Daniel Eduardo Feierstein
(1967) es un sociólogo e investigador argentino, especialista en el estudio de
las prácticas sociales genocidas, los procesos de memorias y representaciones
del pasado y su incidencia en las disputas políticas del presente. Nacido en el
barrio de Villa Pueyrredón en la ciudad de Buenos Aires, estudió en la Facultad
de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, donde obtuvo los
títulos de Licenciado en Sociología y Doctor en Ciencias Sociales. Actualmente
se desempeña como profesor titular de la cátedra Análisis de las Prácticas
Sociales Genocidas en dicha Facultad, en la cual también ejerce como director
del Observatorio de Crímenes de Estado. Asimismo, es director del Centro de
Estudios sobre Genocidio y de la Maestría en Diversidad Cultural, ambos en la
Universidad Nacional de Tres de Febrero, investigador principal del Consejo
Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y miembro del
Tribunal Permanente de los Pueblos (TPP) y del Comité Nacional de Ética en la
Ciencia y la Tecnología (CECTE).
Durante varios años de la década pasada se desempeñó como Profesor Titular del seminario de Maestría y Doctorado “La cuestión del genocidio y el derecho penal internacional desde la crítica criminológica” en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, y presidió la International Association of Genocide Scholars (Asociación Internacional de Académicos del Genocidio) durante el período 2013-2015. Como consultor independiente de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en temas como genocidio, derechos humanos y discriminación, ha trabajado en la elaboración de las Bases de un Plan Nacional de Derechos Humanos argentino.
Durante varios años de la década pasada se desempeñó como Profesor Titular del seminario de Maestría y Doctorado “La cuestión del genocidio y el derecho penal internacional desde la crítica criminológica” en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, y presidió la International Association of Genocide Scholars (Asociación Internacional de Académicos del Genocidio) durante el período 2013-2015. Como consultor independiente de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en temas como genocidio, derechos humanos y discriminación, ha trabajado en la elaboración de las Bases de un Plan Nacional de Derechos Humanos argentino.
Lo que sigue a continuación es un compilado de las entrevistas que concediera a las periodistas María Daniela Yaccar (“Página/12”-10 de abril de 2023) y Bibiana Ruiz (“Clarín”-6 de septiembre de 2024), y al periodista Martín Porto (“Página/12”-10 de marzo de 2025), en las cuales se refirió a la transformación del mapa político argentino, a cómo la historia condiciona los modos en que se percibe la realidad, al genocidio como práctica social y la necesidad de construir una memoria colectiva en una era atravesada por el negacionismo y las posturas neofascistas.
¿Cuál es el sentido de los genocidios y por qué es un absurdo pensarlos en categorías?
El tema es la mirada más clásica sobre los genocidios: gente malvada que decide matar gente. Y eso es banalizar el proceso genocida. Lo que hay que entender es que es una tecnología de poder. ¿Qué quiere decir eso? Que la forma de aplicar el terror en una sociedad es una herramienta que permite una serie de transformaciones sociales. Y es común, porque es una tecnología de poder tremenda pero exitosa. Y no deriva de la maldad, más allá de que se pueda mezclar con la maldad de quienes lo ejecutan, sino que deriva de la decisión de transformar a la sociedad, utilizando el terror masivo, que es un poco el eje de las políticas genocidas.
¿Cómo es que la memoria del pasado reciente también está en disputa?
Es interesante entender cómo funciona la memoria. En verdad es una capacidad que tenemos para usar el pasado en el presente. No es una caja donde guardamos cosas y las vamos a buscar. No funciona de esa manera. La memoria siempre se proyecta al presente, al pasado, y se resignifica desde el presente. Entonces, como funciona así, como capacidad, el pasado siempre juega un rol para definir qué queremos en el presente. Y hay muchas formas de contar el pasado, no infinitas, pero uno puede interpretar lo que pasó de distintas maneras. Por darte un ejemplo argentino, la forma mentirosa sería que en Argentina no hubo un aniquilamiento de personas durante los años ‘70. Pero dentro de las verdaderas, vos podés interpretar ese proceso de persecución estatal de muchas maneras. Podés verlo como una guerra entre dos facciones donde una terminó triunfando; podés verlo como un estado que se desborda y decide empezar a limitar los derechos de los ciudadanos. Esas han sido las miradas más clásicas en la Argentina, y son muy distintas. No es lo mismo pensar y analizar y recordar una experiencia afectando al conjunto social porque busca que todos se aterroricen y cambiar cómo nos relacionamos a partir del terror, que pensar que es un estado que tomó el poder, se desbordó y empezó a perseguir gente, donde básicamente lo que está en juego es este tema de la maldad en manos del aparato estatal. Entonces ese pasado siempre es producto de disputa. Y la idea de mi último libro es ver cómo tanto en el caso del nazismo, en el primer capítulo y parte del segundo, como en el caso argentino, se llevó a cabo esa disputa y cómo se juega hoy. Porque además va cambiando con el tiempo, hay distintos objetivos: como el presente va cambiando, ese pasado también va jugando cada vez un papel distinto.
Si la forma gramsciana clásica de “disputas por el sentido” es más preciso, ¿qué busca la nueva derecha instalando el concepto de “batalla cultural”? ¿Cómo se explica esta realidad hoy, con un “objeto de la batalla”?
Lo que busca y logra la nueva derecha en esto que llama batalla cultural es poner en cuestión los sentidos aceptados colectivamente, te diría en el último medio siglo -en algunos casos en el último siglo-. Entonces, algunos de los valores aceptados tenían que ver con el rol del Estado, el hacerse cargo de todos los miembros de una sociedad, el entender que yo tengo responsabilidades con todos aquellos que conviven conmigo en el mismo territorio. La nueva derecha trata de poner en cuestión esto. Y aprovechando algunas cuestiones de los cambios de los últimos treinta años, donde ese progresismo que había sido resultado de estas valoraciones de lo comunitario empezó a entrar en problemas, en una serie de confusiones, en ese discurso victimista, entró en esta lógica de construir siempre al otro como enemigo, de modo esencialista, incluso. Y lo podemos ver en las lógicas de género, en las lógicas étnicas. Esto es aprovechado por la nueva derecha para interpelar a los sectores que están sufriendo, pero que quedan afuera de esta visión del mundo del progresismo, como suponer que alguien, por ser hombre, ya automáticamente es el mal y no sufre, que por ser blanco u occidental automáticamente es el mal y no sufre, que sólo corresponde reparar a determinados miembros de determinados colectivos, no dinámicamente como se hacía hasta hace treinta o cuarenta años, sino de modo esencial. Porque una cosa es decir el Estado tiene que reparar a los que más están sufriendo hoy y otra cosa es decir el Estado tiene que reparar a las mujeres o a los indígenas o a los afrodescendientes. La lógica esencialista divide el mundo de modo binario y asigna el bien y el mal a esas lógicas binarias. Ese es el rol de esa disputa por el sentido que está ganando la nueva derecha en esa batalla cultural.
Si la nueva derecha reivindica figuras como la de Alberdi o Roca y a la vez cuestiona los sentidos construidos en relación a la última dictadura, ¿cómo es leído esto por las generaciones más jóvenes? A la vez, ¿existe la voluntad de incidir en el debate político, y en qué se parecen los intelectuales de la nueva derecha a los de las décadas del ‘50, ‘60, ‘70, ‘80?
Una de las cosas que pasó para entender por qué se quiebran los consensos en Argentina es también que pasó el tiempo y esos consensos tenían que ver sobre todo con generaciones que vivieron esos hechos. Pero lo real es que para los jóvenes de hoy esos hechos están muy lejos. No es que están un poco lejos, están muy lejos. Entonces, no sólo que ellos no participaron, sino que en algunos casos ni siquiera sus padres participaron, son hechos que hacen referencia a sus abuelos. Eso es lo que lleva a que haya que repensar esos usos del pasado también desde nuestras perspectivas. No sólo mirar cómo ha aprovechado este quiebre la nueva derecha para poder decir cosas que no se podían decir, sino cómo hay que construir otras aproximaciones a ese pasado que puedan interpelar a gente que pueda entender por qué ese pasado le sigue influyendo en su vida, aunque haya pasado hace tanto tiempo. O sea, que pueda entender que hay una vinculación entre la realidad que tiene hoy y la realidad que se vivió en los años ‘70, pero que esa vinculación no es automática, porque justamente no lo vivieron ellos, no lo vivieron sus padres. Es una vinculación que tiene que ver con cómo ese terror siguió irradiando a lo largo del tiempo y qué consecuencias trae hasta hoy. Y por qué es importante esa discusión. Así como uno podría plantear por qué es importante la discusión tanto del genocidio en la Argentina del siglo XIX como de las ideas de Alberti, o de Roca, o de Sarmiento, o de cualquiera de los líderes políticos de ese momento en Argentina. Pero otra vez, esos usos del pasado siempre van cambiando con el tiempo. Y hay que ver cómo uno puede conectar esos problemas del pasado con los problemas del presente, porque eso es lo que va a dar la clave para que uno pueda interpelar a nuevas generaciones.
¿Cómo incide la cultura de la cancelación en la reflexión actual sobre el pasado?
Creo que la cultura de la cancelación es un problema enorme del progresismo, uno de los más grandes, porque impide pensar. O sea, pensamos las identidades de modo esencial y pensamos la realidad con algunas consignas que tenemos que repetir y no permitimos que nadie se mueva de esas consignas. Y esto es el antipensamiento, y le ha dado mucha fuerza a la nueva derecha cuando de pronto dice “tenemos que animarnos a decir algunas cosas”. El problema es que a uno le puede parecer espantoso eso que dicen, pero lo real es que hay que ponerlas sobre la mesa y explicar por qué. No es que alcanza con decir son espantosas, no las pueden decir. Porque el proceso de pensamiento requiere la crítica y para la crítica tenemos que ser capaces de poder decir cualquier cosa y poder ponerlo en cuestión, y poder hacernos responsables de lo que decimos. Y entonces, si decimos una barbaridad, después tenemos que hacernos cargo de la barbaridad que decimos. Pero el problema no es que directamente quedamos cancelados. Y además ¿quién evalúa qué es una barbaridad? ¿Quién evalúa qué se puede decir y qué no? Eso nos lleva a un territorio muy peligroso.
¿Por qué se abandona la crítica, una herramienta fundamental del campo popular y el progresismo?
Creo que es un clima de época que tiene que ver con estas derivas del progresismo que decíamos, con el rol de las redes sociales que dificultan el pensamiento crítico. Si vos tenés que tomar una posición en 256 caracteres, es difícil que puedas darle complejidad a esa posición. Eso ha facilitado la división binaria, estas grietas de las que hablamos en la Argentina, pero que no existen sólo en la Argentina, son internacionales, que es o estás del lado del bien o estás del lado del mal. Y esto impide que pensemos, pero además impide que hablemos. Es muy interesante cómo se han quebrado parejas, familias, núcleos de amigos por no poder aceptar la diferencia en la evaluación de la realidad. Digamos que es algo que te enriquece. Podemos tener visiones distintas y podemos aprender de la visión del otro si dejamos de lado esa cultura de la cancelación, si podemos aceptar escuchar otra posición, aunque no nos guste y aunque no nos convenza, pero hay un 10 % que reconocemos que puede tener algo de verdad. Así como el otro, a partir de ese reconocimiento nuestro, puede reconocer que hay una parte de nuestro planteo que también tiene algo de verdad. Y ahí es donde se permite la reconstrucción del lazo social. Es una herramienta central incluso para poder pensar cómo librar esas disputas por el pasado que tienen que librarse escuchando las otras visiones, incorporándolas en un sentido crítico, pudiendo, en vez de cancelarlas, explicar por qué son problemáticas, por qué podrían incluso ser peligrosas, por qué pueden ser erróneas, por qué son distorsionadas.
En su estudio comparado sobre genocidios, usted plantea el concepto del genocidio como un proceso, una tecnología de poder que busca incidir en el sistema de representación y transformar la identidad de un pueblo a través del terror. ¿Qué huellas dejó en la sociedad argentina la violencia estatal de los ’70?
El genocidio argentino, como la mayoría de los genocidios, fue bastante exitoso en la transformación de los lazos sociales. Los niveles de solidaridad, la construcción de una “comunidad”, valores como la indignación ante la injusticia o la profundización de la miseria, se vieron profundamente afectador, no solo por los miles de compañeros que nos faltan sino por el efecto del terror y de las respuestas ante el terror en quienes quedamos vivos y en las generaciones que continúan. Zygmunt Bauman retomó un concepto de los griegos, “adiaforización”, que traduce como “invisibilidad moral”. El genocidio profundizó nuestra invisibilidad moral, logró aumentar nuestra incapacidad de rebelión ante el mal, nos habituó a poder ver gente durmiendo en la calle, sufriendo frío o hambre y pasar caminando como si no existieran. Si bien este individualismo extremo, el cinismo o el nihilismo son parte de un clima de época que cobra fuerza con el fin de la Guerra Fría, en el caso argentino es imposible explicarlo sin tomar en cuenta las consecuencias del genocidio. La lucha contra la impunidad y la posibilidad de juzgar y condenar a muchos responsables permitió algunos niveles de reconstrucción en Argentina, sobre todo si comparamos con Brasil o España, por ejemplo, que no vivieron nada parecido a eso, pero no implica que haya permitido reconstruir una visión más cooperativa del lazo social. Gran parte del movimiento de derechos humanos -con todo el valor que ha tenido- se estructuró a fines de la dictadura en base a la defensa de derechos individuales. El concepto de derechos colectivos o derechos de los pueblos quedó mucho más oscurecido y en general no hemos sido capaces de recuperarlo como sociedad.
¿Qué factores hicieron posible la expansión de la narrativa negacionista en una Argentina cuyo contrato democrático parecía construido sobre sólidos consensos respecto de los crímenes de la última dictadura militar?
Varias cosas. Debemos comprender que el tiempo pasa. Los consensos construidos en 1983 no podían durar por siempre. Hoy tenemos millones de personas que nacieron después de esa fecha. Esos consensos necesitaban reactualizarse en cada generación. Y eso no ocurrió, particularmente en los últimos veinte años.