VII) Julio Cortázar: “El buen cuentista es un
boxeador muy astuto
Naturalmente, si se habla del vínculo entre literatura y boxeo es imposible no mencionar a uno de los más grandes escritores argentinos: Julio Cortázar (1914-1984). El autor de la icónica novela “Rayuela”, una obra que marcó un hito por la originalidad de su formato y revolucionó el mundo editorial, dejó registro de su pasión por el deporte de los puños en cuentos, entrevistas y recuerdos de su infancia. “El buen cuentista es un boxeador muy astuto y muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando en realidad están minando ya las resistencias más sólidas del adversario. El cuentista sabe que no puede proceder acumulativamente, que no tiene como aliado al tiempo, su único recurso es trabajar en la profundidad”, diría en una entrevista trazando paralelismos entre la escritura y el boxeo. Es que este deporte lo marcó desde aquel viernes 14 de septiembre de 1923 cuando, en el estadio Polo Grounds de Nueva York, pelearon por el título mundial de los pesos pesados el norteamericano Jack Dempsey (1895-1983) y el argentino Luis Ángel Firpo (1894-1960). Aquel combate entre el “Matador de Manassa” y el “Toro Salvaje de las Pampas”, tal como se los conocía popularmente, Cortázar lo escuchó junto a vecinos y amigos de su familia por la radio (la única que había en el barrio) en el patio de su casa de Banfield, en el sur del Gran Buenos Aires.
En el primer round, Firpo cayó siete veces y otras tantas se levantó. Luego, a puro coraje embistió al campeón, lo puso contra las cuerdas y con un derechazo fuerte y seco lo sacó del ring. Pero, en forma maliciosa, el árbitro efectuó una cuenta muy lenta, mientras desde la fila de asientos más cercana ayudaban a Dempsey a reincorporarse y subir al cuadrilátero. Estuvo 17 segundos fuera del ring, por lo cual debió haber sido declarado ganador el argentino. Sin embargo la campana dio por finalizado el dramático primer round y en el segundo Firpo sufrió dos caídas más y a los 57 segundos llegó el nocaut. Cuando el norteamericano fue despedido del ring, el niño Cortázar contaba los segundos sentado al lado de la radio mientras los vecinos comentaban indignados ¿cómo que sigue?, ¡es un robo! “Yo entonces no podía comprenderlo -escribiría muchos años después- pero esa noche se enfrentaron el más grande de los campeones que haya dado el peso máximo con una especie de pared de ladrillos que hasta ese momento había barrido con todos sus contendientes. La pared de ladrillos empezó a hacer algo increíble: despidió a Dempsey por entre las cuerdas, lo tiró sobre las máquinas de escribir de los reporteros y, si no hubiera ocurrido que el árbitro era yanqui y además perdió la cabeza, en ese momento Firpo hubiera sido campeón”.
“Fue una noche triste. Yo tenía en ese momento nueve años y aquello fue como una tragedia nacional, porque en la Argentina se consideró un robo al país aquella pelea. Lloré abrazado a mi tío y a varios vecinos ultrajados en su fibra patria. No faltaron los que pedían romper las relaciones diplomáticas con Estados Unidos. Aquella pelea creo que definió mi pasión por el boxeo, porque yo quedé muy impresionado por lo de Firpo y empecé a interesarme por ese deporte que, en esos años, ocupaba mucho espacio en los periódicos. Leía todo lo que se publicaba cobre boxeo y escuchaba por radio las peleas más importantes”. Más adelante, Cortázar fue un asiduo visitante del Luna Park, movilizado más que por una pasión deportiva por un espectáculo épico y estético. “Yo no veo al boxeo violento y cruel -diría en una entrevista años después-. Me interesa el cruce de dos técnicas, dos estilos, la habilidad de vencer siendo a veces el más débil. Casi siempre yo estuve del lado del más débil en el boxeo y muchas veces los vi vencer y es una maravilla”.
Cortázar repasó invariablemente su infancia refiriéndose al hallazgo del boxeo como pasión, y lo contó en un breve texto al que tituló “El noble arte”, el que incluyó en “La vuelta al día en ochenta mundos” en 1967. “El boxeo es un enfrentamiento muy honesto, muy noble. Son dos destinos que se juegan el uno contra el otro sin chance de diluir responsabilidades, como podría suceder en deportes colectivos”, escribió. En su crónica, además de atribuirle al boxeo valores de dignidad, altura y armonía, que identificó con la habilidad de los buenos boxeadores, contó como aquel recuerdo nostálgico lo determinó a escribir “entre mate y mate” el conocido relato, apoyándose en su remota y emotiva experiencia infantil, en su memoria nostálgica y en algunas lecturas complementarias de crónicas y valoraciones sobre aquella pelea de 1923.
Ya en los años ’30 comenzó a seguir por todos los cuadriláteros de la ciudad a Justo Suárez (1909-1938), conocido como “El torito de Mataderos”. Éste, luego de un vertiginoso ascenso en su carrera, viajó a Estados Unidos donde sucumbió, en una pelea por el título mundial de pesos livianos, frente a un púgil norteamericano en el Madison Square Garden. La derrota lo obligó a regresar maltrecho a la Argentina, donde cayó enfermo hasta morir de tuberculosis en un hospital de Córdoba. Cortázar comentaría años después: “Para mí, su muerte -que fue una verdadera tragedia del deporte- fue también un acontecimiento importante. No me perdía una sola pelea suya”. “Un día -contó-, estando yo en París, recordé todo aquello y de golpe me senté a la máquina. En dos horas escribí el cuento, con datos muy precisos sobre sus combates, porque lo había seguido a lo largo de toda su carrera. Durante dos horas me sentí Justo Suárez y escribí como un boxeador”. El resultado fue el cuento “Torito”, que formó parte del libro “Final del juego” en 1956.
Luego, en
1962, incluyó en “Historias de cronopios y de famas” el cuento “Tristeza del
cronopio”, un relato en el que, aunque no mencionó estrictamente al boxeo,
presentó a un cronopio (personaje inventado por él junto con los famas)
abandonando triste el Luna Park mientras una multitud de famas caminaba por la
Av. Corrientes. Cinco años después apareció “Último round”, un collage
literario en el que incluyó fotografías, poemas, pequeños ensayos y relatos
breves. Entre estos últimos figuró “Descripción de un combate o a buen
entendedor”, una crónica de una pelea que sólo dura cuatro rounds. El protagonista
es un púgil llamado Juan Yepes, un nombre que remite al sacerdote católico y
poeta místico del Renacimiento español Juan de la Cruz, cuyo nombre original
era Juan de Yepes Álvarez (1542-1591), un trovador al que seguramente Cortázar
había leído. En el cuento describió como su personaje recibe un duro castigo y
finalmente cae fulminado sobre el cuadrilátero.
Después de
viajar a Ecuador, Brasil, Perú y Chile, a comienzos de abril de 1973 Cortázar
llegó a Buenos Aires. Enterados de su visita y conocedores de su afición por el
boxeo, periodistas especializados de la revista deportiva “El Gráfico” lo
invitaron a ir el sábado 7 de abril al Luna Park para presenciar la pelea que
iba a librar el campeón argentino de los medianos junior Miguel Angel Castellini
(1947-2020) contra un boxeador norteamericano prácticamente desconocido. Además
le pidieron que escribiera una nota para publicarla en la revista. Tras algunas
dudas, finalmente Cortázar aceptó. Hacía veintidós años que no iba al Luna
Park, donde las peleas eran para él menos importantes que ver a dos hombres
luchando noble y deportivamente bajo reglas de igualdad, tal su visión
reiterada sobre el boxeo. Aquella noche el público, desde las tribunas
totalmente cubiertas, esperaba ver cómo Castellini derrotaba por nocaut al
estudiante de historia de la Universidad de Columbus, Ohio, un moreno flaco de
1,85 mts. de altura. Sentado en la fila 2 del sector A, Cortázar vio una pelea
que se fue prolongando hasta tornarse aburrida por sus acciones previstas y reiteradas.
El argentino finalmente ganó por puntos.En su
edición nº 2792 del 10 de abril, “El Gráfico” publicó el tajante comentario de
Cortázar titulado “El triunfo con algunas nubes”. “Como es lógico -escribió-,
el público fue a ver ganar a Castellini. Como también es lógico, Castellini
ganó. La única cosa ausente en tanta lógica fue lo que justifica y da su
auténtica belleza al deporte: la alegría. A la victoria del argentino le faltó
todo, salvo la fuerza del punch. Fue una victoria chata, sin nada que permitiera
festejarla como se esperaba. Frente a Castellini hubo un hombre que en buena
ley deportiva merecía los aplausos que tan sin ganas cosechó el vencedor. Pero
Doc Holliday fue además otra cosa: el símbolo amenazante del futuro. En la
actualidad no faltan los Doc Holliday a la espera de su hora y algunos, además
de la alegre y clara técnica del yanqui, tienen punch. Cualquiera de ellos
puede malograr la carrera de Castellini si éste no se decide a convertir la
potencia física en ese mecanismo más complejo y eficaz que define a los grandes
boxeadores, y que da a sus victorias el esplendor que tanto faltó anoche”.
En 1977 Cortázar
publicó el libro de cuentos “Alguien que anda por ahí” en el que incluyó “La
noche de Mantequilla”, un cuento basado en el combate -que él presenció
personalmente- que mantuvieron el 9 de febrero de 1974 en una carpa montada en
un suburbio parisino ubicado sobre la orilla izquierda del río Sena, el
argentino Carlos Monzón (1942-1995) y el mexicano José “Mantequilla” Nápoles
(1940-2019) por el campeonato mundial de peso mediano que ostentaba el
argentino. Si bien el cuento se desarrolla durante la celebración del combate,
es un relato con matices policiales donde nada sale de acuerdo a lo planeado.
En medio del ambiente delirante y muy singular provocado tanto por el alboroto
de los aficionados mexicanos como por el griterío arrogante de los argentinos,
dos personajes que observan la contienda son miembros de una organización
mafiosa que quieren aprovechar el momento para intercambiar un misterioso
paquete. Finalmente Monzón ganó por abandono al fin del sexto asalto. “Todo el
mundo -narró Cortázar- parado a la espera de la campana del séptimo round, un
brusco silencio incrédulo y después el alarido unánime al ver la toalla en la
lona, Nápoles siempre en su rincón y Monzón avanzando con los guantes en alto,
más campeón que nunca, saludando antes de perderse en el torbellino de los
brazos y flashes. Era un final sin belleza pero indiscutible”.
La última incursión en el universo del boxeo Cortázar la realizó en 1982 en su libro “Deshoras”. En él publicó el cuento “Segundo viaje”, una ficción en la que relató la animosidad que existía entre dos boxeadores: Ciclón Molina, un boxeador casi desconocido, y el campeón mundial Tonny Giardello, un pugilista que había derrotado por nocaut a Mario Pradás, un viejo amigo de Ciclón que había viajado a Estados Unidos para disputarle el título. Tras la derrota, Pradás volvió a la Argentina y murió completamente olvidado después de un par de mediocres peleas. Por eso, tras aquel percance, Ciclón decidió vengarlo en el ring enfrentado a Giardello. Primero tuvo que ganar varias peleas para ascender en el ranking y, tras superar todos los combates previos, consiguió enfrentar a su enemigo en los Estados Unidos. Sin embargo esa simbólica represalia terminó mal para Ciclón. Giardello lo noqueó en el quinto asalto con un golpe en la nuca que le originó una pérdida de consciencia grave, estado que horas más tarde lo llevaría a la muerte. No pudo finalmente concretar aquello que los aficionados argentinos esperaban: borrar el agravio que habían sentido al perder Pradás.
Escribió Cortázar: “Vos sabes muy bien lo que pasó, para qué te voy a contar, las primeras tres vueltas de Giardello más veloz y técnico que nunca, la cuarta con Ciclón aceptándole la pelea mano a mano y poniéndolo en apuros al final del round, la quinta con todo el estadio de pie y el locutor que no alcanzaba a decir lo que estaba pasando en el centro del ring, imposible seguir el cambio de golpes más que gritando palabras sueltas, y casi en la mitad del round el directo de Giardello, Ciclón desviándose a un lado sin ver llegar el gancho que lo mandó de espaldas por toda la cuenta, la voz del locutor llorando y gritando, el ruido de un vaso estrellándose en la pared antes de que la botella me hiciera pedazos el frente de la radio, Ciclón nocaut, el segundo viaje idéntico al primero, las pastillas para dormir, qué sé yo, las cuatro de la mañana en un banco de alguna plaza. La puta madre, viejo. Seguro, no hay nada que comentar, vos dirás que es la ley del ring y otras mierdas, total no lo conociste a Ciclón y por qué te vas a hacer mala sangre. Aquí lloramos, sabes, fuimos tantos que lloramos solos o con la barra, y muchos pensaron y dijeron que en el fondo había sido mejor porque Ciclón no habría aceptado nunca la derrota y era mejor que acabara así, ocho horas de coma en el hospital y se acabó. Me acuerdo, en una revista escribieron que él había sido el único que no se había enterado de nada, mirá si no es bonito, hijos de puta. No te cuento del entierro cuando lo trajeron, después de Gardel fue lo más grande que se vio en Buenos Aires”.