9 de abril de 2009

Entremeses literarios (L)

EL BUITRE
Franz Kafka
Rep. Checa (1883-1924)

Erase un buitre que me picoteaba los pies. Ya había desgarrado los zapatos y las medias y ahora me picoteaba los pies. Siempre tiraba un picotazo, volaba en círculos inquietos alrededor y luego proseguía la obra. Pasó un señor, nos miró un rato y me preguntó por qué toleraba yo al buitre.
- Estoy indefenso -le dije-. Vino y empezó a picotearme, yo lo quise espantar y hasta pensé torcerle el pescuezo, pero estos animales son muy fuertes y quería saltarme a la cara. Preferí sacrificar los pies; ahora están casi hechos pedazos.
- No se deje atormentar -dijo el señor-, un tiro y el buitre se acabó.
- ¿Le parece? -pregunté-. ¿Quiere encargarse usted del asunto?
- Encantado -dijo el señor-; no tengo más que ir a casa a buscar el fusil. ¿Puede usted esperar media hora más?
- No sé -le respondí, y por un instante me quedé rígido de dolor; después añadí:
- Por favor, pruebe de todos modos.
- Bueno -dijo el señor-, voy a apurarme.
El buitre había escuchado tranquilamente nuestro diá­logo y había dejado errar la mirada entre el señor y yo. Ahora vi que había comprendido todo: voló un poco lejos, retrocedió para lograr el ímpetu necesario y como un atleta que arroja la jabalina encajó el pico en mi boca, profundamente. Al caer de espaldas sentí como una liberación; que en mi sangre, que colmaba todas las profundidades y que inundaba todas las riberas, el buitre irreparablemente se ahogaba.


EL ESTADO DE LAS PAREDES
Ana María Shua
Argentina (1951)

Quién dijo que ese paraguas que te regalaron para tu cumpleaños, ese paraguas que recibiste con disgusto porque esperabas un juguete, quién dijo que ese paraguas que colgaste de mal humor en un perchero, enojado con tus padres y con el mundo, está mejor dispuesto que su dueño a la forzada convivencia, quién dijo que se propone cumplir con su obligación de resguardarte de la lluvia, quién dijo que su sueño era ser entregado a un chico malhumorado del que ya ha decidido escapar en la primera ocasión que se presente (y a un paraguas se le presentan muchas), quién dijo que su verda­dera ambición no es encabezar la rebelión que lo llevará al trono en el vastísimo Reino de los Obje­tos Perdidos, quién dijo que no está listo para ata­carte si fuera necesario, y por eso se entrena cla­vando en la pared el extremo aguzado con el que planea atravesarte dejando en la mampostería esas heridas que manan polvillo de yeso y cómo, sobre todo, persuadir a tus padres -alarmados por el estado de las paredes de tu cuarto- de su fatal amenaza, de su culpa.


IMAGINATIVO
André Gide
Francia (1869-1951)

Veinte minutos de inhalación; dos veces al día. ¡Mortal!
- ¿En qué piensa usted mientras está bajo el chorro de vapor?
- En toda clase de cosas. En la muerte, en mi hermano Joseph...
- Creí que usted no tenía hermano.
- ¡Oh! Eso no impide que piense en él.


ACTO DE AMOR
Juan Sabia
Argentina (1962)

Se miró en el espejo, desnudo. Le dolió la juventud que reflejaban sus diecisiete años: ella era mucho mayor. Estaba decidido. Tomó los anteojos de su abuelo y se los puso. Al principio, vio su imagen difusa pero, lentamente, fue graduando la vista hasta que pudo distinguirse con precisión a través de los cristales. Ya había dado el primer paso. Con alegría y paciencia, convirtió cada cabello en una ca­na. Después, se concentró en la cara: marcar algunos surcos en la frente, lograr varias arrugas, desteñir un poco el color de los ojos para que fuesen como los de ella. La piel comenzó a tensar­se por el crecimiento de la barba, blanca y dura. Entonces abrió la boca, eligió algunos dientes y los escupió. Estaba agotado. Se infundió nuevas energías pensando apenas un instante en ella y se dispuso a seguir. Aflojó los músculos de los brazos y de las piernas y, una vez modelada la curva de la espalda, se dedicó a redondear un poco el vientre. Se impuso el fracaso de su sexo: estaba seguro de que con ella compartiría cosas mejores. Respiró profundamente mientras recorría, conforme, su cuerpo con la vis­ta. El aspecto ya estaba logrado. Ahora faltaba lo más difícil. ¿Có­mo fabricar recuerdos de cosas que nunca había vivido? Una ideal o hizo sonreír: era viejo y muchos viejos no tenían memoria. Se apuró a concluir la tarea. Poco a poco, su mente se fue poblando de lugares oscuros, impenetrables. De pronto, la mirada de un viejo que sonreía, su propia mirada, lo distrajo. Examinó su refle­jo como si lo descubriera por primera vez, sin entender. Le pare­ció recordar que él mismo se había construido esa imagen. Lásti­ma que ya no supiera para qué lo había hecho.


PAGINA ASESINA
Julio Cortázar
Argentina (1914-1984)

En un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen. Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere.


LA GRAN SERPIENTE
Max Aub
España (1903-1972)

Voló la torcaz, disparé. Cayó como una piedra negra, mi perro fue a recogerla, entre breñales. Reapareció cuando, arrastrándose, gruñendo, tiraba de al­go largo, oscuro, que principiaba. El animal retrocedía con es­fuerzo, ganando poco terreno. Fui hacia él. La tarde era hermosa y se estaba cayendo. Los verdes y los amarillos formaban todas las combinaciones del otoño; la tierra, friable y barrosa, con reflejos bermejones, se abría en surcos, ro­deada de boscajes. Suaves colinas, alguna nube en lontananza. El perro se cansaba. De pronto, le relevaron grandes cilindros, enormes tornos de madera alquitranada que giraban len­tamente enroscando la serpiente alrededor de su ancho centro. Era la gran serpiente del mundo; la gran solitaria. La iban sa­cando poco a poco, ya no ofrecía resistencia, se dejaba enro­llar alrededor de aquel cabestrante de madera que giraba a una velocidad idéntica y suave. Cuando el enorme carrete negro no pudo admitir más ser­piente, pusieron otro y continuaron. Se bastaban dos obreros, con las manos negras. El perro, tumbado a mis pies, miraba con asombro, las ore­jas levantadas, la mirada fija: era la gran anguila de la tierra, le había cogido la cola por casualidad. Me senté a mirar cómo caía infinitamente la tarde, morados los lejanos encinares, oscura la tierra, siempre crepúsculo. Se­guía sosteniendo la escopeta con una mano, descansando la culata en la muelle tierra. Cuando se llenaron muchos carretes, la tierra empezó a hundirse por partes, se sumía lentamente, resquebrajándose sin estrépito; combas suaves, concavidades que, de pronto, se hacían aparentes; metíase a lo hondo donde antes aparecía lla­na, nuevos valles. La edad -pensé-, los amigos. Pero no cabía duda de que, si seguían extrayendo la gran serpiente, la tierra se quedaría vacía, cáscara arrugada. Apunté con cuidado a los dos obreros, disparé. El último torno empezó a desovillarse con gran lentitud, cayó la noche. La tierra empezó de nuevo a respirar.


EXACTITUD
Jean Cocteau
Francia (1889-1963)

Permítanme que les refiera la historia de los automovilistas en China. ¿No la conocen acaso? El automóvil está averiado en un pueblecito chino; tiene un agujero en el depósito. Se descubre a un artesano que no puede reparar el depósito, pero que lo copiará en dos horas. Los automovilistas parten de nuevo con un depósito magnífico. En plena noche, nueva avería. El chino había copiado también el agujero.


NO HAY PEOR DESDICHADO QUE EL QUE CREE SERLO
Marco Denevi
Argentina (1922-1998)

La verdad es que Agamenón había muerto de un hon­dazo en la guerra de Troya. Clitemnestra, su viuda, una excelente mujer, lo lloró como es debido. Después (¡la vida continúa!) se casó con Egisto, todo un caballero. Pero Electra se emperró desde el primer día en creer que su madre era una descocada y Egisto un malandrín, y que entre los dos habían asesinado a Agamenón. Andaba siempre vestida de luto, llorando por los rincones.
En vano Clitemnestra le decía:
- ¿Qué te pasa?
Electra gritaba:
- ¡Déjame en paz!
A veces, pensando que a Electra (ninguna jovencita, si vamos a ver) le hacía falta un novio, la madre le acon­sejaba:
- Cómprate un vestido nuevo. ¿Por qué no sales con tus amigos? ¿Quieres que organice un baile en tu honor?
Electra chillaba:
- ¡Se necesita coraje para hablarme así!
O si Egisto le proponía viajar y distraerse y con ese laudable propósito le daba dinero, vociferaba:
- ¡No me sobornes!
A menudo iba a la cocina a murmujear entre las sir­vientas. Si alguien le preguntaba qué hacía allí, respondía con cara de mártir:
- Ya lo ve. Soy un estorbo en esta casa.
No pasó un viajero por el palacio real de Micenas al que Electra no le llenase la cabeza de historias espeluz­nantes. Clitemnestra no podía dar un banquete sin que su hija, en lo mejor del festín, cruzase el salón descalza, con el pelo suelto y el vestido agujereado, llorando a mares. Hubo que suspender los banquetes.
El pobre Egisto, cuando por casualidad encontraba a su hijastra en algún pasillo, daba media vuelta y corría en sentido contrario. Electra lo perseguía gritándole:
- ¡Huyes de mí! ¡Pero no podrás huir de tu conciencia!
Finalmente todos los habitantes de la Argólida y des­pués todos los griegos quedaron convencidos de que Electra tenía razón. Le llevaron el chisme a Orestes, que vivía en Megara, y Orestes, hecho una furia, voló (es un decir, voló) a Micenas y estranguló a Clitemnestra y a Egisto. Más tarde Electra se casó con Pílades, el amigo de Orestes. Pero no fue feliz. Decía que añoraba aquellos buenos tiempos en que era desdichada. Lo malo es que todavía hoy, gracias a Esquilo, a Sófocles y a Eurípides, la gente sigue creyendo en las historias urdidas por Electra.


LITERATURA CON VALLAS
Leo Maslíah
Uruguay (1954)

El ómnibus se detuvo en el kilómetro doscientos once. Marisa bajó y el chofer también, para entregarle su equipaje. Cuando el ómnibus retomó su marcha Marisa empezó a caminar. Eran parajes de tierras rojizas. Ignoro por qué tenían este color; en verdad no sé nada de geología. Marisa caminó un par de kilómetros y se sentó a descansar sobre su equipaje. Ignoro si hacía calor o frío porque no sé nada de meteorología (además yo no estaba allí). Marisa quería levantarse y seguir su camino, pero tenía dolores en la pelvis. Nada puedo decir, por desgracia, sobre el origen de estos dolores, porque carezco de los más elementales conocimientos de ginecología. Marisa hizo acopio de fuerzas y se levantó. Para orientarse mejor sacó de su bolso unos binoculares (o quizá fuera un catalejo; no sé nada sobre instrumentos ópticos) y echó una ojeada a los confines de su visibilidad. Avistó una figura humana, mosqueando en el horizonte. Caminó hacia ella. La figura caminaba a su vez hacia Marisa. Esto es lo que creo, aunque no me respalda en ello ningún conocimiento de geometría. Unos minutos después la figura se hizo reconocible para Marisa. Era un hombre. Andaba casi desnudo y estaba peinado y maquillado con arreglo a las normas vigentes en el grupo humano, tribu, clan o a lo que fuera que él pertenecía. No quiero dar detalles sobre esto por miedo a meter la pata, ya que no sé absolutamente nada de antropología. Cuando lo tuvo cerca, Marisa sacó su cámara fotográfica. Creo que se puso a regular el fotómetro, y no sé cuántas cosas más. Marisa era una excelente fotógrafa, pero yo no solamente no lo soy sino que no tengo la más puta idea de cómo se saca una foto. Parece que aquel hombre tampoco la tenía, porque cuando vio el artefacto se asustó. Se acercó a Marisa y le arrancó la cámara de las manos. No conforme con esto, le arrancó también la ropa y -ya con más delicadeza- se sacó él mismo la poca que traía puesta. Entonces ocurrió algo que me veo incapacitado de describir, quizá por falta de experiencia personal en la materia. No sé nada sobre sexo, y creo que por ahí corría el asunto (perdón si en algún momento me expreso de forma confusa o incorrecta; es que no sé nada de gramática). En verdad la única disciplina que domino es la literatura. Sinceramente, creo que sé más que nadie en esta materia. Pero ya no puedo escribir más, lo siento. Mi falta de formación en otras disciplinas me lo impide, interponiéndose constantemente entre mi pluma y mis lectores. Esta traba merecería de mi parte, sin duda, un profundo estudio, pero yo no lo puedo hacer porque no sé nada de epistemología. Sólo me queda entonces decir adiós, y gracias. No sé si corresponde despedirme así (perdón, pero es que no sé nada sobre modales).


QUE CIEN VOLANDO
Diego Golombek
Argentina (1964)

El dictador huyó, corre el rumor de boca en boca por el desier­to. Y el tiempo es nuestro. Abajo el dictador. El enemigo sigue cer­ca, acecha como las noches del desierto, los rodea, los empuja y los despoja de sus sueños. Entre todos, construyen los símbolos, y se van olvidando de su historia. Van cambiando el pasado, una lí­nea que serpentea por el suelo y de repente se hace tenue, se transforma y se pierde. El futuro, en cambio, brilla: los mira desde su pedestal dorado, es tan concreto que puede agarrarse, montar­se. Hasta los indecisos quedan mudos ante la evidencia. El dicta­dor está tan lejos en la memoria y en la niebla, en las historias que se empeñan en contarse y en recordar furtivamente a la hora en que las cuevas esconden los secretos más prohibidos. De pronto se levanta un remolino en el campamento. El dictador, el dictador. Todos corren. Aquí y allá, se levantan los indecisos y salen de las cuevas. Algunos de los capitanes arrojan piedras al prófugo que vuelve, pero son detenidos por el pasado que se agiganta y reclama su lugar en el tiempo. El pueblo, que iba a ser el pueblo nuevo, el elegido, el pueblo del símbolo que brilla, se arrodilla a esperar las órdenes del trueno. El dictador arroja con furia las tablas de la ley destruyendo los sueños, el futuro y el becerro de oro.