alemania, cuyos residentes consideraron la famosa cláusula de “culpabilidad de la guerra” una humillación.


Si se analizan los motivos que promovieron la guerra desde un punto de vista económico, puede decirse que los gobiernos de Alemania y Japón hicieron una elección deliberada del conflicto armado, convencidos de que éste podría servirles para solucionar los problemas económicos que venían arrastrando. Ya antes del inicio de las hostilidades, el gobierno nacionalsocialista alemán había elevado el gasto militar para el rearme como base de su política económica e implementado el control de precios y salarios, del comercio interior y exterior y del tipo de cambio para mantener altos niveles de producción y de empleo. En cuanto a Japón, desde los años '30 la mitad de su producción nacional estaba concentrada en la fabricación de armamento de guerra.
En el caso específico de Alemania, desde que Hitler -líder del Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei (Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán)- fue nombrado Canciller Imperial en 1933, se pusieron en práctica dos doctrinas: la de la “grossraumwirtschaft” (economía a gran escala) y la del “lebensraum” (espacio vital). La tesis de la “grossraumwirtschaft” buscaba un nuevo orden económico de tipo autárquico, para lo cual era necesaria una política expansionista con el fin de lograr la autosuficiencia económica. En cuanto a la tesis del “lebensraum”, su aplicación implicó buscar la ampliación del territorio de Alemania y conformar un área suficientemente grande para permitirle desempeñar su liderazgo económico en Europa. El término fue acuñado por el geógrafo alemán Friedrich Ratzel (1844-1904) para establecer una relación entre espacio y población, asegurando que la existencia de un Estado quedaba garantizada cuando dispusiera del suficiente espacio para atender a las necesidades de la misma.
El nazismo sostenía que la crisis mundial desencadenada en 1929 había puesto punto final a la etapa de desarrollo económico basado en el capitalismo liberal y en el comercio internacional. Los Estados nacionales como unidad económica debían ser reemplazados por grandes áreas geográfico-económicas. Estas grandes áreas proporcionarían un mercado más amplio que podría ser satisfecho, aún en una era de depresión, con sus propios recursos y potencial productivo. De esta manera, el empleo y el ingreso ya no dependerían del comercio internacional sino de la reordenación del mapa mundial en áreas económicas de mayor tamaño, tal como se habían constituido los Estados Unidos y la Unión Soviética. La idea era que Alemania, con la conquista de algunos territorios, se convirtiese en el centro manufacturero y de desarrollo de una tercera gran área económica, en tanto que la periferia suministraría materias primas y alimentos.


Hobsbawm sostiene en la obra mencionada que “si no se hubiera producido la crisis económica no habría existido Hitler y, casi con toda seguridad, tampoco Roosevelt. Además, difícilmente el sistema soviético habría sido considerado como un antagonista económico del capitalismo mundial y una alternativa al mismo. Las consecuencias de la crisis económica en el mundo no europeo, o no occidental, fueron verdaderamente dramáticas. Por decirlo en pocas palabras, el mundo de la segunda mitad del siglo XX es incomprensible sin entender el impacto de esta catástrofe económica”. En ese sentido es lícito recordar que a los burócratas del gobierno nacionalsocialista de Alemania no les gustaba el sistema de libre mercado. Lo despreciaban como capitalista, plutocrático, burgués, occidental y judío, y lamentaban el hecho de que el sistema de libre empresa hubiera incorporado a Alemania a la división internacional del trabajo.
En “To hell and back. Europe 1914-1949” (Descenso a los infiernos. Europa 1914-1949), el historiador británico Ian Kershaw (1943) escribió: “Es muy difícil realizar un análisis racional del fenómeno del nazismo. Bajo la dirección de un líder que hablaba en tono apocalíptico de conceptos tales como el poder o la destrucción del mundo, y de un régimen sustentado en la repulsiva ideología del odio racial, uno de los países cultural y económicamente más avanzados de Europa planificó la guerra, desencadenó una conflagración mundial que se cobró las vidas de casi cincuenta millones de personas y perpetró atrocidades de una naturaleza y una escala que desafían los límites de la imaginación”.
En efecto, Hitler siempre había alentado la convicción de que, en determinadas etapas de su programa, la guerra era inevitable. Pero a toda costa deseaba evitar la guerra general e ilimitada de desgaste y agotamiento que Alemania había sufrido durante la Primera Guerra Mundial. Alentaba el propósito de retornar a la “blitzkrieg” (guerra relámpago) que Otto von Bismarck (1815-1898) había utilizado para la conformación del Imperio alemán durante las décadas de los ‘60 y ’70 del siglo XIX. El hecho de que, desde que tomara el poder, estuviese equipando y entrenando a su ejército evidentemente constituía una parte integral de su filosofía expansionista.
“A su juicio -narra el historiador británico Paul Johnson (1928) en “Modern times” (Tiempos modernos)-, ni la economía ni el pueblo alemán podían soportar más que campañas breves y duras, de potencia e intensidad abrumadoras, pero de duración muy limitada. La última de estas guerras relámpago sería la decisiva contra Rusia; después, ya en condiciones de explotar un dilatado imperio eurasiático, Alemania podía acrecentar su fuerza para mantener un conflicto prolongado y global. Pero hasta que tal cosa sucediera, debía tratar de lidiar con un sólo enemigo por vez, y sobre todo evitar las campañas prolongadas en dos o más frentes importantes.
El resultado fue lo que él denominó en privado ‘un pacto con Satán para expulsar al demonio’. El 28 de abril de 1939, en su último discurso público importante, destrozó la retórica propuesta por Roosevelt de garantías de no agresión, y de hecho anunció que todos los pactos, tratados o supuestos previos, ahora carecían de valor. En adelante, su única guía estaría representada por los intereses del pueblo alemán, según él los entendía”.
De allí en adelante Alemania suscribió nuevos pactos. El primero de ellos fue el “Pacto de Acero” firmado el 22 de mayo de 1939 en Berlín entre Joachim von Ribbentrop (1893-1946) y Galeazzo Ciano (1903- 1944), ministros de Relaciones Exteriores de Alemania e Italia respectivamente. Mussolini reconocía, igual que Hitler, que el orden internacional finalmente se había desintegrado y que había comenzado el reinado de la fuerza. El siguiente se firmó en Moscú el 28 de setiembre del mismo año entre von Ribbentrop y el ministro soviético Vyacheslav Mólotov (1890-1986). El “Tratado Germano-Soviético de Fronteras y Amistad”, así se llamó, fue de hecho un protocolo de división de la Europa oriental. Alemania se quedaría con la mitad occidental de Polonia mientras que la Unión Soviética ocuparía la parte oriental además de Finlandia, Letonia, Estonia, Lituania y parte de Rumania. Este pacto fomentó también una ordinaria hipocresía. Stalin afirmó que Hitler era “un hombre genial, que como él se había elevado de la nada”. En tanto Hitler declaraba que Stalin había originado “una suerte de nacionalismo eslavo-moscovita”, despojando al bolchevismo de su “internacionalismo judío”. Por su parte Mussolini manifestaba que el bolchevismo estaba muerto ya que Stalin lo había remplazado por “una especie de fascismo eslavo”.


El caldo de cultivo para el estallido de la guerra iba tomando temperatura. Mientras tanto, en Alemania se torturaba y asesinaba a judíos en la docena de campos de concentración que ya se habían creado, y en Estados Unidos la organización xenófoba Ku Klux Klan linchaba a afroestadounidenses. Por otro lado, mientras en Alemania se censuraban las obras de escritores como Thomas Mann (1875-1955), Stefan Zweig (1881-1942), Berthold Brecht (1898-1956), Erich Maria Remarque (1898-1970) o Anna Seghers (1900-1983), quienes se vieron obligados a exiliarse para salvar sus vidas, en Estados Unidos grandes figuras de la literatura como Sinclair Lewis (1885-1951), William Faulkner (1897-1962), Ernest Hemingway (1899-1961), John Steinbeck (1902-1968) y Erskine Caldwell (1903-1987) “pintaban la vida norteamericana con un realismo y una esperanza que se asemejaba al naturalismo francés. Representaban una reacción contra el optimismo complaciente, el puritanismo y el sentimentalismo”, según apuntó el novelista y ensayista francés André Maurois (1885-1967) en su “Histoire des États-Unis” (Historia de los Estados Unidos).
Entretanto, en Perú nacía la Unión Revolucionaria, un partido político abiertamente fascista. A través de su órgano de prensa “La Batalla” manifestaba no sólo su oposición al liberalismo y al comunismo sino también proclamaba al sistema fascista como el necesario para el desarrollo del país. A su vez, en Chile se fundaba el Partido Nacional Fascista (PNF) durante cuya existencia, si bien fue bastante efímera, desarrolló campañas antijudías y mediante el semanario “La Patria” difundía consignas contrarias al liberalismo, la democracia y el comunismo. Cruzando la Cordillera de los Andes, el por entonces Agregado Militar de Argentina en Italia Juan D. Perón (1895-1974) declaraba que “hasta la ascensión de Mussolini al poder, la nación iba por un lado y el trabajador por otro, y este último no tenía ninguna participación en aquélla. Descubrí el resurgimiento de las corporaciones y las estudié a fondo. Empecé a descubrir que su evolución nos conduciría a una fórmula en la cual el pueblo tuviera participación activa y no fuera un ‘convidado de piedra’ de la comunidad. Al descubrir esto, pensé que en Alemania ocurría exactamente el mismo fenómeno con el Nacionalsocialismo, o sea, un Estado organizado para un pueblo perfectamente también organizado; una comunidad donde el Estado era el instrumento de ese pueblo, cuya representación era, a mi juicio, efectiva”. Poco después definió al fascismo como “un gran movimiento espiritual contemporáneo, lógica reacción contra un siglo de materialismo comunizante”.
Finalmente, la guerra comenzó el 1 de septiembre de 1939 con la invasión alemana a Polonia. Fue sólo el principio de una nefasta conflagración que se extendería hasta el 7 de mayo de 1945 en Europa, cuando las fuerzas alemanas se rindieron en Reims, Francia, y hasta el siguiente 2 de septiembre en Asia, cuando las autoridades de Japón firmaron el Acta de Rendición en Tokio. En sus inicios se enfrentaron las fuerzas armadas del Eje, constituido por Alemania, Italia y Japón, contra las de los Aliados, conformados en un principio por Estados Unidos, Gran Bretaña, China y la Unión Soviética. Luego, hasta 1944, al menos cincuenta naciones acabarían uniéndose a la alianza y trece más lo harían en 1945, entre ellas: Australia, Bélgica, Canadá, India, Checoslovaquia, Dinamarca, Francia, Grecia, Países Bajos, Noruega, Polonia, Filipinas y Yugoslavia.


Durante su desarrollo abundaron las traiciones, las delaciones, las conjuras, las defecciones y los contubernios a la par de las descomunales atrocidades cometidas por los contendientes de ambos bandos. “Cuando hablamos de atrocidades de la Segunda Guerra Mundial -cuenta el periodista e historiador barcelonés Jesús Hernández (1966) en “Grandes atrocidades de la Segunda Guerra Mundial”- acuden a nuestra cabeza los nombres de Auschwitz, Sobibor o Treblinka, en donde aquella conflagración que segó la vida de millones de personas inocentes se mostraría en todo su espeluznante horror. También provoca escalofríos conocer los detalles de lo ocurrido en Hiroshima o Nagasaki, cuando la humanidad se enfrentó por primera vez al apocalipsis atómico. Pero, desgraciadamente, son muchos más los nombres escritos con sangre en la historia del conflicto de 1939-1945”.
Efectivamente, los sucesos más conocidos son el exterminio de alrededor de seis millones de judíos y cientos de miles de gitanos, protestantes, homosexuales y personas con discapacidades mentales o físicas que murieron en los campos de concentración nazis; y el bombardeo atómico a las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, el cual produjo que unas 100 mil personas murieron el día de la explosión -el 6 y 9 de agosto de 1945 respectivamente-, y que otras 200 mil murieran en las décadas posteriores debido a problemas de salud relacionados con la radiación. Ambas poblaciones quedaron prácticamente en ruinas. Hogares, escuelas, iglesias y hospitales fueron reducidos a escombros, mientras que el intenso calor generado por la radioactividadprodujo incendios que durante tres días devoraron grandes áreas alrededor de las ciudades.
Pero también se puede hablar de la brutal limpieza étnica que realizó Stalin en 1939 deportando a Siberia a miles de civiles polacos desde la región de Volinia en Ucrania. O la masacre del bosque de Katyn, una ciudad ubicada en Rusia occidental en la que la policía secreta soviética asesinó aproximadamente a 22 mil personas entre oficiales del ejército, policías, intelectuales y otros civiles polacos entre abril y mayo de 1940. O el asesinato masivo por las fuerzas soviéticas de la población civil de Khaibakh, un pueblo de Chechenia en 1944. Alrededor de 700 aldeanos, incluidos ancianos, mujeres embarazadas y niños, fueran encerrados en un establo al que le prendieron fuego con la intención de quemarlos vivos. Los que pudieron escapar del establo en llamas fueron fusilados. O la matanza de entre 100 y 150 mil personas cometida por los “einsatzgruppen” (grupos operativos) alemanes entre 1941 y 1943 en el barranco de Babi Yar en las afueras de Kiev. Entre las víctimas, además de judíos había gitanos, prisioneros de guerra soviéticos y simpatizantes comunistas. O la masacre de Oradour-sur-Glane, una ciudad emplazada en el departamento de Alto Vienne, Francia, en la que efectivos de un batallón del ejército nazi asesinó en 1944 a algo más de 640 civiles indefensos. Hombres, mujeres y niños fueron  ametrallados y luego quemados en la iglesia.
“Pero no sólo alemanes y soviéticos recurrieron a la violencia indiscriminada contra la población civil -asevera el citado Jesús Hernández-. Los aliados occidentales no pueden presentar un expediente impoluto en este terreno. A la campaña de bombardeos sobre las ciudades germanas, tan encarnizada como inefectiva, le costaría encontrar una justificación, dejando aparte las matanzas puntuales de prisioneros de guerra y civiles italianos cometidas por soldados norteamericanos en Sicilia, sobre las que se extendería un manto de silencio. Todos estos crímenes de guerra, y otros más, conforman el panorama del horror sin precedentes que supuso la Segunda Guerra Mundial, mostrando los límites a los que puede llegar el género humano cuando se entrecruzan el fanatismo, la crueldad, el odio y, en la mayoría de casos, la impunidad”.