21 de abril de 2009

Conversaciones (XXVII). Osvaldo Soriano - Julio Cortázar. Sobre sueños, críticas y autocríticas

El escritor argentino Osvaldo Soriano (1943-1997), autor entre otros de "Triste, solitario y final" y "A sus plantas rendido un león", trabajó como periodista en diversos medios del país tales como las revistas "Primera Plana","Panorama" y "Confirmado", y los diarios "La Opinión", "Noticias" y "Página/12". En 1983, aún viviendo su exilio en Francia, conversó en París con Julio Cortázar (1914-1984), tras el anuncio del autor de "Rayuela" de viajar a la Argentina cuando asumiese el gobierno constitucional. La charla entre ambos escritores fue publicada en el nº 113 de la revista "Humor" de septiembre de 1983.


O.S.: En el relato "Diario de un cuento" de tu último libro, "Deshoras", hay un conmovedor homenaje a Adolfo Bioy Casares. ¿Cuál ha sido tu relación con él?

J.C.: Yo me había encontrado fugazmente con él en Buenos Aires, pero en aquella época, en 1947, yo no había publicado todavía "Bestiario". Años más tarde él vino a París, y como era amigo de Aurora Bernárdez, la llamó y le dijo que tenía ganas de vernos. En ese momento ya me había leído, claro. Entonces vino a casa y me hizo unas fotos, porque Bioy es muy buen fotógrafo. Después, cuando yo fui a Buenos Aires, Marcelo Pichón Riviére, que es amigo suyo, me dijo que Bioy quería verme. Fuimos a su casa y pasamos una hermosa noche en la que hablamos de vampiros todo el tiempo.

O.S.: Curiosamente, Bioy es un escritor del que no se habla mucho en la Argentina.

J.C.: Sí, y eso es lo que yo admiro en él. Se ha negado a toda promoción de tipo publicitario. Incluso cuando aquí en Francia se elogia mucho "La invención de Morel", porque lo ven como una especie de modelo de relato fantástico, sé que Bioy no se entusiasma, no le gusta que hablen de él. Es un hombre muy secreto.

O.S.: "Diario para un cuento" es, me parece, absolutamente autobiográfico. ¿Cuál es la parte de ficción en ese texto?

J.C.: Yo diría que lo autobiográfico se injerta en un texto que luego es pura invención.

O.S.: Pero vos, ¿no fuiste traductor público?

J.C.: Sí, yo fui traductor público nacional y lo más interesante del cuento es la parte autobiográfrica porque tal como lo cuento en "Diario...", entre la clientela que me dejó mi socio cuando se marchó de la oficina que teníamos en San Martín y Corrientes, me encontré con cuatro o cinco clientas que eran prostitutas del puerto a quienes él les traducía y escribía cartas en inglés y en francés. Entonces yo me encontré con ese problema. Recuerdo que él les cobraba cinco pesos, más por la forma que por el trabajo. Entonces, cuando yo heredé eso, me pareció que era cruel decirles que porque yo era el nuevo traductor no iba a hacer ese trabajo. Por otra parte era una experiencia psicológica interesante y durante un año les traduje cartas de los marineros que les escribían desde otros puertos. Fue entonces cuando me enteré de un crimen. Por supuesto que no sucedió como yo lo cuento en "Diario...", pero en un cambio de cartas había referencias a un veneno y a la eliminación de una mujer que molestaba a alguien.

O.S.: Pero el cuento tardó más de treinta años en tomar cuerpo y eso me llama la atención, porque parece un tema cantado para vos. ¿Por qué tardaste tanto en escribirlo?

J.C.: Tal vez la explicación está en el mismo cuento. Habría que analizarlo más profundamente, porque vos ves que mi problema ahí es que yo no consigo nunca atrapar el personaje de Anabel como hubiera querido y a lo largo del cuento es ella la que me va atrapando a mí. Se me ve más a mí, y con una visión muy negativa... Yo pensé mucho tiempo en aquel episodio: en esas noches en las que uno hace el recuento de su vida y surge la asociación de ideas, he pensado mucho en eso; sin embargo, nunca fue una incitación para escribir un cuento. Creo que yo estaba bloqueado desde el comienzo con ese tema.

O.S.: Es decir que cuando empezaste a escribir no tenías todavía el cuento armado.

J.C.: No. Allí no hay ningún montaje, la primera palabra fue escrita antes de la última, sin ningún tipo de artificio. Reflexionando me decía: "Me gustaría contar esto, ¿pero cómo hacerlo?" y tenía un problema técnico de esos que a veces se me plantean y entonces, de golpe, me dije: "A lo mejor lo que conviene hacer es empezar escribiendo sobre cómo no puedo escribir el cuento..., un tipo que lleva un diario". De allí la apelación a Bioy y todas las referencias marginales que van saliendo. En esos días yo estaba leyendo un libro de Derrida que iluminaba mi estado de ánimo en el momento de hablar de mi relación con Anabel. Pero cuando llegué a la mitad del diario más o menos, ahí me di cuenta -y ésa es la pequeña trampa del escritor-, que ya estaba escribiendo el cuento, que éste estaba contenido en el diario. Saltaba, iba y venía, me salía del cuento y volvía a hablar de mí en París, del tipo que escribe su diario, que ya está viejo. Entonces el cuento siguió sin problemas hasta el final.

O.S.: La historia ocurre el último año de tu estadía en Buenos Aires.

J.C.: No, un poquito antes. Esperá: yo me fui en el '51 y empecé a trabajar desde el '48 en la oficina ésa... Sí, debe haber sucedido en el '49 o '50 y ya pensaba en irme. Vos sabés que yo hice un primer viaje exploratorio a Europa en el '49; me vine por tres meses como turista. Estuve en París, en Italia y en Londres y volví a Buenos Aires con una decisión prácticamente tomada, es decir, quemar las naves, ver si el gobierno francés me daba una beca, que en ese tiempo se podían conseguir en la Argentina, y venirme para aquí. Gané una beca de literatura que daba la Sorbona, o el Ministerio de Educación, que era muy pobre y no alcanzaba para vivir, pero me permitía instalarme en la ciudad universitaria. Así estuve viviendo cinco meses en el pabellón argentino hasta que ya no pude más de estar rodeado de compatriotas que no hacían ningún esfuerzo por aprender una palabra de francés y se pasaban el día llorando y tomando mate. Yo no sabía si me iba a quedar del todo o no, pero decidí que ésa no era una manera de vivir en París y con la poca plata que tenía me conseguí una piecita en la Rue d'Alessia y me instalé ahí.

O.S.: Lo que me emocionó profundamente en ese cuento es la visión critica, feroz a veces, para con el Cortázar de aquella época, incapaz de entender lo que ocurría en la Argentina, sobre todo el fenómeno peronista.

J.C.: Tenés mucha razón. Por eso estoy contento de haber escrito este cuento, ya tan tarde en mi vida, porque eso me ha dado un espacio de autocrítica con la lucidez con que creo verme en ese cuento, digamos como me ve Anabel y yo era incapaz de verme en esa época, ni yo ni mi clase, todo el medio que yo frecuentaba, y allí hay muchas referencias a eso. Aparece, por ejemplo, ese amigo mío, ese abogado, el doctor Hardy, que es el mismo de "Las puertas del cielo"; un tipo al que le gusta acercarse a los bajos fondos, a las milongas y los bailes pero como un antropólogo, un burgués que después vuelve a su casa a pegarse un baño y vivir su vida del otro lado. Bueno, éramos todos un poco así, y lo éramos en el plano político también. Es decir, mi incapacidad de captar a Anabel en ese cuento, yo la extrapolaría ahora y te diría que era mi incapacidad para captar el panorama político argentino. Esa es la conclusión final que hay que sacar del cuento. Dicho esto, hay que agregar una cosa importante: mientras yo escribía este cuento jamás se me cruzó por la cabeza el asunto, es decir, nunca traté de simbolizar una cosa con la otra.

O.S.: Tampoco es una reivindicación de lo que estaba pasando en el país, del peronismo, con el que vos seguís siendo muy crítico.

J.C.: En absoluto. Además, buena parte de las críticas que yo hacía al peronismo de ese momento las sigo haciendo hoy en 1983. Pero en cambio hay muchas otras cosas sobre las que he cambiado de opinión.

O.S.: Vos me dijiste una vez que ibas al Luna Park a ver boxeo con un libro de Victor Hugo bajo el brazo.

J.C.: No sé si sería Victor Hugo, porque en ese entonces Hugo ya se me había quedado un poco atrás, pero habré estado llevando en la mano uno de los autores que leíamos en la época, que podía ser por ejemplo Rilke o Hölderlin, porque leíamos mucho a los poetas alemanes. Es decir, era el joven esteta y estetizante que termina de leer Rilke y va a ver boxeo como otro espectáculo estético.

O.S.: Recuerdo que en "Casa tomada" lo que más lamenta el personaje es que "del otro lado" se hayan quedado sus libros franceses. Eso le importa más que los quince mil pesos que perdió.

J.C.: Tenés razón, son esas frases que uno escribe y son hasta proféticas. Después, retrospectivamente te das cuenta de lo que contenían esas frasecitas. Y es verdad; alguien me preguntó una vez cómo era mi biblioteca de joven, la que yo dejé en Buenos Aires cuando me vine a París. Esa biblioteca se componía, creo, de un sesenta por ciento de literatura francesa en lengua original, un veinte o treinta por ciento de literatura anglosajona, autores ingleses más que norteamericanos y el resto España y Argentina, algo de Italia... Pero no lo lamento: creo que esa especie de cosmopolitismo cultural que tuve desde el comienzo me ha sido infinitamente útil. Una parte de aquel famoso diálogo con José María Arguedas (y que no era una polémica entre él y yo ni mucho menos) venía de eso, de que yo no podía aceptar el punto de vista exclusivamente telúrico y localista que valía para Arguedas, pero no para Julio Cortázar.

O.S.: Voy a hacer una digresión porque tengo ganas de saber, si no te molesta, quién era Paco, "que gustaba de mis cuentos". A él le dedicaste "Bestiario" y luego aparece en uno de tus relatos posteriores.

J.C.: Está bien que me hagas la pregunta porque puede haber una confusión; hay dos Pacos. Uno, a quien yo le dediqué "Las armas secretas", es Paco Porrúa; el otro murió en el año '42 y fue mi compañero de estudios. Hicimos los tres años de profesorado juntos. Era un muchacho al que yo quise muy profundamente y con el que me entendía muy bien. Formábamos un grupo de amigos muy pequeño y entre ellos había uno que sigue siendo muy conocido en la Argentina, que es Jorge D'Urbano. Paco fue mi mejor amigo y murió de manera muy cruel, de una enfermedad renal. Hay un cuento mío que se llama "Ahí pero dónde, como", y en él está Paco. Porque yo tengo eso, que a veces sueño con Paco, que está en un plano dado en el que lo veo como en esa época... Es lo que trato de decir en ese cuento, que es un balbuceo porque eso no se puede decir con palabras. Es una experiencia demasiado vertiginosa.

O.S.: ¿Qué fue de esos cuentos que le gustaban a Paco? ¿Publicaste alguno?

J.C.: Hubo un cuento de toda esa serie que sobrevivió, los demás los destruí. Porque yo fui muy crítico en ese sentido, y me negué a publicar hasta muy tarde. Mi primer libro sale en el año '51, cuando me vengo a Europa y yo tenía en ese momento treintiséis años. Pero un cuento quedó, que se llama "Bruja". Sobrevivió porque le había gustado mucho a Arturo Cuadrado, que era un español exiliado en la Argentina, muy simpático, que tenía una editorial que se llamaba Nova y dirigía la revista "Cabalgata", donde yo hacía críticas de libros. Arturo vio ese cuento y me lo pidió. Yo lo releí y pensé que podía salvarse. Es un cuentito que está afuera de mis libros, pero yo lo reivindico de toda esa serie que le gustaba a Paco. Y ahora sé por qué le gustaban a Paco: tal vez fui un poco injusto en destruirlos, aunque no hubieran podido salvarse, pero yo ya estaba en pleno terreno fantástico y algunos -todavía me acuerdo del tema de los cuentos- eran muy fuertes en materia fantástica y eso lo fascinaba a él.

O.S.: ¿Tus primeros cuentos ya eran fantásticos?

J.C.: Sí, desde el comienzo. Hubo una novela, que también destruí, que no tenía nada de fantástica. Eran como seiscientas páginas y la escribí para hacerme la mano. Unos años más tarde decidí que no me gustaba y fue al fuego. Ahora me gustaría saber cómo escribía en esa época...

O.S.: Vos te cobrás unas cuantas deudas, incluso de tu infancia, en "Deshoras". Basta leer "La escuela de noche".

J.C.: Ese es un cuento que le va a hacer mal a muchos ex alumnos de esa escuela, que fueron moldeados por ella y conservan un sentimiento romántico de aquellos años. Afortunadamente los argentinos tenemos un lado sentimental que hay que mantener mientras no se vuelva histeria, como a veces ocurre incluso en la política. A muchos les va a doler, porque esa escuela normal es una escuela prócer de alguna manera. Pero yo la aguanté siete años en los que tuve más o menos cien profesores y sólo me acuerdo de dos. ¡Dos sobre cien! Es espantoso como ejemplo de la educación que se daba en esa escuela. Por cierto que me gusta citar a los dos que recuerdo con cariño. Uno fue don Arturo Marasso, que era profesor de literatura griega y española y me situó en el mundo de la mitología griega. Marasso me enseñó montones de cosas y se dio cuenta de mi vocación literaria. En ese tiempo yo no tenía ni un centavo, entonces él me hacía ir a su casa y me prestaba sus libros. Me hizo leer a Sófocles, me hizo leer bien a Homero, a Píndaro, me metió en el mundo griego y latino. El otro profesor, del cual guardo un recuerdo conmovido, fue Vicente Fatone, que daba filosofía. Fue profesor de teoría del conocimiento y de lógica. Nos exigía a fondo y nos hicimos muy amigos de él. Esa clase de profesores con los que un buen día podés ir a su casa y se crea una relación que duró muchos años. Fatone me metió en un mundo que me interesaba pero que manejaba muy mal: el de la filosofía. Porque yo, de joven, pensé en seguir filosofía. Tenía la vocación. Con Marasso me había leído todos los diálogos de Platón y con Fatone me metí en Aristóteles. Entonces hice toda mi formación filosófica griega y luego pasé a la Edad Media. Trabajé mucho la filosofía.

O.S.: ¿Ya escribías en ese tiempo?

J.C.: Sí, escribía poesías y cuentitos, relatos, cosas así. Me di cuenta con bastante autocrítica de que no tenía una mentalidad filosófica. Me fascinaba porque la filosofía te mete en lo fantástico, en lo metafísico, pero no tenía un temperamento para avanzar o sistematizar en el campo filosófico y la abandoné como también dejé el ajedrez por las mismas razones.

O.S.: ¿De dónde viene ese horror de "La escuela de noche"?

J.C.: Es que, como te decía, no es solamente que la educación fuera mala sino también que había una tentativa, sistemática o no -al menos yo lo sentí así- de ir deformando las mentalidades de los alumnos para encaminarlos a un terreno de conservadorismo, de nacionalismo, de defensa de los valores patrios; en una palabra, fabricación de pequeños fascistas, que es lo que cuenta "La escuela de noche".

O.S.: ¿Eso fue durante el gobierno de Uriburu?

J.C.: Yo estuve en la escuela entre 1929 y 1935, así que estaba en el primer año de magisterio cuando el golpe de Uriburu y salimos todos a la calle a aplaudir la revolución. ¡La festejamos como la liberación del país! Imaginate, en mi familia eran todos conservadores y para nosotros Yrigoyen era una especie de crápula, así que Uriburu aparecía como un libertador. Después vino el gobierno de Justo y en la escuela normal se hicieron tentativas a cargo de algunos profesores para meternos en asociaciones y brigadas que acompañaran a Justo. De modo que esa escuela fue para mi una tremenda estafa que me hizo mucho daño.

O.S.: Otro de los cuentos de "Deshoras" que me parece ejemplar es "Segundo viaje", que es tu tercer relato con boxeadores después de "Torito" y "La noche de Mantequilla". ¿Cómo nace la idea, por qué tanta insistencia con el tema del boxeo?

J.C.: Al principio no tuvo nada que ver con el boxeo. Unos pocos días antes de que yo cayera gravemente enfermo en Aix-en-Provence, el año pasado, cuando tuve una hemorragia gástrica que casi me manda al otro lado, tuve una serie de pesadillas muy terribles. De una de ellas me desperté con una sensación de espanto y lo único que recuerdo es que en el sueño yo estaba en una especie de morgue y sobre una camilla había un cadáver desnudo de un hombre que daba la impresión de haberse autodestrozado; es decir, estaba torcido, vuelto hacia adentro y al mismo tiempo sacado hacia afuera, como si hubiera habido una lucha entre dos partes de sí mismo. Luego, a los tres días fui a parar al hospital por dos meses y ni volví a pensar en eso, pero durante la convalecencia vi otra vez la escena con toda nitidez, ya con una cierta distancia. Lo que no te puedo explicar es cómo se encadenó eso con la noción de un cuento y por qué elegí el boxeo.

O.S.: Podrías contarme algo de tus sueños porque, por lo que sé, son recurrentes y han abierto el camino a no pocos de tus relatos. Además tenés la suerte de poder retenerlos, atrapar las imágenes que luego te van a servir.

J.C.: Los sueños son capitales en mi vida. Si hago la cuenta de los que dieron origen a mis cuentos, deben ser muchos. Empezando por "Casa tomada", que fue una pesadilla vivida y escribí el cuento la misma mañana después de haberla tenido. Hay algunos sueños que puedo recordar nítidamente al despertarme, otros trato de atraparlos y se me van como una nube. Pero los más terribles me marcan de tal manera que aún en este momento en que te estoy hablando veo esa imagen que luego será Ciclón Molina en "Segundo viaje"; estoy viendo mi pesadilla como si hubiera estado ayer en la morgue viendo un cadáver. También tengo sueños alegres, por supuesto, pero nunca he escrito un cuento con ellos. O sueños anodinos, o divertidos. Fijate, yo tengo sueños en los que hago juegos de palabras pero eso es deformación profesional del escritor, y cuando me despierto y me acuerdo del sueño, me río mucho porque descubro que son anagramas que esconden otra frase y yo descubro la clave. Algunos son muy tontos. Por ejemplo, en una época en que yo sufría un problema afectivo, de separación, tenía un osito de felpa que era un símbolo entre nosotros, y lo perdí; se fue con ella, y yo me acordaba de ese juguete con cariño. Una noche soñé con ese osito y alguien me decía que se llamaba Lemío, nombre que jamás yo, ni la mujer en cuestión, le habíamos dado. Cuando me desperté, como ya sé analizar mis juegos de palabras, me di cuenta de que era completamente estúpido, pues se trataba de la canción napolitana, "O sole mio", "Oso-lemío"...

O.S.: ¿La curiosidad no te llevó nunca a analizarte?

J.C.: No, nunca fuí a un sicoanalista. Siempre me rehusé, incluso en la Argentina en esa época en la que el país se dividía -como creo que está hoy- en cincuenta por ciento de analistas y cincuenta por ciento de analizados. No, era una especie de análisis barato que yo hacía por mi cuenta. Además me leí todas las obras de Freud y las técnicas que él cuenta para interpretar los sueños me ayudaron a descifrar no sólo los míos, sino también mis actos fallidos. Por ejemplo, cuando me olvido de una palabra, o un nombre. Eso nunca es gratuito y es muy interesante hacer el trabajo con uno mismo. Yo he descubierto así cosas muy curiosas. Si la entrevista no se te hace muy larga te lo cuento. Yo de muchacho tenía una memoria extraordinaria, que he perdido. Por ejemplo, cuando iba al cine, durante muchos años me acodaba de los nombres de los actores y las actrices, pero también me acordaba de los nombres que tenían los personajes. Entonces, cuando se me bloqueaba un nombre, yo me daba cuenta de que ahí algo no andaba. Un día veo una película con una actriz que tenía cierta fama en la época, que se llamaba Wendy Barrie. Bueno, vuelvo a casa y a la noche me doy cuenta de que no me acuerdo del nombre de la actriz. Me dormí sin recordarlo y a la mañana siguiente empecé a buscar, a repasar el nombre de los otros actores, me empecinaba, me dejaba llevar, hasta que al fin salió: Wendy Barrie. Pero ésa era sólo la primera etapa. La segunda es por qué lo olvidé. ¿Por qué? Mirá si no son sutiles los sueños: lo olvidé porque yo me acababa de pelear con una muchacha que me había dicho: "Lo que pasa es que vos no querés llegar a ser adulto, vos querés ser Peter Pan". ¿Te acordás de Peter Pan, el niño que no quería crecer? Ella lo usó como símbolo. Y ahí está la explicación: en la segunda parte, Peter Pan se llama Wendy y el autor de "Peter Pan" es sir James Barrie; ya ves, Wendy Barry. ¡Estaba todo ahí!

O.S.: ¿Qué te parece si pasamos a la política? Todos conocen tu compromiso con las revoluciones latinoamericanas, con Cuba y especialmente con Nicaragua. Más que un observador, vos has querido ser protagonista de esas revoluciones.

J.C.: Sí, en la medida en que puedo soy un participante intelectual con la única arma que tengo, que es mi capacidad de escritura, para darle a la revolución esos elementos de información por un lado y de comunicación hacia el exterior por el otro, que tanta falta le hace frente a las distorsiones, mentiras y calumnias. En este momento me interesa de manera especial la revolución nicaragüense porque la cubana ya es mayor de edad, ya es grandecita y sigue su camino, aunque en la medida de mis posibilidades sigo colaborando. En el caso de Nicaragua, se trata de una revolución niña que está muy amenazada. Como sabés, mi participación es apasionada y yo te diría incluso dramática, porque tengo plena conciencia del peligro y la fragilidad que hay en esa tentativa tan rodeada de enemigos.

O.S.: Pero en estos años supongo que habrás sufrido quizá algunas decepciones, que habrás mirado de manera crítica lo que pasó en Cuba, por ejemplo. ¿Creés que Nicaragua está al amparo de los errores cubanos?

J.C.: Claro que tuve muchas decepciones. Y los errores son tan repetibles como los aciertos en este campo, de manera que hay que estar muy vigilante. Yo cuento con una larga experiencia en lo que toca a la revolución cubana y eso me permite muchas veces en Nicaragua, cuando me parece observar detalles criticables, adelantarme a señalarlos. En eso tengo la ventaja, con respecto a Cuba, de estar muy cerca de la mayoría de los dirigentes de Nicaragua, que me tienen confianza y afecto porque saben que mi solidaridad es total. Una solidaridad crítica, claro, de manera que cuando yo tengo una charla con Ernesto Cardenal, o con Miguel D'Escoto o con Tomás Borge, o Daniel Ortega o Sergio Ramírez, con mucha frecuencia surgen temas y cuestiones en los que tengo que decir las cosas que no me parecen bien y a ellos les toca escuchar o no esas palabras. Hasta ahora sé que las escuchan porque son sensibles y se dan cuenta de que están luchando con una enorme desventaja en muchos planos y que sólo a fuerza de intensidad mental se va a poder salir adelante. El problema en Nicaragua es que no hay un minuto que perder. Por ejemplo, me dio una gran alegría leer hace pocos días que Tomás Borge, que es Ministro del Interior, reconoce que cometieron errores considerables con los indios miskitos por no haber hecho un trabajo preparatorio de conocimiento étnico de su mentalidad. La ingenuidad revolucionaria, que es tan frecuente en nuestros países -y es bueno que sea así-, le da al hombre una hermosa seguridad. Siente que tiene la verdad en la mano y la quiere comunicar. Lo que pasa es que la comunicación no siempre es fácil cuando se hace en contextos azarosos y difíciles. Entonces los nicaragüenses saben ahora que fue una tontería que al otro día de la revolución se fueran a buscar a los miskitos diciéndoles: "Hermanos, ahora ustedes son libres y esto es el sandinismo", y no intentaran previamente documentarse sobre la mentalidad de los miskitos que les siguen llamando españoles a los nicaragüenses del Pacífico. Eso yo lo observé y siempre que pude hice las criticas, como las he hecho en el plano de la educación y de las artes, por ejemplo. Además, llevo adelante un combate en Cuba y en Nicaragua contra el machismo latinoamericano que le hace un mal tremendo a cualquier revolución en América Latina. Y como sucede en esa clase de actitudes, los machistas no se dan cuenta de que son machistas y cuentan muchas veces con la decidida colaboración de las mujeres. Bueno, aprovechando la infancia de la revolución nicaragüense y la experiencia previa de Cuba, que cometió tantos errores (aunque ahora está trabajando en el buen sentido), a mí me parece que es mi deber, y el de todos los que vean las cosas así, llevarlos a reflexionar sobre el problema de ese machismo tradicional, que es conservador y no tiene nada de revolucionario.

O.S.: En cuanto a la cuestión de las libertades, ¿cuál es tu opinión? Porque el problema es serio en Cuba y ahora empieza a criticarse a Nicaragua en el sentido de que habría una restricción de las libertades públicas.

J.C.: Doy un paso atrás y te diré que el problema viene en este momento en Nicaragua del hecho, que a mí me conmueve, de que el sandinismo triunfante manifestó de entrada su voluntad de mantener un pluralismo político y una economía mixta donde la actividad privada pudiera seguir desarrollándose, ya sea por razones de vocación, de temperamento o de conveniencia. La gente elige una manera u otra de participar en la economía del país. Hubiera sido fácil, cuando tomaron el poder, eliminar para siempre la noción de pluralismo político; sin embargo los sandinistas dijeron y siguen proclamándolo, que respetarán la economía mixta y el pluralismo político. Aprovechando esas garantías, una gran cantidad de gente está hoy favoreciendo la ofensiva exterior contra la revolución. Porque no son sandinistas o porque no están identificados con la revolución, utilizan todos los procedimientos para ponerle trabas al proceso partiendo del principio de que, según ellos, el sandinismo desemboca inevitablemente en el marxismo. Eso está lejos de estar probado, pero es un campo de reflexión que ellos defienden y automáticamente se colocan en una posición liberal que los alía sistemáticamente con los intereses norteamericanos.

O.S.: ¿Vos creés que el sandinismo es, en realidad, una revolución?

J.C.: Yo me he planteado la cuestión muchas veces en Nicaragua. Una revolución es la sustitución total, dentro de la historia, del capitalismo por el socialismo, sin grados intermedios. Lo que yo veo en el sandinismo, en cambio, es un movimiento de liberación. El país fue liberado de Somoza, pero de allí a pasar a la noción de revolución total hay un paso que el sandinismo no quiso dar, y yo creo que hizo muy bien, porque si lo hubiera hecho desde el primer día tal vez ya no hubiera Nicaragua. Ahora bien, la noción de revolución, no es estática ni responde a un molde. Los procesos tienen que ser completamente distintos según la constitución social de cada país. El proceso boliviano, por ejemplo, no puede ser como el cubano, ni éste como el nicaragüense. Eso es lo que la gente se obstina en no querer ver: en nuestros países no se pueden quemar etapas, no se pueden modificar las estructuras a fondo si las estructuras no están dadas.

O.S.: ¿Tenés información sobre ayuda de la dictadura militar argentina, después de la guerra de Malvinas, a los contrarrevolucionarios que operan desde Honduras?

J.C.: Mis fuentes son nicaragüenses. Allí se supo, antes de la guerra de las Malvinas, que había unos cincuenta militares argentinos adiestrando a los contrarrevolucionarios somocistas. Cuando la guerra de las Malvinas, se dijo allí que los argentinos habían retirado a los asesores, pero en Nicaragua se dice ahora que los asesores, si no los mismos, quizá otros, están de vuelta. Además está el caso de ese barco, el Río Calingasta , que ha llevado armas a Honduras pocos meses después de la definición de Nicaragua en favor de la Argentina por las Malvinas.

O.S.: Cuando en "Deshoras" te hice la observación de que de los ocho cuentos, seis ocurren en la Argentina, uno no tiene un lugar físico identificable y no hay ninguno que pase en Francia. ¿No te sugiere nada eso?

J.C.: No, pero ahora que me lo decís y que el libro se ha publicado, supongo que eso responde a impulsos inconscientes muy fuertes, porque no puede ser gratuito que yo haya escrito en estos últimos dos años esta serie de cuentos de los cuales hay tantos que están centrados en la Argentina. Vos sabés que a mí nadie me saca de la Argentina: mi cuerpo se habrá ido de allá por razones equis que se podrían discutir y analizar, pero yo no me fui nunca de la Argentina. Ese es un detalle que a veces la gente no ve lo suficiente. Treinta y tres años en Europa, en un país con el que estoy identificado y en el que me siento muy bien, y sin embargo he seguido escribiendo en español, en español latinoamericano, y en un español muy argentino cada vez que el tema lo permite. Si eso no es una prueba de que yo no me he ido de la Argentina, quisiera que me den una prueba mejor. Ahora bien, yo siempre dije que soy continentalista, y me siento bien en cualquier país latinoamericano donde me permitan estar, porque no tengo esa noción, tan criticable, de nacionalismo, de argentinismo, de cubanismo, o lo que sea, que a mí me parece detestable porque es la fuente de nuestras peores desgracias, de nuestra balcanización, de nuestra colonización económica y en gran medida cultural por los Estados Unidos. Nos han dividido para reinar. América Latina tiene una fuerza en la que no siempre se piensa, que es la lengua común, esa cosa maravillosa de que más de veinte países hablen el español.

O.S.: Está por aparecer en España y Francia tu último libro escrito en colaboración con tu mujer, Carol Dunlop, poco antes de su muerte. ¿Querés hablarme de ese libro?

J.C.: Es un libro que hicimos en el curso de un viaje por la autopista del sur, entre París y Marsella. Una loca aventura que consistió en que Carol y yo, utilizando un camioncito que era como una casa, hiciéramos un viaje en el que no podíamos abandonar nunca la autopista. Establecimos una regla de juego que no nos permitía detenernos en más de dos descansos por día. En los primeros capítulos del libro se explica lo que se puede hacer y lo que no se puede hacer y eso lo cumplimos rigurosamente. Por ejemplo, podíamos utilizar todo lo que nos diera la autopista: un hotel, si lo había, nos serviría para ducharnos y dormir en una verdadera cama. Si no lo había, nos lavábamos en la canilla o dentro de la camioneta. No podíamos avanzar más de dos descansos por jornada, así que si en el primero no había sombra o no nos gustaba, seguíamos al otro, pero si éste no era mejor estábamos obligados a quedarnos allí. Nos llevamos para el viaje los víveres, las máquinas de escribir, libros, cassettes de música y una radio. Era la época de la guerra de las Malvinas y en el libro se habla mucho de eso. Pero cada uno elegía su tema, muchas veces inspirado en lo que veíamos en la autopista. Así se fue compilando un libro al cual se agregaron una enorme cantidad de fotos que tomó Carol y dibujos imaginarios que luego hizo su hijo. El libro fue escrito en francés por Carol y en español por mí y nuestro plan era traducirnos mutuamente. Yo pude hacer la traducción de ella pero ella no pudo hacer la mía. El viaje empezó el 23 de mayo del año pasado, hasta julio. Luego volvimos a París y nos fuimos a Nicaragua. Allí fue cuando Carol se enfermó.

O.S.: ¿Todos los textos hacen referencia al viaje?

J.C.: No, muchos tienen que ver con nuestra relación personal, con ese estado de enorme felicidad que tuvimos viviendo de manera totalmente anónima durante más de un mes. Yo soy un gran lector de libros de viajes, de Julio Verne a los exploradores polares y africanos, y quisimos hacer un libro que fuera no una parodia pero un poco como una imitación de esas grandes exploraciones científicas. Hasta llevamos una brújula para orientarnos en los paradores... Es un libro de amor, de contacto de una pareja que es feliz en esa aventura y la goza en su plenitud.

O.S.: Sabrás que a vos se te ha atacado bastante en la Argentina, sobre todo cuando dijiste que en el país se estaba cometiendo un "genocidio cultural". Estas apreciaciones tuyas le molestaron a mucha gente y todavía existe un cierto resentimiento. Personalmente pienso que, expresada así, tu idea tiende a generalizar y perdés de vista muchos esfuerzos que se hicieron allá para enfrentar o para defenderse de la ofensiva militar. En Buenos Aires te van a asaltar con preguntas y cuestionamientos.

J.C.: Sin duda. Entonces tratemos de ponernos de acuerdo sobre eso. Como en todas las expresiones muy sintéticas -"genocidio cultural" son dos palabras-, hay siempre peligro de malentendido. Es evidente que eso puede comportar una noción exagerada visto desde la Argentina. Cualquier escritor argentino que, con las posibilidades al alcance de su mano, haya seguido su trabajo dentro del país puede pensar que algunos exiliados -yo, en este caso-, nos damos demasiada importancia . Es decir que el hecho de que nosotros no hayamos estado en la Argentina significaba una especie de muerte de la cultura. Eso, desde mi punto de vista, es totalmente falso. Yo no quise decir eso, de ninguna manera. Pero al mismo tiempo mantengo el punto de vista en el valor simbólico que tiene la expresión, porque creo que ha habido un genocidio cultural en las dos puntas; es decir, nosotros que estando afuera no podíamos devolver nuestra cultura a la Argentina y quedábamos frustrados, aislados y separados, y luego los impedimentos bien conocidos a que se han enfrentado los escritores argentinos que han querido decir lisa y llanamente la verdad en estos últimos años y que no han podido decirla, o han podido decirla muy entre líneas, o se han llamado a silencio, o han diversificado sus actividades. Es evidente que frente al panorama cultural que había antes de los golpes militares, cuando todo el mundo se expresaba en el país en un sentido o en otro, la Junta ha hecho todo lo que ha podido por sofocar la cultura en el interior. Además de mandarnos a nosotros afuera y eliminarnos de esa manera. De modo que no es a una sola punta esa noción de genocidio cultural. Yo la tomo en un sentido muy amplio, y evidentemente la palabra genocidio -y eso es bueno decirlo- es exagerada, pues se emplea cuando se habla de la destrucción de todo un pueblo, y en este caso la cultura argentina no está destruida ni mucho menos. Pero que se ha visto profunda y penosamente impedida durante años, es un hecho y estamos pagándolo muy caro. Claro, nosotros somos gente de literatura y pensamos en la creación literaria y artística, pero hay que pensar también en el plano científico, lo que significa la expulsión violenta de centenares de científicos que se han ido por su cuenta o por cuenta de la Junta militar y que están en estos momentos vertiendo su capacidad de trabajo en laboratorios de Suecia, de Inglaterra y de España. Sabemos muy bien a qué niveles cayó la Universidad, la investigación científica, los hospitales, la enseñanza. Entonces que se me disculpe la expresión "genocidio cultural", que puede ser un poco exagerada, pero refleja un sentimiento muy doloroso mío en el cual sigo creyendo.

O.S.: También dijiste en alguna oportunidad, y eso despertó más polémica, que te considerabas un exiliado. ¿Podrías decir que ese exilio del que te considerás parte, ha terminado?

J.C.: Yo lo espero de todo corazón, porque mi condición de exiliado se dio a partir de la catástrofe que siguió a la presidencia interrumpida de Cámpora y todo lo que vino después. Además, todos mis amigos saben que cuando fui la última vez y me quedé tres meses, antes de que Cámpora ganara las elecciones, estuve en contacto con el ala izquierda del peronismo porque encontraba que allí había un montón de gente inteligente, trabajadora, con ideas, que podía incluso iniciar un proyecto ideológico que aún falta en la Argentina. Cuando me marché del país, les dije a mis amigos que habían ido a despedirme a Ezeiza que regresaría en el mes de septiembre para quedarme un tiempo largo en la Argentina, estar allí y trabajar con ellos. Naturalmente, los hechos posteriores y las Tres A me cerraron el camino. La triple A me hizo llegar a París un desafío a que volviera. Y como ya lo he dicho muchas veces, tengo buena fama de loco pero no de idiota, de manera que hubiera sido estúpido ir a que me vaciaran una pistola en el estómago, cosa que hubieran hecho inmediatamente.

O.S.: ¿Cómo ves ahora tu viaje a la Argentina, donde hay tanta gente -sobre todo los jóvenes- que tienen ganas de verte, de preguntarte cosas porque te leen y estudian tu obra?

J.C.: Eso va a ser muy hermoso. Ya lo he comprobado en los viajes anteriores cuando me iba encontrando con las nuevas generaciones, con jovencitos llenos de entusiasmo por la ideas, la literatura, los sueños y una vida mejor. Me imagino, porque ya lo viví, las conversaciones en las calles, en los cafés, en casas de amigos, en los centros culturales. Tengo esa sensación maravillada, mezclada con un poco de miedo frente a la posible invasión, porque naturalmente voy a quedar mal con todo el mundo ya que no podré contestar todas las preguntas, ni ver a todo el mundo, ni estar en todos los lugares, ni hacer todo lo que me pedirán tal vez que haga. Pero, frente a este viaje, no tengo una sensación de regreso, sino simplemente la alegría de saber que voy a poder entrar al país sin dificultades de tipo personal y volver a tomar contacto con lo que ha sido mi mundo en mi juventud y en el comienzo de mi madurez.