El 3 de noviembre de 1978 Onetti protagonizó una
mesa redonda en el Centro Iberoamericano de Cooperación de Madrid. Sobre su
obra hablaron cuatro creadores españoles: Francisco Nieva (1924), Félix Grande
(1937-2014), Luis Rosales (1910-1992) y Francisco Umbral (1932-2007), y
uno argentino: Daniel Moyano (1930-1992). Umbral, que unos diez años antes ya
había hecho públicas sus primeras consideraciones acerca de la obra de Onetti,
estimó que uno de los elementos de estudio más interesantes del autor uruguayo
era lo que en él había de anglosajón. En este sentido, Onetti podría figurar
con Borges y Cortázar en la trilogía de escritores sudamericanos más europeos,
frente a aquellos que, como García Márquez o Rulfo, parecen más cercanos a las
fórmulas narrativas más expresamente americanas. Onetti estuvo de acuerdo. "En
efecto -dijo-, no soy lo que se llama un escritor tropical. Este fenómeno puede
explicarse si se tiene en cuenta que América no es ese país selvático, alejado
e igual. Hay zonas de llanura, zonas mejor comunicadas. La incomunicación que
se padece en América es muchas veces intensa entre los propios países que la
forman. En Uruguay yo me sentía más cerca de lo que pasaba en Europa que sobre
lo que ocurría en otras naciones de nuestro continente". El carácter anglosajón
de su literatura ha llevado a comparar su obra con la de William Faulkner
(1897-1962), del que habitualmente se adjudicaron influencias en la obra del autor
uruguayo. Onetti, que siempre se tomó con filosofía la comparación, afirmó que
tenía "una gran admiración" por el autor norteamericano, aunque consideró que
sólo en uno de sus relatos, "Para esta noche", encontraba algunos paisajes que
podrían relacionarse con el estilo de Faulkner. Rosales, a su vez, admitió deberle muchas cosas
a Onetti. "La vida no me va a dar nunca la alegría de escribir sobre Onetti
todo lo que quisiera", dijo el poeta español. "Tengo que hacerlo pronto y
quedarme tranquilo de una vez. Nadie puede tener una deuda y no pagarla, y yo
le debo muchas cosas. Cada vez que lo leo se renueva esta deuda. No sé hasta
dónde va a llegar. No es sólo admiración. No es sólo agradecimiento. No es sólo
aprendizaje. Es algo más interno y personal. En realidad es un conocimiento de
mí mismo que no podría tener si no hubiera leído alguno de sus libros: 'El
astillero', 'Los adioses', o alguno de sus cuentos: 'La cara de la desgracia' o 'El
infierno tan temido'. Siento su semejanza como si fuera una alucinación. No
habla nunca de cosas, sino de personas que sólo se conocen porque están
deshaciéndose en sus gestos. En sus libros no describe paisajes sino dolores,
y se diría que sus personajes no tienen actitudes vitales, tienen
desestimientos. Siempre están desistiendo de algo, hasta destituirse de sí
mismos. Lo que los destituye es la piedad, la piedad por el prójimo. Esa piedad
resignada, esa piedad impune y corrosiva que fundamenta todas las páginas de
Onetti". Grande coincidió en algunos de los puntos del
análisis de Rosales. Para Grande, "hoy ya es, afortunadamente, casi un lugar
común el afirmar que Onetti es uno de los grandes creadores en lengua
castellana en lo que va de siglo. Las novelas y los cuentos de Onetti,
prácticamente en su totalidad, levantan uno de los más severos monasterios de
sinceridad, de compasión cortésmente disimulada, de solidaridad con los
sufrimientos más hondos de los hombres, y de altísima temperatura poética, con
que se ha honrado a la desdicha, a la amistad, a la soledad y al amor, y
juntamente al idioma español, que en su poder alcanza a ser maravilloso. La
lección de decencia artística y vital de este escritor sombrío y humilde es una
verdadera fiesta de moral y de expresión poética a la que sus lectores estamos
convidados. La historia de la literatura ofrece algunos nombres ante los que la
gratitud puede llegar a la congoja. El uruguayo (y también español) Juan Carlos
Onetti es uno de esos nombres". Mientras tanto, Moyano estimó que Onetti no había
caído "en la tentación de escribir una epopeya, aunque su descripción de vidas
sombrías, oscuras, su análisis del hombre aislado, derrotado y solitario de
América resultase una verdadera epopeya". La obra de Onetti, dijo el narrador
argentino, "enseña a vivir". Sus personajes son como grandes exiliados en
América, seres con los que él mismo "como ex habitante de esa tierra", se identificaba
plenamente.
Al año siguiente, esto es, en 1979, Onetti lanzó
"Dejemos hablar al viento", la última novela del ciclo narrativo que gira en
torno a la ciudad de Santa María, aquel espacio mítico cuyos moradores
alimentaron gran parte de su producción literaria. Tras leerla, Cortázar le
escribió desde Paris, el 12 de enero de 1980: "Querido Onetti: Una vez más
encontré todo ahí, todo lo que te hace diferente y único entre nosotros. La
gran maravilla es que el reencuentro no supone la menor reiteración ni la menor
monotonía. Parecería casi imposible después de la saturación que dejan en la
memoria tus libros anteriores, pero es así: todo es otra vez nuevo bajo el sol,
mal que le pese al viejo Eclesiastés. Con pocos escritores me ocurre eso. Los
leo hasta un punto dado y después pienso, 'muchachos, sigan solos, yo me corto
en la esquina'. Con los años, prefiero autores nuevos, probar otras marcas de
whisky. Y... pasa que tu novela es eso, siempre whisky pero con un sabor que es
el mismo y diferente. Pasa que una vez más has escrito un gran libro, y lo que
parecía irrepetible se repite sin repetirse, si me perdonás esta jerga que
busca abrirse paso y se enreda un poco. Qué tipo sos, Onetti". Antonio Muñoz Molina (1956), escritor
español y académico de número de la Real Academia Española señala en
"Sueños realizados. Invitación a los relatos de Juan Carlos Onetti" -texto
que conforma el prólogo a la edición en 1994 de "Cuentos completos"- que
"nada resulta tan simplista como tachar a Onetti de complicado". "Es cierto que
sus cuentos requieren de una atención especial -sostiene el escritor y
periodista mexicano Juan Villoro (1956) en "Adivine, equivóquese"-,
pero ofrecen las claves para adquirirla. Todo autor que renueva la literatura
propone una nueva manera de leer. Onetti frena el paso del tiempo, esa inasible
sustancia que, según su opinión, sólo puede suceder en mayúscula, y coloca con
paciencia sus exactos y magros objetos. En cuanto nos instalamos en su mundo,
el sonido de un cerillo resulta inquietante. La precisión de ese universo no
viene de fuera, es una forma acrecentada de la vida".
Liliana Díaz Mindurry (1953). Nacida en Buenos Aires, Argentina, se licenció en Derecho en la Universidad de Buenos Aires, donde ejerció la docencia en Filosofía del Derecho durante un par de años. Tras la llegada de la dictadura militar viajó a Francia y allí vivió hasta la restauración de la democracia en la Argentina. Desde entonces, se ha dedicado exclusivamente a la literatura. Su obra abarca la narrativa, la poesía y el ensayo, caracterizándose por ofrecer una visión existencialista de la realidad mediante la utilización de una escritura original de difícil clasificación. Ha publicado los libros de poemas "Sinfonía en llamas", "Paraíso en tinieblas", "Wonderland" y "Resplandor final"; los de cuentos "Buenos Aires ciudad de la magia y de la muerte", "La estancia del sur", "En el fin de las palabras", "Retratos de infelices" y "Ultimo tango en Malos Ayres"; los de ensayos "La maldición de la literatura" y "La voz múltiple y otros textos"; y las novelas "La resurrección de Zagreus", "A cierta hora", "Lo extraño", "Lo indecible", "Hace miedo aquí", "Pequeña música nocturna" y "Summertime". Coordinadora de diversos talleres literarios desde hace treinta años, ha obtenido múltiples premios, entre ellos el Municipal de Buenos Aires, el del Fondo Nacional de las Artes y el Juan Rulfo de cuento. "Onetti: La pasión de la des-gracia" apareció publicado en la revista "Gramma" nº 48, de octubre de 2011.
El simple decir es un mal-decir, una de las
maldiciones bíblicas (espinas y abrojos te producirá), un decir de algo ajeno,
filtrado en el lenguaje, una ambigüedad: no quiero decir lo que digo, digo lo
otro. El lenguaje literario toma ese maldecir como un bien-decir, se nutre,
precisamente del extrañamiento, de lo ajeno filtrado en el lenguaje, tratando
de conseguir que se profundice aún más la fractura de la palabra, que se
muestre el caos, el agujero de la comunicación, que ningún Logos pueda unificar
o se abra al infinito las posibilidades de unidad y de significado. En
definitiva, el decir literario es acentuar la mentira, acentuar la paradoja,
acentuar la repetición, acentuar el malentendido, es ironizar (una forma de
transmutación) las brutalidades de la maldición.
Onetti, en mi concepto, casi el paradigma del
escritor o de lo literario, juega, especialmente a ese juego con especial
empeño al llevar a extremos esas posibilidades de confusión. El hiperrealismo
lo conduce casi hasta el solipsismo. El solipsismo de Borges y el de Onetti se
acercan al viejo solipsismo de Berkeley "ser es ser percibido". No
hay más ser que el de la percepción del sujeto. Las ironías de Borges llevan a
cierto perfume similar al esnobismo postmoderno y su mentado giro lingüístico.
Pero Onetti, mucho más arteramente, lo hace desde lo que suena a hiperrealidad,
un verosímil absoluto. El solipsismo deja de acercarse al humor de Wilde para
ser más esencial: la realidad en su paradojalidad constante, en ese trastorno
de volver irreal lo más real, de sujetarse a la percepción de un narrador
testigo o protagonista, a sus proyecciones, a su lente consciente o
inconscientemente deformador, a su ambivalencia subrayada, a que los sucesos se
presenten en principio desordenados, fragmentados, a que jamás existirán los
hechos. O que en definitiva, como en "Matías el telegrafista", los
hechos desunidos no significan nada. Lo que importa es lo que contienen o
cargan; y después averiguar qué hay detrás de esto y detrás hasta el fondo
definitivo que no tocaremos nunca. Entonces no hay significación y revolver
hasta el fondo (mostrar el caos) es como decir "Maldito sea el suelo por
tu causa (...) espinas y abrojos te producirá" (Génesis 3, 17-18). El
caos, una vez mostrado, deberá ser ordenado por un lector, que aunque revuelva,
sólo dará cuenta de su proyección y de su lente deformante sobre un testigo
que, aunque revuelva, sólo dará cuenta de su proyección y de su lente
deformante. O como en "Para una tumba sin nombre": explorar en la lengua todas
las posibilidades de contar un cuento y descontarlo hasta el vacío.
Sabemos que Onetti devoraba novelas policiales,
pero, al contrario de ellas, no creía en la verdad. Toda novela policial de
corte clásico tiene una verdad reservada para el final: el juego es decir o no
decir, presentar una información ajedrecística, esconder datos o presentar los
indicios disfrazados o convenientemente ambiguos para desconcertar al lector
con una revelación de la verdad que ya estaba, pero trampeada, camuflada.
Onetti juega al mismo juego del desconcierto, pero sin revelar más que el
brillo de la ambigüedad, lo posible y la polisemia. Muestra todas las facetas
de la mentira: la mentira consciente, la automentira más o menos consciente,
los hechos que aparecen como "mentirosos" desde un supuesto orden
universal. Ante la espesura de los hechos, Sartre opone la náusea ante la
mirada de los otros, Camus el absurdo de levantar una piedra sabiendo que va a
volver a caer y Onetti la mentira. Dice Onetti: hay varias maneras de mentir,
pero la más repugnante es decir la verdad, ocultando el alma de los hechos.
¿Qué debería entenderse por "el alma de los hechos"? Que todo hecho
tiene un alma que es la del que lo percibe. Decir la verdad sería entonces una
especie de fundamentalismo. Los hechos en sí son recipientes vacíos o no
existen. Con respecto a la "desgracia", entiendo que forma parte de
una desilusión fundamental que nace de comparar lo deseado, lo imaginado, con
los hechos que responden a otras leyes desconocidas, que el sujeto no puede
imponer, o sólo puede hacerlo por breve tiempo. El conocimiento es conocimiento
de la falta de gracia y de bien-decir (bendición). Pero la desgracia una vez
dicha es eso: dicha, lo que es posible mal-decir y transmutar.
¿Cómo es, entonces, el héroe onettiano? ¿Cuál es
el portador de esa mentira verdadera, de esa verdad fundamentalista y tergiversada,
de esa desgracia vuelta dicha al decirla, de ese mal-decir desenvuelto en todo
el esplendor producido al desarmar cualquier andamiaje factual, para construir
una nueva verdad paralela que es mentira? El héroe griego comete el pecado de
desmesura y la Hybris lo purga para catarsis de todos. La transmutación se
opera por la resignación del héroe, movimiento al que el cristianismo nos tiene
acostumbrados. En Rulfo el héroe antiguo, el gran trágico es inocente, no puede
comprender la injusticia o la comete sin saberlo con toda dulzura y
mansedumbre. En Onetti el héroe trágico se resigna pero casi orgásmicamente. "Tan triste como ella" da una prueba perfecta de lo que quiero decir: el Smith
and Wesson es saboreado en una exaltación tanática. La luna tiene bordes
sanguinolentos y crece, la vida se vuelve valija vacía, el placer nace de la
tristeza (deseo). La muerte es el gusto del hombre en la garganta (pasto
fresco, felicidad y veraneo) y el cerebro deshecho es el orgasmo. Hay un pozo
(no porque sí el primer libro de Onetti es "El pozo") y poceros relacionados
directamente con la sexualidad. Cumplido el deseo nace un deseo
"otro" (la tristeza del deseo infinito) que se relaciona con el amor,
es decir con lo otro, lo que no es de este mundo, y ahí es un deseo de nada que
no se sacia sino en la nada. Realizar un sueño cualquiera en su sentido literal:
ponerlo en acción, en escena ("Un sueño realizado") produce un placer como el de
la muerte.
Si decíamos que cualquier decir es mal-decir y
que la literatura profundiza el mal-decir a modo de exorcismo, están aquí en la
obra de Onetti dadas todas las pruebas visibles de la operación. No hay
realidad, no hay paisaje sino el segregado (palabra muy usada por Onetti) por
el héroe maldito por los dioses que no toleran la desmesura de cualquier
ilusión, sueño ni unidad. El héroe se resigna de forma ambivalente (Larsen es
un ejemplo: sabe del fracaso) pero su tristeza es un deseo incansable, ya
resignado de su no consumación pero que abraza su maldición y su desgracia.
Como en "Lo siniestro" de Freud hay una repetición de lo mismo que se ha vuelto
extraño. Al ser extraña la repetición se resignifica, se vuelve siniestra. La
maldición bíblica que en Borges es irónica: "un atributo de lo infernal es
la irrealidad", aquí deviene en tristeza, es decir en deseo, en placer de
muerte. Es cierto que ya de por sí la literatura es
negación, o si se prefiere afirmación del mal-decir. Negación de vida primero,
diría Blanchot, porque se escribe contra la vida. El movimiento negativo de la
poesía es clásico: "esto no es una pipa", afirmaría el popular cuadro
de Magritte. Lo que no se define por negación se define por paradoja, por
múltiples imágenes: lo que es esto y a la vez lo otro parece que no es nada.
¿Cuál es, entonces, el aporte de Onetti? La tristeza produce deseo y el deseo
es, en sí mismo, tristeza. Este movimiento de la tristeza, absolutamente
libidinal, se transmuta en arte, es decir en maldición, es decir en trampa, es
decir, en esa belleza mentada por Rimbaud, la que al sentirse amarga, se
injuria.
"Lloverá siempre" (dice Onetti en "Cuando ya no importe"). ¿Como en Puerto Astillero? ¿Como en la cara de Kirsten del cuento
"Esbjerg en la costa"? ¿Como en palabras que
llueven en un continuo mal-decir, un malentendido que no refleja nada para la
comunicación y todo para la literatura? ¿Como en un mundo aguado, barroso, sin
la cristalina precisión de la unidad? ¿Como en la constante ambigüedad o el
olvido que borra toda marca? ¿Como en un solipsismo donde lo único real son las
propias lágrimas? ¿Como en el caos que abre toda obra de arte? ¿Como en los
hechos vacíos y el alma llovida de palabras que tampoco significan ni son una
verdad? ¿Como en la repetición de lo cotidiano hasta lo siniestro? ¿Como en un
deseo que no puede satisfacerse?
Cuando leo a Onetti se me ocurre que no me
convence casi nada de lo que se ha afirmado de su obra: ese pesimismo, esa
condición de fracaso, lugares comunes de la crítica. Si los hechos son
realmente recipientes vacíos como dice Onetti y como asevera la tradición desde
Nietzsche: "No hay hechos sino interpretaciones", hasta el
postmodernismo donde no hay hechos sino signos: "El creador es como el celoso,
divino intérprete que vigila los signos en los que la verdad se traiciona"
(Deleuze, 1972) me acuerdo de la filosofía de Badiou. Si todo es vano
como el Eclesiastés, solo se sustrae la gracia, lo santo como diría Derrida. Lo
que Badiou llama "acontecimiento" y que es del orden de lo inexplicable, ya sea
el movimiento rectilíneo uniforme a partir de la física aristotélica, "la
fuerza de trabajo no es una mercancía" a partir de la legalidad capitalista,
"Cristo ha resucitado" a partir del pensamiento griego y judío de la época. Ese
acontecimiento se sustrae de la Ley de la des-gracia y del hecho como cáscara
sin contenido y de la presunta verdad o mentira. Fuera de la Ley. Para Onetti,
a partir de la Ley de la des-gracia dicha, de la música y el ritmo de sus
palabras, de la incesante creación tanto de sus imágenes como de sus vidas breves
que no desdeñan todas las formas de la mentira, del inconsciente filtrado, y
resonando como marca, se produce por contraposición inevitable la gracia. Y ese
acontecimiento liberador de hechos y verdades es la creación, la catarsis y la
bendición que siguen. Concretamente su obra, donde lloverá siempre y en su
impacto emocional habrá siempre belleza. Amarga o no. Es lo que menos importa.