15 de febrero de 2020

América Scarfó. Feminismo, amor libre y anarquía (1). Albores


Según las modernas ediciones del diccionario de la Real Academia Española, el feminismo es el “principio de igualdad de derechos de la mujer y el hombre” y, por extensión, el “movimiento que lucha por la realización efectiva en todos los órdenes de ese principio”. Tiempo atrás, en otros diccionarios publicados por distintas editoriales, se lo definía como la “doctrina social que concede a la mujer igual capacidad y los mismos derechos que a los hombres” o, escuetamente, como la “tendencia a mejorar la posición de la mujer en la sociedad”. En concreto, el concepto se refiere a los movimientos de liberación de la mujer, que históricamente han ido adquiriendo diversas proyecciones en abierta oposición a concepciones del mundo que excluyen la experiencia femenina de su horizonte epistemológico y político. También puede decirse que el feminismo es un sistema de ideas que, a partir del estudio y análisis de la condición de la mujer en todos los órdenes, pretende transformar las relaciones basadas en la asimetría y opresión sexual mediante una acción movilizadora de las mujeres contra cualquier forma de discriminación.
Para algunos cronistas, los inicios del feminismo pueden rastrearse hacia fines del siglo XIII cuando la religiosa Guillermine de Bohemia (1210-1281), creó una iglesia de mujeres a la que acudían tanto aldeanas y campesinas como burguesas y aristócratas, convencida de que el hipotético sacrificio de Cristo sólo redimía a los hombres mientras que las mujeres seguían al margen de la redención sin ser salvadas. Según ella, la Iglesia no la representaba puesto que no era femenina, no había una diosa mujer; Eva era sólo una extensión y la servidumbre de Adán. Algunos párrafos de distintos libros de la Biblia son muy explícitos al respecto, como el del “Génesis” (“Dijo asimismo a la mujer: multiplicaré tus trabajos y miserias en tus preñeces; con dolor parirás los hijos y estarás bajo la potestad o mando de tu marido, y él te dominará”), o del “Levítico” (“Quiero que sepáis que Cristo es cabeza de todo varón, y el varón es cabeza de la mujer. Porque el varón no debe cubrirse la cabeza, porque él es imagen y gloria de Dios; pero la mujer es gloria del varón”), o del “Corintios” (“Que vuestras mujeres callen en las congregaciones, porque no les es permitido hablar sino que estén calladas”), o del “Deuteronomio” (“Cuando alguno tomare mujer y, después de haberse llegado a ella, la aborreciere por no hallarla virgen, entonces la apedrearán los hombres de la ciudad hasta que muera”). Seguramente fue la lectura de estas sagradas escrituras lo que la llevó a crear la secta que finalmente sería denunciada por la Inquisición a comienzos del siglo XIV.


Dejando de lado el misticismo y abordando la cuestión desde un punto de vista más emparentado con el naciente humanismo de su época, la escritora veneciana Christine de Pizan (1364-1430) preparaba el terreno para lo que vendría en los siglos siguientes en materia de feminismo proporcionando las bases ideológicas para este movimiento. En su ensayo “La cité des dames” (La ciudad de las damas),  escrito en 1405, rompía la concepción de que la mujer debía estar supeditada a un hombre y defendía la imagen positiva del cuerpo femenino, algo insólito en su época, asegurando que otra hubiera sido la historia de las mujeres si no hubiesen sido educadas por hombres. “Me preguntaba cuáles podrían ser las razones que llevan a tantos hombres, clérigos y laicos, a vituperar a las mujeres, criticándolas bien de palabra, bien en escritos y tratados. Si creemos a esos autores, la mujer sería una vasija que contiene el poso de todos los vicios y males”.
Más adelante, el tema de la igualdad de género fue tratado en publicaciones como “De l'égalité des hommes et des femmes” (Sobre la igualdad de los hombres y las mujeres) y “Grief des dames” (Agravio de damas) de Marie Le Jars de Gournay (1565-1645), obras en las que condenaba el desprecio, el escarnio y la persecución que sufrían las mujeres y denunciaba la desautorización de sus palabras. También en “De l'égalité des deux sexes” (Sobre la igualdad de los dos sexos) y “De l’éducation des dames” (De la educación de las damas) de François Poullain de La Barre (1647-1725), ensayos en los que demostró que el trato desigual que sufrían las mujeres no tenía un fundamento natural sino que procedía de un prejuicio cultural, y preconizó que las mujeres recibiesen una verdadera educación que les abriera las puertas de todas las carreras, incluidas las científicas.
Ya en el siglo XVIII, la lucha de las mujeres comienza a tener finalidades precisas a partir de la Revolución Francesa, ligada a la ideología igualitaria y racionalista del Iluminismo, y a las nuevas condiciones de trabajo surgidas a partir de la Revolución Industrial. Por entonces se destacó Olympe de Gouges (1748-1793), quien en su “Déclaration des droits de la femme et de la citoyenne” (Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana) afirmaba que “la mujer nace libre y permanece igual al hombre en derechos. Esos derechos naturales de la mujer están limitados por la tiranía del hombre, situación que debe ser reformada según las leyes de la naturaleza y la razón”. Pronto sería guillotinada por el propio gobierno de Maximilien Robespierre (1758-1794), líder de la Revolución a la que adhería.
Mientras tanto, en Inglaterra, la escritora inglesa Mary Wollstonecraft (1759-1797) publicaba en 1792 “A vindication of the rights of woman” (Vindicación de los derechos de la mujer), una obra en la que planteó demandas inusitadas para la época: igualdad de derechos civiles, políticos, laborales y educativos, y derecho al divorcio como libre decisión de las partes, lo que provocó la reacción del cristianismo y de los defensores del rol de autoridad del padre de familia y del modelo de familia tradicional. Su premisa era muy clara: los hombres y las mujeres eran iguales por naturaleza, y las mujeres solo eran tratadas de distinta forma por la educación recibida, una educación que “nos hace más artificiales y débiles de carácter de lo que de otra forma podríamos haber sido”. Para ella, el Estado debía permitir a las mujeres “practicar la medicina, llevar una granja, dirigir una tienda, vivir de su propio trabajo”.


“Las mujeres sólo han recibido la cultura que hace de las mujeres adornos de sociedad”, decía medio siglo más tarde del otro lado del océano Atlántico la periodista estadounidense Margaret Fuller (1810-1850). Mientras trabajaba como crítica literaria en el periódico “New York Tribune”, organizó grupos de discusión de mujeres donde dirigía charlas sobre el papel de la mujer en la sociedad. Producto de esos coloquios fue su ensayo “Woman in the nineteenth century” (Mujeres en el siglo XIX), en el que examinó detalladamente el pensamiento masculino para entender el comportamiento de la mujer, sus costumbres, su ideal del amor y, principalmente, su rol dentro de una sociedad atravesada por fuertes paradigmas patriarcales. Abogó también por el sufragio femenino, por reformas sociales, penitenciarias y por el fin de la esclavitud. “Existe en la mente de los hombres un tono de sentimiento hacia las mujeres como hacia los esclavos. Haríamos bien en derribar todas las barreras arbitrarias. Queremos que todos los caminos se abran a la mujer tan libremente como al hombre”.
Por la misma época, en París, la escritora socialista francesa de ascendencia peruana Flora Tristan (1803-1844), quien es considerada una de las fundadoras del feminismo moderno, publicó “L’union ouvrière” (La unión obrera), una suerte de manifiesto en el que vinculó las reivindicaciones de la mujer con las luchas obreras. “La mujer es la proletaria del proletariado. Hasta el más oprimido de los hombres quiere oprimir a otro ser: su mujer. Entre el dueño y el esclavo, no puede haber más que la fatiga del peso de la cadena que los une el uno al otro. Allá donde la ausencia de libertad se hace sentir, la felicidad no puede existir”. Adelantando el pensamiento posterior de que la mujer no debía ser inferior al hombre dentro del matrimonio decía: “No hay posibilidad de matrimonio basado en el amor mientras perdure la opresión de las mujeres bajo el yugo masculino. Si en todas partes en donde la cesación del consentimiento mutuo y necesario a la formación del vínculo matrimonial no es suficiente para romperlo, la mujer está en servidumbre”.
Agregaba más adelante: “En la escala del amor, la mujer está unos peldaños por encima del hombre. El día en que el amor domine sobre la violencia, la mujer será la reina del mundo”. Al tiempo que clamaba por la necesidad de los trabajadores de organizarse y abogaba por su “unidad universal”, sostenía que la emancipación de los trabajadores debía ir unida a la emancipación de la mujer. Y en su libro de memorias “Pérégrinations d'une paria” (Peregrinaciones de una paria) escribió: “La esclavitud está abolida, se dirá, en la Europa civilizada. Ya no hay, es cierto, mercados de esclavos en las plazas públicas; pero entre los países más avanzados no hay uno en el cual clases numerosas de individuos no tengan mucho que sufrir de una opresión legal: los campesinos en Rusia, los judíos en Roma, los marineros en Inglaterra, las mujeres en todas partes. Sí, en todas partes en donde la cesación del consentimiento mutuo y necesario a la formación del vínculo matrimonial no es suficiente para romperlo, la mujer está en servidumbre”.
En aquellos tiempos, el pensamiento anarquista iba adquiriendo densidad de la mano de figuras como el inglés William Godwin (1756-1836) y los franceses Pierre Joseph Proudhon (1809-1865), Élisée Reclus (1830-1905) y Sébastien Faure (1858-1942), autores de obras trascendentales como “The inquiry concerning political justice, and its influence on general virtue and happiness” (Disquisición sobre la justicia política y su influencia en la virtud y felicidad de la gente), “La femme affranchie” (La mujer emancipada), “Unions libres” (Unión libre) y “La douleur universelle” (El dolor universal) respectivamente. Sus adherentes concebían una sociedad autogestionada, basada en la cooperación y el apoyo mutuo, sin clases sociales, sin poder y sin Estado. Sus luchas se centraban en promover la ruptura del orden establecido y permitir que surgiese un cambio social, una coyuntura que idealmente conduciría a una sociedad sin amos, sin propietarios, sin dominios de ninguna clase, emancipada de toda tutela autoritaria, tanto divina como humana.


No es fácil precisar el origen histórico del movimiento anarquista. Suele decirse que fue anarquista el primer hombre que reaccionó conscientemente contra la opresión que provenía de otro individuo, de una comunidad, de una sociedad o de un Estado. La palabra “anarquía” deriva del griego “anarkhia”, compuesta por el prefijo “an”, que significa “no” o “sin”, y el sustantivo “arkhê”, “poder” o “gobierno”, es decir, todo aquello desprovisto de un principio rector. O sea, la ausencia de normas, de jerarquías, de autoridad o de gobierno. Comúnmente es aceptado que las sociedades necesitan, para sobrevivir, apelar a innumerables clases de autoridad: ya sea de las religiones, de los gobernantes, de los líderes, de los programas, de las tradiciones, de los antepasados, etc., y que todos los individuos de alguna manera solicitan, aceptan o reivindican ser guiados por alguno de estas potestades. Los anarquistas, en cambio, pretenden desenvolverse por fuera de toda autoridad en su vida cotidiana. El hecho de que en su vocabulario habitual sobresalga la noción de “individuo” como aquel que no restringe su personalidad en el plano social, no implica que éste invada o usurpe el ámbito en que se desenvuelven los demás individuos. Para los anarquistas, cualquiera de ellos, por más miserable o insignificante que sea, no puede ser sacrificado a otro por más importante o poderoso que fuera.
En lo referido a las relaciones amorosas, los anarquistas rechazan la organización del matrimonio, aseverando que dos seres que se aman no necesitan permiso de un tercero para acostarse juntos; desde el momento en que su voluntad los conduce al lecho, la sociedad no tiene nada que ver en ello, careciendo del derecho de intervenir. Además, el hecho de que en algún momento de sus vidas se consagren el uno al otro, esa unión no es indisoluble ni implica que estén condenados a finalizar sus días viviendo unidos cuando el sentimiento amoroso decae. Así como sus libres voluntades los han unido, esas mismas libres voluntades pueden separarlos. Al respecto, el líder anarquista español Evelio Boal (1884-1921) decía en “El amor libre”, un artículo publicado en el periódico “La Protesta” el 30 de enero de 1922: “La unión de dos seres ha de ser instintiva; ha de responder a un sentimiento de cariño, de amistad, engendrado por el trato o la simpatía. Es compenetración, yuxtaposición de dos seres que se unen espontáneamente sin más pactos y vínculos que los que la ley natural impone, y esa misma ley natural puede acarrear la separación cuando por parte de uno de los dos individuos se siente la necesidad de cambiar de vida”.
Está claro que el amor es un sentimiento complejo y una necesidad muy individual, muy diversa en sus mil maneras de manifestarse. Tal vez por ello el periodista y escritor belga Gaston Havard (1874-1951), bajo el seudónimo de Jean Marestan, reflexionase allá por 1920 en su ensayo “Le mariage, l’amour libre et la libre maternité” (El matrimonio, el amor libre y la libre maternidad), sobre la conveniencia de que el amor se ennobleciese mediante la inteligencia y se desplazase “desde la pasión hacia sentimientos más dulces y duraderos: el compañerismo, la amistad, el cariño, la estima”; o sea, afectos más suaves, livianos, lentos o moderados. Y también, tal como lo resalta el escritor y docente argentino Osvaldo Baigorria (1948) en “El amor libre. Eros y anarquía”, libro en el que compiló textos de autores anarquistas, Marestan criticó el deseo de posesión que era considerado no un mal en sí mismo sino cuando tomaba las proporciones extremas de la apropiación y el acaparamiento. En simultáneo, iba sentando sus bases el anarcofeminismo como cimiento para la revolución sexual, un movimiento que irrumpió en el siglo XX poniendo en marcha un proceso cultural alternativo de ruptura del sistema ideológico vigente, en especial, de aquellas costumbres que eran reguladoras de la sexualidad.


En el año 1816, el filósofo y economista francés Charles Fourier (1772-1837), teórico del llamado socialismo utópico, escribía “Le nouveau monde amoureux” (El nuevo mundo amoroso), un ensayo en el cual pueden encontrarse uno de los primeros esbozos sobre la filosofía del amor libre, un concepto ético que continuaría desarrollándose a lo largo del siglo XIX y parte del siglo XX especialmente de la mano de pensadores vinculados al anarquismo y al socialismo. En esa obra, inédita hasta 1967 dado que en su momento fue censurada por la moral puritana dominante, el que fuera uno de los críticos más punzantes de la economía liberal y el capitalismo de su época, demostraba también ser uno de los detractores más radicales de toda moral restrictiva, sobre todo aquella que propugna construcciones sociales tales como el matrimonio y la monogamia. En ella decía que no había un “asunto más embrollado que el de los usos de los sentimientos en el amor”, y proponía como solución “liberar” el amor, evitar que la sexualidad fuese un “elemento de la sumisión al poder” y prescindir de “la hipocresía burguesa”. La idea de estas proposiciones se sustentaba no sólo en la resistencia a los mandatos sociales que afectaban sobre todo a las mujeres, sino también en el alumbramiento de una vida afectiva libre de las lógicas de la propiedad privada.
Más adelante, la activista anarquista lituana Emma Goldman (1869-1940) continuaría por esa senda. Huyendo de la tiranía de un padre violento, a los 16 años se marchó a Estados Unidos donde se empleó como obrera en una fábrica textil. Luego de algo más de un año de estadía en Nueva York, llegaron a sus oídos las noticias de las revueltas ocurridas en la Plaza Haymarket de Chicago, donde los obreros se habían declarado en huelga para exigir una jornada laboral de ocho horas. Esa movilización dejó como saldo varios muertos, tanto de la policía como de los manifestantes, y la detención de decenas trabajadores, entre los cuales cinco fueron ejecutados. Goldman aseguró en sus memorias que el día en que se ejecutó la sentencia sintió que renacía y que debía luchar por un cambio social, lucha en la que unió anarquismo y feminismo. En lo concerniente a la segunda de estas posturas se destacan ensayos escritos entre 1897 y 1910 tales como “The tragedy of woman's emancipation” (La tragedia de la emancipación de la mujer) y “The traffic in women” (Tráfico de mujeres), obras en las que se mostró como defensora de la libertad de expresión, el amor libre y el control de la natalidad.