OCASO
Osvaldo Soriano
Argentina
(1943-1997)
Comenzaría
pronto. Todo hacía prever que faltaba muy poco. Corrió las cortinas del
ventanal y observó el cielo de un color plomizo donde se abultaban un millón de
escenas que respondían a las formas que su mente dibujaba. El viento suave
modulaba las aguas de ese mar que tantas veces fue romántico, y hoy lo
castigaba con la crueldad del agitar monótono y sus olas que parecían querer
borrar cuanto poema en ellas se inspiró. Los recuerdos llegaban a su mente como
las aguas que castigaban la costa, rompiéndose en las piedras, estático y frío
símbolo de tiempo. Trató
de ordenar sus ideas que se entremezclaban con los mil gritos del mar, el
viento y el cielo. Pronto volvería a ocurrir, sólo sería una vez más, pero no
para él, esta vez sería "aquella vez", la última la que no debía
borrarse, y por eso volvió a repasar el paisaje con los ojos cansados, atentos,
para que ningún detalle escapara de su atención; debía guardar en un rincón de
su mente la pintura fiel de este momento, para mañana vivir con él, para mañana
morir con él... Faltaba ya mucho menos. Lo percibía en el aroma del cigarrillo
que sabía hoy distinto como preparándose a ser un actor más en aquella escena
que nadie había montado y de la que él iba a ser el principal protagonista. El
tenebroso estallido del cielo fue la señal, apagó la luz y salió. Las primeras
gotas acariciaron la dureza de su rostro. Caminó sobre la arena que marcaba a
cada paso el pasado de cada momento. El viento trajo música y la lluvia poesía
derramada en el amarillento papel del paisaje. Para él no saldría hoy el arco
iris. Un relámpago cortó el cielo.
EVANGELIO
Armando Alzamora
Perú
(1982)
"Mi
reino no es de este mundo", dijo el Profeta. La concurrencia aplaudió,
excitada, creyendo hallar en esas palabras los principios de su devoción. Un
hombre joven que escuchaba atento en la sinagoga, preguntó: "Entonces, mi
señor, ¿no existe solución?, ¿los pobres seguiremos siendo pobres hasta llegar
a ese otro reino? ¿Debemos resignarnos?". "Es
parte del sacrificio -replicó el Profeta-, yo he sido enviado para daros el
ejemplo''. El
hombre -que era pobre, pero soñador-, desconsolado ante esa respuesta, decidió
desde ese día no creer más en Dios. Fue la primera rebelión que iniciaron los
hombres.
ACCIDENTES
David Moreno Sanz
España (1976)
Desde
el accidente de hace dos inviernos nadie se atrevió a mencionar la palabra
"escopeta" en casa de los Navarro, ni a mirarla ni mucho menos a
tocarla y bajarla de la estantería. Comían siempre de espaldas a ella como si
no existiera, en penumbra y conteniendo los recuerdos aún cercanos de madre.
Acostumbraban incluso a por la noche no permanecer mucho en el salón y a estar
a la hora señalada cada uno en su dormitorio. Por eso y cuando el hermano mayor
subió las escaleras siguiendo a padre tras una acalorada discusión y oyeron
segundos después un disparo y un cuerpo golpeando el suelo, se mantuvieron quietos
y en silencio dando vueltas a la sopa hasta que se enfriara como si nada, hasta
que regresara a la mesa.
484 MM3
Yamila Bêgné
Argentina (1983)
Siempre le había tenido miedo a la escalera, aunque sólo llegó a notarlo cuando dio con su cabeza contra el tercer escalón, una tarde de ángulos filosos que le hizo perder el monto exacto de sangre que tres años después iba a necesitar y no iba a tener. En el momento en que su frente se encontró con el borde de mármol acerado, la inquietud vacía que iría a sentir tres años más tarde se sentenció por completo. Los siguientes treinta y seis meses se aceleraron y ocurrieron acumulados al mismo tiempo, justo en el instante del choque frontal, como si algo los hubiera convocado a acontecer en la tarde del cuatro de febrero, a las cinco y veintidós. Algo, quizás una alucinación ensangrentada en la cabeza del hombre que, en ese momento, se encontraba dejando su marca sobre la superficie afilada e imperturbable de mármol. Las pestañas no pudieron defender a los lagrimales del alto contenido de sal sanguínea; lagrimales que, entonces, ardieron. La alucinación teatralizada en el cerebro que se estaba cortando consistía en la presunción de que no quedaría nada luego del choque con el escalón. Más que de una fantasía, se trataba de un miedo en imágenes, de un terror como pantalla, y el dolor empezaba ya a proyectarse sobre el troquelado diagonal signado en la frente desde esa tarde.
484 MM3
Yamila Bêgné
Argentina (1983)
Siempre le había tenido miedo a la escalera, aunque sólo llegó a notarlo cuando dio con su cabeza contra el tercer escalón, una tarde de ángulos filosos que le hizo perder el monto exacto de sangre que tres años después iba a necesitar y no iba a tener. En el momento en que su frente se encontró con el borde de mármol acerado, la inquietud vacía que iría a sentir tres años más tarde se sentenció por completo. Los siguientes treinta y seis meses se aceleraron y ocurrieron acumulados al mismo tiempo, justo en el instante del choque frontal, como si algo los hubiera convocado a acontecer en la tarde del cuatro de febrero, a las cinco y veintidós. Algo, quizás una alucinación ensangrentada en la cabeza del hombre que, en ese momento, se encontraba dejando su marca sobre la superficie afilada e imperturbable de mármol. Las pestañas no pudieron defender a los lagrimales del alto contenido de sal sanguínea; lagrimales que, entonces, ardieron. La alucinación teatralizada en el cerebro que se estaba cortando consistía en la presunción de que no quedaría nada luego del choque con el escalón. Más que de una fantasía, se trataba de un miedo en imágenes, de un terror como pantalla, y el dolor empezaba ya a proyectarse sobre el troquelado diagonal signado en la frente desde esa tarde.
Cuando
un monto de sangre perdida es exacto, no se recupera nunca. Resulta imposible
rellenar la cápsula vacía que recorrerá las venas por siempre, como una burbuja
en un vaso dado vuelta, como una exhalación de aire en una pileta tapiada. La
cantidad de la tarde del cuatro de febrero había sido demasiado exacta como
para intentar siquiera reponerla con transfusiones. En el quirófano se
limitaron a sanar la herida, procedimiento que no consistió más que en agua
oxigenada, aguja e hilo quirúrgico. No se ocuparon de sonrosar la tez
empalidecida, ni de devolver alguna gota de color al pecho, ni de texturar la
piel que rodeaba los gestos. Dijeron que sería imposible, que el monto perdido
había sido meticuloso, que nunca podrían calcularlo para saciar la pérdida. La
precisión era lo que definía a la sangre perdida y lo que iba a definir al
paciente cuando, tres años más tarde, al intentar rastrear la causa de un
malestar sin sentido, se encontrara con una carencia milimétrica que parecía
eterna, aunque había sido adquirida en el tercer escalón de una escalera de
mármol.
PELIKAN
Walter Garib
Chile
(1933)
El
comandante del regimiento Tinguiririca, Pancracio de la Sotta, desde hacía
veintisiete años -la edad que tenía su único hijo- usaba la misma estilográfica
Pelikan para firmar. Un día la estilográfica dejó de funcionar, y
por más que le puso tinta y la agitó hasta dolerle el brazo, no quiso escribir
ni una sola letra más. En esa ocasión tenía que firmar un dictamen del
Comité Revolucionario de la ciudad, donde se condenaba a ser fusilado al
amanecer, entre otros, a su único hijo.
LA SEÑAL LEJANA DEL
SIETE
Pedro Antonio Valdez
República Dominicana
(1968)
El
ángel se le apareció en el sueño y le entregó un libro cuya única señal era un
siete. En el desayuno miró servidas siete tazas de café. Haciendo un leve
ejercicio de memoria reparó en que había nacido día siete, mes siete, hora
siete. Abrió el periódico casualmente en la página siete y encontró la foto de
un caballo con el número siete que competiría en la carrera siete. Era hoy su
cumpleaños y todo daba siete. Entonces recordó la señal del ángel y se persignó
con gratitud. Entró al banco a retirar todos sus ahorros. Empeñó sus
pertenencias, hipotecó la casa y consiguió préstamo. Luego llegó al hipódromo y
apostó todo el dinero al caballo del periódico en la ventanilla siete. Sentóse
-sin darse cuenta- en la butaca siete de la fila siete. Esperó. Cuando arrancó
la carrera, la grada se puso de pie uniformemente y estalló en un desorden
desproporcionado; pero él se mantuvo con serenidad. El caballo siete cogió la
delantera entre el tamborileo de los cascos y la vorágine de polvo. La carrera
finalizó precisamente a las siete y el caballo siete, de la carrera siete,
llegó en el lugar número siete.
UN PUNTO DE VISTA
Juan Martini
Argentina
(1944)
Si
tuviese que describirlo no sabría cómo hacerlo. Puede decir, desde luego, que
es un hombre de mediana edad, alto, delgado, que lee un periódico en la terraza
de un bar mientras bebe lentamente, como si en verdad no desease hacerlo, una
cerveza. Sin embargo, piensa Juan Minelli, esto no es una descripción. Puede
decir, es claro, que el hombre está sentado en uno de esos ligeros silloncitos
de aluminio que han proliferado, últimamente, en las terrazas de los bares, y
que es un hombre de mediana edad y de mirada errátil. Podría decirse, también,
que ese hombre, en rigor, finge leer el periódico, puesto que es evidente que
no lo está leyendo. No son, sin embargo, piensa Minelli, ni los gestos ni los
movimientos del hombre, sentado en el silloncito de aluminio frente a la
cerveza que ya ha perdido su inmaculado cuello de espuma, los que ponen en
evidencia que no se trata, como bien se podría pensar a simple vista, de un
hombre abstraído en la lectura de un periódico. Es su mirada errátil la que
revela que ese hombre finge hacer lo que no hace. Son sus ojos apagados,
inquietos, que se dibujan con claridad en los cristales blancos y graduados de
las gafas con montura de metal, los que le hacen ver a Minelli que, a decir
verdad, el hombre lee el periódico con la misma atención que le presta, además,
a otros movimientos, o deslices, que tienen lugar, podría decirse, en la
terraza y en el interior del bar. El sol se filtra por las junturas de los
toldos. Es un sol de haces rectos, puesto que es el sol del mediodía, un verano,
o en el comienzo de un verano, y sus rayos, tal como se dice, arden, queman la
piel, y se reflejan, incandescentes, al tocarlos, en los brazos de los
silloncitos de aluminio. De modo que en este momento el hombre desvía la mirada
del periódico, alza la copa de cerveza, una de esas copas llamadas balón, y,
sin beber, contempla, por ejemplo, el ir y venir de un par de mozos en la
terraza del bar, pero, sobre todo, piensa Minelli, el hombre le presta atención,
en particular, al movimiento de una mujer, su mirada se ha deslizado desde el
periódico hacia una mujer, una mujer joven y, podría decirse, sin exagerar,
esbelta. La mujer joven ha abandonado su propio silloncito de aluminio y se ha
encaminado en dirección al baño del bar. Ha sido entonces cuando la mirada
errátil del hombre ha tropezado con los mozos que atienden la terraza del bar,
pero esta interrupción ha durado apenas algunos segundos y él ha podido, en
seguida, continuar observando el paso de la mujer internándose en el bar,
primero, hasta el fondo, y luego el movimiento de sus piernas y de su cuerpo
todo, pero sobre todo de sus piernas, cuando ha subido la escalera que conduce,
como es legítimo imaginar, se dice Minelli, a los baños, situados en el primer
piso del bar. Ahora
bien, Minelli no sabrá, por ahora, mucho más que esto. No sabrá, por ejemplo,
que el hombre a quien observa es un escritor, un novelista que ha escrito dos o
tres libros en los que otro hombre, un personaje, por así decirlo, llamado Juan
Minelli, encarna con una delgadez creciente un cierto desconcierto propio de
estos tiempos. Ni sabrá, desde luego, Minelli, que la mirada errátil de ese
hombre, apagada tras los reflejos del sol en los cristales de sus gafas, no
sólo ha reparado en la mujer que se ha dirigido al baño sino también en él, es
decir, en el propio Juan Minelli, y que ha tomado notas, ese hombre, el
escritor, con la vaga, todavía, idea de comenzar un próximo libro con una
escena en la terraza de un bar donde un hombre, llamado Juan Minelli, observa a
otro sin darse cuenta de que, en verdad, tanto él, Minelli, como el hombre al
que Minelli observa, el escritor, son, a su vez, observados por una mujer
joven, una mujer, podría decirse, esbelta, que en este momento se ha ido al
baño en un acto que no es una provocación sino la prueba cabal de su soberanía,
puesto que sin conocerla, sin saber nada de ella, ninguno de esos dos hombres
-ella está segura de eso- se moverá de sus silloncitos de aluminio, en la
terraza del bar, hasta que ella regrese.
LAS NALGAS
Ricardo Castillo
México
(1954)
El
hombre también tiene el trasero dividido en dos, pero es indudable que las
nalgas de una mujer son incomparablemente mejores que las de un hombre. Tienen
más vida, más alegría, son pura imaginación, son más importantes que el sol y
Dios juntos, son un artículo de primera necesidad que no afecta la inflación, un
pastel de cumpleaños en tu cumpleaños, una bendición de la naturaleza, el
origen de la poesía y del escándalo.
LA ANALFABETA
José Jiménez Lozano
España
(1930)
Nunca
había ido a la escuela y, ahora, a sus cincuenta y nueve años, estaba
comenzando a aprender a leer y escribir en las clases nocturnas para analfabetos.
Y estaba fascinada. Escribía muy despacio, pasándose la lengua por los labios
mientras trazaba los palotes de las mayúsculas de su nombre: MARÍA; lo leía
luego, y decía:
-
¡Ésta soy yo!
Y
se ponía muy contenta, lo mismo que cuando escribía las palabras de las cosas
que tenía a su alrededor: MESA, GATO, VASO, AGUA. Y ya no sabía que otra
palabra escribir, pero de repente se le ocurrió poner: ESPEJO. Leía la palabra
una y otra vez, se la quedaba mirando y mirando, pero con un gesto de extrañeza
porque no se veía ella en aquel espejo. ¿Y por qué no se veía ella en aquel
espejo escrito, si se veía bien claramente cuando estaba escribiendo? Y se contestaba
a sí misma diciendo que eso sería porque todavía no sabía escribir bien,
porque, en cuanto supiera hacerlo, tendría todo lo que quisiera con sólo
escribírselo. Porque si no, ¿para qué valdría leer y escribir?, preguntó. Pero allí
todos callaron en la clase y nadie le contestó. Como si hubiese dicho o hecho
algo raro, o qué sé yo, con un espejo.
IMPOSIBLE
Santiago Pedro Ruiz
Argentina
(1937)
Fuiste
la niña que me llevaba las camisas lavadas; que recibía mis propinas con un
susurro de agradecimiento; que regresaba saltando baldosas con la moneda en
un puño. Un día te miré con asombro. Como en un truco de magia, había desaparecido
tu niñez. Entonces, después de un tiempo de confusión, te quise como
mujer. Cien veces repetí tu nombre, que sonaba como el son reverberante
de una alegre campana. Cien veces el verbo rojo de tu boca se negó. Tu
pecho, que se había elevado como una nube de mármol, se hizo el altar de mi
rezo pagano, pero la luz esmeralda de tus ojos era siempre lejana y esquiva. Te
fuiste de mi camino con un adiós sin retorno y me dejaste la cruz de tu desdén.
Yo quedé a vivir mi sueño, el que soñaré siempre: la presencia de tu piel,
luminosa y virgen, como el camino anhelado hacia la imposible sinfonía del
éxtasis.