La escritora argentina Samanta
Schweblin (1978) acaba de publicar “El buen mal”, su cuarto libro de cuentos
cuyas historias escribió desde finales de 2021 hasta principios de 2024 entre
Berlín, Barcelona y Lago Puelo. Nacida en el partido bonaerense de Hurlingham y
radicada en Berlín desde 2012 -donde dicta talleres literarios-, su obra ha
sido traducida a más de cuarenta idiomas y ha recibido numerosos premios
internacionales. Participó en el taller literario de Liliana Heker (1943), una
escritora argentina a la cual le prologó en 2016 “Cuentos reunidos”, una
recopilación de sus cuentos. Autora de los libros de cuentos “El núcleo del
disturbio”, “Pájaros en la boca” y “Siete casas vacías”, y de las novelas
“Distancia de rescate” y “Kentukis”, asegura que cuando escribe una historia,
jamás piensa en su extensión. “El cuento es muy exigente -dice-; debes empezar
una y otra vez. Se escribe acaso en una semana, pero trabajas durante tres o
cuatro meses con algo que lleva años en tu cabeza”, y admite que para ella “una
coma puede ser una noche de insomnio. Escribir es un ensayo mental y físico”.
“Un buen libro es un corazón que late en el pecho de otro”, sostiene la
narradora para quien “las emociones perturbadoras son las que merecen la pena
ser escritas”.
Schweblin afirma que aprendió a escribir leyendo a escritores y escritoras estadounidenses como John Cheever (1912-1982), J. D. Salinger (1919-2010) y Flannery O’Connor (1925-1964), entre otros, y asegura que sus mayores referentes son el uruguayo Horacio Quiroga (1878-1937) y los argentinos Jorge L. Borges (1899-1986), Adolfo Bioy Casares (1914-1999) y Antonio Di Benedetto (1922-1986). A ellos, en los últimos años, ha agregado a varias autoras que tardó más tiempo en descubrir, como las argentinas Silvina Ocampo (1903-1993) y Sara Gallardo (1931-1988), la chilena María Luisa Bombal (1910-1980) y la mexicana Elena Garro (1916-1998).
Schweblin afirma que aprendió a escribir leyendo a escritores y escritoras estadounidenses como John Cheever (1912-1982), J. D. Salinger (1919-2010) y Flannery O’Connor (1925-1964), entre otros, y asegura que sus mayores referentes son el uruguayo Horacio Quiroga (1878-1937) y los argentinos Jorge L. Borges (1899-1986), Adolfo Bioy Casares (1914-1999) y Antonio Di Benedetto (1922-1986). A ellos, en los últimos años, ha agregado a varias autoras que tardó más tiempo en descubrir, como las argentinas Silvina Ocampo (1903-1993) y Sara Gallardo (1931-1988), la chilena María Luisa Bombal (1910-1980) y la mexicana Elena Garro (1916-1998).
Lo que sigue es la primera parte de la compilación de fragmentos de las entrevistas que concediera a Grey Hutton y Paola Tinoco (revista “Vice”, 18/jul/2013), a Verónica Abdala (revista “Cabal”, junio de 2019), a Milena Heinrich (diario “Infobae”, 26/ago/2022), a Melina Balcázar (revista “Letras Libres”, 1/feb/2025) y a Daniela Pasik (diario “Clarín”, 22/feb/2025).
Este libro es tu regreso al relato. ¿Qué tiene que tener un material para que sea cuento o novela?
Yo siempre estoy escribiendo cuentos, es mi espacio natural para pensar historias. Las novelas están ahí también, van surgiendo, pero en realidad para mí funciona al revés; es el espacio de la novela el que siento como una excursión excepcional. Cuál va a ser la extensión, qué tan largo o corto va a ser, es una pregunta que el material contesta por sí mismo. Pensarlo de antemano pondría forzar algo que me sale mejor si lo decido sobre la marcha. La extensión no es más que el resultado final, el tiempo que costó contar esa historia particular. Al menos en mi propia escritura me cuesta pensar en términos de género y tomar decisiones distintas porque algo es una novela o un cuento. No los siento tan diferentes.
Aunque no es del todo exacto, a tu obra se la cataloga en género terror. ¿Por qué creés que sucede?
Aun siendo consciente de otras tantas etiquetas que a veces se suman y acepto encantada, como “literatura de lo extraño”, “de lo incómodo” o, incluso, en mis primeros libros, “de lo fantástico” y “lo onírico”, yo me considero siempre alguien que escribe desde el realismo. O sea, aclaremos esto ya: ¿Hay algo más artificial en la ficción que la pretensión del realismo? Creo que no hay nada en mis últimos tres libros que no pueda suceder, que quede fuera del orden de lo posible. Habría que pensar un rótulo para todos los que escribimos habitando abiertamente el género de lo insólito, pero somos tan ingenuos, o tanto más abiertos en nuestras percepciones del mundo, que nos autopercibimos realistas. Y supongo que yo podría ser parte de ese club de despistados.
Si jugáramos a las casillas, ¿cuál dirías que es tu género?
¿Vale elegir más de una casilla? Pienso en mis autores favoritos y son muy irreverentes con estos límites. A veces se me asocia con el terror, aunque no hay en mis textos nada que pertenezca explícitamente a ese género, quizá sólo sea por un estado de alarma en el que podrían leerse algunas historias. Quizá lo que pasa es que en mis textos suele haber bastante miedo. Pero, ¿por qué enmarcamos el miedo en los géneros de terror, o a veces incluso del fantástico, cuando no hay nada más real, físico y tangible que el miedo? ¿Tanto nos asusta el miedo que necesitamos sacarlo del espacio del realismo?
Los premios y la cantidad de lectores que tuviste a lo largo de tu carrera no sólo se sostiene, crece. ¿Es una presión o lográs olvidarte a la hora de escribir?
Lo bueno de todo eso es que, aunque llegan siempre como mimos y reconocimiento, no son cosas que dependan de mí. De hecho, es algo que les pasa a los libros, y repercute sobre todo ahí. Está el problema de las expectativas, eso sí puede apabullar. Pero llega un momento en la escritura en el que estás tan compenetrado con lo que intentás contar, que todo lo demás queda afuera. Te quedás solo, en el mejor de los sentidos. Hay que confiar en ese estado. Algo que aún me cuesta es la exposición, hay algo ahí que sí me incomoda. No tiene tanto que ver con el éxito, sino con una cuestión de cuidado personal, para mí y para los que me rodean. Intento que el mundo de lo privado siga siendo privado. Cuidarse en las redes sociales, tratar, siempre que se pueda, de desaparecer.
En “El buen mal” hay algo más íntimo que en tus otros libros. Lo mostrás, incluso, en el apéndice que titulás “Sobre los cuentos”, donde contás de dónde vienen, si pasó en verdad y a quién se refieren. ¿Es un juego de exposición?
Sería demasiado hablar de exposición, porque lo personal acá es realmente de un modo muy tangencial. Son disparadores nomás, espacios en los que estuve, personajes delineados con algunos otros “personajes” que conocí estos años, ciudades en las que viví. Lo que es realmente personal, y muy íntimo, son determinados sentimientos que fueron marcándome estos años, preguntas, ideas sobre cómo pensar algunas cosas. Ahí sí hay un espejo más fuerte con estas historias. Creo que escribo un poco para sacármelos finalmente de encima, para exorcizarlos. A veces estas historias no son más que puentes entre mi emoción y la emoción del lector. Tengo la idea de que, compartida esta emoción con alguien más, hay algo que se cura en los dos lados.
Has contado muchas veces que tu disparador creativo comienza en una imagen. ¿Cómo fue el proceso para este último libro?
La primera imagen que apareció es la escena con la que larga el primer cuento, “Bienvenida a la comunidad”, la de esa mujer que aterriza en el fondo del mar como una astronauta en la luna, por el peso de las piedras que lleva en los bolsillos, y eso tan insólito que sucede a continuación, pero prefiero no adelantar acá. Luego apareció la del caballo desmayado en una calle de Hurlingham, para “Un animal fabuloso”. Después la de las protagonistas de “La mujer de Atlántida” cruzando el pueblo en la noche, aunque esa escena no terminó en el cuento porque ya no era necesaria, pero de ahí nació toda la historia. En “El ojo en la garganta” vi a esos padres atravesando el desierto pampeano con la ausencia de su hijo pequeño en el asiento trasero del auto, y la extrañeza, casi el imposible, de que sea el mismo niño el que los esté narrando. ¿Cómo puede un personaje narrar con precisión una escena en la que en realidad no está presente? A veces lo que me pone a escribir no es tanto lo que soy capaz de ver; sí lo que aún no termino de entender del todo.
Además de buscar tu mesa de trabajo ideal, ¿tenés otros rituales para escribir?
A pesar de que soy una gran consumidora de otras disciplinas, cuando finalmente conecto con un proyecto y ya estoy en pleno corazón de la escritura, me cierro. Casi que habito sólo mi escritura. Y no me refiero únicamente al cine y a la música, hasta diría incluso que leo menos, o incluso con menos atención, así que no tengo asociaciones fuertes en ese sentido. Cuando el manuscrito empieza a tomar forma y ya logra pararse por sí mismo, ahí me abro un poco más y me importa darlo a leer a algunos lectores a quienes les tengo confianza.
¿Y en “El buen mal” cómo fue?
El resto de las artes, la música, el cine, el teatro, tienen cerca al espectador. Un cantante puede dar su show mirando a su audiencia a la cara. Pero el escritor trabaja solo, y la gran mayoría de las veces, incluso un autor leído por mucha gente, no está nunca la oportunidad, casi mágica, de ver en vivo a alguien circular por su texto. Eso es lo que me da la lectura de alguien de confianza. La oportunidad de entender cómo un lector atraviesa mi texto. Ver, sobre todo. lo que no funciona, o no funciona todavía como yo quisiera. Dónde se tropiezan, dónde se paran a pensar y qué piensan. Le agradezco a Vera Giaconi en este libro en particular, pero nosotras venimos leyéndonos mutuamente desde hace ya doce años. Es mi gran compañera de escritura y siento hacia ella un gran agradecimiento.
En Europa existen ciertas expectativas respecto a lo que un escritor o una escritora latinoamericana debe escribir, entre una reproducción del boom, del realismo mágico y la estética ultraviolenta con la que se asocia el continente… Pero, en tu escritura, si bien la violencia está muy presente, no se vuelve sangre, es más bien silencio. ¿Cómo te posicionas respecto a esas expectativas?
Después de muchos años en Alemania y de estar en contacto con los lectores europeos, me doy cuenta de que eso existe, de que no es un mito. Realmente se espera que tres generaciones después del boom latinoamericano sigamos escribiendo como ellos, cuando somos todo lo contrario. Uno siempre se construye luchando contra los padres, contra todo lo que te ata, aunque nunca escapemos del todo. Para mí, lo mejor que se escribe ahora en Latinoamérica no tiene que ver ni con el realismo mágico ni con las literaturas violentas. Si hay algo que me encanta de la literatura latinoamericana, no solo la argentina, es que somos sumamente irrespetuosos con los géneros que en nuestras literaturas están muy difuminados. Somos muy irreverentes con los límites que nos ponen desde afuera. Es una de nuestras grandes virtudes. La literatura en sí es un juego contra los límites.
¿Por qué ese apego tan tuyo al cuento?
Me considero sobre todo una cuentista que cada tanto falla y no le queda sino escribir doscientas páginas más para decir lo que debería haber escrito en diez. Hay algo en la intensidad del cuento que me fascina como lectora. Por eso voy a ese lugar como escritora. Es alucinante que en solo veinte minutos un cuento pueda cambiar mi manera de pensar el mundo, de entenderme a mí misma o incluso pueda incidir en mis decisiones. Pero quien no está acostumbrado al género tiene una idea muy diferente y percibe la historia como un recorte de una historia más extensa, que lo deja con ganas de saber qué pasó. Como si leyera un material que no alcanzó para una novela y se quedó en un cuento, cuando es lo contrario. Es un recorrido emocional muy intenso, la evolución de una emoción que se produce en apenas unas páginas. Lo demás me parece circunstancial, contingente, y en todo caso debe estar al servicio de esa emoción, de lo que tenga que pasarle a esa emoción. De ninguna manera pienso que un lector que acaba de terminar una novela recibió más que el que terminó un cuento. Los textos que me han cambiado la vida, que me han dejado patas para arriba, que me han hecho caer en epifanías, son cuentos más que novelas.
Hay algo ultracontemporáneo en la manera en la que escribes la ansiedad y el miedo. ¿Qué es lo que te lleva a escribir sobre eso? ¿Se trata de una forma de desmontar los mecanismos de nuestras emociones?
Me fascina la tensión, que es en realidad un estado de atención del lector. Para mí es el momento más sagrado de la lectura. Porque cuando leemos, lo hacemos con todos nuestros prejuicios, que no solo son negativos. Cuando uno lee, todo el tiempo se interroga, o por lo menos yo como lectora: ¿qué pienso de esto?, ¿cómo sentí esto? Acá me aburrí, ¿por qué? Acá no enganché, me distraje, ¿por qué? No es que haya pasado algo afuera, más bien algo dejó de pasar en el libro. Quizás es una deformación profesional, pero todo el tiempo trato no sólo de leer el texto, sino de leerme a mí misma como lectora, aunque es una misión casi imposible, porque en el momento en que estás conectado con el texto, no estás conectado con vos. Pero a la vez hay algo ahí, hay una verdad que uno puede ir descubriendo acerca de qué es lo que realmente funciona en un texto y te das cuenta de que se debe a algo muy distinto de lo que pensabas. No es lo poético, no es algo abstracto, es algo mucho más material, físico, más presencial. Es estar ahí. Después hay un momento mágico en el que desaparecés como lector, porque lo que pasa en el texto te demanda tanto que necesitas toda tu atención ahí. Es algo mucho más existencial: cuando empezás a leer algo y decís: esto habla de mí, sólo de mí y de lo que me pasa ahora, ahí uno se dice: ¿qué haría yo en un momento así? Se enciende una pregunta existencial y un deseo de obtener esa información para uno mismo.
Hay como un quiebre en la identidad social de los personajes, dejan de funcionar socialmente.
Estoy muy peleada con la idea de lo normal. ¿Qué es lo normal, lo establecido? ¿Qué es lo posible versus lo imposible? La normalidad es tal vez la mayor ficción en la que vivimos. Mis personajes justamente quiebran ese espacio y se dan cuenta de que era posible cruzar el espejo, sin romperlo, situarse fuera de lo establecido, en ese espacio que se parece un poco a la locura si lo mirás desde afuera, pero donde de pronto se encuentra la solución a lo que buscamos, donde tal vez resida la felicidad. Estamos todo el tiempo tratando de pertenecer, de ser normales, de estar a la altura. Me da risa pensar que todas nuestras sociedades se basan en la idea de la normalidad, que es más ridícula quizás que la idea de Dios.
También está la cuestión de la muerte, o más bien de su inminencia. Me preguntaba si la muerte sería ritmo, escansión, en tu escritura.
Mi respuesta será muy obvia, pero sincera. La muerte sigue siendo nuestro gran tabú, como ese horror que nos esforzamos por no recordar. Cada día es un esfuerzo gigante por no recordar que nos dirigimos hacia ella, pero también cada momento es muerte o sea nuestra conversación es muerte, estamos muriendo un poco. Ese sería el lugar común para decirlo. Hay como un equívoco muy grande en cómo se piensa la muerte y hay una curiosidad enorme por tratar de entender lo que pasa ahí. Pero la literatura lo permite. La literatura es la mejor tecnología y sucede en nuestros cuerpos, en nuestra cabeza, pero no puede suceder cuando estamos solos, sólo sucede con otro, en esa cofradía entre quien escribe pensando en el lector y quien lee sabiendo que hay un escritor. La literatura sucede en un presente absoluto que es cuando ambos están juntos. Entonces, envuelta en esa tecnología, para mí, no hay tema más atractivo que el de la muerte, es del que más quiero saber.