11 de junio de 2014

Apuntes sobre Onetti (7). Luis Harss

Onetti, dice Juan Villoro (1956) en "La fisonomía del desorden", depende "de la forma en que narran sus personajes". La imagen del autor omnisciente, creador y manipulador de sus personajes típico de la novela clásica dio paso en su obra a la figura del escritor que manipula un cosmos donde la primera y la tercera persona se confunden en los desencuentros de un yo fragmentado y desdoblado y donde el narrador se disimula entre sus propios personajes. El académico canadiense Louis Dudek (1918-2001) afirmaba en su ensayo "The first person in literature" (La primera persona en literatura) que la historia de la literatura es "un gran movimiento que va desde lo impersonal y universal hacia la subjetividad, desde la voz de un dios enunciando verdades eternas a la de un hombre solitario, cada vez más lejos de las verdades absolutas y más cerca del desamparo y la duda". La primera persona, según Dudek, no tiene ya "la autoría del pasado; está, por el contrario, atrapada en el dilema de sus propias fobias y aversiones, medias verdades y penumbras". En ese sentido, Fernando Aínsa (1937), crítico y ensayista uruguayo de origen español, decía en "Las trampas de Onetti" que sus héroes, "conjugados en la primera o tercera persona del singular o en la colectiva de la primera del plural, encarnan esta trágica realidad contemporánea, pero lo hacen con la discreción necesaria para hacernos creer que es apenas una comedia". En la obra de Onetti, "a través de las diferentes voces del narrador ficticio, los papeles asignados a uno y otro, se alteran o intercambian en el seno del propio relato o se revierten en narraciones subjetivas o testimoniales, donde el narrador está presente o ausente, sea cual sea la persona en que se expresa: primera, tercera o el ambiguo 'nosotros' colectivo". Como quiera que sea, en primera o en tercera persona, a propósito de hombres o mujeres, villanos empedernidos o idealistas incurables, apocadas castas o impávidas prostitutas, la prosa de Onetti siempre sostuvo su registro de pesadumbre. Detrás de cada escenario urbano, de cada conducta personal, hay un espacio brumoso habitado por fantasmas esquivos que oscilan entre la crueldad y la compasión. Sus tramas están signadas por una serie de complejas interferencias entre la ecuanimidad y la locura, entre lo turbio y lo diáfano; no cuentan historias, cuentan los estados de ánimo de unos personajes desorientados que procuran generalmente salir airosos de una contienda insoluble.
El yo, esa primera persona conjugada bajo diferentes nombres, escamoteándose bajo el disfraz de identidades que, más que diferentes, son fragmentarias, reaparece como una constante en la obra de Onetti. Fue con Eladio Linacero, el protagonista de "El pozo", que fundó esa tradición. En una calurosa y húmeda noche de verano, en la víspera de cumplir cuarenta años, un hombre hace el inventario de su vida. Durante cincuenta y seis páginas, narradas en primera persona, se libera no sólo de los fantasmas más tenaces de su soledad sino que funda otra realidad gracias a las proyecciones que realiza de sus recuerdos, sus sueños y sus deseos, cosas que él puede controlar, a diferencia de lo que sucede con la realidad exterior sobre cuyo devenir no tiene ningún ascendiente. El yo desdoblado apareció también, en algún caso, como una forma de salvación física. Cuando Ossorio en el curso de su fuga en "Para esta noche" asume la identidad de Santana, lo único que quiere evitar es que lo maten. Evitar la muerte violenta, pero también la muerte lenta de la vejez como Elena Sala reencarnando los encantos de la juventud perdida de Gertrudis en "La vida breve"; Nora para ser María Bonita en "Tierra de nadie" y en "Juntacadáveres". El juego de sustitución de identidades puede asumir el dramatismo de Jorge Malabia quien acepta representar a su hermano muerto Federico frente a su cuñada Julia en "Juntacadáveres", o desdoblarse, como la prostituta Rita transformada en Higinia en "Para una tumba sin nombre". Pero nadie como Juan María Brausen, protagonista de "La vida breve" llega a poder manejarse alternativamente en los varios yo en que su identidad se fragmenta. Uno de ellos es el de Díaz Grey, un personaje que ha creado en una ciudad imaginada con tanta perfección -Santa María- que al final de la novela puede fugarse hasta allá sin forzar la ambigua realidad de la ficción inventada. A partir de "La vida breve", Santa María se convirtiría en el escenario de buena parte de la obra de Onetti. "La invención de Santa María -dice Villoro- responde a una estrategia de supervivencia: el protagonista necesita ser otro. Si en Calvino o Cortázar la imaginación suele plantearse como un juego (de consecuencias a veces terribles), en Onetti es un pacto de salvación". "La vida breve" puso a Santa María en el mapa; de modo más sugerente, reveló las condiciones en que eso fue posible. A partir de entonces, los personajes dispondrían de ese territorio sin acatar las convenciones del tiempo. Desde esa novela, Onetti pudo decir, como Brausen: "Ahora la ciudad es mía, junto con el río y la balsa que atraca en la siesta". En 1939 había escrito en la revista "Marcha": "La literatura es un oficio. Es necesario aprenderlo, pero más aún, es necesario crearlo". Y efectivamente lo creó.


Luis Harss (1936). Novelista y crítico literario chileno, el más famoso e influyente cronista de la literatura latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX. Nacido en Valparaíso, pasó su infancia y adolescencia en Argentina donde, en 1966, empezó a escribir críticas de libros en el semanario "Primera Plana". Tras vivir alternativamente en Guatemala, París y Londres, y ejercer como profesor de Letras en los Estados Unidos, actualmente vive retirado en Mercersburg, un pequeño pueblo al sudoeste de Harrisburg, la capital del estado de Pennsylvania. Harss saltó a la fama cuando en noviembre de 1966 publicó "Los nuestros", un libro de entrevistas con diez grandes narradores que estableció el canon de lo que se conocería como el boom. La lista incluía a escritores que ya tenían reconocimiento internacional (Asturias, Borges, Guimarães Rosa, Rulfo) junto a otros que comenzaban a tenerlo (Carpentier, Cortázar, Fuentes, Onetti, Vargas Llosa) y un desconocido García Márquez, a quien Harss añadió después de haber leído las primeras páginas inéditas de "Cien años de soledad". Fue una elección personal que dejó fuera del canon a autores como Arguedas, Cabrera Infante, Donoso, Lispector, Roa Bastos o Sabato, figuras que la crítica europea ya mencionaba como protagonistas del renacimiento literario latinoamericano. No obstante ello, su libro hizo historia y aún hoy sigue leyéndose en universidades de Europa y Estados Unidos. Harss ha publicado además novelas y ensayos, entre ellos, "Amores ciegos", "Hijos de campeón", "La otra Sara o la huida de Egipto", "El Sueño de Sor Juana", "La patria madre", "Dos soledades", "Poemas en otras voces", "Antiguos y modernos", "Viajeros de la luz" y "Momentos de vida". "Juan Carlos Onetti, o las sombras en la pared" forma parte de "Los nuestros". Algunos párrafos de ese texto se reproducen a renglón seguido.

Las ficciones de Onetti son láminas que dejarían de existir en el momento en que nadie las mirara. Están en el ojo del observador, y de él dependen. Por eso dice Onetti que escribe "para sus personajes". Ellos son su inventario interior. Exponerse y delinearse en ellos es su modo de ofrecerse a través de ellos. Aun en su inconsistencia, la carga subjetiva que llevan consigo es un signo del afecto con que los acompaña. Se lo ha acusado de pobreza emotiva. El cargo no carece de fundamento. Sus emociones no son versátiles. Pero él dice, con razón: "Los personajes no funcionan si no se los quiere. Escribir una novela es un acto de amor". En ninguna parte es esto más visible -o más pertinente- que en lo que bien puede ser su obra maestra, "La vida breve" (1950), libro que es todo caos y fisión, un monumento a la evasión a través de la literatura. "Un libro abierto", lo llama él con cariño. Término apropiado, dirá el lector. Es una serie de imágenes sin pies ni cabeza que se despliega en la mente del contemplador -uno de los delegados del autor en el mundo de la sombra- en forma de gestos y situaciones. El título, deliberadamente ambiguo en su alusión, viene de las palabras de una canción francesa mencionada en el libro. Dice Onetti: "Yo quería hablar de varias vidas breves, decir que varias personas podían llevar varias vidas breves". Compartirlas, transferírselas mutuamente, podría ser más exacto. Como él dice: "Al terminar una, empezaba la otra, sin principio ni fin".
Claro que las "varias" vidas son en realidad una, multiplicada por relevos, muchas veces. Se manifiesta en la forma de ciertos tipos de escenas que se repiten, se turnan, a intervalos irregulares, como ritos cíclicos, en los que cierta configuración de personas regresa, se transforma en otra parecida, y muere para renacer. Cada capítulo nos ofrece una opción entre las limitadas posibilidades disponibles. Vista desde otro ángulo, "La vida breve", que contiene el germen de todo lo que siguió en el trabajo ulterior de Onetti, es un largo parto que culmina con el nacimiento de un tema y un mundo novelesco. Onetti parece haber tenido la repentina intuición -incompleta, pero lúcida en última instancia- de todo el camino que tenía por delante. Aquí, por primera vez, encontramos a Santa María, "una pequeña ciudad colocada entre un río y una colonia de labradores". Aquí, en la hiperactiva imaginación del narrador, asistimos al nacimiento de Díaz Grey, él mismo, a su vez, narrador e inteligencia central en obras posteriores. "La vida breve" es un mundo ilusorio que se convierte más tarde en el mundo real. Los sueños usados simbólicamente, dice Onetti, son un recurso barato. Para él no son transparentes metáforas freudianas sujetas a cómodas interpretaciones clínicas, sino una nueva dimensión de la realidad.
El protagonista -o titular- de "La vida breve", Brausen, es un pequeño empleado insignificante de una firma publicitaria que, al tratar de huir de la lobreguez de su vida, se sueña Díaz Grey, un doctor que conjura a partir de una vaga reminiscencia literaria, presumiblemente, para un guión cinematográfico que le encomendó escribir su amigo, Julio Stein. Un encuentro casual en el zaguán de la casa de pensión en la que vive, le procura una tercera identidad. Una cuarta -el autor, multiplicado, a veces disuelto, en los papeles por él compartidos- complica el extraño reparto. Las diversas personalidades de Brausen están en constante tensión, alimentándose y despojándose entre sí en la contienda que libran por la supremacía. La duda queda hasta el final sobre cuál de tantas logrará imponerse a expensas de las demás. El centro del remolino -el foco de la tormenta- es un cuadro estático, un decorado fijo en el que Brausen, en suspenso, representa el drama: su cuarto. La escenografía inmutable, dice Onetti, fue "robada" de una naturaleza muerta de Albright -una acuarela para una edición de lujo de "El retrato de Dorian Grey" (título sugestivo)- que muestra objetos dispuestos sobre una mesa, entre ellos, un guante vacío que conserva la forma de la mano que hace poco estuvo en él. Desde allí teje sus fantasías, que se ramifican en todas las direcciones en un intrincado dibujo de líneas entrecruzadas en las que cada intersección es un nuevo punto de partida. El autor, que lo acompaña con su mirada, es un activo participante de todas las historias. En cada una de ellas hay una mujer que es todas las mujeres y encarna las partes convencionales del repertorio femenino, atribuyéndose los diversos papeles de hermana, esposa, amante, prostituta. El protagonista, en vicarios embelesos, escapa de una vida a otra, improvisando a medida que avanza. Pero cada aparente huida conduce a un callejón sin salida.
Entre todas las creaciones que le sirven a Brausen de subterfugios, es el doctor Díaz Grey (¿Dorian Grey?) el que adquiere más densidad y solidez, y va gradualmente desplazando a los demás hasta suplantar finalmente al mismo autor. Brausen sencillamente -y con perfecta arbitrariedad- lo coloca en la esporádica Santa María, "porque yo había sido feliz allí, años atrás, durante veinticuatro horas y sin ningún motivo". Brausen se refiere al habitual momento de verdad y belleza inmaculada, que con la infancia se fue para siempre. La busca en todas partes, particularmente en una vieja y borrosa imagen de su mujer Gertrudis, con la que ha roto. Halla un equivalente o un duplicado de Gertrudis tal como era en sus días de florecimiento en la imagen de la hermana menor de ella, quien alguna vez la reemplaza en sus fantasías. Gertrudis sufre igualmente el naufragio del envejecer, y siente en consecuencia el deseo de reencarnarse en todos sus papeles anteriores. Sus síntomas se manifiestan físicamente en una secuencia que es típica de Onetti: la vemos en las posturas cambiantes que señalan los pasos de su retroceso mental, reviviendo viejos ademanes y actitudes en un orden progresivo que remonta a través del tiempo hasta acabar, sospechamos, en la posición fetal. Como Brausen, ella está a la búsqueda de "el origen, recién entrevisto y todavía incomprensible, de todo lo que me estaba sucediendo, de lo que yo había llegado a ser y me acorralaba". Todos los personajes de Onetti tienen la compulsiva necesidad de quebrar la irreversible estructura de sus vidas. La solución -si puede llamársela solución- que Brausen encuentra es llevar una vida fantasmal fuera del tiempo. Algunas veces cree que puede asumir su condición. Se dice que quizá "si amaba y merecía diariamente mi tristeza, con deseo, con hambre, rellenándome con ella los ojos y cada vocal que pronunciara, quedaría a salvo de la rebeldía y de la desesperanza". Pero eso no es sino otro falso consuelo, una trampa final.



El único tema de pesadilla se orquesta en tono y clave. No hay verdadera secuencia cronológica; todas las acciones y los acontecimientos son simultáneos. Ocurren en una especie de eterno presente que es el tiempo de la mente que los nutre. La trama es mínima. O, mejor dicho, hay muchos fragmentos y cabos de diferentes tramas que forman un conglomerado sin meta visible, que resultaría completamente incoherente si no lo sostuviera un único tono hipnótico e inexorable en el que se siente actuar la disparatada lógica de los sueños. Brausen es un caso ya sin remedio. Vive "la seguridad inolvidable de que no hay en ninguna parte una mujer, un amigo, una casa, un libro, ni siquiera un vicio, que pueda hacerme feliz". Poco es lo que lo mantiene vivo: "la sensación que tengo en mí mismo, malentendidos. Fuera de esto, nada… Entretanto, soy este hombre pequeño y tímido, incambiable, casado con la única mujer que seduje o me sedujo a mí, incapaz, no ya de ser otro, sino de la misma voluntad de ser otro". Se ha resignado a la lenta tortura de "una vida breve" en la que declina, moribundo. Todos los demás se encuentran en el mismo caso, por ejemplo, su amigo Lagos, cuya vida entera es un simulacro que ya no engaña a nadie, pero que él mantiene "porque tiene miedo, porque está viejo, porque cada Lagos que inventa es una posibilidad. En último caso, una probabilidad de olvido".
Lo que queda en circunstancias tan desoladoras son pequeñas muertes y resurrecciones, como el acto de amor, un "impuesto ejercicio" en cuyo desempeño Brausen se convierte en un "manipulador de la inmortalidad". Al menos la pasión es "personal", una circunstancia en la que puede, como dice, "saberme a mí mismo una vez definitiva y olvidarme de inmediato". Pero, por supuesto, esta no es una verdadera liberación de la asfixia psíquica. Además, cada nueva mujer es una reencarnación de la que la precedió y una premonición de las que han de seguirle, ad infinitum. En lugar de anularse en ella, Brausen se reproduce. Su aprieto no es resultado del cansancio de los años o de la decadencia, subraya Brausen, sino, sencillamente, de cómo es la vida. Su última y única esperanza es que aun los condenados no se destinan a una vida particular o a un determinado modo de acción, sino sólo "a un alma, a una manera de ser". Por lo tanto, especula, "se pude vivir muchas veces, muchas vidas más o menos largas". Por desprovisto de fe que sea un hombre, puede sin embargo "entrar en muchos juegos", fingir ante los demás para convencerse a sí mismo, para mantener en pie la farsa. Porque: "Cualquier pasión o fe sirven a la felicidad en la medida en que son capaces de distraernos, en la medida de la inconsciencia que pueden darnos".
Las líneas ya trazadas no pueden borrarse, pero tal vez sea posible renunciar a la trama entera modificando los términos originales. Sería cuestión de forzar el principio "a suceder, esta vez, de manera distinta". Porque si puede alterarse "el recuerdo del primer comienzo", entonces tal vez el nuevo comienzo cobre la fuerza suficiente como para "alterar el recuerdo" de lo que vino después. Salvo que, por más que lo intente Brausen, "mi memoria o mis manos no lograban dar con la cosa clave" que echara a andar la rueda. No obstante, la búsqueda, que es como "una locura mansa, una furia melancólica", como si a Brausen lo estuvieran llamando sin ninguna razón y tuviera sin embargo que responder al llamado, continúa. Brausen sigue tratando de "suprimir palabras y situaciones", con la esperanza de "obtener un solo momento que lo expresara todo: a Díaz Grey y a mí, al mundo entero, en consecuencia". Sería un momento de plenitud que contendría todas las cosas, entre ellas, la llave del paraíso perdido de la vida, "los días hechos a la medida de nuestro ser esencial".
Tras la búsqueda -de un orden, de la serenidad, de una imposible perfección- sospechamos que se oculta la nostalgia de una experiencia de la divinidad en un mundo sin dios. En un momento dado aparece en escena un obispo kafkiano para afirmar, como representante de un Dios inefable y paradójico, que el hombre debe entender que "la eternidad es ahora" y que él -el hombre- es "el único fin". Por lo tanto, recomienda el obispo, hirsuto, estoico y prolijo, el hombre aunque no sea más que por llevar la contra, debe poner todo su empeño en ser él mismo, en todo momento y contra todo obstáculo. Ya que no se lo consultó sobre las reglas del juego ni se le dio oportunidad de no jugarlo, su única defensa es adoptarlo de cuerpo entero. Dice Brausen, alumno modelo, patrocinando estos buenos consejos: "Toda la ciencia de vivir… está en la sencilla blandura de acomodarse en los huecos de los sucesos que no hemos provocado con nuestra voluntad, no forzar nada, ser, simplemente, cada minuto". El camino de la salvación, si lo hay, consiste en "tener despierta en cada célula de los huesos la conciencia de nuestra muerte". La triste alternativa, en la que caen casi todos los personajes de Onetti, es el hábito de aceptar cada uno "lo que va descubriendo de sí mismo en la mirada de los demás", adquiriendo modales ajenos a medida que se van abandonando los propios, hasta deformarse completamente. Mejor es "despreciar lo que debe ser alcanzado con esfuerzo, lo que no nos cae por milagro entre las manos". Será uno entonces "libre del pasado y de la responsabilidad del futuro, reducido a un suceso fuerte en la medida de mi capacidad de prescindir".
La receta no es puramente utilitaria, sino, en última instancia, mística. Propone, además, una forma de acomodación mental, y un método estético. Desdoblándose en sus personajes el autor resuelve sus conflictos. Los seres hipostáticos que van naciendo de su pluma son transferencias, disyuntivas, roturas en el engranaje. Lo llevan al otro lado de la realidad, la periferia de la experiencia cotidiana, donde las respuestas preceden a las preguntas y donde él puede, como dice, aflojar las riendas, arrastrar un poco los pies, habiéndose procurado la libertad interior. La vida de sus personajes es la suya, travestida. Desgraciadamente es corta. Prolongarla y nutrirla requiere un enorme esfuerzo imaginativo. La creación, vía Brausen, de Díaz Grey y su mundo empeñó a Onetti en una tarea de años y heroica proezas de concentración. Fue siempre una especie de fuego fatuo que un momento de distracción podía apagar. Ya en "La vida breve" dice Onetti, “"hay varios esfuerzos o intentos que hace el narrador por mantenerlo vivo". El ubicuo pero incurablemente efímero doctor no cesa de escurrírsele a Brausen, quien "lo vuelve a poner, lo abriga, lo condena, lo pone junto a la ventana para mirar al río. En un momento dice: 'Han pasado tantos días sin que yo pueda ver a Díaz Grey'. Otra vez hay que ponerlo allí para que se cumpla su destino". Se juegan muchas cosas. Como Dios y sus criaturas Onetti y Díaz Grey viven en algún sistema eminentemente simbiótico, en completo mutualismo.