El escritor y periodista argentino Vicente Battista (1940) integró la redacción de la revista literaria "El escarabajo de oro" durante la década del '60 y, en 1971, fundó y dirigió junto a Mario Goloboff (1939) la revista de ficción y pensamiento crítico "Nuevos Aires". En 1973 se trasladó a España, donde vivió hasta 1984. Su obra comprende los libros de cuentos "Los muertos", "Esta noche reunión en casa", "Como tanta gente que anda por ahí", "El final de la calle", "El mundo de los otros" y "La huella del crimen"; el libro de ensayos "Literatura latinoamericana en lengua española"; y las novelas "El libro de todos los engaños", "Siroco", "Sucesos Argentinos", "Gutiérrez a secas" y "Cuaderno del ausente". Actualmente reside en Buenos Aires y es colaborador del diario "Clarín".
El 3 de marzo de 1994 escribió en ese diario un artículo sobre "Siroco", una novela policial clásica con suspenso permanente y golpe de asombro como broche final, protagonizada por un argentino sin nombre y una enigmática adolescente, teniendo como escenario las Islas Canarias. El motivo de la nota fue su reedición en Argentina (la primera había sido en 1985) y en ella, Battista cuenta la "cocina" de dicha novela.
Llegué a Barcelona el 20 de enero de 1973. Iba contratado para escribir tres guiones cinematográficos y pensaba quedarme un año. El hollywoodense proyecto se vino abajo en menos de quince días. No cobré un centavo ni escribí un solo guión, pero me quedé doce años en España. En aquel viaje Ezeiza-Barajas, Iberia hizo escala en Canarias. A las tres de la mañana y sin previo aviso nos depositaron en un aeropuerto desconocido. Tuve la absurda idea de que el piloto había equivocado su ruta: la suave cadencia del hablar de los canarios, casi idéntica a la de los cubanos, y el blando clima tropical que nos rodeaba, avalaban mi teoría. Recuerdo que pensé que podría ser un sitio ideal para pasar las vacaciones. Prometí volver, y cuatro veranos después volé de Barcelona a Canarias con el fin de cumplir la promesa. Iba por un mes y me quedé casi seis años. Las cosas no siempre son como uno las dispone.
El 3 de marzo de 1994 escribió en ese diario un artículo sobre "Siroco", una novela policial clásica con suspenso permanente y golpe de asombro como broche final, protagonizada por un argentino sin nombre y una enigmática adolescente, teniendo como escenario las Islas Canarias. El motivo de la nota fue su reedición en Argentina (la primera había sido en 1985) y en ella, Battista cuenta la "cocina" de dicha novela.
Llegué a Barcelona el 20 de enero de 1973. Iba contratado para escribir tres guiones cinematográficos y pensaba quedarme un año. El hollywoodense proyecto se vino abajo en menos de quince días. No cobré un centavo ni escribí un solo guión, pero me quedé doce años en España. En aquel viaje Ezeiza-Barajas, Iberia hizo escala en Canarias. A las tres de la mañana y sin previo aviso nos depositaron en un aeropuerto desconocido. Tuve la absurda idea de que el piloto había equivocado su ruta: la suave cadencia del hablar de los canarios, casi idéntica a la de los cubanos, y el blando clima tropical que nos rodeaba, avalaban mi teoría. Recuerdo que pensé que podría ser un sitio ideal para pasar las vacaciones. Prometí volver, y cuatro veranos después volé de Barcelona a Canarias con el fin de cumplir la promesa. Iba por un mes y me quedé casi seis años. Las cosas no siempre son como uno las dispone.
Todo esto viene a cuento porque "Siroco" sucede en Cariarías. Los años que viví allí me hicieron conocer los usos y costumbres de las islas. Es hora de utilizar el plural, porque en definitiva son siete; u ocho, si aceptamos la existencia de la de Borombón, la mayor de todas. Dicen que descansa en lo profundo del mar y que sólo de tarde en tarde, vaya a saberse por qué capricho, sube a la superficie. Yo jamás la vi. Pero sí vi y caminé las calles de Gran Canaria y Lanzarote. Sitios por los que también anduvo el protagonista de "Siroco". Por aquellos años en España redescubrían a la literatura policial. Editorial Bruguera publicaba semanalmente los detonantes libro-revistas del "Club del Misterio" y contaba con una colección -Novela Negra- que agrupaba a los mayores "thrillers" de todos los tiempos. Entre las revistas destacaba "Gimlet", un mensuario de crímenes y enigmas que dirigía Manuel Vázquez Montalbán. "Gimlet" había abierto un concurso de cuentos, con dos recompensas para el ganador: una suma de dinero (ahora no recuerdo la cifra) y la publicación del cuento premiado en la revista. La competencia se celebraba una vez por mes. Veterano lector de "thrillers", nunca se me había ocurrido escribirlos. Consideré que era tiempo de romper esa costumbre y me puse a pensar una historia de crimen y misterio que transcurría en Canarias. Confieso que soy poco imaginativo. Un mes más tarde sólo sabía que el personaje, y a su vez narrador de la aventura, iba a ser argentino. Así podría establecer matices entre su lenguaje y el del resto de los protagonistas; canarios y catalanes en su mayoría: el argentino llevaba el relato, lo administraba, pero se veía en la obligación de incorporar otros acentos. Yo aún no sabía en qué aventuras se iba a complicar mi personaje ni por qué diablos estaba en Canarias, pero sabía que no iba a ser un detective privado (incluso fuera del país, nuestros investigadores privados se hacen literariamente inverosímiles) ni cualquiera de sus urgentes reemplazos: periodista, abogado o suboficial de policía en situación de retiro. Decidí que no tuviese nombre y que Barcelona fuese, desde hacía muchos años, su lugar de residencia. Carecería de ocupación, no se le conocerían "hobbies" y no le inquietarían ni las grandes ni las pequeñas pasiones. Tendría un singular sentido de la ética, un especial cariño por el dinero (costumbre muy difundida en el mundo) y un notable empeño por no recordar y/o negar su pasado y el de su país (Argentina). No sería una joyita. Iba a estar mucho más cerca de Tom Ripley que de Philip Marlowe. Busqué una frase adecuada (las primeras palabras de un cuento son tan fundamentales como las últimas) y me lancé a narrar una historia con el ligero despropósito de ganar el premio de "Gimlet". A poco de comenzar a escribir, comprendí que difícilmente lo conquistaría. La revista llamaba a un concurso de cuentos y lo mío se empeñaba, tozudamente, en ser una novela; las cosas no siempre salen como uno lo dispone.
Me llevó un año terminarla. Doy fe de que cumplí con todos los preceptos del género. El texto está lleno de claves que, por supuesto, no pienso revelar aquí. La primera víctima aparece en la página 48, el nombre del asesino se conoce en la 201; tres páginas después la historia llega a su fin. El día que terminé de escribirla descubrí que aún no le había dado título. Borroneé papeles hasta el cansancio. Recorrí el Antiguo y el Nuevo Testamento, la Divina Comedia y el Quijote. Ni Moisés ni Job ni los cuatro Evangelistas ni Juan, el Teólogo, consiguieron sacarme del apuro; tampoco Dante y Cervantes. La solución la encontré en un verso del tango "La última curda", de Cátulo Castillo. Anoté "De olvido y siempre gris", convencido de que había logrado el título. Mi ilusión se hizo pedazos cuando lo sometí a consulta. Eran años de diáspora y exilios. Daniel Divinsky, desde Venezuela; Horacio Salas, desde Madrid y Mario Goloboff, desde Toulouse, coincidieron en que como título era uno de los peores que recordaban. No tuve la opinión de los amigos que continuaban en la Argentina; por entonces el país sufría la más cruda represión de la que se tenga memoria, y los artistas y escritores que aquí sobrevivían se preocupaban por asuntos algo más riesgosos que buscarle nombre a mi novela. Puse el título a consideración de Juan Martini, hábil en el arte de nominar las cosas. Estábamos en su casa de Putxet, en Barcelona, y nos acompañaba una gentil botella de whisky. Con lentitud repetí el verso de Cátulo Castillo y esperé los aplausos. "Una porquería", dijo Martini, derrochando sutileza. Todavía no comprendo por qué, en ese momento recordé cierto viento molesto que sin aviso previo azota a las islas; los canarios lo llaman "Calima"; el resto del mundo, "Siroco". Sé que dije: "¿Qué tal si le pongo Siroco?", convencido de que había pronunciado un anatema. "¡Ese es el título!", me advirtió Martini, fulminante. Se lo atribuía a la hora, eran casi las tres de la mañana, o al whisky que habíamos bebido; pero al día siguiente comprendí que era el nombre que mejor le cabía. La editorial francesa Le Mascaret acaba de publicarla en su colección Le Mascaret Noir. Por supuesto, aquellas sutilezas de acentos canarios, catalanes y argentinos desaparecieron en la traducción, pero confío que la traducción no haya afectado el interés de la historia. En la actualidad mi personaje sin nombre está narrando otra novela en la que nuevamente vuelve a ser protagonista. La historia en este caso sucede durante algunos meses del año 1977, no en las festivas islas Canarias sino en la Argentina del espanto. Espero tenerla lista a finales del '94, aunque nunca se sabe: fui a España por un año y me quedé doce, llegué a Canarias con el propósito de pasar un mes de vacaciones y estuve seis años, me propuse escribir un cuento policial y terminé escribiendo una novela. Las cosas no siempre salen como uno las ha pensado.
Me llevó un año terminarla. Doy fe de que cumplí con todos los preceptos del género. El texto está lleno de claves que, por supuesto, no pienso revelar aquí. La primera víctima aparece en la página 48, el nombre del asesino se conoce en la 201; tres páginas después la historia llega a su fin. El día que terminé de escribirla descubrí que aún no le había dado título. Borroneé papeles hasta el cansancio. Recorrí el Antiguo y el Nuevo Testamento, la Divina Comedia y el Quijote. Ni Moisés ni Job ni los cuatro Evangelistas ni Juan, el Teólogo, consiguieron sacarme del apuro; tampoco Dante y Cervantes. La solución la encontré en un verso del tango "La última curda", de Cátulo Castillo. Anoté "De olvido y siempre gris", convencido de que había logrado el título. Mi ilusión se hizo pedazos cuando lo sometí a consulta. Eran años de diáspora y exilios. Daniel Divinsky, desde Venezuela; Horacio Salas, desde Madrid y Mario Goloboff, desde Toulouse, coincidieron en que como título era uno de los peores que recordaban. No tuve la opinión de los amigos que continuaban en la Argentina; por entonces el país sufría la más cruda represión de la que se tenga memoria, y los artistas y escritores que aquí sobrevivían se preocupaban por asuntos algo más riesgosos que buscarle nombre a mi novela. Puse el título a consideración de Juan Martini, hábil en el arte de nominar las cosas. Estábamos en su casa de Putxet, en Barcelona, y nos acompañaba una gentil botella de whisky. Con lentitud repetí el verso de Cátulo Castillo y esperé los aplausos. "Una porquería", dijo Martini, derrochando sutileza. Todavía no comprendo por qué, en ese momento recordé cierto viento molesto que sin aviso previo azota a las islas; los canarios lo llaman "Calima"; el resto del mundo, "Siroco". Sé que dije: "¿Qué tal si le pongo Siroco?", convencido de que había pronunciado un anatema. "¡Ese es el título!", me advirtió Martini, fulminante. Se lo atribuía a la hora, eran casi las tres de la mañana, o al whisky que habíamos bebido; pero al día siguiente comprendí que era el nombre que mejor le cabía. La editorial francesa Le Mascaret acaba de publicarla en su colección Le Mascaret Noir. Por supuesto, aquellas sutilezas de acentos canarios, catalanes y argentinos desaparecieron en la traducción, pero confío que la traducción no haya afectado el interés de la historia. En la actualidad mi personaje sin nombre está narrando otra novela en la que nuevamente vuelve a ser protagonista. La historia en este caso sucede durante algunos meses del año 1977, no en las festivas islas Canarias sino en la Argentina del espanto. Espero tenerla lista a finales del '94, aunque nunca se sabe: fui a España por un año y me quedé doce, llegué a Canarias con el propósito de pasar un mes de vacaciones y estuve seis años, me propuse escribir un cuento policial y terminé escribiendo una novela. Las cosas no siempre salen como uno las ha pensado.