13 de marzo de 2022

Liberalismo económico. Una historia de ambiciones, clasismos, guerras, revoluciones y otros percances

IX. La criminal tiranía de Stalin / Las dictaduras en la Península Ibérica

Con respecto a la economía soviética de esa época, el historiador francés Maurice Crouzet (1897-1973) detalló en “L'Époque Contemporaine. À la recherche d'une civilisation nouvelle” (La Edad Contemporánea. En busca de una nueva civilización): “La planificación de la economía, unida a un considerable aislamiento a nivel internacional del país, evitó a la nación males propios de las crisis como el desempleo, la caída de los precios y la superproducción. Durante los años que coinciden con la Gran Depresión en Occidente, la Unión Soviética elevó sus inversiones de capital y logró multiplicar su producción y población obrera. Así, su crecimiento anual rondó el 13-14%, triplicando y cuadruplicando el crecimiento que Estados Unidos y Europa occidental habían conseguido en los años de prosperidad de la década de 1920. De todos modos, la crisis mundial frenó las exportaciones previstas. Debido a la pérdida de divisas por esa situación, el Estado se vio obligado a financiar la importación de material industrial indispensable con reservas de oro y divisas”.
Al mismo tiempo, la colectivización forzosa del campo fue un proceso sumamente traumático. Las extensas llanuras de Kazajistán y de Ucrania y el norte de la región del Cáucaso eran los territorios más ricos en materia agrícola. El plan quinquenal de Stalin había dividido al campo en dos tipos de explotaciones: los “koljoses”, granjas colectivizadas de carácter cooperativo y los “sovjoses”, granjas directamente gestionadas por el Estado que utilizaban mano de obra asalariada. En ambos se potenció el uso de maquinaria y la aplicación de técnicas agrícolas avanzadas. De esa manera se prohibió cualquier tipo de explotación privada y se forzó a los campesinos, ya fueran antiguos propietarios o trabajadores, a integrarse en un “koljós”. Ante esta situación los “kulaks”, término con el que se conocía a los grandes terratenientes de la época zarista y, tras la Revolución, a todos los propietarios agrícolas que se oponían a la colectivización, organizaron amplios focos de resistencia especialmente violentos en los territorios más prósperos.
A esto se le sumó una combinación de catástrofes ambientales: sequías en algunas zonas, demasiada lluvia en otras, plagas de insectos y roedores, desastres todos ellos que generaron una reducción de la producción y una hambruna catastrófica durante dos años. El historiador estadounidense Mark B. Tauger (1954) afirma en “The 1932 harvest and the famine of 1933” (La cosecha de 1932 y la hambruna de 1933) que la hambruna fue causada por una combinación de factores, específicamente “la baja cosecha debido a los desastres naturales combinados con el aumento de la demanda de alimentos causada por la industrialización y la urbanización y, al mismo tiempo, la exportación de granos por la Unión Soviética. La industrialización se convirtió en un mecanismo inicial para la hambruna”.


Más allá de la importancia de los factores climáticos sobre el hambre, en Kazajistán y Ucrania también jugó un rol importantísimo la política colectivizadora implementada por el gobierno soviético, la cual fue severamente resistida mediante múltiples revueltas por los campesinos de estas, por entonces, repúblicas soviéticas. Para enfrentarlas el gobierno soviético envió al ejército para confiscar granos y comestibles e inició una campaña represiva de gran magnitud caracterizada por detenciones bajo falsos cargos, deportaciones a Siberia y fusilamientos. Esta política afectó principalmente a los campesinos ucranianos, marcadamente nacionalistas, que frecuentemente cuestionaban la línea soviética, y provocó una hambruna generalizada que causó la muerte de aproximadamente cuatro millones de personas, un hecho que pasó a la historia con el nombre de “Holodomor”.
Si bien el historiador estadounidense Dana G. Dalrymple (1932-2018) compartió en “The soviet famine of 1932-1934” (La hambruna soviética de 1932-1934) la idea de que la hambruna fue usada por Stalin para forzar a los campesinos a aceptar la colectivización, agregó que el régimen soviético estaba urgido por hacerse del cereal para obtener divisas ante la falta de inversiones dado el deterioro de los términos del intercambio producto de la crisis económica mundial. Frente a esa situación, “Stalin consideró como única alternativa posible vender al extranjero los cereales obtenidos como producto de la colectivización y así obtener monedas fuertes que le permitieran importar maquinaria. Esto aclara la aparente paradoja entre cosechas muy buenas de cereales en 1932 y una gran cantidad de muertes por hambre en el campo ucraniano”.
Se llegó así a la colectivización y liquidación de los “kulaks”, al desarrollo forzado de la industria y, en definitiva, al dominio autocrático exclusivo de Stalin. Con una nítida visión de este proceso, el citado filósofo György Lukács; escribió en “Demokratisierung heute und morgen” (Democratización hoy y mañana): “En 1917 y los años siguientes, muchísimas personas del mundo capitalista -de Anatole France a hombres y mujeres, simples trabajadores- sentían que todo lo que ocurría en el ámbito soviético era algo que contribuía a su propia liberación humana; que por lo tanto en todo lo que allá acaecía era una lucha por su propia causa, por su propia salvación. El tránsito de Stalin al predominio absoluto de la táctica en todas las cuestiones de teoría y práctica cortó en gran medida estos hilos de unión. Naturalmente en esa alienación del socialismo jugaron un rol importante acontecimientos como los procesos de los años treinta, etc.; pero cada acto particular adverso podría haber sido superado si no hubiera aparecido la tendencia burocrática en dirección a la cual evolucionó la Unión Soviética”.


Cuando Lukács hablaba de los “procesos de los años treinta” hacía referencia a los Procesos de Moscú, comúnmente conocidos como la “Gran Purga”, unos juicios basados en acusaciones falsas y confesiones que se obtuvieron tras torturar a los procesados. Entre 1936 y 1938 se llevaron a cabo tres juicios en Moscú donde fueron juzgados ex miembros del Partido Comunista, que fueron acusados de conspirar con las naciones occidentales para asesinar a Stalin y a otros líderes soviéticos, o para desintegrar la Unión Soviética y restaurar el capitalismo en Rusia. Durante este período pereció la casi totalidad de los viejos bolcheviques, eliminándose seguidamente sus nombres de los libros de historia. Acusados de ser asesinos, saboteadores, traidores y espías, fueron ejecutados casi todos los dirigentes de la revolución, la mayoría de los miembros del Comité Central de 1917 a 1923, los tres secretarios del Partido entre 1919 y 1921, la mayoría del Comité Ejecutivo entre 1919 y 1924, y ciento ocho miembros de los ciento treinta y nueve del Comité Central designado en 1934.
En el primer juicio, llevado a cabo en agosto de 1936, fueron acusados dieciséis presuntos miembros de un “Centro Terrorista” manejado por Trotsky desde su exilio en Weksal, Noruega. Después de pasar diez meses en los calabozos de la policía secreta, donde se realizaron simulacros de juicio, finalmente fueron juzgados públicamente y “confesaron”. Todos fueron sentenciados a muerte y ejecutados. En enero de 1937, se llevó a cabo el segundo juicio donde fueron juzgados diecisiete miembros del Partido, de menor rango que los del juicio anterior. Trece fueron sentenciados a muerte y fusilados, y el resto fue enviado a un “gulag” -campo de trabajos forzados-, donde no sobrevivieron mucho tiempo. En el tercer juicio, llevado a cabo en marzo de 1938, fueron juzgadas veintiún antiguos funcionarios acusados de pertenecer a un supuesto bloque de “derechistas y trotskistas”. Todos fueron encontrados culpables y ejecutados.
La represión se extendió a todos aquellos que el gobierno dictatorial de Stalin consideraba “enemigo del pueblo”. Ex generales del Ejército Rojo, socialistas, anarquistas, mencheviques, huelguistas, desertores del trabajo o aquellos que no hubiesen realizado un “número mínimo de horas de trabajo” en los koljoses, antiguos terratenientes, artesanos, los “últimos residuos clericales”, etc. También hubo purgas en las universidades, en los institutos, en las academias, en donde se reprimió a científicos, lingüistas, biólogos, artistas, escritores, músicos y gente del teatro. De acuerdo con los archivos soviéticos, durante 1937 y 1938 la policía secreta (llamada NKVD) detuvo 1.548.366 personas, de las cuales 681.692 fueron ejecutadas. Eso sin contar las centenas de millares que murieron de hambre, frío y enfermedades en los campos de concentración en Siberia.
Por entonces la Península Ibérica también estaba regida por gobiernos dictatoriales. En Portugal, tras el golpe militar que había derrocado al gobierno de la Primera República en 1926 a cargo de Bernardino Machado Guimarães (1851-1944), tomó el poder el almirante José Mendes Cabeçadas (1883-1965) quien, tras ser juzgado por los revolucionarios como incapaz, a los veinte días fue reemplazado por el general Manuel Gomes da Costa (1863-1929). Su  gobierno no duró mucho tampoco ya que se le acusó de tener una actitud algo débil y veintiún días después una nueva contrarrevolución liderada por el general Óscar de Fragoso Carmona (1869-1951) lo derribó. El notable aumento de la conflictividad social y laboral era notorio. En los años ‘30 se habían agudizado los problemas económicos a causa de la falta de industrias y servicios. Si bien la crisis mundial de aquellos años afectó brevemente a Portugal ya que pudo sostener una cierta estabilidad del comercio exterior, ante el aumento del desempleo se acometieron iniciativas económicas en las que el Estado asumió el control de sectores estratégicos mediante la creación de grandes compañías dedicadas a las industrias químicas y metalmecánicas. Esto ocurrió sobre todo en Lisboa, Oporto y Braga, el resto del país seguía siendo totalmente rural y pobre.


En medio de semejante inestabilidad política que había llevado al país a sumirse en el caos económico, Carmona nombró al economista António de Oliveira Salazar (1889-1970) -quien era Ministro de Hacienda desde 1928- como Primer Ministro. Ya en el cargo restauró las finanzas y fundó el Estado Novo, un régimen político dictatorial, autoritario, conservador y corporativista también llamado Segunda República o República Corporativa. En 1933 asumiría el poder supremo e instalaría su propia dictadura. Al frente del partido “Unión Nacional”, por él fundado en 1930, llevó adelante una economía planificada basada en sus interpretaciones de las encíclicas papales “Rerum novarum” y “Quadragesimo anno”, encíclicas en las cuales eran apreciables las influencias del liberalismo y en las que podían leerse consideraciones como “la propiedad privada es un derecho natural dentro de los límites de la justicia”; o “los obreros no deben perjudicar de modo alguno al capital, ni hacer violencia personal contra sus amos”; o “el socialismo es incompatible con los dogmas de la Iglesia Católica, puesto que concibe la sociedad de una manera sumamente opuesta a la verdad cristiana”. Estos argumentos le proporcionaron el borrador para la construcción de un sistema corporativo católico que duraría hasta 1968.
Mientras tanto en la vecina España, tras casi siete años de dictadura del general Miguel Primo de Rivera (1870-1930), seguida por un año del Teniente General Dámaso Berenguer (1873-1953) y dos meses del Almirante Juan Bautista Aznar Cabañas (1860-1933), apoyadas todas ellas por la Iglesia, el Ejército, los industriales y las fuerzas conservadoras, España sufría una profunda desigualdad socioeconómica signada por un alto índice de desempleo y numerosas huelgas obreras. La crisis económica desatada en 1929 encontró al país en una situación delicada en todos los órdenes. Por entonces las aspiraciones de democratización habían ido cobrando fuerza no sólo en sectores políticos e intelectuales sino también en los movimientos de masas. En ese marco reivindicativo, la República se concebía como la forma de Estado más idónea para salir de lo que el historiador español Enrique Moradiellos García (1961) llamó las “dos Españas socioeconómicas” en su libro “Historia mínima de la Guerra Civil española”: una conformada por un entorno rural mal comunicado y con altos índices de analfabetismo, y otra constituida por unos núcleos urbanos cada vez más poblados e industrializados en donde vivía la pequeña burguesía.
En ese ambiente, el 12 de abril de 1931 como primer paso del programa electoral de Aznar Cabañas, se celebraron elecciones municipales, las que se interpretaron como un plebiscito entre la monarquía y la república. La victoria de los republicanos en la mayor parte de las capitales de provincia y, sobre todo, en Madrid, Barcelona y Valencia, se consideró un triunfo indiscutible. Así, dos días después, se proclamó la Segunda República y Alfonso de Borbón (1886-1941), el rey Alfonso XIII, abandonó España.


En “República y guerra civil”, el historiador español Julián Casanova Ruiz (1956) precisó: “A finales de 1931, con Niceto Alcalá Zamora de presidente de la República y Manuel Azaña de presidente de Gobierno, España era una república parlamentaria y constitucional. En los dos primeros años de República se acometió la organización del ejército, la separación de la Iglesia del Estado y se tomaron medidas radicales y profundas sobre la distribución de la propiedad de la tierra, los salarios de las clases trabajadoras, la protección laboral y la educación pública. Nunca en la historia de España se había asistido a un período tan intenso y acelerado de cambio y conflicto, de avances democráticos y conquistas sociales. Pero al mismo tiempo la legislación republicana situó en primer plano algunas de las tensiones germinadas durante las dos décadas anteriores con la industrialización, el crecimiento urbano y los conflictos de clase. Se abrió así un abismo entre varios mundos culturales antagónicos, entre católicos practicantes y anticlericales convencidos, amos y trabajadores, Iglesia y Estado, orden y revolución. Como consecuencia de esos antagonismos, la República encontró enormes dificultades para consolidarse y tuvo que enfrentarse a fuertes desafíos desde arriba y desde abajo. Pasó dos años de relativa estabilidad, un segundo bienio de inestabilidad política y unos meses finales de acoso y derribo”.
Para 1936 las desavenencias políticas y la división interna de los partidos, tanto de derecha como de izquierda, hizo que aumentase la violencia en las calles, con jornadas de huelga y protestas. El clima de tensión, desorden y caos social era cada vez más grande y fue enfáticamente fomentado por la Iglesia Católica y los medios de comunicación conservadores. En ese ambiente un grupo de militares pro monárquicos y antirrepublicanos entre los que sobresalían los generales Emilio Mola (1887-1937) y Francisco Franco (1892-1975), comenzaron a planear cuidadosamente un golpe contra el gobierno republicano a cuyos adherentes consideraban “ateos bolcheviques” que debían ser erradicados con el fin de crear una nueva España.
Mola, que había hecho la mayor parte de su carrera en el Protectorado de Marruecos -nombre con el que se conoció a la ocupación formal del norte del territorio africano por parte de España-, en 1934 se lo destinó a la comandancia de Pamplona. En tanto Franco, que durante los años ’20 al mando del Tercio de Extranjeros -o La Legión, como se la conocería popularmente-, sembraba el terror en las colonias españolas de Ceuta y Melilla, asesinando a la población civil y decapitando a los prisioneros, cuyas cabezas cortadas eran exhibidas como trofeos, fue destinado a la comandancia de Canarias. Ambos militares promovieron a un grupo de oficiales reaccionarios, conservadores y antiparlamentarios a los que se conoció como los “africanistas”, grupo que jugaría un papel fundamental en las conspiraciones contra la República.