26 de marzo de 2022

Liberalismo económico. Una historia de ambiciones, clasismos, guerras, revoluciones y otros percances

XII. Crisis económica de posguerra / El nacimiento del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional

Según afirmaba el historiador británico Alan Milward (1935-2010) en “War, economy and society. 1939-1945” (Guerra, economía y sociedad. 1939-1945), “las pérdidas ocasionadas por la guerra son literalmente incalculables y es imposible incluso realizar estimaciones aproximadas, pues a diferencia de lo ocurrido en la Primera Guerra Mundial, las bajas civiles fueron tan importantes como las militares, y las peores matanzas se produjeron en zonas o en lugares en que no había nadie que pudiera registrarlas o que se preocupara de hacerlo. Según las estimaciones, las muertes causadas directamente por la guerra fueron de tres a cinco veces superiores a las de la Primera Guerra Mundial y supusieron entre el 10 y el 20 % de la población total de la Unión Soviética, Polonia y Yugoslavia y entre el 4 y el 6 % de la población de Alemania, Italia, Austria, Hungría, Japón y China. En Francia y Gran Bretaña el número de bajas fue muy inferior al de la Primera Guerra Mundial -en torno al 1 % de la población-, pero en los Estados Unidos fueron algo más elevadas”.
“De cualquier forma -se pregunta el susodicho Eric Hobsbawm en su “Historia del siglo XX”-, ¿qué importancia tiene la exactitud estadística cuando se manejan cifras tan astronómicas? ¿Acaso el horror del holocausto sería menor si los historiadores llegaran a la conclusión de que la guerra no exterminó a 6 millones de personas sino a 5 o incluso a 4 millones? ¿Qué importancia tiene que en el asedio al que los alemanes sometieron a Leningrado durante 900 días (1941-1944) murieran un millón de personas por efecto del hambre y el agotamiento o tan sólo 750.000 o medio millón de personas? ¿Es posible captar el significado real de las cifras más allá de la realidad que se ofrece a la intuición? El único hecho seguro respecto a las bajas causadas por la guerra es que murieron más hombres que mujeres. En la URSS, todavía en 1959, por cada siete mujeres comprendidas entre los 35 y 50 años había solamente cuatro hombres de la misma edad. Una vez terminada la guerra fue más fácil la reconstrucción de los edificios que la de las vidas de los seres humanos”.
Ciertamente la guerra tuvo efectos nocivos sobre la economía mundial. En los países europeos hubo daños considerables en toda la infraestructura productiva, sobre todo en los transportes, las fábricas y los campos de cultivo, a lo que hay que sumarle la disminución de la población activa, la escasez de materias primas y que la industria que permaneció en pie contaba con maquinaria obsoleta. Sin embargo, fuera de Europa la guerra había generado algunos efectos positivos. América Latina, Asia y Oceanía vieron favorecidas sus industrias locales por el aumento de la producción de alimentos, materias primas y bienes manufacturados. Pero, sin dudas, fue en la economía de Estados Unidos donde la guerra tuvo los mayores efectos positivos. Mientras durante el conflicto bélico la mitad de su capacidad industrial se dedicaba a la producción de armamentos, tan sólo dos años después la había reconvertido en productora de bienes y servicios.


Los factores que beneficiaron a Estados Unidos fueron su alejamiento del escenario central de la guerra, su condición de principal proveedor de arsenal a sus aliados y la capacidad de su economía para organizar la expansión de la producción más eficazmente que ninguna otra. En este aspecto mucho tuvo que ver la adecuada planificación estatal basada en programas de formación profesional dirigidos al antiguo personal militar, al desarrollo de la ciencia y la tecnología, y a las inversiones en equipos e instalaciones. Esto generó un veloz incremento del consumo privado y la exportación de bienes y servicios, lo que hizo que alcanzase un extraordinario índice de crecimiento  del producto bruto interno en torno al 10% anual, el ritmo más rápido de su historia hasta ese momento. Además, la economía estadounidense alcanzó una situación de predominio mundial durante casi todo el siglo XX.
Al término del conflicto las viejas potencias europeas -Alemania, Inglaterra y Francia- habían perdido definitivamente el liderazgo económico. Estados Unidos se convirtió en el mayor proveedor de productos manufacturados a los aliados, a quienes había concedido importantes sumas de dinero en forma de créditos. En 1945 era acreedor de la mayoría de los Estados y controlaba dos tercios del total de las reservas mundiales de oro. Su hegemonía como potencia industrial, financiera y agraria se impuso sin discusión; en el nuevo orden mundial geopolítico, económico y social, asumió el papel de líder. Tras la convención que a mediados del año anterior se realizó en la localidad de Bretton Woods en New Hampshire, a la que asistieron representantes de cuarenta y cuatro países incluyendo la Unión Soviética, se encargó de dirigir la creación de las instituciones que en materia económica serían las encargadas de la reconstrucción y el ordenamiento de las relaciones económicas internacionales: el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Además, por sugerencia del Secretario Adjunto del Tesoro Harry Dexter White (1892-1948), el dólar se convirtió en la divisa del comercio mundial.
En lo concerniente al aspecto laboral, la guerra supuso que millones de hombres dejasen sus trabajos en las fábricas para marchar al frente, con lo que muchas mujeres ocuparon sus puestos. Mujeres a las que les había sido imposible encontrar un trabajo durante la Gran Depresión consiguieron un empleo en la industria norteamericana. Si bien los salarios de los norteamericanos aumentaron en mayor proporción que el costo de vida, el país no estuvo exento de conflictos sociales. Tal como lo cuenta el historiador estadounidense William H. Chafe (1942) en “The unfinished journey. America since World War II” (El viaje inacabado. Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial), “aún con la prosperidad de la era de la posguerra, una minoría significativa de los estadounidenses continuaba viviendo en la pobreza hacia finales de los ‘50. En 1947 entre un quinto y un cuarto de la población no podía sobrevivir con el ingreso que obtenía. La generación mayor de los estadounidenses no se benefició tanto con el auge económico de la posguerra, especialmente porque muchos no se habían podido recuperar financieramente de la pérdida de sus ahorros durante la Gran Depresión. Muchos obreros continuaron viviendo en la pobreza. El 60% de las familias negras vivían por debajo del nivel de pobreza comparado con el 23% de las familias blancas”.


Como quiera que fuese, al término de la guerra en el mundo occidental imperaba la creencia de que la era de las catástrofes no se había acabado en modo alguno; que el futuro del capitalismo mundial y de la sociedad liberal distaba mucho de estar garantizado. La mayoría de los observadores esperaba una crisis económica de posguerra grave incluso en los Estados Unidos, algo semejante a lo que había sucedido tras el fin de la Primera Guerra Mundial. Sobre esa cuestión, en 1943 se publicó en Estados Unidos “Postwar economic problems” (Problemas económicos de la posguerra), una colección de ensayos de varios autores, entre ellos el economista estadounidense de la escuela keynesiana Paul Samuelson (1915-2009). En el texto de su autoría, titulado “Full employment after the war” (Pleno empleo después de la guerra), habló de la posibilidad de que se diera en los Estados Unidos “el período más grande de desempleo y de dislocación de la industria al que jamás se haya enfrentado economía alguna”. De hecho, tal como lo mencionó el historiador estadounidense Gabriel Kolko (1932-2014) en “The politics of war. The world and United States foreign policy” (Las políticas de guerra. El mundo y la política exterior de Estados Unidos), los planes del gobierno de los Estados Unidos para la posguerra “se dirigían mucho más a evitar otra Gran Depresión que a evitar otra guerra, algo a lo que Washington había dedicado poca atención antes de la victoria”.
De todas maneras el capitalismo y la democracia liberal protagonizaron un regreso triunfante a partir de 1945. Esto a pesar del notable y creciente desequilibrio en la economía internacional como consecuencia de la asimetría existente entre el nivel de desarrollo de los Estados Unidos y el del resto del mundo. Ya en 1920, cuando había finalizado la Primera Guerra Mundial, el citado Keynes argumentaba en “The economic consequences of the peace” (Las consecuencias económicas de la paz) que si no se reconstruía la economía europea, “la restauración de una civilización y una economía liberal estables será imposible”. Esta conjetura resultaría vital al término de la Segunda Guerra Mundial, a tal punto que el Secretario de Estado norteamericano George Marshall (1880-1959) propuso en 1947 un plan oficialmente llamado European Recovery Program (Programa de Recuperación Europea) declarando que su país iba a hacer todo lo necesario para garantizar la salud económica de Europa, “sin la cual no puede haber ni estabilidad política ni paz asegurada”.
El “Plan Marshall” -así se lo conocería usualmente- se puso en marcha en 1948 impulsado por el presidente Harry Truman (1884-1972), el mismo que tres años antes había ordenado el uso de armas atómicas contra Japón. En virtud de este plan, Estados Unidos ofreció asistencia técnica y administrativa a los países europeos, así como 13 mil millones de dólares para reactivar sus economías. En un inicio, esta ayuda consistió en el envío de alimentos, combustible y maquinaria, y más tarde en inversiones en industria y préstamos a bajo interés. Los dos países que más asignaciones recibieron fueron Inglaterra y Francia. Italia y Alemania también recibieron importantes ayudas, a pesar de que habían sido enemigas de Estados Unidos durante la guerra. Durante los años siguientes varios países recibieron también la ayuda, entre otros Austria, Grecia, Bélgica, Dinamarca y Portugal.


El plan tuvo efectos tanto económicos y sociales como geopolíticos. En cuanto a los efectos económicos, dio los resultados que se perseguían ya que se produjo una rápida recuperación económica de los países que se beneficiaron del plan, lo que los llevó a participar en la economía de mercado junto a los Estados Unidos. En cambio en el plano social los efectos no fueron tan buenos ya que las condiciones de recuperación económica que Estados Unidos impuso a los beneficiarios del plan incluían un saneamiento económico y una política estricta para la inversión de capital, lo cual limitó los gastos sociales y, con ello, las asistencias y ayudas a los más desfavorecidos. Pero el resultado más visible fue el de las consecuencias geopolíticas ya que provocó la división del mundo en dos bloques: los países que dependían de Estados Unidos y los que dependían de la Unión Soviética, dando así inicio a lo que se conoció como “Guerra Fría”, un “telón de acero” -como se lo llamó- que dividió a Europa durante más de cuarenta años.
“La singularidad de la Guerra Fría -explica Hobsbawm en uno de los capítulos de la mencionada ‘Historia del siglo XX’- estribaba en que, objetivamente hablando, no había ningún peligro inminente de guerra mundial. Más aún: pese a la retórica apocalíptica de ambos bandos, sobre todo del lado norteamericano, los gobiernos de ambas superpotencias aceptaron el reparto global de fuerzas establecido al final de la Segunda Guerra Mundial, lo que suponía un equilibrio de poderes muy desigual pero indiscutido. La Unión Soviética dominaba o ejercía una influencia preponderante en una parte del globo: la zona ocupada por el Ejército Rojo y otras fuerzas armadas comunistas al final de la guerra, sin intentar extender más allá su esfera de influencia por la fuerza de las armas. Los Estados Unidos controlaban y dominaban el resto del mundo capitalista, además del hemisferio occidental y los océanos, asumiendo los restos de la vieja hegemonía imperial de las antiguas potencias coloniales. En contrapartida, no intervenían en la zona aceptada como de hegemonía soviética”.
No obstante la relevancia del Plan Marshall, para muchos historiadores y economistas, difícilmente podría exagerarse la importancia del papel jugado en la historia económica posterior a la Segunda Guerra Mundial por los acuerdos de Bretton Woods. En ese sentido se destaca la obra del especialista canadiense en economía política internacional Robert W. Cox (1926-2018). Notoriamente influido por las ideas de filósofos italianos como Nicolás Maquiavelo (1469-1527), Giambattista Vico (1668-1744), Benedetto Croce (1866-1952) e incluso Antonio Gramsci (1891-1937), en su obra “Production, power and world order. Social forces in the making of history” (Producción, poder y orden mundial. Fuerzas sociales en la creación de la historia) afirmaba que, efectivamente, los acuerdos de Bretton Woods “favorecieron la vigorosa resurrección de las ideas liberales abandonadas en el fragor de la Gran Depresión. Se trató de un ‘régimen económico’ internacional establecido a finales de la Segunda Guerra Mundial, un régimen que establecía unas reglas del juego inspiradas en la doctrina del liberalismo económico para un mundo que, pese a estas exhortaciones, las violaba impunemente con el proteccionismo y el neoproteccionismo, con los fabulosos déficits fiscales y con las políticas migratorias restrictivas”.


También el sociólogo y politólogo argentino Atilio Boron (1943) se refirió a esos acuerdos en su ensayo “La sociedad civil después del diluvio neoliberal”, en el cual consolidó la idea de que los mismos sirvieron para acordar los lineamientos del “liberalismo global” que habría de prevalecer al emergente orden mundial de posguerra. “La premisa subyacente -explica- era que el proteccionismo comercial había sido el gran culpable de las tragedias ocurridas en los convulsionados treinta años que siguieron al estallido de la Primera Guerra Mundial. En consecuencia, buena parte de las deliberaciones estuvo dedicada a identificar mecanismos que asegurasen el predominio del libre comercio y la eliminación de todo vestigio de proteccionismo; el financiamiento externo de países agobiados por problemas de corto plazo, y la aprobación de un conjunto de políticas dirigidas a hacer posible la reconstrucción y el desarrollo de las economías devastadas por la guerra”.
Puede decirse entonces que, mientras el Plan Marshall se desarrolló hasta 1952, los Acuerdos de Bretton Woods tuvieron vigencia hasta principios de la década de los  ‘70. Fueron años en los que, en el terreno de la economía mundial, el ascenso a la hegemonía internacional de Estados Unidos fue un hecho inocultable y, además, los que marcaron el desarrollo del neoliberalismo, la teoría económica cuyo texto de origen es “The road to serfdom” (Camino a la servidumbre) del economista austríaco Friedrich Hayek (1899-1992). El ensayo, escrito en 1944, fue una reacción teórica y política vehemente contra el Estado intervencionista, un ataque apasionado contra cualquier limitación de los mecanismos del mercado por parte del Estado, denunciados como una amenaza letal a la libertad no solamente económica sino también política.
En sus páginas, entre otros dictámenes, puede leerse: “No es practicable la idea de una comunidad de objetivos e intereses que abarque a todos los hombres. El colectivismo no tiene espacio para el amplio humanitarismo del liberalismo. (…) Cualquier política dirigida directamente a un ideal de justicia distributiva, es decir, a lo que alguien entienda como una distribución ‘más justa’, tiene necesariamente que conducir a la destrucción del imperio de la ley porque, para poder producir el mismo resultado en personas diferentes, sería necesario tratarlas de forma diferente. Y entonces, ¿cómo podría haber leyes generales? (…) Los moralistas que enarbolan las banderas de la ‘justicia social’ deben recordar que la moral es necesariamente un fenómeno individual. Sólo puede existir en la esfera en que el individuo es libre de optar por sí mismo, de decidir si sacrificar alguna ventaja material a una regla moral. Fuera de la esfera de la responsabilidad individual no existe ni bien ni mal, ni oportunidad de mérito moral. (…) El individualismo se ha convertido en una mala palabra y se le ha querido hacer sinónimo de mezquindad y de egoísmo. Esto es completamente erróneo. El individualismo es el opuesto del socialismo, el fascismo y las demás formas de colectivismo. Los rasgos esenciales del individualismo se han derivado de elementos cristianos y de la filosofía de la antigüedad clásica que se cristalizaron por primera vez en el Renacimiento, y que se siguieron desarrollando en lo que conocemos hoy como la civilización occidental”.