Según las modernas ediciones del diccionario de la Real Academia Española, el feminismo es el “principio de igualdad de derechos de la mujer y el hombre” y, por extensión, el “movimiento que lucha por la realización efectiva en todos los órdenes de ese principio”. Tiempo atrás, en otros diccionarios publicados por distintas editoriales, se lo definía como la “doctrina social que concede a la mujer igual capacidad y los mismos derechos que a los hombres” o, escuetamente, como la “tendencia a mejorar la posición de la mujer en la sociedad”. En concreto, el concepto se refiere a los movimientos de liberación de la mujer, que históricamente han ido adquiriendo diversas proyecciones en abierta oposición a concepciones del mundo que excluyen la experiencia femenina de su horizonte epistemológico y político. También puede decirse que el feminismo es un sistema de ideas que, a partir del estudio y análisis de la condición de la mujer en todos los órdenes, pretende transformar las relaciones basadas en la asimetría y opresión sexual mediante una acción movilizadora de las mujeres contra cualquier forma de discriminación.
Para
algunos cronistas, los inicios del feminismo pueden rastrearse hacia fines del
siglo XIII cuando la religiosa Guillermine de Bohemia (1210-1281), creó una
iglesia de mujeres a la que acudían tanto aldeanas y campesinas como burguesas
y aristócratas, convencida de que el hipotético sacrificio de Cristo sólo
redimía a los hombres mientras que las mujeres seguían al margen de la
redención sin ser salvadas. Según ella, la Iglesia no la representaba puesto
que no era femenina, no había una diosa mujer; Eva era sólo una extensión y la
servidumbre de Adán. Algunos párrafos de distintos libros de la Biblia son muy
explícitos al respecto, como el del “Génesis” (“Dijo asimismo a la mujer: multiplicaré
tus trabajos y miserias en tus preñeces; con dolor parirás los hijos y estarás
bajo la potestad o mando de tu marido, y él te dominará”), o del “Levítico” (“Quiero
que sepáis que Cristo es cabeza de todo varón, y el varón es cabeza de la
mujer. Porque el varón no debe cubrirse la cabeza, porque él es imagen y gloria
de Dios; pero la mujer es gloria del varón”), o del “Corintios” (“Que vuestras
mujeres callen en las congregaciones, porque no les es permitido hablar sino
que estén calladas”), o del “Deuteronomio” (“Cuando alguno tomare mujer y,
después de haberse llegado a ella, la aborreciere por no hallarla virgen, entonces
la apedrearán los hombres de la ciudad hasta que muera”). Seguramente fue la
lectura de estas sagradas escrituras lo que la llevó a crear la secta que
finalmente sería denunciada por la Inquisición a comienzos del siglo XIV.
Dejando de
lado el misticismo y abordando la cuestión desde un punto de vista más
emparentado con el naciente humanismo de su época, la escritora veneciana Christine
de Pizan (1364-1430) preparaba el terreno para lo que vendría en los siglos
siguientes en materia de feminismo proporcionando las bases ideológicas para
este movimiento. En su ensayo “La cité des dames” (La ciudad de las damas), escrito en 1405, rompía la concepción de que
la mujer debía estar supeditada a un hombre y defendía la imagen positiva del
cuerpo femenino, algo insólito en su época, asegurando que otra hubiera sido la
historia de las mujeres si no hubiesen sido educadas por hombres. “Me
preguntaba cuáles podrían ser las razones que llevan a tantos hombres, clérigos
y laicos, a vituperar a las mujeres, criticándolas bien de palabra, bien en
escritos y tratados. Si creemos a esos autores, la mujer sería una vasija que
contiene el poso de todos los vicios y males”.
Más
adelante, el tema de la igualdad de género fue tratado en publicaciones como “De
l'égalité des hommes et des femmes” (Sobre la igualdad de los hombres y las
mujeres) y “Grief des dames” (Agravio de damas) de Marie Le Jars de Gournay (1565-1645),
obras en las que condenaba el desprecio, el escarnio y la persecución que
sufrían las mujeres y denunciaba la desautorización de sus palabras. También en
“De l'égalité des deux sexes” (Sobre la igualdad de los dos sexos) y “De l’éducation
des dames” (De la educación de las damas) de François Poullain de La Barre
(1647-1725), ensayos en los que demostró que el trato desigual que sufrían las
mujeres no tenía un fundamento natural sino que procedía de un prejuicio
cultural, y preconizó que las mujeres recibiesen una verdadera educación que
les abriera las puertas de todas las carreras, incluidas las científicas.
Ya en el
siglo XVIII, la lucha de las mujeres comienza a tener finalidades precisas a
partir de la Revolución Francesa, ligada a la ideología igualitaria y
racionalista del Iluminismo, y a las nuevas condiciones de trabajo surgidas a
partir de la Revolución Industrial. Por entonces se destacó Olympe de Gouges (1748-1793),
quien en su “Déclaration des droits de la femme et de la citoyenne” (Declaración
de los derechos de la mujer y la ciudadana) afirmaba que “la mujer nace libre y
permanece igual al hombre en derechos. Esos derechos naturales de la mujer
están limitados por la tiranía del hombre, situación que debe ser reformada
según las leyes de la naturaleza y la razón”. Pronto sería guillotinada por el
propio gobierno de Maximilien Robespierre (1758-1794), líder de la Revolución a
la que adhería.
Mientras
tanto, en Inglaterra, la escritora inglesa Mary Wollstonecraft (1759-1797) publicaba
en 1792 “A vindication of the rights of woman” (Vindicación de los derechos de
la mujer), una obra en la que planteó demandas inusitadas para la época:
igualdad de derechos civiles, políticos, laborales y educativos, y derecho al
divorcio como libre decisión de las partes, lo que provocó la reacción del
cristianismo y de los defensores del rol de autoridad del padre de familia y
del modelo de familia tradicional. Su premisa era muy clara: los hombres y las
mujeres eran iguales por naturaleza, y las mujeres solo eran tratadas de
distinta forma por la educación recibida, una educación que “nos hace más
artificiales y débiles de carácter de lo que de otra forma podríamos haber
sido”. Para ella, el Estado debía permitir a las mujeres “practicar la
medicina, llevar una granja, dirigir una tienda, vivir de su propio trabajo”.
“Las
mujeres sólo han recibido la cultura que hace de las mujeres adornos de
sociedad”, decía medio siglo más tarde del otro lado del océano Atlántico la
periodista estadounidense Margaret Fuller (1810-1850). Mientras trabajaba como crítica
literaria en el periódico “New York Tribune”, organizó grupos de discusión de
mujeres donde dirigía charlas sobre el papel de la mujer en la sociedad.
Producto de esos coloquios fue su ensayo “Woman in the nineteenth century”
(Mujeres en el siglo XIX), en el que examinó detalladamente el pensamiento
masculino para entender el comportamiento de la mujer, sus costumbres, su ideal
del amor y, principalmente, su rol dentro de una sociedad atravesada por
fuertes paradigmas patriarcales. Abogó también por el sufragio femenino, por
reformas sociales, penitenciarias y por el fin de la esclavitud. “Existe en la
mente de los hombres un tono de sentimiento hacia las mujeres como hacia los
esclavos. Haríamos bien en derribar todas las barreras arbitrarias. Queremos
que todos los caminos se abran a la mujer tan libremente como al hombre”.
Por la
misma época, en París, la escritora socialista francesa de ascendencia peruana
Flora Tristan (1803-1844), quien es considerada una de las fundadoras del
feminismo moderno, publicó “L’union ouvrière” (La unión obrera), una suerte de
manifiesto en el que vinculó las reivindicaciones de la mujer con las luchas
obreras. “La mujer es la proletaria del proletariado. Hasta el más oprimido de
los hombres quiere oprimir a otro ser: su mujer. Entre el dueño y el esclavo,
no puede haber más que la fatiga del peso de la cadena que los une el uno al
otro. Allá donde la ausencia de libertad se hace sentir, la felicidad no puede
existir”. Adelantando el pensamiento posterior de que la mujer no debía ser
inferior al hombre dentro del matrimonio decía: “No hay posibilidad de
matrimonio basado en el amor mientras perdure la opresión de las mujeres bajo
el yugo masculino. Si en todas partes en donde la cesación del consentimiento
mutuo y necesario a la formación del vínculo matrimonial no es suficiente para
romperlo, la mujer está en servidumbre”.
Agregaba
más adelante: “En la escala del amor, la mujer está unos peldaños por encima
del hombre. El día en que el amor domine sobre la violencia, la mujer será la
reina del mundo”. Al tiempo que clamaba por la necesidad de los trabajadores de
organizarse y abogaba por su “unidad universal”, sostenía que la emancipación
de los trabajadores debía ir unida a la emancipación de la mujer. Y en su libro
de memorias “Pérégrinations d'une paria” (Peregrinaciones de una paria)
escribió: “La esclavitud está abolida, se dirá, en la Europa civilizada. Ya no
hay, es cierto, mercados de esclavos en las plazas públicas; pero entre los
países más avanzados no hay uno en el cual clases numerosas de individuos no
tengan mucho que sufrir de una opresión legal: los campesinos en Rusia, los
judíos en Roma, los marineros en Inglaterra, las mujeres en todas partes. Sí,
en todas partes en donde la cesación del consentimiento mutuo y necesario a la
formación del vínculo matrimonial no es suficiente para romperlo, la mujer está
en servidumbre”.
En
aquellos tiempos, el pensamiento anarquista iba adquiriendo densidad de la mano
de figuras como el inglés William Godwin (1756-1836) y los franceses Pierre Joseph
Proudhon (1809-1865), Élisée Reclus (1830-1905) y Sébastien Faure (1858-1942),
autores de obras trascendentales como “The inquiry concerning political
justice, and its influence on general virtue and happiness” (Disquisición sobre
la justicia política y su influencia en la virtud y felicidad de la gente), “La
femme affranchie” (La mujer emancipada), “Unions libres” (Unión libre) y “La
douleur universelle” (El dolor universal) respectivamente. Sus adherentes
concebían una sociedad autogestionada, basada en la cooperación y el apoyo
mutuo, sin clases sociales, sin poder y sin Estado. Sus luchas se centraban en promover
la ruptura del orden establecido y permitir que surgiese un cambio social, una
coyuntura que idealmente conduciría a una sociedad sin amos, sin propietarios,
sin dominios de ninguna clase, emancipada de toda tutela autoritaria, tanto
divina como humana.
No es
fácil precisar el origen histórico del movimiento anarquista. Suele decirse que
fue anarquista el primer hombre que reaccionó conscientemente contra la
opresión que provenía de otro individuo, de una comunidad, de una sociedad o de
un Estado. La palabra “anarquía” deriva del griego “anarkhia”, compuesta por el
prefijo “an”, que significa “no” o “sin”, y el sustantivo “arkhê”, “poder” o
“gobierno”, es decir, todo aquello desprovisto de un principio rector. O sea,
la ausencia de normas, de jerarquías, de autoridad o de gobierno. Comúnmente es
aceptado que las sociedades necesitan, para sobrevivir, apelar a innumerables
clases de autoridad: ya sea de las religiones, de los gobernantes, de los
líderes, de los programas, de las tradiciones, de los antepasados, etc., y que
todos los individuos de alguna manera solicitan, aceptan o reivindican ser
guiados por alguno de estas potestades. Los anarquistas, en cambio, pretenden
desenvolverse por fuera de toda autoridad en su vida cotidiana. El hecho de que
en su vocabulario habitual sobresalga la noción de “individuo” como aquel que
no restringe su personalidad en el plano social, no implica que éste invada o
usurpe el ámbito en que se desenvuelven los demás individuos. Para los anarquistas,
cualquiera de ellos, por más miserable o insignificante que sea, no puede ser
sacrificado a otro por más importante o poderoso que fuera.
En lo
referido a las relaciones amorosas, los anarquistas rechazan la organización
del matrimonio, aseverando que dos seres que se aman no necesitan permiso de un
tercero para acostarse juntos; desde el momento en que su voluntad los conduce
al lecho, la sociedad no tiene nada que ver en ello, careciendo del derecho de
intervenir. Además, el hecho de que en algún momento de sus vidas se consagren
el uno al otro, esa unión no es indisoluble ni implica que estén condenados a
finalizar sus días viviendo unidos cuando el sentimiento amoroso decae. Así
como sus libres voluntades los han unido, esas mismas libres voluntades pueden separarlos.
Al respecto, el líder anarquista español Evelio Boal (1884-1921) decía en “El
amor libre”, un artículo publicado en el periódico “La Protesta” el 30 de enero
de 1922: “La unión de dos seres ha de ser instintiva; ha de responder a un
sentimiento de cariño, de amistad, engendrado por el trato o la simpatía. Es
compenetración, yuxtaposición de dos seres que se unen espontáneamente sin más
pactos y vínculos que los que la ley natural impone, y esa misma ley natural
puede acarrear la separación cuando por parte de uno de los dos individuos se
siente la necesidad de cambiar de vida”.
Está claro
que el amor es un sentimiento complejo y una necesidad muy individual, muy
diversa en sus mil maneras de manifestarse. Tal vez por ello el periodista y
escritor belga Gaston Havard (1874-1951), bajo el seudónimo de Jean Marestan,
reflexionase allá por 1920 en su ensayo “Le mariage, l’amour libre et la libre
maternité” (El matrimonio, el amor libre y la libre maternidad), sobre la
conveniencia de que el amor se ennobleciese mediante la inteligencia y se
desplazase “desde la pasión hacia sentimientos más dulces y duraderos: el
compañerismo, la amistad, el cariño, la estima”; o sea, afectos más suaves,
livianos, lentos o moderados. Y también, tal
como lo resalta el escritor y docente argentino Osvaldo Baigorria (1948) en “El
amor libre. Eros y anarquía”, libro en el que compiló textos de autores
anarquistas, Marestan criticó el deseo de posesión que era
considerado no un mal en sí mismo sino cuando tomaba las proporciones extremas
de la apropiación y el acaparamiento. En simultáneo, iba sentando sus bases el
anarcofeminismo como cimiento para la revolución sexual, un movimiento que
irrumpió en el siglo XX poniendo en marcha un proceso cultural alternativo de
ruptura del sistema ideológico vigente, en especial, de aquellas costumbres que
eran reguladoras de la sexualidad.
En el año
1816, el filósofo y economista francés Charles Fourier (1772-1837), teórico del
llamado socialismo utópico, escribía “Le nouveau monde amoureux” (El nuevo
mundo amoroso), un ensayo en el cual pueden encontrarse uno de los primeros
esbozos sobre la filosofía del amor libre, un concepto ético que continuaría
desarrollándose a lo largo del siglo XIX y parte del siglo XX especialmente de
la mano de pensadores vinculados al anarquismo y al socialismo. En esa obra,
inédita hasta 1967 dado que en su momento fue censurada por la moral puritana
dominante, el que fuera uno de los críticos más punzantes de la economía
liberal y el capitalismo de su época, demostraba también ser uno de los
detractores más radicales de toda moral restrictiva, sobre todo aquella que
propugna construcciones sociales tales como el matrimonio y la monogamia. En
ella decía que no había un “asunto más embrollado que el de los usos de los
sentimientos en el amor”, y proponía como solución “liberar” el amor, evitar
que la sexualidad fuese un “elemento de la sumisión al poder” y prescindir de
“la hipocresía burguesa”. La idea de estas proposiciones se sustentaba no sólo
en la resistencia a los mandatos sociales que afectaban sobre todo a las
mujeres, sino también en el alumbramiento de una vida afectiva libre de las
lógicas de la propiedad privada.
Más
adelante, la activista anarquista lituana Emma Goldman (1869-1940) continuaría
por esa senda. Huyendo de la tiranía de un padre violento, a los 16 años se
marchó a Estados Unidos donde se empleó como obrera en una fábrica textil.
Luego de algo más de un año de estadía en Nueva York, llegaron a sus oídos las
noticias de las revueltas ocurridas en la Plaza Haymarket de Chicago, donde los
obreros se habían declarado en huelga para exigir una jornada laboral de ocho
horas. Esa movilización dejó como saldo varios muertos, tanto de la policía
como de los manifestantes, y la detención de decenas trabajadores, entre los
cuales cinco fueron ejecutados. Goldman aseguró en sus memorias que el día en
que se ejecutó la sentencia sintió que renacía y que debía luchar por un cambio
social, lucha en la que unió anarquismo y feminismo. En lo concerniente a la
segunda de estas posturas se destacan ensayos escritos entre 1897 y 1910 tales
como “The tragedy of woman's emancipation” (La tragedia de la emancipación de
la mujer) y “The traffic in women” (Tráfico de mujeres), obras en las que se
mostró como defensora de la libertad de expresión, el amor libre y el control
de la natalidad.