19 de noviembre de 2023

Fútbol, boxeo y literatura. Una relación versátil

VI) Roberto Arlt: “La gramática se parece mucho al boxeo”
 
Unos años antes de la publicación de estas contundentes consideraciones de la ensayista norteamericana, el escritor chileno Poli Délano (1936-2017) publicó dos novelas con temática boxística: “Cuadrilátero” y “El hombre de la máscara de cuero”. También escribió el cuento “Uppercut”, que incluyó en su antología “25 años y algo más”. Su interés por el boxeo había nacido en México, cuando de niño veía peleas de lucha libre. Cuando regresó a Chile, se interesó por la práctica de este deporte y hasta llegó a practicarlo por un tiempo. Y precisamente en México, el escritor y periodista de esa nacionalidad Juan Villoro (1956) publicó una colección de cuentos cortos bajo el título “La casa pierde” en el que incluyó “Campeón ligero”, donde contó las andanzas de un boxeador que vencía a sus adversarios a fuerza de  resistencia aunque, a fin de cuentas, el boxeo era para él una vía de autocastigo para mitigar su intenso sentimiento de culpa producto de su creencia de haber cometido un asesinato. Y no muy lejos de allí, cruzando el Mar Caribe, la escritora y periodista venezolana Milagros Socorro (1960) publicó su cuento “Sangre en la boca”, el cual formó parte de la antología “17 narradoras latinoamericanas” editada por la UNESCO. En su relato narró la relación masoquista entre un boxeador y la hija de un antiguo rival, presentando el subyugante vínculo existente entre la violencia y la pasión llevadas hasta sus últimos límites.
En los años ’80 dos escritores españoles vincularon el ámbito del boxeo con la trama de sus novelas. Uno fue Juan Marsé (1933-2020), autor de premiadas novelas como “El amante bilingüe”, “El embrujo de Shanghai” y “Rabos de lagartija”. El protagonista principal de su novela “Un día volveré” es un antiguo boxeador y combatiente anarquista durante la Guerra Civil que regresa a su casa tras cumplir una larga condena en las cárceles franquistas. El otro fue Juan Madrid (1947), escritor, periodista y guionista de cine y televisión que, en su novela “Un beso de amigo”, utilizó al boxeo como ámbito para representar a un mundo inmerso en negocios oscuros y sucesos truculentos. Ya en el siglo XXI, el escritor y actor italiano Darío Fo (1926-2016), quien fuera galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1997, publicó la novela “Razza di zíngaro” (El campeón prohibido) en la que, basándose en una historia real, narró la vida de un boxeador alemán de origen gitano que, siendo uno de los mejores boxeadores de Alemania durante el apogeo del nazismo, por su condición racial fue humillado y perseguido hasta ser asesinado en el Campo de Concentración de Neuengamme situado en Hamburgo.


En el caso específico de la Argentina puede decirse que el boxeo y la literatura gozan de una relación amable y fructífera. De manera precursora el novelista, cuentista, dramaturgo y periodista argentino Roberto Arlt (1900-1942), autor de destacadas novelas como “El juguete rabioso”, “Los siete locos” y “Los lanzallamas”, en el prólogo de esta última señaló que escribía “en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un cross a la madíbula”. En una de sus también memorables “Aguafuertes porteñas” aparecida en el diario “El Mundo” el 17 de enero de 1930 bajo el título “El idioma de los argentinos”, utilizó metafóricamente el boxeo para defender el uso coloquial del lenguaje, configurándose así como uno de los primeros ejercicios literarios en castellano sobre boxeo. En dicha aguafuerte expresó: “La gramática se parece mucho al boxeo. Cuando un señor sin condiciones estudia boxeo, lo único que hace es repetir los golpes que le enseña el profesor. Cuando otro señor estudia boxeo, y tiene condiciones y hace una pelea magnífica, los críticos del pugilismo exclaman: ‘¡Este hombre saca golpes de todos los ángulos!’. Es decir que, como es inteligente, se le escapa por una tangente a la escolástica gramatical del boxeo”.
Y agregó luego: “De más está decir que éste que se escapa de la gramática del boxeo, con sus golpes de ‘todos los ángulos’, le rompe el alma al otro, y de allí que ya haga camino esa frase nuestra de ‘boxeo europeo o de salón’, es decir, un boxeo que sirve perfectamente para exhibiciones, pero para pelear no sirve absolutamente nada, al menos frente a nuestros muchachos antigramaticalmente boxeadores. Con los pueblos y el idioma ocurre lo mismo. Los pueblos bestias se perpetúan en su idioma, como que, no teniendo ideas nuevas que expresar, no necesitan palabras nuevas o giros extraños; pero, en cambio, los pueblos que, como el nuestro, están en una continua evolución, sacan palabras de todos los ángulos, palabras que indignan a los profesores, como lo indigna a un profesor de boxeo europeo el hecho inconcebible de que un muchacho que boxea mal le rompa el alma a un alumno suyo que, técnicamente, es un perfecto pugilista”.
En los años ’60 fueron varios los escritores argentinos que vincularon al boxeo con la literatura. Abelardo Castillo (1935-2017) por ejemplo, publicó “Negro Ortega”, un relato que formó parte de su libro “Cuentos crueles” en el que narró un amañado combate entre un joven y prometedor púgil frente a uno muy experimentado cuyo manager era un habitual arreglador de peleas. En el mismo tomo incluyó “Réquiem para Marcial Palma”, protagonizado por un proverbial bravucón que se enfrenta a alguien que sabe boxear y que le da una paliza espectacular. Hijo de un entrenador de boxeo y practicante del mismo en su juventud, a lo largo de su vida publicó entre otros títulos “El que tiene sed” y “Crónica de un iniciado” (novelas), “Las maquinarias de la noche” y “El espejo que tiembla” (cuentos), “El otro Judas” e “Israfel” (teatro), y “Las palabras y los días” y “Ser escritor” (ensayos). También fue cofundador de las emblemáticas revistas literarias “El grillo de papel”, “El escarabajo de oro” y “El ornitorrinco”, publicación esta última considerada como una de las más importantes en el campo de la resistencia cultural a la dictadura militar que gobernó el país desde 1976 hasta 1983.


En 1966 la escritora Liliana Heker (1943) publicó “Los que vieron la zarza”, relato que integró el libro de cuentos del mismo nombre, en el que un tal Néstor Parini, su protagonista, consideraba que el pugilismo no era una mera profesión sino toda su vida, y que si no se podía triunfar en el boxeo la vida perdía sentido, una creencia que generó grandes dificultades en su familia. En una entrevista la autora comentó que cuando empezó a escribirlo se dio cuenta de que sería totalmente inauténtica si lo hacía desde el punto de vista del boxeador. “Un escritor no tiene que vivir todo lo que escribe -dijo-, pero sí ser capaz de proyectar, y yo no sabía que se siente arriba de un ring. Me di cuenta de que debía contar a ese boxeador a través de aquellos que lo rodeaban: su mujer, sus hijos, los vecinos, el comentarista. Ese cuento fue una especie de mojón. Descubrí varias cosas: una fue la resolución formal, contarlo a través de la familia, ir desplazando el punto de vista; otra fue que de pronto había entrado en algo que, sinceramente, sí me importaba mucho: el tema del fracaso. El fracaso en cualquier tarea que uno se propone. Es decir, un artista que se propone llegar muy lejos también se encuentra con las mismas contradicciones y las mismas barreras con las que se encuentra un boxeador que de chico se propuso llegar muy lejos y que pierde siempre”.
Y en otra entrevista, explicó: “La literatura se nutre de conflictos, los descubre cuando no están a la vista, los despliega, trata de llegar a su punto central; en ese sentido, todo deporte, constituye un material propicio para la narrativa. El boxeo, de manera especial, no sólo porque el boxeador se pone entero, y en absoluta soledad, ante su rival; también por las connotaciones sociales que tiene el mundo del boxeo y por el ámbito oscuro en que suele desarrollarse. Escribí ‘Los que vieron la zarza’ cuando tenía veintiún años. Para escribir ese cuento empecé a escuchar peleas y a entender, a fascinarme, con un mundo del cual, como espectadora y lectora, no me desvinculé nunca”.
Un año después de que la autora de la novelas “Zona de clivaje” y “El fin de la historia” y de los ensayos “Diálogos sobre la vida y la muerte” y “La trastienda de la escritura” publicara su libro, el escritor, crítico literario y guionista Ricardo Piglia  (1941-2017) publicó “Una luz que se iba”, un relato en el que presentó al boxeador protagonista como imagen del fracaso y la desesperanza de los que buscan mediante el boxeo conseguir fama y fortuna y nunca lo consiguen. Poco después escribió “El laucha Benítez cantaba boleros” en el que narró la relación amorosa entre dos boxeadores a quienes, además del boxeo les gustaban los boleros. El autor de las novelas “Respiración artificial” y “Plata quemada”, entre otras, opinaba que el estilo en el boxeo era un elemento importantísimo, y si “se pudiera definir el estilo en el box, nos acercaríamos a la posibilidad de definir el estilo también en literatura. Yo no digo que la literatura sea una experiencia con el dolor, pero sí me parece que la literatura es una experiencia con el riesgo, y el riesgo es algo que tiene sentidos múltiples en el caso de la literatura, y en ese sentido podríamos entenderla como una suerte de relación con el box, donde también el riesgo es un elemento muy importante”.


En 1971 el escritor, guionista y periodista Bernardo Kordon (1915-2002) publicó “Kid Ñandubay”, una novela breve en la que su protagonista es un inmigrante judío de ascendencia rusa que llega a la Argentina en busca de ganar dinero peleando en clubes de mala muerte en las provincias del litoral aunque los vive como si estuviese en el Luna Park. El autor de recordadas obras como “Alias Gardelito”, “Los que se fueron”, “El misterioso cocinero volador” y “Vencedores y vencidos” desarrolló en la trama de su cuento todas las ilusiones, los desplantes, las penurias, los engaños y las frustraciones vividas por el protagonista que al final, en busca de una ventana para respirar, termina trabajando en un circo que deambulaba por pueblos perdidos de Chaco y Corrientes. Allí, aparte de boxear promovido por sus dueños con la consigna “cincuenta pesos al que lo tire una vez al suelo”, llega a ser parte del elenco de “Juan Moreira”, una de las obras preferidas del público.
Al año siguiente Pedro Orgambide (1929-2003), autor de más de medio centenar de obras entre novelas, cuentos, ensayos, obras teatrales y libretos para televisión, presentó “Un boxeador”, cuento incluido en “La buena gente”. Boxeador aficionado en su juventud, en el cuento narró las peripecias de un joven del interior del país que sólo tenía la fuerza de sus puños para aspirar a tener éxito en la vida. Con su tenaz voluntad llegó a Buenos Aires para combatir y lo hizo con resultados positivos pero siempre entre las preliminares. “Los fotógrafos todavía no gastaban sus placas en él”, escribió Orgambide. Finalmente le llegó la pelea esperada. Fue contra su compañero de pensión, un diestro y extremadamente hábil cubano que lo derrotó sin dificultades, un resultado que lo relegó pesarosamente. Después de ese fracaso siguió entrenando y boxeando en triviales torneos de algún pueblo perdido, pero nunca consiguió que algún fotógrafo tomara una foto de él.