En 2010,
cuando se publicó en España el volumen III de las obras completas de Onetti, un
tomo dedicado a sus cuentos, artículos y misceláneas, el crítico literario y
escritor español José María Guelbenzu (1944) publicó una reseña en el nº
159 de la "Revista de Libros". Entre otros conceptos decía en ella que "las palabras
son un arma de doble filo y Onetti se corta con ellas de vez en cuando. El
fraseo es fluyente, avanza en frases que se encadenan en oleadas". Ponía como ejemplo:
"Pudo continuar inmóvil, tan solitario como si el otro no hubiera llegado, como
si no alargara el brazo y abriera la mano para dejar caer el saco, como si se
fuera acuclillando hasta quedar sentado en la galería, las piernas colgantes,
excesivamente doblado el torso en dirección a la playa". Para Guelbenzu, estas
abstracciones alcanzaban a veces un estilo etéreo y genérico, es decir, impreciso. En otro tono, el escritor costarricense Guillermo Barquero (1979), consideró
que Onetti era, en su escritura, un maestro de la adjetivación. Con respecto a "Dejemos
hablar al viento", escribió en "Sentencias inútiles" el 7 de abril de 2009: "Precisamente,
consiguió tal grado de perfección y de inusitados matices porque no le temía a
los adjetivos, se prodigaba en ellos y los convertía en placas que rodeaban a
sus personajes (y a los sitios geográficos, ominosos en grado superlativo) y
los califican y los emborronan y los vuelven monstruos y ángeles, todo a la vez".
Un ejemplo: "Barrientos callaba, torpe y enconado, con los grandes bigotes
dirigidos hacia la niebla del vidrio (…); las grandes manos sucias y deformes
apoyadas con firmeza una en cada rodilla (…). El coche corría con prudencia por
aquella parte de la ciudad donde los restos de quintas arboladas, abatidas y
musgosas, con solitarios y empecinados símbolos de riqueza y orgullo (…), casas
de comercio blancas, nuevas y presuntuosas, con grandes e innecesarias puertas
de hierro". Efectivamente,
con las adjetivaciones Onetti buscó lograr efectos expresivos. Veamos
algunas muestras: "bondadoso hastío", "sonrisa imperdonable", "magulladuras sin
consuelo", "una fatalidad imprecisa y personal", "el desprecio indeciso", "una
distraída cortesía desprovista de ofensa", "una voz acostumbrada a la
resignación", "candorosamente habitado por la desesperación".
Particularmente
magistral fue también en los retratos de sus personajes, en los que abundan los adjetivos: "Era, y para siempre,
diez años más viejo que yo; tenía la nariz larga, los ojos sin sosiego, una
boca fina y torcida de ladrón, de tramposo, de adicto a la mentira, un cutis
protegido del sol desde la pubertad, una blancura conservada en la sombra del
chambergo. Pero encima de todo esto, como un abrigo permanente, hacía flotar la
tristeza, la desgracia, la mala suerte encarnizada. Era pequeño, frágil, con
bigotes caídos y suaves". O: "El hombre era de muchas maneras y estas
coincidían, inquietas y variables, en el propósito de
mantenerlo vivo, sólido, inconfundible. Era joven, delgado, altísimo; era tímido e insolente, dramático y alegre". José
Manuel Caballero Bonald (1926), escritor español, decía en su artículo "Iluminaciones
en la sombra" que "el ritmo y el tono de la prosa de Onetti destacan como
elementos notabilísimos de la estructura novelística. El estilo hace verosímil
lo incierto y se aproxima a veces a un auténtico prodigio lingüístico. Hay
algo, no obstante, que parece obedecer a un descuido deliberado, como si el
escritor quisiera disimular el esmero o dar a entender que esas cuestiones no
le preocupan. Pero ahí está pulcramente estabilizada una norma de conducta
estilística: la potencia metafórica, la adjetivación impecable, el prestigio
gramatical de la poesía. Y es ahí donde se consolida el más inmediato
magnetismo de una prosa admirable, explícita y compleja a la vez, como
desentendida de su eficiencia a la hora de conducir la difusa progresión
argumental".
La
carrera literaria de Onetti se formó a contracorriente, como con desgana, como si su autor nunca hubiera
tenido el propósito cierto de estarse labrando una carrera. Onetti recorrió
su larga existencia con una suerte de desánimo tenaz, al desgaire de modas y
operaciones publicitarias, como si no creyera demasiado en lo que estaba
haciendo. Su imagen es la de un escritor antiprofesional que escribe con
pertinencia y desesperación, como si no le quedase otro remedio.
Jorge Edwards (1931). Escritor, crítico
literario y periodista chileno. Diplomático de carrera ente 1957 y 1973, tras
el golpe de estado de Chile se radicó en Barcelona, donde trabajó en varias editoriales.
Miembro de número de la Academia Chilena de la Lengua, ha sido distinguido
con numerosos premios, entre los que destacan el Nacional de Literatura 1994
y el Cervantes 1999. Lleva escrita una frondosa obra periodística colaborando
en diversos diarios como "La Segunda" (Chile), "La Nación" y "Clarín" (Argentina), "Le
Monde" (Francia), "Corriere della Sera" (Italia) y "El País" (España). Es
también miembro del consejo de redacción de las revistas "Vuelta" y "Letras
Libres" de México. De su obra narrativa pueden mencionarse varios libros de
cuentos donde trasunta fieles observaciones sobre la sociedad chilena
tradicional y decadente: "El patio", "Gente de la ciudad", "Las
máscaras" y "Temas y variaciones". Sus novelas, siguiendo el modelo de la crónica
y el realismo, trazan vastos cuadros de la vida chilena en distintos momentos
de su historia: "El peso de la noche", "Los convidados de piedra", "El
museo de cera", "La mujer imaginaria", "El anfitrión", "El origen del mundo", "El
sueño de la historia", "El inútil de la familia", "La casa de Dostoievsky", "La
muerte de Montaigne" y "El descubrimiento de la pintura". Es autor además de sendas
biografías de Neruda y Machado de Assis. El artículo "El imposible Onetti" fue publicado en el suplemento "Cultura" del diario " La Nación" el 23 de junio de 1999.
El tiempo ha convertido al notable escritor
uruguayo en un clásico. La creación de un espacio imaginario, de una ciudad de
provincia inconfundible y, sin embargo, inexistente, como Santa María, lo vincula
con William Faulkner, un novelista al que admiraba. A Chile empezaron a llegar ecos del mito de Juan Carlos Onetti en los primeros
años de la década del cincuenta. Onetti era el hirsuto, el marginal, el duro y
tierno de una literatura latinoamericana de la que todavía no se hablaba. Era,
en cierto modo, la posibilidad que todavía no cuajaba de una literatura de todo
el continente, o una de las posibilidades más importantes: un precursor oscuro,
que muy pocos estaban en condiciones de adivinar. Cuando Ricardo Latcham vivió
en Montevideo como embajador de Chile, a fines de los cincuenta y comienzos de
los sesenta, se dedicó a mandarnos, con un entusiasmo y una pasión
extraordinarios, noticias de Onetti y de los demás escritores del Uruguay:
Mario Benedetti, Idea Vilariño, Carlos Martínez Moreno, Emir Rodríguez Monegal,
Angel Rama y algunos otros. Desde un comienzo, Onetti era el mito; los demás
escritores y críticos, por así decirlo "normales". Y había, en las
cercanías de Onetti, otro fenómeno literario no menos extravagante y casi más
secreto: el de Felisberto Hernández. Onetti representaba la gravedad, el "pathos", las fuerzas oscuras; Felisberto Hernández, la levedad, la gracia, la fantasía
aérea.
Las noticias literarias que recibíamos entonces del resto del mundo
latinoamericano siempre eran aisladas, parciales. Supe de las novelas de Alejo
Carpentier por una traducción francesa y las comenté en el Café Miraflores o en
algún lugar parecido. Acario Cotapos, que había conocido a Carpentier en años
de bohemia en París, entre las dos guerras mundiales, me discutió con energía
digna de mejor causa. Sostuvo que yo estaba enteramente equivocado, Carpentier
no era novelista, ¡era musicólogo! Alguien me dijo por aquellos mismos años,
una persona de la familia, que Alvaro Yáñez, o Pilo Yáñez, quien ya solía
firmar como Juan Emar, se "sentía peludo" de vez en cuando y se metía
a la cama durante semanas y hasta meses. Juan Carlos Onetti, el hirsuto, podría
haber dicho lo mismo. Según testimonios coincidentes, vivió buena parte de su
vida en cama. Me han hablado de una larga entrevista en la que responde a las
preguntas desde la cabecera de su lecho, casi derrumbado encima de la almohada,
con un vaso de whisky en la mano.
En 1969, en un congreso de escritores celebrado
en Viña del Mar, alguien, a las dos de la tarde, me pidió que le avisara que el
bus que llevaría a los invitados a un almuerzo en Isla Negra, en casa de
Neruda, estaba a punto de partir. A esa hora que los demás consideraban tardía,
Onetti seguía en su habitación, muy tranquilo, en bata, frente a la bandeja de
su desayuno. Ni siquiera hizo amago de vestirse para unirse al grupo de aquel
almuerzo historiado. A mí me resultó claro que no valía la pena insistir.
Tenía, Onetti, según mis recuerdos de ese encuentro, una manera curiosa de
dejar caer sus opiniones. Se detenía en el camino a los ascensores, a sus
espacios privados, y hablaba de costado, como si hablar fuera una pausa, una
especie de tregua. Además, quizás sin darse cuenta, por hábito profundo, pero
también como de paso, de soslayo, citaba la Biblia.
Al leerlo y releerlo ahora, después de tan largos años, las presencias de Louis
Ferdinand Céline y de William Faulkner me parecen notorias, obvias, poderosas,
unidas, quizás, a un toque de Franz Kafka y otro de Albert Camus o de Jean Paul
Sartre, pero también es sorprendente en su obra narrativa la fuerza de lo
popular de su tiempo: el cine de los años treinta y cuarenta, sobre todo en su
vertiente policial y negra; la canción francesa, con Charles Trenet, Maurice
Chevalier y Edith Piaf, el tango gardeliano, ¡desde luego!, y los ambientes del
bajo fondo y de la hípica con toda su leyenda, su conocimiento menudo, su
memoria y su drama.
Ahora, de modo retrospectivo, calculo que Juan Carlos Onetti, nacido en
Montevideo en 1909, es decir, hombre algo menor que Borges, algo mayor que
Nicanor Parra o que los escritores del surrealismo chileno, se encontró con un
panorama contradictorio en la literatura narrativa del continente. No era un
horizonte demasiado diferente del de mi generación, pero a él le tocó
enfrentarlo antes y con menos puntos de referencia. Había una prosa narrativa
oficial, consagrada: la del criollismo o regionalismo, que en la región del Río
de la Plata había dado resultados tan notables como los cuentos de Horacio
Quiroga o el "Don Segundo Sombra" de Ricardo Güiraldes. Sin embargo, algunos de
los cuentos de Quiroga, textos como "La gallina degollada", para
citar un ejemplo, apuntaban ya hacia otras direcciones. Y existía, por otro
lado, la prosa de vanguardia de Vicente Huidobro o de Macedonio Fernández, la
de Martín Adán en el Perú, la de brasileños como Mario de Andrade.
Desde sus
primeros trabajos, Onetti evitó ambas alternativas, la del criollismo y la de
la vanguardia pura, y optó por entrar de lleno en los temas de Montevideo y
Buenos Aires. Descartó la literatura del primer día de la Creación, tema que se nos había
impuesto como obligatorio desde los años de nuestro pseudo romanticismo, y fue
quizás el primero en descubrir la belleza posible de lo degradado, de lo
oscuro, del deterioro de la ciudad y de sus moradores. En otras palabras, la
novedad de la prosa de Onetti residió en una paradoja: su visión de lo viejo,
de lo erosionado por el paso del tiempo, tema urbano por excelencia y que ya se
insinuaba en algunos poemas de "Residencia en la tierra" (por ejemplo, en
"Walking around"). Uno sonríe hoy al ver la apasionada defensa de sus temas que tuvo que hacer
Onetti en sus años iniciales. Fue un ensayista interesante, vibrante, que
explicaba sus propias elecciones estéticas en las páginas de la revista
montevideana "Marcha", uno de los grandes órganos de expresión de la literatura
nueva de América Latina. No hemos tenido en Chile revistas que sean verdaderos
focos polémicos y puntos de apoyo de una manera determinada de escribir, como
fue el caso de "Marcha" en Montevideo y de la muy diferente "Sur" de Buenos Aires.
El paso a una escritura narrativa contemporánea y que se ocupaba de los mundos
nuestros, sobre todo desde una perspectiva de ciudades, fue seguido pronto en
Onetti por la creación de un espacio literario propio. No cabe duda de que la
lectura de Faulkner lo ayudó a descubrir esta posibilidad. Yoknapatawpha, el condado imaginario de la obra de Faulkner, coexiste con lugares
reales. Es una región ficticia intercalada en el mapa del sur de los Estados
Unidos. Memphis está al norte del condado, en el comienzo del delta del
Mississippi, el escenario de toda la obra faulkneriana, y Nueva Orleans hacia
el sur. La Santa María de Onetti, que ya aparece con toda claridad en una
novela de 1950, "La vida breve", cumple la misma función que el condado
imaginario del autor de "Luz de agosto". Es una ciudad provinciana, un espacio
cerrado, ocupado por unos cuantos personajes novelescos, y es, en seguida, un
mundo novelesco que se encuentra en las cercanías de lugares tan reales como
Buenos Aires y Montevideo. Onetti pudo desarrollarse como escritor, con la
libertad creativa necesaria, con el factor lúdico indispensable, a partir de la
invención de Santa María, esa ciudad de provincia con una plaza, con un río y
su puerto fluvial, con un barrio suizo. Es la metáfora de cualquier ciudad de
América del Sur, con su carácter provinciano, con su cercanía de algún puerto,
con sus barrios de inmigrantes.
Encuentro el germen de esta creación de
espacios, por lo menos en mi relectura de hoy, en el cuento "Regreso al
sur". El texto se abre con la mención de una "zona extranjera que se
iniciaba en la calle Rivadavia, y a partir del Carnaval de 1938". Después
veremos que la mujer del personaje principal, tío Horacio, lo abandonó
alrededor de esa fecha y se fue a instalar en esa parte de la ciudad. El
sufrimiento de los celos, con toda su ambivalencia, es uno de los motores de la
obra de Onetti. Cuando tío Horacio, en el cuento, se decide a pasar desde el
lugar donde ha vivido siempre hasta esa parte de Buenos Aires, el sector donde
se ha ido a instalar Perla, entre toreros y guitarristas, en un ambiente donde
se evoca a menudo la guerra de España, los parientes piensan que ya está
restablecido. La enfermedad del personaje, por lo visto, no era mortal. Pero el
texto, con una crueldad que ya podemos llamar precisamente
"onettiana", demuestra exactamente lo contrario. Atravesar las calles
tabúes ha sido, para tío Horacio, como atravesar el río de los muertos. Llega a
un café típico de Rivadavia, busca una mesa y al poco rato se desploma en la
silla, como si el desplazamiento hubiera sido un destino buscado y definitivo.
Hay un cuento de Borges en que el narrador dice que el sur, uno de los grandes espacios imaginarios, míticos, de la narrativa borgeana, empieza después de cruzar una calle del barrio de Palermo de Buenos Aires. Si no me equivoco, se trata justamente de "El sur", un relato en que el personaje encuentra la muerte al final de su viaje. El esquema de "Regreso al sur", el cuento de Juan Carlos Onetti, es curiosamente parecido, a pesar de la gran diferencia de atmósfera, de tono, de perfil de los personajes. El descubrimiento de los espacios ficticios, en Onetti y, por lo visto, en el caso de Borges, sería equivalente a un encuentro con el destino. Parece una coincidencia casual, pero un análisis detallado podría mostrar rasgos constantes en toda la narrativa del Río de la Plata. Siempre podemos encontrar un momento de separación, un viaje brusco y en apariencia gratuito, un encuentro con el destino, con el fin de todo. El mecanismo narrativo ya es visible en el "Martín Fierro". Es notorio en muchos de los cuentos de Horacio Quiroga. Por ejemplo, en "La picada". También lo podríamos escarbar en el final de algunas historias de "Rayuela", de Julio Cortázar. El "Regreso al sur" de Onetti, donde se describe un gesto de aparente salud, es una entrada en el barrio de los muertos.
Hay un cuento de Borges en que el narrador dice que el sur, uno de los grandes espacios imaginarios, míticos, de la narrativa borgeana, empieza después de cruzar una calle del barrio de Palermo de Buenos Aires. Si no me equivoco, se trata justamente de "El sur", un relato en que el personaje encuentra la muerte al final de su viaje. El esquema de "Regreso al sur", el cuento de Juan Carlos Onetti, es curiosamente parecido, a pesar de la gran diferencia de atmósfera, de tono, de perfil de los personajes. El descubrimiento de los espacios ficticios, en Onetti y, por lo visto, en el caso de Borges, sería equivalente a un encuentro con el destino. Parece una coincidencia casual, pero un análisis detallado podría mostrar rasgos constantes en toda la narrativa del Río de la Plata. Siempre podemos encontrar un momento de separación, un viaje brusco y en apariencia gratuito, un encuentro con el destino, con el fin de todo. El mecanismo narrativo ya es visible en el "Martín Fierro". Es notorio en muchos de los cuentos de Horacio Quiroga. Por ejemplo, en "La picada". También lo podríamos escarbar en el final de algunas historias de "Rayuela", de Julio Cortázar. El "Regreso al sur" de Onetti, donde se describe un gesto de aparente salud, es una entrada en el barrio de los muertos.
En la novela inicial del ciclo de Santa María, "La vida breve", los personajes
que viven en esa ciudad ficticia, el médico Díaz Grey, Elena Sala, su marido,
con sus historias, sus encuentros y desencuentros, sus desplazamientos
constantes y a la vez menores, hacen las veces de ficciones dentro de la
ficción. Son ficciones al cuadrado. No es extraño, por este motivo, que
Brausen, personaje central, con algunos detalles autobiográficos, esté
preparando un guión de cine con el que espera salir de la pobreza y que
utilizará las vidas y las peripecias de ese trío en el escenario de Santa
María. Todo fracasa, desde luego, en los cuentos y las novelas de Juan Carlos
Onetti, pero los episodios de Santa María tienen un aire más fresco, más libre,
más lúdico, aun cuando los juegos de su obra siempre sean destructivos,
mortales.
Leer o releer a Onetti en estos días es un ejercicio interesante, más
instructivo de lo que se podría pensar a primera vista. Su obra todavía está
cerca de nosotros, pero ya es, en el sentido más literal y amplio de la palabra,
clásica. Nadie escribiría como Onetti ahora, salvo que lo hiciera como acto
deliberado de separación de una supuesta normalidad editorial. Los editores,
por lo demás, serían los primeros en oponerse y hasta en escandalizarse. Onetti
escribe con una morosidad, con unas penetraciones en situaciones aparentemente
menores, con una falta de concesiones, con una complacencia en los detalles,
que hoy nadie practica ni se atreve a practicar. Es anacrónico y al mismo
tiempo, y por eso mismo, ejemplar. No se puede escribir como Juan Carlos
Onetti, y a la vez, si se tiene una ambición literaria auténtica, no se puede
escribir de otro modo, con otra actitud frente a la escritura.
Desde la
perspectiva de hoy, Onetti, el imposible, el hirsuto, es una de las encarnaciones
válidas de la literatura entre nosotros, en nuestra región y nuestro tiempo. Es
muy difícil estar con él, pero estar contra él es imposible, por más que les
pese a los representantes del mercado librero. Onetti nos lleva a terrenos
sucios, moralmente contaminados, inquietantes, pero imposibles de eludir. Dos
de sus cuentos, "El infierno tan temido" y "La cara de la
desgracia", son obras maestras. Tienen algo antiguo, descartado por
nuestra pos o nuestra pseudo modernidad, pero podrían servir de punto de partida,
por ejemplo, al cine más avanzado de estos días. Las fotografías obscenas de
"El infierno tan temido" podrían dar paso, por ejemplo, a escenas
ocurridas durante la sesión fotográfica. Serían secuencias terribles y
temibles. Y las páginas de la muchacha, que al final del texto sabemos que es
sorda, en "La cara de la desgracia", son de lo más plástico, más
visible, más intenso de nuestra literatura. El problema es que pocos miran,
pocos leen con atención, pocos piensan con ideas propias, sin esquemas y
consignas exteriores.
Vicente Huidobro habló en alguna oportunidad de los "esclavos de la
consigna". Juan Carlos Onetti habría podido emplear la misma expresión. De
hecho lo hizo, pero de otra manera: a través de un ritmo, de una sucesión de
metáforas, de una inconfundible escritura. Pasaba de naturalezas muertas bien
dibujadas, de miniaturas impecables, de diálogos de periodistas aficionados a
la ginebra en dosis mortales y a la hípica, a momentos sombríos, abismales, de
gran drama, de narración negra. Las oscuridades de Céline, la sordidez de los
rincones perdidos de la gran ciudad, no andaban lejos. Onetti, el hirsuto, el
imposible, el arrabalero, es uno de nuestros clásicos más inquietantes y más
sugerentes.