Algunos
críticos han señalado con acierto que Onetti se alejó del monólogo interior
pero trabajó desde la conciencia. Más que recordar, sus personajes meditaban
sobre los mecanismos del recuerdo. Se sabía poco de su infancia o de lo que les
había pasado antes de llegar a la historia, pero se los veía luchar con una
asignatura pendiente, una culpa, una ilusión que venía de lejos. Los personajes
no adoptaban una postura arquetípica, podrían estar de uno u otro modo; lo
importante era que su quietud suspendía el flujo de los acontecimientos. Fernando
Aínsa (1937), crítico y ensayista uruguayo de origen español, afirmó en
"Las trampas de Onetti" que éste trabajaba sus temas en la
dirección de su significación. "La versión que ofreció de la realidad de los
personajes buscaba, directamente, el código de sobreentendidos del lector sin
la mediación de una realidad chata o simplemente verosímil. Aún limitado a un
pequeño territorio (confinado en buena parte en Santa María a partir de La vida
breve) y a una temática si se quiere monocorde, su mérito fue la fuerza y la
intensidad de la concentración de los temas y las imágenes que obtuvo. Una
intensidad que era, por un lado, emocional y, por el otro, retórica".
"Todas las
novelas de Onetti son una similar novela con muy parecidos propósitos
expresivos -escribe el poeta español José Manuel Caballero Bonald (1926)
en su artículo 'Iluminaciones en la sombra'-. Tampoco el procedimiento
experimenta ningún apreciable cambio, esa unánime, reiterada indagación en los
yacimientos de la realidad en busca de sus más cotidianas impurezas. A veces se
tiene la impresión de que el corpus narrativo de Onetti -incluida su veintena
de cuentos- constituye un sistema de vasos comunicantes donde los lugares y las
personas aparecen y reaparecen, se perfilan y se borran, con sistemática
incertidumbre. Todo es anterior y todo presupone lo siguiente. Aparte de los
vagos escenarios de Santa María, centro gravitatorio del mundo del novelista,
los personajes -Larsen, Díaz Grey, Brausen, Barrientos, Jeremías Petrus,
Medina...- nos ayudan a ir más allá de esa linde psicológica que las
convenciones atribuyen al común de los mortales".
En la narrativa
de Onetti, la "realidad" parece disolverse hábilmente en un territorio de
hipótesis nebulosas y variables. El narrador es un observador que la integra y
reconstruye con distintas versiones; lo que ha sucedido o cree que ha sucedido.
El escritor escocés Norman Douglas (1868-1952), autor de "South wind" (Viento del
sur), decía que el buen novelista "toma lo que quiere y deja el resto". Evidentemente,
Onetti suscribía este postulado. Bajo la apariencia de alguien que aparentaba
prestar poca atención a técnicas y procedimientos narrativos, los utilizó con
un profundo conocimiento de causa. Su rigurosa arquitectura literaria apenas
puede ser disimulada.
Juan José
Saer (1937-2005).
Narrador y poeta argentino cuya extensa y rica obra permaneció al margen de las
vanguardias, pero al que se sitúa sin embargo como un innovador de la ficción
contemporánea. Nacido en Serodino, provincia de Santa Fe y radicado en París
desde 1968, vivió en el campo natal y fue profesor de la Universidad Nacional
del Litoral, donde enseñó Historia del Cine y Crítica y Estética
Cinematográfica. Ya en Francia, dictó clases de Literatura en la Universidad de
Rennes. Se inició en el mundo literario escribiendo poemas, los que
recogería años después en "El arte de narrar", paradójico título con el que
expresó su intento constante de "combinar poesía y narración". Su
vasta obra narrativa, considerada una de las máximas expresiones de la
literatura argentina contemporánea, abarca cinco libros de cuentos "En la
zona", "Palo y hueso", "Unidad de lugar", "La
mayor" y "Lugar"; y doce novelas: "Responso", "La vuelta
completa", "Cicatrices", "El limonero real",
"Nadie nada nunca", "El entenado", "Glosa",
"La ocasión", "Lo imborrable", "La pesquisa", "Las
nubes" y "La grande". Publicó además "Para una literatura sin atributos",
reunión de artículos y conferencias, y los libros de ensayos
"El río sin orillas" y "El concepto de ficción". "La
rebeldía del derrotado" es un artículo que Saer escribió para celebrar los
cincuenta años de la primera edición de "La vida breve", la novela inaugural de
la trilogía de Santa María. El mismo apareció el 26 de noviembre de 2000 en el
Suplemento Cultura y Nación del diario "Clarín".
Cuando, en noviembre de 1950, apareció la
primera edición de la novela de Juan Carlos Onetti, hasta su propio editor, consciente
de la originalidad extrema del libro, creyó necesario tranquilizar a sus
posibles compradores en la presentación de la solapa: "No se tema que se
trate de un experimento literario, como suele calificarse despectivamente a
todo abandono de los moldes notorios. Es, pura y simplemente, una novela con
todas las de ley: un relato fluido, coherente y ameno, que el lector ha de seguir
con la misma intensa curiosidad, desde la primera hasta la última página".
Aparentemente no los convenció, porque pasaron muchos años antes de que la
pequeña edición se agotara y una nueva hiciese su aparición por las librerías,
aunque no era raro encontrar la original de vez en cuando, quince años después
de su publicación, en las mesas de saldos. Ahí, hacia mil novecientos cincuenta
y cinco, la compraban, lo mismo que la edición de "Los adioses" hecha por Sur con
su hermosa tapa amarilla, los pocos que conocían el nombre y la existencia del
autor que, aunque casi nadie lo había leído, o tal vez por eso mismo, se había
vuelto una leyenda.
Es sabido que los primeros espectadores de los cuadros impresionistas
pretendían que, a causa de todas esas pinceladas que se arremolinaban en la
tela, del abandono de los contornos y de las supuestas extravagancias
cromáticas, era imposible distinguir las figuras, lo que demuestra que es
inútil tratar de convencer de la validez de una obra de arte a quienes han
decidido de antemano no reconocerla. "Convencer es infecundo", dijo
alguna vez Walter Benjamin, queriendo significar probablemente que los senderos
del conocimiento son solitarios y que no es la argumentación insistente de la
pedagogía, del adoctrinamiento o de la propaganda sino la convicción íntima
que proviene de una insustituible experiencia estética, vívida y razonada, lo
que permite aprehender la pertinencia de una obra de arte. Esa lenta
certidumbre de personas aisladas converge hacia un mismo objeto, en el que al
cabo de cierto tiempo muchos se reconocen, otorgándole, a través de ese
reconocimiento y por ninguna otra razón (sobre todo postulada a priori), un
valor cultural, histórico y social. Al igual que casi todas las obras
literarias que cuentan en el siglo XX, es por ese camino que, a cincuenta años
de su discreta aparición, "La vida breve" se ha transformado en un
texto clásico.
Una vez más, y el caso de Onetti lo requiere más que ningún otro, habría quizá
que intentar la definición de ese concepto. Es desde luego necesario, si se
quiere obtener algún resultado, descartar la insípida pretensión de que sólo
son clásicas aquellas obras que aplican ciertas reglas tan intangibles como
hipotéticas con las cuales sería posible fabricar artefactos de forma invariable,
que por su misma inmutabilidad y su obediencia a una especie de ideal platónico
serían automáticamente admitidos en el respetable club privado de las obras
clásicas. Ningún análisis serio de la historia del arte podría contentarse con
esa caricatura; es un proceso totalmente opuesto a lo que ella propende, lo que
hace que un cuadro o un libro, una obra artística en general se transformen en
clásicos. A decir verdad, es cuando la aparente arbitrariedad de los medios que
emplea toda obra realmente original va imponiendo poco a poco a sus receptores
su lógica y su necesidad que esa obra empieza a transformarse en un clásico, y
llega a serlo enteramente a partir del momento en que, en contra o a favor,
ningún juicio estético, crítico o histórico puede ignorar la legitimidad y la
permanencia de sus aportes decisivos.
No es a pesar sino gracias a sus notorias innovaciones, cuya pertinencia se ha
hecho patente con la perspectiva de que disponemos casi ochenta años más tarde,
que el "Ulises" de Joyce es un clásico. Es en este sentido también que
debemos aplicar el término a la novela de Onetti. Su eclosión fue inesperada; en esos años, la novela en lengua española, a pesar
de algunos logros innegables, como la obra de Roberto Arlt o los primeros
libros de Bioy Casares, era un rubro casi inexistente y únicamente se leían
novelas escritas en francés, en italiano, en alemán, en ruso, en inglés. En
cuanto a América Latina, siguiendo las teorías sociológicas en boga, muchos
teóricos literarios pretendían que, puesto que no habíamos hecho todavía la
revolución democrático-burguesa, la novela, género ligado al ascenso y
expansión de la burguesía, no podía existir. Esa teoría, más que explicar las
carencias locales en materia novelística, revelaba en realidad la concepción de
novela de sus partidarios: realista, figurativa, basada en una equivalencia
rigurosa entre la realidad que se quería representar y los medios formales que
la representaban. Por otra parte, en esos momentos -digamos entre 1930 y 1960-,
en materia narrativa lo mejor que se estaba produciendo en el Río de la Plata
(Quiroga, Borges, Felisberto Hernández, Silvina Ocampo, Bioy Casares, Cortázar,
incluso Arlt en cierta medida) era la literatura fantástica.
Este cruce contradictorio explica en parte el silencio que acogió la aparición
de "La vida breve", ya que el libro escapaba, a causa de su profunda
originalidad, a los dogmas opuestos que pretendían regimentar la producción
narrativa rioplatense. A causa de su inesperada novedad, la novela de Onetti no
podía ser interpretada y juzgada por las teorías literarias de la época: ella
misma suministraba, a través de su organización interna y de su sabio laconismo
en cuanto al sentido, las propias claves teóricas con las que se la debía
juzgar. Poniéndose al margen de la querella entre realistas y fantásticos, "La vida
breve" no es ni una cosa ni la otra; en vez de representar la supuesta realidad
exterior, la instrumentaliza, la fragmenta y la distorsiona, pero los tópicos
fantásticos le son también indiferentes por estar quizá ya saturados de
sentido. Ni realista ni fantástica, la novela de Onetti enarbola con
virtuosismo y rigor una bandera que, desde Cervantes, desde Calderón de la
Barca tal vez, había dejado de flamear en los campos del relato, por lo menos
en idioma castellano: la de la realidad de la ficción.
Tal es el primer objetivo de "La vida breve", lo que podríamos llamar su
"tema". La arquitectura razonada del libro dirige el orden de los
acontecimientos hacia esa demostración: Juan María Brausen, redactor publicitario,
recibe el encargo de escribir un guión de cine con personajes ordinarios, por
no decir mediocres, que correspondan a cierto término medio social,
psicológico, moral. Al principio, las motivaciones de Brausen son puramente
financieras, pero al cabo de cierto tiempo el estrecho mundo imaginario que
empieza a organizar mentalmente, cuyo primer elemento es un médico que está
mirando por la ventana de su consultorio la plaza de una pequeña ciudad de
provincias, poco a poco va desarrollándose hasta convertirse en la ciudad de
Santa María, con sus habitantes, su colonia, su historia. Al promediar la novela, el encargo del guión
queda sin efecto; pero las consecuencias que ha desencadenado son no solamente
irreversibles, sino que a medida que el libro avanza, el pequeño mundo que
Brausen ha creado se va instalando en la trama del relato y el referente, y
sugiriendo una suerte de intercambiabilidad de esos dos planos y de muchos
otros que se van desplegando en la novela. Así, Brausen, que además de ese
mundo imaginario, creado al principio por encargo, adopta una segunda
personalidad -Arce- llevando una doble vida con una prostituta, cuando se ve
obligado a huir de Buenos Aires, sus pasos, a través de itinerarios
misteriosamente complicados, lo llevan hasta la plaza de Santa María, la misma
que el doctor Díaz Grey, al comienzo del guión inconcluso, está mirando por la
ventana de su consultorio.
Narrativamente hablando, la intercambiabilidad de
esos planos -Buenos Aires, Santa María, Brausen, Arce, Díaz Grey y las otras
múltiples variantes descriptivas, identitarias, fácticas, que introduce,
sugiere o insinúa el texto- termina anulando la posibilidad de juzgarlo desde
el punto de vista del determinismo realista, pero el plano imaginario que va
ganando al relato, ocupándolo, hasta obligar al relato y a sus personajes a
"mudarse adentro", como sucede con el zapallo de Macedonio Fernández
que no termina nunca de crecer, no tiene ni la más mínima sombra de afinidad
con los tópicos, los procedimientos o las intenciones de la literatura
fantástica. El mundo de Onetti, objeto material y mental como todo gran texto
de ficción, es una creación autónoma que resulta de una estrategia narrativa
totalmente inédita.
El "Je est un autre" (Yo es otro) de Rimbaud, para Brausen podría
transformarse en "Yo es muchos otros", con la significativa
diferencia de que en la novela de Onetti, "Yo" no es el sujeto real
Brausen (ni otros personajes a los que les suceden transformaciones similares)
ni sus sucesivas encarnaciones meras proyecciones imaginarias, sino sólo uno de
los tramos fragmentarios posibles en esa especie de continuidad fluida con que
la novela organiza ese complejo material y mental en el interior del cual lo
que nos representamos como real coexiste en un pie de igualdad con lo que
sabemos imaginario. A decir verdad, y aunque la novela está narrada en su mayor parte en primera
persona, el "Yo" de Brausen es una instancia tan imaginaria como la
ciudad de Santa María que ha inventado, un "Yo" que desaparece
justamente detrás de su invención para reaparecer en ella más tarde como personaje.
Y aplicando hasta sus últimas consecuencias su propia lógica, "La vida breve" llega a despersonalizar hasta a su propio autor, transfiriéndolo desde su
supuesta realidad exterior al texto, al orbe de la ficción, porque un personaje
llamado Onetti, que posee algunos otros rasgos del autor además de su nombre,
pero que mantiene su distancia y su ambigüedad en cada una de sus apariciones,
entra en escena en la página 247 para hacer todavía más intricada la red de
intercambios, de identificaciones y de sustituciones entre los diferentes
niveles del texto.
En el capítulo final, si bien la ficción ha desplazado al resto, ocupando por
decir así enteramente el terreno, sentimos sin embargo que los personajes y los
acontecimientos que la constituyen son un eco deformado de las criaturas y de
los hechos que integraban los otros planos, que el relato ha superado o
subsumido más bien en la ficción presente, la cual, sin la menor duda, es para
el lector la única "realidad": la novela que, sirviéndose del soporte
material del texto, construye la realidad soberana de la ficción.
Como los de Arlt, los personajes de Onetti inducen el mal con la clásica
provocación desgarrada de los moralistas, y como Faulkner, Onetti crea su
propio territorio imaginario; pero a diferencia de uno y otro, esos elementos
constitutivos de su narrativa son únicamente puntos de partida en ella. Es lo
que podríamos llamar la tentativa de borrar jerarquías entre el signo y el
referente lo que, en esta novela escrita en la década del '40, constituye lo
esencial de sus intenciones, su aporte original, y tal vez no sólo en nuestro
idioma. La crispación trágica del mundo arltiano se ha vuelto, para los
personajes de Onetti, una desesperación razonada, una resignación
("admitiendo mi soledad como lo había hecho con mi tristeza") y un
cansancio, a través de los cuales terminan expresando, después de múltiples
decepciones afectivas, morales, sociales y metafísicas, "la fatiga de ser
leales". Pero a diferencia de los de Arlt, que como verdaderas criaturas
existencialistas "avant la lettre" se consumen en situaciones límite y se
autodestruyen en actos irreparables, los personajes de "La vida breve" padecen la
desgracia que los asalta y se agostan entre la nostalgia y la imposibilidad de
vivir plenamente su vida, instalándose en lo imaginario.
En cuanto al distrito de Yoknapatawpha, el territorio creado por Faulkner,
presenta con la ciudad de Santa María de Onetti una diferencia fundamental ya
que es el equivalente de un territorio real, apenas deformado por su
trasplante; la representación de un mundo empírico transferido a una dimensión
literaria. En cambio, la Santa María de Onetti coexiste con la dimensión
empírica propia al autor y a los personajes; es uno de los puntos del triángulo
que la pequeña ciudad de provincia forma con Buenos Aires y Montevideo. Esa
coexistencia de las dos instancias es primordial para los objetivos del libro.
Habría que señalar tal vez otros aspectos importantes que diferencian a Onetti
de Faulkner, con quien, no sin cierta superficialidad, la crítica ha tenido
tendencia a identificarlo. En primer lugar, la invención de un territorio
propio para implantar en él sus ficciones no es una exclusividad faulkneriana:
es la condición necesaria de casi todas las empresas narrativas. A esa
condición, apenas si dos o tres casos diferentes la predican: o bien el
territorio es representado con su propio nombre (Flaubert, Svevo, Joyce), o
bien el nombre es modificado (Faulkner, Musil, Onetti), o bien el nombre es
elidido, como sucede con Kafka, pero cuyas novelas evocan siempre una misma
geografía y una misma cultura, o aún como en el Quijote, que practica la
imprecisión desde la primera línea del texto, en la que el célebre pero para
siempre ignorado "lugar de la Mancha", reivindica probablemente la
autonomía de la ficción, desplegando al mismo tiempo una problemática novedosa
sobre la razón de ser de todo relato que sigue aún vigente hoy en día. Hay que
decir también que, con su propio nombre o con un nombre inventado, como la
Cacania de Musil, o sin nombre en absoluto, el territorio en el que un narrador
instala sus ficciones, sólo tiene un parentesco lejano con el espacio o la
geografía habitados por los seres de carne y hueso que chapaleamos en lo
empírico. Inventando su propio territorio, Onetti no hace más que adoptar una
de las variantes en que se resuelve esa premisa fundamental (pero no única) de
toda narrativa.
Pero también se ha querido ver en el estilo onettiano la
influencia excesiva de Faulkner, lo que con el tiempo ha resultado ser
igualmente inexacto. Es evidente que Onetti leyó a Faulkner con admiración, y
que alguna influencia de la obra faulkneriana es perceptible en su escritura,
como lo son en la de Faulkner las de Joyce, Cervantes, Conrad, Flaubert,
etcétera. Sin embargo, no es en los tratados de preceptiva literaria que un
escritor aprende a escribir, sino en la obra de otros escritores, y es natural
que la huella de sus maestros aparezca en sus libros. Pero es a través de un
proceso de diferenciación respecto de esas influencias que una obra original va
construyéndose. Aunque en "La vida breve" encontramos aquí y allá ecos de
Faulkner, lo primero que percibimos en el libro, cuando tenemos en cuenta el
prejuicio de la exclusiva influencia faulkneriana, son las profundas
diferencias que separan, a nivel puramente estilístico (sin hablar de la
construcción narrativa o de la problemática que elaboran) a los dos autores.
El
estilo de Faulkner produce un flujo ininterrumpido de sensaciones, de emociones
confusas y de metáforas y comparaciones que van estallando como fogonazos a
medida que el texto se despliega, en tanto que la frase onettiana, sea cual
fuere su extensión, se organiza con precisión para conceptualizar en cierto
modo la vida interior, por agitada que sea, o simplemente el vivir y el actuar
de los personajes. A la obstinada dialéctica con la que éstos se enfrentan
entre sí a cada paso, hay que sumar, como resultado de su constante trabajo
sobre la prosa, la exactitud poética de los fragmentos narrativos, la
entonación neutra de los títulos de capítulos, deliberadamente poco enfáticos,
como por otra parte el texto en general, como si, por orgullo o por
considerarla ineluctable, el autor y los personajes tomaran distancia con la
desgracia para hablar de ella. Y, por último, la leyenda de un Onetti irracional,
tremendista y caprichoso, se desmorona ante la construcción rigurosa de la
novela, con sus deslizamientos sutiles del punto de vista narrativo, los planos
diferentes del relato que se encastran sin violencia unos en otros, el tema
principal modulado con maestría a lo largo de la historia.
El carácter razonado, metódico del libro, contrasta de inmediato con el
turbulento flujo faulkneriano, y si a través de sus magníficas construcciones
este trata de figurar el magma bruto del existir, en "La vida breve" sentimos que
Onetti nos propone no la vida misma, como lo pretende el realismo determinista,
sino más bien lo que no sería demasiado erróneo llamar el álgebra de la vida. Algo hay de heroico en esta minuciosa artesanía, si tenemos en cuenta que sirve
para narrar la imposibilidad de vivir, el fracaso, el desengaño. Con su música
propia, "La vida breve" ilustra también viejos temas cervantinos, calderonianos;
pero por la originalidad de su organización, la novedad del mundo que nos
propone, y la teoría implícita del relato que va desplegándose con la materia
verbal que avanza hacia su consumación -realidad, ficción y teoría narrativa
inseparablemente encarnadas en el espesor del texto- la obra maestra de Juan
Carlos Onetti es intensa, apasionadamente de su tiempo y del nuestro. Desde
hace cincuenta años viene ofreciéndonos su discreción y su orgullosa minucia,
su sarcasmo y su gravedad, su derrota y su rebeldía.