17 de septiembre de 2009

Entremeses literarios (LXXIV)

LA PAGODA DE BABEL
G.K. Chesterton
Gran Bretaña (1874-1936)

Ese cuento del agujero en el suelo, que baja quién sabe hasta dónde, siempre me ha fascinado. Ahora es una leyenda musulmana; pero no me asombraría que fuera anterior a Mahoma. Trata del sultán Aladino; no el de la lámpara, por supuesto, pero también relacionado con genios o con gigantes. Dicen que ordenó a los gigantes que le erigieran una especie de pagoda, que subiera y subiera hasta sobrepasar las estrellas. Algo como la Torre de Babel. Pero los arquitectos de la Torre de Babel eran gente doméstica y modesta, como ratones, comparada con Aladino. Sólo querían una torre que llegara al cielo. Aladino quería una torre que rebasara el cielo y se elevara encima, y siguiera elevándose para siempre. Y Dios la fulminó, y la hundió en la tierra abriendo interminablemente un agujero, hasta que hizo un pozo sin fondo, como era la torre sin techo. Y por esa invertida torre de oscuridad, el alma del soberbio Sultán se desmorona para siempre.


PEQUEÑO MIO
Triunfo Arciniegas
Colombia (1957)

Al afeitarse esa mañana descubrió que tenía cara de gato: se erizó. La espantosa imagen lo persiguió durante el día, en cada pausa del trabajo: los ojos claros de dilatadas pupilas, los bigotes enhiestos, las orejas puntiagudas, y su grito, su propio grito, que le descubrió un par de pequeños y finos colmillos. En la noche, sobre el cuerpo jadeante de la mujer, maulló: tuvo sueños horribles con ratas y perros y otras bestias. Al despertar se deslizó entre las sábanas, lamió los tobillos blancos y dulces y luego, perezoso, mientras los dedos de sangrientas uñas le recorrían el lomo, bebió la leche que la mujer le trajo en el platito.


UNA HABITACION PRIVADA
Suniti Namjoshi
India (1941)

La quinta vez, las cosas fueron distintas. Le dio las instrucciones, le entregó las llaves (incluida la pequeña) y se marchó solo cabalgando. Volvió a aparecer exactamente cuatro semanas más tarde. La casa estaba limpia, los suelos encerados y la puerta de la habitación pequeña no había sido abierta. Barbazul estaba asombrado.
- Pero, ¿no sentías curiosidad? -le preguntó a su esposa.
- No -respondió ella.
- Pero, ¿no deseabas conocer mis secretos más íntimos?
- ¿Por qué? -le replicó la mujer.
- Bueno -dijo Barbazul-, es lo normal. ¿No deseabas saber quién era yo en realidad?
- Sois Barbazul y mi esposo.
- Pero el contenido de la habitación. ¿No deseabas ver lo que hay en el interior de la habitación?
- No -dijo la criatura-, creo que tenéis el derecho a poseer una habitación privada.
Aquello lo irritó de tal manera que la mató en aquel mismo instante. En el juicio alegó provocación.


TRAGEDIA
Mario Halley Mora
Paraguay (1926-2003)

Su esposa salió de compras con el auto y tuvo un accidente, del cual le informó telefónicamente un amigo. Al escuchar la noticia sintió un desfallecimiento de pánico, una sensación de pérdida, una predestinación de tragedia irreparable, y con voz temblorosa le preguntó al amigo:
- ¿Qué le pasó al auto...?


LOS ERRORES NO SE PERDONAN
Blas Sewald
Argentina (1954)

En vida, el señor Gryam no fue demasiado diferente al resto de los mortales. Se comportó como la mayoría de ellos y, en algunos casos, escasos por cierto, logró sobresalir mediante alguna originalidad surgida de su mente afiebrada, a veces escalofriante, a veces disparatada. Como legítimo descendiente de arios, hizo del orgullo y la soberbia sus principales y más descollantes cualidades, y no escatimó ningún esfuerzo ni descuidó momento alguno para ponerlas de manifiesto. Todo fue pasajero, si se quiere ciclotímico, en él. Se podría decir que su idiosincrasia toda estaba supeditada a un cierto influjo astronómico. El era diferente en otoño con respecto a la primavera, y sobre todo en invierno con respecto al verano. Y aún lo era de un invierno a otro. Cansino a partir del solsticio de diciembre, eufórico a partir del equinoccio de marzo, desenfrenado a partir del solsticio de junio, y expectante a partir del equinoccio de septiembre, el señor Gryam nunca dejó de sorprender y, en muchos casos, molestar y desagradar a sus circunstanciales relaciones. Pero ahora, el señor Gryam ha muerto. Algunos podrán decir que ya estaba muerto desde antes, esto es, muerto en vida, como suele afirmarse de algunas personas que, más que hechas y derechas, a cierta edad están hechas y deshechas como aseveraba Onetti. Lo cierto es que ahora está biológicamente muerto. Esto es definitivo. Cuando la muerte vino a buscarlo, él estaba convencido de que se trataba de un error. Había cometido tantos, que para él era natural que los demás también los cometieran, aún tratándose de la siniestra dama de la expiración. Terrible esfuerzo le costó a la parca persuadirlo de que le había llegado la hora; el señor Gryam se negaba obstinadamente. Fue necesario recurrir a la guadaña… Sólo así, el señor Gryam emprendió el camino, sin dejar de tanto en tanto de hilvanar alguna protesta. Luego se calmó y se dejó conducir distraída y dócilmente hacia su destino final. Por fin, al final de su viaje, se encontró de pronto frente a lo que él creyó eran las puertas del cielo. Su sorpresa fue inmensa cuando se halló enfrentado al majestuoso Lucifer, quien con una exagerada reverencia lo invitó a pasar.
- Perdón -dijo asustado el señor Gryam-, me parece que me he extraviado.
- De ninguna manera -respondió Lucifer con suma amabilidad-. Has llegado a tu morada definitiva.
- Usted disculpe -esbozó cada vez más atemorizado el señor Gryam-, pero creo que está usted equivocado.
- De ninguna manera -insistió el diablo, y agregó algo molesto-: en todo caso el equivocado es usted, yo jamás me equivoco.
- No puede ser -gimió el señor Gryam-. Debo haber cometido un error.
- Lo siento -respondió el diablo-. Un error es un error, y los errores no se perdonan.
Y lo introdujo en el quinto círculo del alto infierno.


CONVIVENCIA
Mario Levrero
Uruguay (1940-2004)

Los frascos de salsa Ketchup vienen con un tapón especial; luego de enroscarlo como cualquier tapón, es preciso hacer un pequeño esfuerzo para conseguir un giro más profundo que lo afirme. Esto es importante, porque el frasco debe sacudirse enérgicamente antes de utilizar la salsa o de lo contrario sólo saldría un líquido chirle en lugar de la salsa consistente. Pues bien, después de usar la salsa Ketchup, ella se limita a colocar el tapón, sin darle siquiera el primer giro normal como a cualquier tapón de rosca. Me pregunto si entre nosotros sería posible la convivencia.


ANTI-UTOPIA
Pedro Gómez Valderrama
Colombia (1923-1992)

La utopía, la absoluta Anti-Utopía, sería para Münster la cárcel perfecta, situada en una isla, con guardianes eternos y en la cual se aplicarían eternas penas de reclusión, los días serían absolutamente iguales, los presidiarios repetirían los mismos actos todos los días, la comida sería siempre la misma, la evasión estaría excluida de toda posibilidad, y no habría tampoco lugar a la liberación por la muerte. Al mismo tiempo, guardianes y convictos estarían esperando siempre un hecho que se escapara de la medrosa rutina y esta espera se convertiría en parte esencial del rito. De allí surgirían para Münster la idea de libertad y el impulso del progreso.


OLABERRI EL MACABRO
Pío Baroja
España (1872-1956)

Olaberri era un pesimista jovial. No encontraba en el mundo más que vanidad y aflicción de espíritu. No tenía fe más que en la cal hidráulica y en el cemento armado. Para él, detrás de toda satisfacción venía algo negro y doloroso, que eran principalmente las facturas.
- ¿Ve usted esa chica que se ha casado con el carabinero? -me preguntó hace tiempo con aire de profunda conmiseración.
- Sí.
- ¡Qué infelices! Ahora mucha alegría, ¿eh?, y de viaje, pero luego ya vendrán las facturas.
A Olaberri le preocupaban las facturas. Para Olaberri, que era contratista en pequeño, las facturas eran como la sombra de Banquo, que aparece en el banquete de la vida. Si Olaberri hubiera tenido el sentido estadístico de nuestro amigo Berecoche, ya difunto, diría que en la vida hay un setenta y cinco por ciento de facturas.
- Ya le he dicho al párroco -me contó una vez-: usted, con un cubo de agua y un hisopo, ya tiene para todo el año, y a vivir bien; nosotros, en cambio, pobres contratistas, siempre a vueltas con las facturas.
Olaberri tenía gustos macabros. Había construido en el cementerio varios sepulcros y trasladado cadáveres y huesos y algunos cuerpos recién muertos. Al hacer la descripción de estos traslados sentía, sin duda, un ardor explicativo de artista medieval y macabro. Los huesos, las calaveras revueltas con tierra, los trozos de hábito o de ropa, la madera podrida de los ataúdes, todo daba pábulo a su charla pintoresca. Al relatar el traslado de algún cuerpo recién enterrado, se lucía; entonces los detalles realistas eran tan terribles que a cualquier persona sencilla se le ponían los pelos de punta. Salían a relucir los gusanos blancos y las burbujas verdes, y al último la gente no sabía si temblar de asco o echarse a reír. El no tenía repugnancia por nada.
- Los mejores caracoles que he comido -solía decir-, los he cogido en la tumba del difunto párroco. Nunca los he comido mejores.


ENTRADA POR SALIDA
Jules Renard
Francia (1864-1910)

Se disponía a decir: "Vengo de parte de Fulano", pero vio una cara de tan pocos amigos que, antes de tomar asiento, se incorporó, se puso el sombrero y dijo, dando la espalda:
- Me voy de parte de Fulano.


PECADOS DE JUVENTUD
Ana María Shua
Argentina (1951)

- Era muy joven. Hoy no podría repetir tan­tos logros, ni los errores. Hoy me llevaría mucho más que seis días, tendría que descansar seguido, durante más tiempo. Qué raras serían las semanas. Miren cómo me tiemblan las manos. Las criaturas -¿no son bellísimas?- ya no serían tan perfectas. Les habría insuflado un aliento menos vital quizás, pero también menos feroz.
Así habla, como siempre, y los muchachos, que lo conocen y, a su manera, lo quieren, le pagan otro vino para seguir escuchándolo.
- Se habla de los treinta y seis hombres rectos que justifican el mundo y evitan su aniquilación. Qué poca imaginación tiene la gente, nadie piensa en ustedes, ¿quién tiene ganas de mandarles un di­luvio, una lluvia de azufre a los amigos?
Los muchachos sonríen, le palmean la espal­da, le piden al mozo otra vuelta de anís Ocho Hermanos, son casi tan viejos como El, o quizás como él, el narrador no tiene opinión propia en este caso.