X. La Guerra Civil española / Dictaduras en
Latinoamérica
El 17 y 18 de julio de 1936, las tropas militares españolas que se encontraban en África se alzaron contra el gobierno de la Segunda República. El golpe de Estado, llamado “Alzamiento Nacional” por los generales insurgentes, triunfó en algunas ciudades y encontró una encarnizada resistencia por parte de la población y de las fuerzas leales en otras. El levantamiento fracasó en Madrid, Barcelona, Valencia y Bilbao entre otras ciudades, lo que desató un conflicto armado con el fin de controlar toda España. La Guerra Civil entre el bando republicano que defendía al gobierno democrático y el bando nacional que lo quería derrocar se alargó hasta 1939. Mola se encargó de las regiones de Álava, Cantabria, Castilla-León, Galicia, La Rioja y Navarra, donde organizó una feroz represión que supuso alrededor de unos 30 mil fusilados. Su actuación culminó en Burgos el 3 de junio de 1937, cuando la niebla provocó que se estrellara su avión y encontrara la muerte.
Franco, ahora al mando absoluto de la sublevación, ante el temor de sufrir una derrota pidió ayuda a la Alemania nazi y a la Italia fascista. Gracias a su apoyo militar, Franco pudo transportar por aire a las tropas del Marruecos español a tierra firme para continuar su ataque a Madrid. Durante los tres años que duró el conflicto, Hitler y Mussolini proporcionaron apoyo militar crucial al Ejército Nacionalista Español. Aproximadamente 5 mil efectivos de la fuerza aérea alemana proporcionaron apoyo aéreo y llevaron a cabo bombardeos en las ciudades republicanas, entre ellos a la ciudad de Guernica en un ataque que mató a más de doscientos civiles. La Italia fascista, por su parte, suministró 75 mil soldados además de pilotos y aviones. Del otro lado, entre 35 y 40 mil voluntarios de más de cincuenta países se unieron a las Brigadas Internacionales para defender a la República.
Casi tres años después, el 1 de abril de 1939, el bando sublevado se hizo con la victoria y Franco pasó a concentrar todo el poder del Estado en su persona estableciendo un régimen dictatorial como “caudillo de España por la gracia de Dios”. A esa victoria le siguió una dura posguerra marcada por la destrucción del sector agropecuario, lo que afectó la cadena de producción y suministro de alimentos generando hambrunas y enfermedades en muchas regiones del país. La Guerra Civil fue el conflicto bélico más sangriento de la historia de España y dejó unas consecuencias devastadoras en todo el país: más de 600 mil muertos y más de 200 mil personas exiliadas a otros países. Como jefe nacional de la Falange Española Tradicionalista, el único partido político permitido durante su dictadura, Franco instauró un régimen de ideología nacional católica, totalitarista, centralista, antiliberal, antimarxista y, por lo menos en sus inicios, de carácter fascista.
Entretanto,
en América Latina surgieron también varias dictaduras. Hay que tener en cuenta
que el liberalismo se había expandido por América desde finales del siglo XIX
con algunos rasgos del “laissez faire”, creando y fortaleciendo de esa manera instituciones
que articularon los nuevos tipos de relaciones sociales y económicas requeridas
por el emergente capitalismo-periférico, y disciplinaron la cultura popular
según los cánones hegemónicos del nuevo orden.
Una de las
dictaduras instauradas por entonces fue la de Rafael Trujillo (1891-1961) en la
República Dominicana, un dictador que gobernó su país como generalísimo del Ejército
durante un período o valiéndose de presidentes títeres en otro desde 1930 hasta
su asesinato en 1961.
Sus treinta
años de gobierno constituyeron una de las tiranías más
sangrientas de América Latina. En 1937 ordenó a sus tropas la erradicación
masiva de la población de origen haitiano que residía en el territorio
dominicano, particularmente en las fincas agrícolas situadas a lo largo de la
frontera entre ambos países. El operativo, que sería conocido como la “Masacre
del perejil”, dejó un saldo de alrededor de 35 mil muertos. Durante su mandato
aumentó enormemente la instalación de empresas norteamericanas y la economía
experimentó cierta prosperidad.
Al año siguiente, 1931, Maximiliano Hernández Martínez (1882-1966) se convirtió en presidente de El Salvador, cargo al que accedió tras un golpe de Estado. Este dictador contaba con el apoyo y soporte de los terratenientes más importantes del país. En 1932 convocó a elecciones municipales y legislativas, las que ganó de forma fraudulenta y provocó que los indígenas y campesinos se levantaran en contra del gobierno. En poco tiempo, bajo las órdenes presidenciales, el ejército salvadoreño sofocó la revuelta y se instauró un estado de sitio. La insurrección acabó con la muerte de aproximadamente 25 mil indígenas. Farabundo Martí (1893-1932), líder de grupos estudiantiles y fundador del Partido Comunista Salvadoreño, fue fusilado, mientras que el líder indígena Feliciano Ama (1881-1932) fue linchado y ahorcado por fuerzas militares. Tras la matanza, los cadáveres fueron enterrados a poca profundidad y comidos por los cerdos y otros animales, provocando una contaminación que propagó focos de enfermedades entre los insurrectos que habían sobrevivido a la masacre. Fue así que el régimen dictatorial promovió el crecimiento económico basado en la expansión de las grandes fincas cafetaleras, beneficiando así a los terratenientes y la oligarquía.
En Uruguay, tras dirigir el golpe de Estado del 31 de marzo de 1933, con apoyo de la policía, los bomberos y la mayoría del Partido Nacional liderado por el liberal Luis Alberto de Herrera (1873-1959) así como sectores conservadores del Partido Colorado, Gabriel Terra (1873-1942) disolvió el Parlamento, censuró la prensa e instauró una política en beneficio de los intereses de la oligarquía industrial y ganadera. Si bien concedió algunos beneficios sociales, la alteración del orden constitucional por otro autoritario trajo aparejadas una serie de represiones discrecionales hacia los opositores. La intensa acción policial causó la muerte de cientos de antagonistas y obreros. En cuanto a las relaciones internacionales, el gobierno de Terra se caracterizó por sus estrechos vínculos con la Italia fascista y la Alemania nazi, e incluso por su abierto apoyo a la causa falangista en la Guerra Civil española.
Más tarde, Tiburcio Carías Andino (1876-1969), presidente de Honduras durante el periodo constitucional de 1932 a 1936, tras convocar elecciones para elegir a los miembros de una Asamblea Constituyente que modificara la Constitución para alargar el mandato presidencial de cuatro a seis años -unas elecciones que nunca llegaron a celebrarse-, se consolidó en el poder por medio de las armas y la represión. Pronto puso en práctica la teoría de que el “crimen útil” era necesario para la salud del Estado. Fue así que varios generales liberales que habían participado en un intento de evitar a toda costa su llegada a la presidencia en la insurrección que se conoció como “Revuelta de las traiciones”, fueron asesinados en Guatemala por agentes de los Servicios de Inteligencia de Tegucigalpa. Durante los dieciséis años que duró su dictadura se mantuvo fiel a los intereses de las empresas bananeras norteamericanas y, en lo concerniente a las reformas sociales, se opuso al sufragio femenino y no consintió la creación de sindicatos. Todos aquellos que discreparon con su forma de gobernar se vieron obligados a realizar trabajos forzados.
Y en 1937, con el pleno apoyo de Estados Unidos, Anastasio Somoza (1896-1956) perpetró un golpe de Estado y pasó a ocupar la presidencia de Nicaragua tras unas elecciones irregulares, consolidando su poder mediante la persecución política y la represión a través de la Guardia Nacional, un cuerpo miliar armado por el gobierno estadounidense. Desde diez años antes, el líder revolucionario Augusto César Sandino (1895-1934) había dirigido la resistencia contra el ejército de ocupación estadounidense en Nicaragua. Su lucha guerrillera logró que las tropas de los Estados Unidos salieran del país en 1933. Un año después, tras recibir órdenes desde la Embajada norteamericana, la Guardia Nacional lo asesinó. Luego de algunas vicisitudes, gracias a reformas constitucionales y pactos con la oposición, Somoza se mantuvo veinte años en el poder.
Como puede verse, todos estos golpes de Estado tuvieron un agente común: Estados Unidos. Resulta evidente que el fácil acceso y la explotación de los recursos naturales de los países afectados constituían un paliativo a la crisis que vivía el país del Tío Sam desde fines de 1929. La presencia de Estados Unidos en Latinoamérica -su “patio trasero”- fue indiscutible. En los años ‘30 su injerencia en los pequeños países centroamericanos y caribeños fue habitual, llegando a controlar dichos países con intervenciones armadas y los oligopolios empresariales que operaban en cada uno de ellos. Empezaba a ser relativamente normal que los presidentes o dictadores en aquella zona llegasen al poder gracias al beneplácito de Estados Unidos, y aquel que no tenía el favor de Washington era a menudo destituido y sustituido por uno afín.
Mientras tanto en la Argentina, el 6 de septiembre de 1930 se producía el primer golpe de Estado de la era constitucional. Ese día, el teniente general José Félix Uriburu (1868-1932) derrocó al presidente Hipólito Yrigoyen (1852-1933) dando inicio a lo que se conocería como la “Década infame”, un período signado por la sucesión de gobiernos fraudulentos, inconstitucionales y represivos, las intervenciones federales a las provincias, la reducción de la producción y el comercio internacional y el crecimiento de la desocupación y la miseria. También se caracterizó por sus técnicas de represión y tortura: el uso de la picana eléctrica y las ejecuciones clandestinas de opositores.
En 1933, ya estando el país gobernado por el general Agustín Pedro Justo (1876-1943), quien fuera elegido el año anterior mediante el fraude electoral propiciado por la dictadura militar gobernante, la Argentina firmó un controvertido pacto con el Reino Unido mediante el cual garantizó la continuidad de las exportaciones de carne a cambio de importantes concesiones como la liberación de impuestos para los productos ingleses, el otorgamiento del monopolio de las exportaciones para las empresas inglesas, el control del Banco Central a mano de los capitales y bancos británicos, y la no regulación de las tarifas de los ferrocarriles operados por el Reino Unido.
Si bien para aquella época la economía argentina dependía mucho más de Inglaterra que de los Estados Unidos, desde principios del siglo XX la presencia norteamericana en esa cuestión fue tomándose cada vez más notoria. Estados Unidos estaba interesado en la explotación del petróleo y en el desarrollo de la industria automotriz. La producción petrolera ofrecía, además de cuantiosas ganancias, la posibilidad de constituirse en un bien exportable que sirviera de valor de cambio para las crecientes importaciones argentinas procedentes del país del norte, lo cual permitiría equilibrar la balanza comercial entre los dos países. Sin embargo, si la Argentina, tradicionalmente importadora de carbón inglés, lograba sustituir este combustible por petróleo, no sólo el desequilibrio comercial con Gran Bretaña se acentuaría, sino que también se corría el riesgo de que esta última, como medio de presión, disminuyera su demanda de productos agropecuarios.
Ingleses y norteamericanos competían también por la modalidad del comercio internacional. Mientras en el esquema tradicional de intercambio se importaban desde Gran Bretaña bienes terminados, las nuevas inversiones norteamericanas en la industria requerían equipos, partes, materias primas y patentes procedentes, en general, de su país de origen. Esto generó que los factores fundamentales que desde mediados del siglo XIX habían impulsado el desarrollo económico argentino -la expansión de la demanda internacional de productos agropecuarios, el flujo sostenido y abundante de capitales y mano de obra extranjera e incorporación de nuevas tierras fértiles a la producción- dejaran de tener un rol dinámico en el proceso de crecimiento.
Todos estos acontecimientos ocurrieron dentro de un complejo contexto internacional caracterizado por el afianzamiento del estalinismo en la Unión Soviética, la emergencia y consolidación de los regímenes nazi-fascistas en Europa, la Guerra Civil española y su consecuente falangismo -una corriente ideológica basada en un nacionalismo extremo, católico y radical-, y el inminente inicio de la Segunda Guerra Mundial. En la Argentina, dentro de este clima, la década acarreó consigo la restauración ilegítima del conservadurismo con el apoyo de los militares, de la Iglesia Católica y de las clases dominantes tradicionales en desmedro del movimiento obrero, cuyas condiciones de vida empeoraron a partir de la crisis debido al decreciente nivel de salarios.
Cuenta el citado historiador Eric Hobsbawm en “The age of extremes” (La era de los extremos), uno de los capítulos de su “Historia del siglo XX”, que “la sociedad durante cuarenta años sufrió una serie de desastres sucesivos. Hubo momentos en que incluso los conservadores inteligentes no habrían apostado por su supervivencia. Sus cimientos fueron quebrantados por dos guerras mundiales. Los grandes imperios coloniales se derrumbaron y quedaron reducidos a cenizas. Pero no fueron esos los únicos males. En efecto, se desencadenó una crisis económica mundial de una profundidad sin precedentes que sacudió incluso los cimientos de las más sólidas economías capitalistas y que pareció que podría poner fin a la economía mundial global, cuya creación había sido un logro del capitalismo liberal del siglo XIX. Mientras la economía se tambaleaba, las instituciones de la democracia liberal desaparecieron prácticamente entre 1917 y 1942, excepto en una pequeña franja de Europa y en algunas partes de América del Norte y de Australasia, como consecuencia del avance del fascismo y de sus movimientos y regímenes autoritarios satélites”.