Luego
quedaron solos Severino y América, quien en un artículo de la revista “L’En Dehors”
de marzo de 1933, describió así ese encuentro: “Cuando supe que Severino había
sido condenado a muerte, reclamé el permiso para verlo por última vez. Me fue
acordado. Lo encontré calmo y sereno, con el espíritu muy lúcido. Durante el
tiempo que estuve con Severino, en capilla bajo las miradas continuas de toda
una multitud de funcionarios y curiosos ansiosos de sorprendernos en una
actitud de debilidad, los dos nos conservamos con la más absoluta de las calmas.
Por supuesto, la tempestad agitaba nuestras almas, pero no dejamos escapar
ninguna queja y también evitamos las escenas patéticas. Me esforcé por alegrar
las últimas horas de su vida; él, por su lado, se ocupó de frustrar el intento
de todos aquellos que hubieran deseado encontrarse delante de un enemigo
vencido. Como yo quería, él aparecía, por el contrario, en todos su brillo, la
personificación del ideal que no cede nunca”.
En el
mismo artículo, América escribió sobre las torturas a las que habían sido
sometidos tanto su amado como su hermano: “La tragedia que viví desde el 29 de
enero hasta el 2 de febrero, es indescriptible. Los más felices fueron aquellos
que cayeron en el tiroteo. Se ahorraron, por lo menos, los terribles
sufrimientos sádicos infligidos a mi compañero y a mi hermano. No contentos con
tenerlos en su posesión y de condenarlos irrevocablemente a muerte, la banda
feroz de los esbirros los sometió a la tortura. Pero se enfrentaron con hombres
de un temple de acero. No se quebraron. Severino y Paulino permanecieron
serenos hasta el instante supremo, ejemplos sin igual de coraje y estoicismo.
Con ferocidad, la policía argentina cometió la infamia de haber torturado
inútilmente a dos condenados a muerte. Cuando yo lo vi, Severino tenía en el
cuello las marcas claras de la soga de estrangular; en las muñecas, sangre
coagulada, las encías sangrantes, el rostro con contusiones. Con las tenazas de
madera les habían aplastado y tirado de la lengua y se las habían quemado con
cigarrillos encendidos. Durante el interrogatorio les introdujeron cigarrillos
encendidos en las cavidades nasales y en los oídos, les habían retorcido los
testículos, les hicieron incisiones en las uñas, los golpearon. Todo esto bajo
la dirección del doctor Viñas, director de la prisión”.
Aquel
atardecer del sábado 31 de enero, América le pidió al comisario que los vigilaba
si ella podía quedarse a presenciar el fusilamiento, a lo cual éste se negó. Severino,
por su parte, le solicitó que los dejara solos para poder despedirse, cosa que
también le fue negada. El comisario no se apartó un instante. Entonces, relata
Bayer, “América le dio el último abrazo, él la besó. Le pidió a ella que cuidara
de sus hijos y de Teresina, América le dijo: ‘Voy a seguir con tu recuerdo
hasta mi muerte’. Él la miró con mucha tristeza y le respondió: ‘¡Oh, Fina, eres
tan joven!’. Se besaron de nuevo. América salió mirándolo a Severino. Por ello
tropezó con una rejilla y Severino le gritó: ‘¡cuidado!’. Eso fue lo último. Ella
no lloró ni al pasar delante de los curiosos civiles y uniformados ni cuando la
llevaron en auto de regreso. Pero cuando la encerraron de nuevo, se sentó en
una silla y el llanto le brotó de pronto, tumultuoso, desesperado, interminable”.
Sobre ese encuentro
postrero, el diario “La Nación” publicaría al día siguiente: “En ningún momento
ni América ni Di Giovanni dieron muestras de estar mayormente abatidos. No hubo
sollozos. No hubo ni una lágrima. Por el contrario, en el transcurso de la
entrevista como si hubieran ambos olvidado que esa era la vez postrera y que
pocas horas faltaban para la ejecución, los amantes hablaron con voz casi
serena, casi diríamos con un deseo de mostrarse alegres y de infundirse
confianza”. Por su parte, la revista “Caras y Caretas” en su nº 1.688 aparecido
el sábado siguiente, 7 de febrero, sintetizó escuetamente: “La entrevista se
caracterizó por la presencia de ánimo de ambos y en modo especial por la de
América, que siempre participó en los planes delictuosos de su amante y de la
banda”.
Mientras
tanto Catalina, la madre de Paulino, a la mañana y a la tarde de ese último día
fue a la Casa de Gobierno para pedir clemencia por su hijo. Se le dijo que el
presidente estaba en la residencia de Olivos. Allá fue la mujer, pero tampoco
fue recibida. Por último, se dirigió a la penitenciaría para despedirse de su
hijo condenado a muerte. Paulino no quiso recibirla para que no viera el estado
en que se encontraba. Él también había sido salvajemente torturado. En cambio
América sí pudo despedirse de su hermano. “Todo fue muy breve -relata Bayer-.
Ella no pudo simular su dolor al ver el rostro hinchado de él. Él la contuvo
diciéndole: ‘No llores’. Y luego agregó con mucho cariño: ‘pobre pibita...’ y
le dio un beso en la mejilla. América lo besó muy fuerte y le preguntó: ‘¿No
quieres ver a mamá?’. Él le respondió: ‘No, ¿no ves cómo estoy? No te asombres
de lo que veas. Nos hicimos culpables de todo para que no persigan a los que
quedan’. Por último agregó: ‘Seguí estudiando. Estoy deseando que esto termine
de una vez’. Él la besó; América volvió a abrazarlo y se miraron a los ojos.
Ella no lloró. América se fue con paso firme. Los periodistas notaron una
lágrima en su rostro”.
En el mismo
artículo aparecido en “L’En Dehors”, América rememoró aquel encuentro final:
“Con mi hermano Paulino, con mi amigo y camarada y confidente de siempre se me
permitió estar solamente cinco mezquinos minutos, controlados, con reloj en la
mano por el más cínico de los verdugos, el comisario Florio. Al verle el
rostro, todo desfigurado le pregunté si estaba herido. Me contestó con una
sonrisa: ‘No es nada’. Sus torturas habían sido tan atroces que aspiraba a ser
fusilado para terminar con sus sufrimientos. Intenté confortarlo asegurándole
que para mí era un gran consuelo de ver que él, mi hermano, sabía morir con
valentía. Me respondió que eso estaba sobreentendido. Refiriéndose a mamá me
pidió que se le ahorrara el espectáculo de su situación: ‘Se moriría... ¡Si
pudiera verla sin que se diera cuenta! Le darás un beso de mi parte’. Después
me dijo que se puso muy triste cuando mamá fue a pedir la clemencia del tirano.
‘Un anarquista no pide gracia jamás’. Y siguió manteniendo esa actitud dictada
por su consecuencia inquebrantable. Murió como había vivido: fiel a su ideal,
contento de ofrecerse a la muerte como se había dado a la vida”.
Paulino alcanzó a escribir una carta destinada a su madre, en la cual le expresó: “Perdón porque hoy no quise verte. No quería darte el espectáculo de mi encierro, quiero que me recuerdes como antes. No sufras mucho querida mamita. Vive a pesar de mi muerte para mis hermanos. Yo muero por mis ideas. Si alguna vez la llegas a ver a A. le das un beso muy fuerte en mi nombre. Adiós mamá. Tu hijo Paulino”. Con la letra “A” se refería al apodo de su novia Virginia, quien se salvó de ser identificada y nunca fue mencionada en las crónicas policiales. Esa misma noche, Severino pidió un último favor: despedirse de Paulino. Los dos condenados a muerte se dieron las manos -esposadas por adelante-, se dijeron unas palabras en voz baja y se despidieron sin ningún gesto teatral. Después de un juicio sumarísimo y bastante farsesco, ambos sabían lo que les esperaba.
Paulino alcanzó a escribir una carta destinada a su madre, en la cual le expresó: “Perdón porque hoy no quise verte. No quería darte el espectáculo de mi encierro, quiero que me recuerdes como antes. No sufras mucho querida mamita. Vive a pesar de mi muerte para mis hermanos. Yo muero por mis ideas. Si alguna vez la llegas a ver a A. le das un beso muy fuerte en mi nombre. Adiós mamá. Tu hijo Paulino”. Con la letra “A” se refería al apodo de su novia Virginia, quien se salvó de ser identificada y nunca fue mencionada en las crónicas policiales. Esa misma noche, Severino pidió un último favor: despedirse de Paulino. Los dos condenados a muerte se dieron las manos -esposadas por adelante-, se dijeron unas palabras en voz baja y se despidieron sin ningún gesto teatral. Después de un juicio sumarísimo y bastante farsesco, ambos sabían lo que les esperaba.
En la madrugada del domingo 1º de febrero de 1931 fue ejecutado Severino Di Giovanni. Las crónicas periodísticas sobre este acontecimiento fueron numerosas. “L’Italia del Popolo”, un diario en idioma italiano que se publicaba en Buenos Aires desde 1917, reseñó: “Sobre el césped se mueve todavía. Aunque tenía el pecho atravesado de proyectiles no murió instantáneamente. Se le acerca el sargento y le da el tiro de gracia. Preciso y eficaz. Un estremecimiento del cuerpo que queda inmóvil. Son las 5.10. El doctor Cirio, médico de la prisión, el director de la penitenciaría y otras personas se aproximan. El médico constata la muerte y extiende el certificado. Dos hombres le quitan los grillos y le vuelven a poner las zapatillas. Los guardiacárceles lavan la silla manchada de sangre. Angarillas. El cadáver es llevado hasta una ambulancia de la Asistencia Pública donde hay un féretro de pino blanco. Allí colocan el cuerpo. Ha terminado todo. Rostros pálidos y demudados abandonan la prisión. Y cuando salen a la calle Las Heras respiran a pulmón pleno”. El diario “El Día” de Montevideo, en la crónica del fusilamiento deslizó una crítica: “La gente dio el más triste espectáculo que pedir se pueda, al punto de que algunos copetudos fueron a presenciar el bárbaro acto vistiendo smokings o sea verdaderos trajes de gala. Evidentemente se trataba de hombres que habían venido directamente de recepciones, banquetes o bailes, a rematar la noche como quien toma un licor después de copiosa cena”.
Por su parte, el diario “Crítica” de Buenos Aires, por ejemplo, hizo una pormenorizada crónica de los últimos momentos de Di Giovanni. En sus párrafos más destacados decía: “Cuando Di Giovanni emprende la marcha en dirección al lugar de fusilamiento, se oye desde lejos el ruido de los grillos al golpear en el suelo. Todos guardan el más completo silencio alterado solamente por las voces de mando del oficial que ha de dirigir la ejecución. Sobre un cantero y a una distancia aproximada de tres metros de la pared, se había colocado la silla trágica. A esa hora -las 5- la madrugada recién comienza a insinuarse. El banquillo para la ejecución estaba colocado en la parte más elevada de la pendiente verde. Di Giovanni apareció marchando lentamente. Vestía un traje azul de mecánico, nuevo. Llevaba las manos cruzadas hacia adelante. Al llegar al pie del cantero en cuya parte superior se hallaba el banquillo, necesitó de la ayuda de dos oficiales guardiacárceles para subirlo. Con un ademán algo brusco se soltó de los oficiales que lo conducían efectuando por sus propios medios los últimos pasos hacia el banquillo. Luego, lentamente, hasta con cierta displicencia tomó asiento en el mismo. Apoyó fuertemente la espalda contra el alto respaldo del sillón, como si quisiera probar su comodidad. Y luego se quedó contemplando tranquilamente los preparativos, con el cuerpo en descanso, un poco inclinado hacia adelante”.
“Cuando
avanzó el pelotón que había de fusilarlo -continúa la nota de “Crítica”-, miró
detenidamente a todos los soldados. Una vez sentado y el pelotón a su frente, se
acercó a él un soldado con la venda en las manos. Llegó hasta él por la
espalda. Le puso la venda sobre los ojos pero Di Giovanni le dijo: ‘No quiero
que me ponga la venda’. Cuando el pelotón estaba listo para apuntar y el
sargento dio por señas la orden de apuntar, Di Giovanni se afirmó fuertemente
contra el respaldo del banquillo. Levantó la cabeza. Puso todos los músculos en
tensión y luego, irguiéndose todo lo que le fue posible concretó en un grito su
último pensamiento. Y fue así que en el angustioso silencio del momento, un
grito agudo partió de su garganta: ‘¡Viva la anarquía! Segundos después, el
jefe del pelotón bajaba la espada y el cuerpo de Di Giovanni era atravesado por
8 balazos. Al recibir la descarga, un poco de humo que salió de su pecho marcó
el sitio de los impactos. Su cara se contrajo en una mueca violenta de dolor.
Una reacción muscular lo hizo levantarse un poco del banquillo para caer luego
pesadamente hacia el costado izquierdo. El respaldo del banquillo saltó hecho
astillas. Un gran charco de sangre inundó el asiento cayendo al suelo. Un
aullido atroz desgarra el silencio: son los presos de la cárcel que se despiden
de su compañero”.
América
relataría años más tarde que en ese momento ella tuvo la fantasía de ponerse
ante el pelotón de fusilamiento en el momento en que hacían fuego y proteger a
Severino con su cuerpo. El cadáver de Di Giovanni no fue entregado a su familia
sino que por orden del Ministro del Interior Matías Sánchez Sorondo (1880-1959),
un nacionalista aristocrático que fuera uno de los principales impulsores del
golpe de Estado contra Yrigoyen, fue trasladado al cementerio de
Chacarita
con una severísima custodia policial. A pesar de que el entierro se hizo a la
madrugada y que nadie pudo ser testigo de él -salvo los policías y
guardiacárceles que lo condujeron- la tumba de Di Giovanni apareció al día
siguiente cubierta totalmente de flores rojas. Esto causó una gran indignación
al ministro, quien ordenó que la policía dispusiera una “guardia permanente
diurna y nocturna en la tumba que guarda los restos del sujeto Severino Di
Giovanni hasta que dichos restos sean trasladados a otra fosa o se proceda a su
incineración”. “El Diario” de Montevideo comentaría con sorna estas medidas:
“El gobierno militar argentino quiere crear un nuevo delito en el Código del
Embudo que acaban de confeccionar los ocupantes de la Casa Rosada: el delito de
llevar flores al cementerio. La medida nos parece un odio pequeño llevado hasta
ultratumba”.
“Cuando
Paulino Scarfó -relata Bayer- oyó los disparos que mataron a Severino, y todos
los presos de la penitenciaría gritaron a coro su protesta y golpearon
frenéticamente los barrotes, sabía que le quedaban 24 horas de vida. Con él se
cumple el mismo ritual de la noche anterior. El muchacho dirá como últimas palabras
las mismas que eligió su compañero de ideas Bartolomeo Vanzetti, al morir en la
silla eléctrica en Charlestown: ‘Señores, buenas noches, viva la anarquía’. El
grito era ya esperado por todos. El jefe del pelotón hubiera querido impedirlo,
pero cuando fue dicho ya era tarde para alistar a los tiradores. Inmediatamente,
cuando aún no se habían apagado los ecos de su grito, sonó la descarga, rubricando
en el cuerpo de Scarfó la firma de la muerte. Como un eco a la descarga, de
todas las celdas del penal se levantó un aullido escalofriante. Eran los
presos, que en esa forma demostraban su dolor ante la muerte de un compañero de
presidio. Los aullidos de esta noche fueron más intensos que los de la noche
anterior. De la calle se oyeron perfectamente habiéndose prolongado por un
largo rato.
El diario “Crítica”
lo contó así: “Luego de gritar sus últimas palabras cruzó nuevamente los brazos
sobre el pecho, en la medida que se lo permitían las esposas. Se quedó firme en
el banquillo. Sacando pecho. Como haciendo guardia a las balas. La orden de
fuego fue dada casi de inmediato después del grito de Scarfó. Al recibir la
descarga, el cuerpo dio un salto pequeño hacia arriba y luego, un vigoroso
encogimiento hacia adelante y hacia abajo. Tras el salto, su cuerpo quedó
inclinado un poco hacia la derecha, pero sentado siempre en el banquillo. La
cabeza había caído sobre el pecho, en la postura de un hombre dormido. En esa
posición se encontraba, cuando se acercó a él el sargento que mandaba el
pelotón y le disparó el tiro de gracia, que le penetró en el temporal izquierdo.
Y, como si la fuerza del balazo hubiese empujado el cuerpo, éste cayó hacia la
derecha quedando boca abajo en el césped”.sa mañana, a las 6, un comisario
despertó a América Scarfó que se había quedado dormida sentada, apoyada sobre un
escritorio, en la oficina donde la tenían detenida en el Departamento Central
de Policía. Le entregó una carta. Era de Severino. América leyó esa última
carta de su amado: “Querida: más que con la pluma, el testamento ideal me ha
brotado del corazón hoy, cuando conversaba contigo: mis cosas, mis ideales.
Besa a mi hijo, a mis hijas. Sé feliz. Adiós, única dulzura de mi pobre vida.
Te beso mucho. Piensa siempre en mí. Tu Severino”. Mientras tanto, en la calle,
pasaban los tranvías que a esa hora iban cargados de obreros a reiniciar la
rutina de todos sus días. Los fusilamientos no habían sido un espectáculo para
ellos, pero sí una enseñanza, una intimación, una advertencia.