La obra del
sociólogo, ensayista y crítico cultural argentino Eduardo Grüner (1946) se
caracteriza por la riqueza y complejidad de sus investigaciones en el campo de
la filosofía, la sociología, la antropología cultural, la teoría estética y la
literatura. Su trabajo intelectual se caracteriza por la fluidez de su "análisis
infinito" al modificar una y otra vez la perspectiva de abordaje para afrontar la
multiplicidad y la sofisticación de sus observaciones socio-culturales, y la tenacidad
de su "anacronismo deliberado" para intentar la articulación de problemas y
núcleos conceptuales a través de la recuperación de las dos grandes teorías que
marcaron el siglo XX: el marxismo y el psicoanálisis. De la tensión incesante
entre estos dos registros, Grüner logra construir una fecunda orientación teórica
que está a la altura de la tragedia de la historia contemporánea. Las
influencias con las que realiza esta tarea son muchas, pero podrían parcialmente
delimitarse a esa vasta saga de autores que han criticado la falsa
reconciliación del mundo cultural moderno en sus versiones liberales,
positivistas y post-modernistas; esa tradición de pensamiento crítico que va
desde la Escuela de Frankfurt al marxismo crítico en general, pasando por Jacques
Lacan (1901-1981), Jean Paul Sartre (1905-1980) y Claude Lévi Strauss (1908-2009). Analiza Grüner: "Pasar de una posición ética 'izquierdista' a una
propiamente política implica pasar del estatuto del rebelde al del
revolucionario. Es decir: de una reacción puramente 'negativa' (la defensa de
los sectores oprimidos) a una 'positiva' que argumente y demuestre que esos
males sociales (la explotación, la dominación de clase así como la
colonial-imperial, la pobreza, el racismo y el machismo, la degradación de la
salud, la vivienda o la educación, la estupidización cultural, la falta de
soberanía 'nacional y popular', la destrucción de la naturaleza, y siguiendo)
no tendrán solución dentro de los límites de la lógica de poder hoy imperante,
y requieren a la corta o a la larga una transformación radical de las
'estructuras' (económicas, políticas y culturales) dominantes. Este 'pasaje' de la posición ética a una
posición política es, en el sentido estricto, ser de izquierda. Se puede o no
estar de acuerdo con ella. Lo que no se puede es quedarse a mitad de camino y
pretender seguir siendo 'de izquierda' (para eso está el brumoso concepto de
'progresista'). Estas precisiones son importantes en la Argentina de hoy. En
nuestros discursos políticos no existe el vocablo 'derecha'. A lo sumo se es
extremista de centro o republicano 'progre'. Nadie admitiría ser tildado de
'derechista'. Ser de izquierda o 'progresista' -que han terminado siendo
sinónimos, cuando en ciertos contextos son opuestos-, en cambio, no sólo ya no
es más vergonzante, sino que puede otorgar un ornamental halo de sosa 'bondad'
que oculte la política real del así calificado. Esta banalización neutralizadora del significante
'izquierda' viene de lejos. La relativización hasta la nebulosa del
significado riguroso de ese término acuñado por la Revolución Francesa tiene
que ver con el corrimiento hacia la derecha del mundo en general a partir de
los años '80. Es toda una lengua político-cultural la que se ha conseguido
bastardear. Hoy basta ser más o menos 'keynesiano', más o menos
'desarrollista', más o menos 'heterodoxo' para, comparado con el
neoliberalismo conservador, imaginarse 'de izquierda'. Ya no es de
izquierda tan sólo el que sospecha que si bien el neoliberalismo es un síntoma
gravísimo, quizá la enfermedad (¿incurable?) sea el 'sociometabolismo del
Capital' en su conjunto. También puede reclamarse 'de izquierda' el gobernante
que aboga por un capitalismo 'racional'. Es algo del orden de lo que Sartre llamaría la mala fe. Y es que a los hombres, como decía Karl
Marx -que era de izquierda- hay que juzgarlos por lo que hacen, antes que por
lo que piensan de sí mismos. Pero por razones ético-políticas, no puede
mentirles fingiendo aceptar que es 'de izquierda' una política que, por ejemplo,
se limite a tomar medidas reparatorias aisladas que, una por una, pueden ser en
muchos casos defendibles, pero que en su totalización se orientan a conservar la lógica básica de la
dominación. Sostenerse en esa tensión, en ese conflicto entre las demandas de
lo ético y lo político, es lo que en otras épocas solía llamarse pensamiento
crítico". En 1995 publicó "Un género culpable: la práctica del ensayo. Entredichos,
preferencias e intromisiones", obra en la que revisa críticamente la tradición
ensayística que se remonta a Michel de Montaigne (1533-1592) y llega
hasta Theodor Adorno (1903-1969). Aquel libro, una discusión abierta y apasionada
sobre el lugar de enunciación de la crítica filosófica en el mundo
contemporáneo asediado por la burocratización y la debilidad del pensamiento,
acaba de ser reeditado y, a causa y a pesar de los años transcurridos, tiene la
carga del texto añejo y el peso de una vigencia notable. En la siguiente
entrevista con Héctor Pavón, publicada en el nº 553 de la revista "Ñ" el 26 de
abril de 2014, Grüner analiza la vigencia y la crisis de un género que cruza
política y cultura y que compite con la opinión efímera en Internet.
¿En qué se
diferencia el Eduardo Grüner que escribió estos ensayos en los años '80, '90 con
el del presente?
Diferencias hay muchísimas, muchos de los
ensayos son antiguos, el libro tiene veinte años y algunos ensayos más de treinta. No es
sólo que en todas estas décadas uno ha cambiado rasgos estilísticos, maneras de
abordar las cuestiones; las circunstancias contextuales cambiaron también. Si bien
estos ensayos están escritos en diferentes momentos, muchos provienen de la
revista "Sitio", pertenecen a un momento de transición muy crítico, exultante de
la transición de la dictadura a la democracia que fue el mejor momento de la
revista que se publicó entre los años '81 al '87. Era un momento de un clima muy
fuerte y diferente, lleno de cruces, polémicas, conflictos de todo tipo donde
se estaba redefiniendo una escritura nacional, argentina. Un tema central para
estos ensayos fue la literatura en el exilio. Hubo quienes sostenían que la
literatura argentina del '76 al '83 se había escrito fuera de la Argentina como
si acá no se hubiera hecho nada; por supuesto que era muy difícil hacer algo
bajo la censura tremebunda que había, pero de cualquier modo se escribió mucho.
Por otro lado, estaban los que culpabilizaban a los que se habían exiliado. Era
un debate muy fuerte pero todas esas discusiones ya no se pueden hacer de la
misma manera, tenemos una situación totalmente distinta. Tomando como eje
básico la defensa del género ensayístico, como género crítico, de exploración,
combate, riesgo, polémica me parece que hoy tiene más vigencia que nunca en el
contexto enrarecido de la escritura académica, tecnicista. Hubo una pérdida o
decadencia de esa tradición argentina tan importante del ensayo polémico. No
sólo político, aunque sí con política de la escritura.
¿Por qué califica a este género como "culpable"?
Me parece que el ensayo es culpable de no someterse a reglas estrictas de lo que convencionalmente podría denominarse la rigurosidad académica que habla del ensayo y error. El rigor del ensayo tiene que ver con afrontar, precisamente, el riesgo del error permanente. El ensayo es el peligro de no tener de antemano un método rígido para llegar a un conocimiento verdadero, más bien lo que el ensayo está testimoniando es ese proceso de búsqueda que se hace en la escritura misma. Esto para mí en el momento en que hicimos la revista "Sitio" fue todo un descubrimiento. Allí estaban Luis Gusmán, Jorge Jinkins, Ramón Alcalde, Enrique Pezzoni, Fogwill, los Lamborghini, Nicolás Rosa. Con ellos aprendí a asumir la búsqueda de una lengua propia, sabiendo que está muy condicionada por su entorno y al mismo tiempo a intentar sustraerse a ellas y definir esa propiedad que siempre es impropia. Me parece que el ensayo consiste en dar cuenta de ese vaivén, de esa incertidumbre, contradicción, de la fuerza, potencia, que implica eso en la definición de esa lengua que yo hablo que ha sido una gran tradición argentina en Sarmiento, Alberdi, Martínez Estrada, Murena, los hombres de "Contorno", la camada de los '60 y '70. ¿En qué momento empezó a diluirse eso? Creo que fue ese momento de transición entre dictadura y democracia. Tuvimos una relación muy ambivalente con ese momento: la exaltación de recuperar la palabra pública y al mismo tiempo reconocer que estaba acotada. Se empezó a no poder ser tan polémico, uno todo el tiempo corría el riesgo de deslizarse en alguna cosa sospechosa. Esa es la sensación que me volvió ahora y -no casualmente-, me volvió releyendo cosas y volviendo a "Sitio", a "Punto de vista" y revistas con las que discutíamos. Ahí vuelve esta sensación de que todo se diluye y nadie sabe cómo posicionarse. No hablo sólo de lo político sino también de una posición en lo cultural.
¿Cuál es el papel del ensayo hoy? ¿Qué pasa con las revistas que debatían antes y que hoy pareciera que ya no lo hacen?
Ya no es tan visible ese debate pero las revistas siguen existiendo aunque con menos diálogo conflictivo entre ellas, menos entrecruzamiento. El campo cultural está más apagado, cada uno de esos grupos o de esas revistas está cocinándose en su propia salsa y no hay esas polémicas que había antes en las revistas políticas culturales, incluso las revistas de poesías, por ejemplo como "La danza del ratón" con la revista "Azul", tenían discusiones feroces y que daban cuenta de una cultura de mucha ebullición. Hoy eso no se ve.
Lo que aparece con fuerza y casi como reemplazo del ensayo es la columna de opinión en diarios y revistas semanales… También aparecen los diálogos en la web que muchas veces pasan a la agresión con mucha facilidad…
Internet es otra lógica. Es cierto que hay muchas revistas virtuales, blogs, etcétera, donde a veces se producen polémicas muy fuertes. Pero hay una especie de anonimato que no convoca mucho a la polémica seria, rigurosa y argumentada; se mezcla con la agresión, la chicana, la adjetivación rápida, etcétera. Esta forma de opinar es un parte de esa dilución del riesgo crítico, son cosas fácilmente olvidables. Yo casi no practico ese género: se producen malentendidos justamente por esa rapidez, brevedad, por esa necesidad de escribir telegráficamente, sin espacio para argumentar. Uno termina siendo más esquemático de lo que quisiera y creando malentendidos innecesarios.
Usted habla del estatus del autor. Piensa que la sociedad espera algo en particular de él. ¿En qué se diferencia del intelectual?
Eso se ha vuelto algo muy complicado. El autor es otra cosa que el intelectual. El intelectual es una figura social, pública, algo que le ha venido más bien de afuera, de Emile Zolá en adelante por esa actuación pública en defensa de una causa. Después, la figura del intelectual de los años '50, '70, el sartreano, parecería un poco anacrónica aunque yo la añoro bastante. Habría que distinguir una figura tan acotada como la del autor que es simplemente el que pone palabras en el mundo que significan algo aunque sea para él. Se autoriza a hacer algo con la lengua sin que necesariamente eso tenga que implicar una actuación pública y notoria. En ese sentido hay autores muy ocultos, distintos, secretos, clandestinos. Los autores son leídos mucho después de que murieron o no son leídos nunca y no por eso dejan de ser autores. A mí me parece más interesante la autoría en muchos sentidos porque la otra es una asunción que está muy bien que todos hagamos y creemos que debe hacerse pero que es una definición más bien externa. Y yo no sé si hablar de mí mismo como un intelectual, un autor, un escritor de ensayos o un crítico: el mundo se ha dispersado de tal manera que uno ya no encuentra una ubicación fácil y no deja de ser tranquilizador porque uno no debería ser encasillado tan fácilmente.
Usted participó en la conformación del Frente de Intelectuales de Izquierda que apoyó al Frente de Izquierda y los Trabajadores (FIT) en vistas a las elecciones nacionales de 2011. ¿Cuál ha sido su papel como intelectual?
Le sigo dando mi apoyo al Frente. Eso es una actitud ciudadana, no es que viene definida por mi rol de intelectual si es que tengo alguno. Cada uno lo manifiesta como mejor lo sabe hacer, en mi caso escribiendo algunas cosas. En la primera reunión alguien dijo algo discutible pero interesante para pensar: "ustedes los intelectuales, al tomar esta actitud han producido un acto antiintelectual". Si yo lo entendí bien, estaba diciendo que en ese acto, uno daba el salto de ser un mero intelectual hacia el compromiso político. Era interesante el pensar que el compromiso del intelectual también supone un deslizamiento fuera del ámbito puramente intelectual, hay una afiliación que está bien que se pueda pensar un poco más en una época en la que no es tan fácil definir exactamente el rol del intelectual, incluso del llamado intelectual comprometido.
Usa la palabra crisis como algo capaz de dejar un aprendizaje. ¿La Argentina está siempre en crisis? ¿La crisis nos enseña algo, la de 2001, por ejemplo?
Eso tiene, como todo, sus caras contradictorias. Efectivamente una crisis debería dejar cierto tipo de enseñanzas para evitar la repetición. Sin embargo, la repetición parece ser una especie de ciclo inevitable, casi fatal en las sociedades y en la sociedad argentina en particular. Por supuesto que nunca se producen de la misma manera. Kierkegaard dice que la verdadera repetición es la que aparece como una novedad, la que no se nota que es una repetición. Me parece que siempre estamos como a caballo indecisamente en esa lógica contradictoria de que más tarde o más temprano parecería que lo que parecía una gran novedad, ciclo tras ciclo, en la política en la cultura, termina siendo una repetición, una forma de retorno, es decir, como dicen los psicoanalistas el retorno de lo reprimido. Y un nuevo ciclo de esperanza, una manera de no repetir sería dejar de tener tantas esperanzas. Esperanza por lo menos en que esa esperanza venga de afuera y ponernos a tratar de ver como la producimos nosotros desde abajo. Eso es lo que me parece que puede empezar a pasar en el clima político actual: una vez más se ha alcanzado aparentemente un techo para todas estas esperanzas, no digo totalmente injustificadas, que se construyeron en la última década. Parece que habría que empezar a pensar de nuevo, y eso para el trabajo intelectual siempre es algo estimulante.
Y en esa coyuntura, ¿cómo resultaron estos últimos años desde el campo intelectual?
Ha sido muy interesante. Que se conformaran todos esos grupos de discusión, de distintas improntas, teóricas, políticas, intelectuales, el agrupamiento de intelectuales, pensadores, artistas me pareció una excelente manera de producir. Es algo para celebrar, no es que antes en los '90 no existiera, pero era más fácil ocultar las diferencias porque más o menos todos eran antimenemistas. No hablemos de lo que sucedía en dictadura, no se podía hablar mucho pero todos estábamos en contra. Había un piso mínimo donde todos podíamos encontrarnos. Hoy lo que tiene de interesante es que ese piso mínimo no existe y cuando existe, cambia día por medio porque la situación es muy fluida y eso produce más discusiones y tiene la desventaja de producir muchos malentendidos, muchas peleas inútiles. Pero es un precio que hay que pagar y que sólo se puede atemperar tratando de tener cierta serenidad a la hora de diferenciar las discusiones políticas de los vínculos de otro tipo. Cosa que no es nada fácil. Uno trata de caminar por esa cuerda floja.
¿Por qué califica a este género como "culpable"?
Me parece que el ensayo es culpable de no someterse a reglas estrictas de lo que convencionalmente podría denominarse la rigurosidad académica que habla del ensayo y error. El rigor del ensayo tiene que ver con afrontar, precisamente, el riesgo del error permanente. El ensayo es el peligro de no tener de antemano un método rígido para llegar a un conocimiento verdadero, más bien lo que el ensayo está testimoniando es ese proceso de búsqueda que se hace en la escritura misma. Esto para mí en el momento en que hicimos la revista "Sitio" fue todo un descubrimiento. Allí estaban Luis Gusmán, Jorge Jinkins, Ramón Alcalde, Enrique Pezzoni, Fogwill, los Lamborghini, Nicolás Rosa. Con ellos aprendí a asumir la búsqueda de una lengua propia, sabiendo que está muy condicionada por su entorno y al mismo tiempo a intentar sustraerse a ellas y definir esa propiedad que siempre es impropia. Me parece que el ensayo consiste en dar cuenta de ese vaivén, de esa incertidumbre, contradicción, de la fuerza, potencia, que implica eso en la definición de esa lengua que yo hablo que ha sido una gran tradición argentina en Sarmiento, Alberdi, Martínez Estrada, Murena, los hombres de "Contorno", la camada de los '60 y '70. ¿En qué momento empezó a diluirse eso? Creo que fue ese momento de transición entre dictadura y democracia. Tuvimos una relación muy ambivalente con ese momento: la exaltación de recuperar la palabra pública y al mismo tiempo reconocer que estaba acotada. Se empezó a no poder ser tan polémico, uno todo el tiempo corría el riesgo de deslizarse en alguna cosa sospechosa. Esa es la sensación que me volvió ahora y -no casualmente-, me volvió releyendo cosas y volviendo a "Sitio", a "Punto de vista" y revistas con las que discutíamos. Ahí vuelve esta sensación de que todo se diluye y nadie sabe cómo posicionarse. No hablo sólo de lo político sino también de una posición en lo cultural.
¿Cuál es el papel del ensayo hoy? ¿Qué pasa con las revistas que debatían antes y que hoy pareciera que ya no lo hacen?
Ya no es tan visible ese debate pero las revistas siguen existiendo aunque con menos diálogo conflictivo entre ellas, menos entrecruzamiento. El campo cultural está más apagado, cada uno de esos grupos o de esas revistas está cocinándose en su propia salsa y no hay esas polémicas que había antes en las revistas políticas culturales, incluso las revistas de poesías, por ejemplo como "La danza del ratón" con la revista "Azul", tenían discusiones feroces y que daban cuenta de una cultura de mucha ebullición. Hoy eso no se ve.
Lo que aparece con fuerza y casi como reemplazo del ensayo es la columna de opinión en diarios y revistas semanales… También aparecen los diálogos en la web que muchas veces pasan a la agresión con mucha facilidad…
Internet es otra lógica. Es cierto que hay muchas revistas virtuales, blogs, etcétera, donde a veces se producen polémicas muy fuertes. Pero hay una especie de anonimato que no convoca mucho a la polémica seria, rigurosa y argumentada; se mezcla con la agresión, la chicana, la adjetivación rápida, etcétera. Esta forma de opinar es un parte de esa dilución del riesgo crítico, son cosas fácilmente olvidables. Yo casi no practico ese género: se producen malentendidos justamente por esa rapidez, brevedad, por esa necesidad de escribir telegráficamente, sin espacio para argumentar. Uno termina siendo más esquemático de lo que quisiera y creando malentendidos innecesarios.
Usted habla del estatus del autor. Piensa que la sociedad espera algo en particular de él. ¿En qué se diferencia del intelectual?
Eso se ha vuelto algo muy complicado. El autor es otra cosa que el intelectual. El intelectual es una figura social, pública, algo que le ha venido más bien de afuera, de Emile Zolá en adelante por esa actuación pública en defensa de una causa. Después, la figura del intelectual de los años '50, '70, el sartreano, parecería un poco anacrónica aunque yo la añoro bastante. Habría que distinguir una figura tan acotada como la del autor que es simplemente el que pone palabras en el mundo que significan algo aunque sea para él. Se autoriza a hacer algo con la lengua sin que necesariamente eso tenga que implicar una actuación pública y notoria. En ese sentido hay autores muy ocultos, distintos, secretos, clandestinos. Los autores son leídos mucho después de que murieron o no son leídos nunca y no por eso dejan de ser autores. A mí me parece más interesante la autoría en muchos sentidos porque la otra es una asunción que está muy bien que todos hagamos y creemos que debe hacerse pero que es una definición más bien externa. Y yo no sé si hablar de mí mismo como un intelectual, un autor, un escritor de ensayos o un crítico: el mundo se ha dispersado de tal manera que uno ya no encuentra una ubicación fácil y no deja de ser tranquilizador porque uno no debería ser encasillado tan fácilmente.
Usted participó en la conformación del Frente de Intelectuales de Izquierda que apoyó al Frente de Izquierda y los Trabajadores (FIT) en vistas a las elecciones nacionales de 2011. ¿Cuál ha sido su papel como intelectual?
Le sigo dando mi apoyo al Frente. Eso es una actitud ciudadana, no es que viene definida por mi rol de intelectual si es que tengo alguno. Cada uno lo manifiesta como mejor lo sabe hacer, en mi caso escribiendo algunas cosas. En la primera reunión alguien dijo algo discutible pero interesante para pensar: "ustedes los intelectuales, al tomar esta actitud han producido un acto antiintelectual". Si yo lo entendí bien, estaba diciendo que en ese acto, uno daba el salto de ser un mero intelectual hacia el compromiso político. Era interesante el pensar que el compromiso del intelectual también supone un deslizamiento fuera del ámbito puramente intelectual, hay una afiliación que está bien que se pueda pensar un poco más en una época en la que no es tan fácil definir exactamente el rol del intelectual, incluso del llamado intelectual comprometido.
Usa la palabra crisis como algo capaz de dejar un aprendizaje. ¿La Argentina está siempre en crisis? ¿La crisis nos enseña algo, la de 2001, por ejemplo?
Eso tiene, como todo, sus caras contradictorias. Efectivamente una crisis debería dejar cierto tipo de enseñanzas para evitar la repetición. Sin embargo, la repetición parece ser una especie de ciclo inevitable, casi fatal en las sociedades y en la sociedad argentina en particular. Por supuesto que nunca se producen de la misma manera. Kierkegaard dice que la verdadera repetición es la que aparece como una novedad, la que no se nota que es una repetición. Me parece que siempre estamos como a caballo indecisamente en esa lógica contradictoria de que más tarde o más temprano parecería que lo que parecía una gran novedad, ciclo tras ciclo, en la política en la cultura, termina siendo una repetición, una forma de retorno, es decir, como dicen los psicoanalistas el retorno de lo reprimido. Y un nuevo ciclo de esperanza, una manera de no repetir sería dejar de tener tantas esperanzas. Esperanza por lo menos en que esa esperanza venga de afuera y ponernos a tratar de ver como la producimos nosotros desde abajo. Eso es lo que me parece que puede empezar a pasar en el clima político actual: una vez más se ha alcanzado aparentemente un techo para todas estas esperanzas, no digo totalmente injustificadas, que se construyeron en la última década. Parece que habría que empezar a pensar de nuevo, y eso para el trabajo intelectual siempre es algo estimulante.
Y en esa coyuntura, ¿cómo resultaron estos últimos años desde el campo intelectual?
Ha sido muy interesante. Que se conformaran todos esos grupos de discusión, de distintas improntas, teóricas, políticas, intelectuales, el agrupamiento de intelectuales, pensadores, artistas me pareció una excelente manera de producir. Es algo para celebrar, no es que antes en los '90 no existiera, pero era más fácil ocultar las diferencias porque más o menos todos eran antimenemistas. No hablemos de lo que sucedía en dictadura, no se podía hablar mucho pero todos estábamos en contra. Había un piso mínimo donde todos podíamos encontrarnos. Hoy lo que tiene de interesante es que ese piso mínimo no existe y cuando existe, cambia día por medio porque la situación es muy fluida y eso produce más discusiones y tiene la desventaja de producir muchos malentendidos, muchas peleas inútiles. Pero es un precio que hay que pagar y que sólo se puede atemperar tratando de tener cierta serenidad a la hora de diferenciar las discusiones políticas de los vínculos de otro tipo. Cosa que no es nada fácil. Uno trata de caminar por esa cuerda floja.