16 de abril de 2009

Entremeses literarios (LI)

TAL VEZ MAÑANA
Isidoro Blaisten
Argentina (1933-2004)

En "El bandido de Oklahoma", tampoco; en "El río de la muerte", menos. Quizás en "Dos cadáveres para Bongo", pero no, no era. En "Al este del Arizona" pensó que tal vez algo. No. "Un dólar muerto" la vio como si nada. Tampoco en "Al este de Veracruz". "Texanos a caballo", nada. Luis paró los dos proyectores y dijo:
- Mire don, son las seis de la mañana. Si llega a aparecer el trompa, a mí me rajan. Ya le pasé nueve. Quedan dos. ¿Qué ha­cemos?
El hombre dijo:
- Está bien.
Pagó y salió junto con Luis. Afuera, la calle parecía mojada. Luis sintió la necesidad de de­cir:
- No lo tome a mal, don...
- Está bien -dijo el hombre-. ¿Un café?
- No. La patrona me espera.
Luis se fue. Corrió el colectivo y lo alcanzó justo, antes de lle­gar a la esquina, antes de que acelerase. Agachado, con las manos en los bolsillos, el hombre se alejó caminando. Como hablándole a los zapatos.


EL SOLDADO
Marcio Veloz Maggiolo
Santo Domingo (1936)

Había perdido en la guerra brazos y piernas. Y allí estaba, colocado dentro de una bolsa con sólo la cabeza fuera. Los del hospital para veteranos le compadecían, mientras él, en su bolsa, pendía del techo y oscilaba como un péndulo medidor de tragedias. Pidió que lo declarasen muerto y su familia recibió, un mal día, el telegrama del Army: "Sargento James Tracy, Vietnam. Murió en combate". El padre lloró amargamente y pensó para sí: "Hubiera yo preferido parirlo sin brazos ni piernas; así jamás habría tenido que ir a un campo de batalla".


SOLEDAD
Pedro de Miguel
España (1956-2007)

Le fui a quitar el hilo rojo que tenía sobre el hombro, como una culebrita. Sonrió y puso la mano para recogerlo de la mía.
- Muchas gracias -me dijo-, muy amable. ¿De dónde es usted?
Y comenzamos una conversación entretenida, llena de vericuetos y anécdotas exóticas, porque los dos habíamos viajado y sufrido mucho. Me despedí al rato, prometiendo saludarle la próxima vez que le viera, y si se terciaba tomarnos un café mientras continuábamos charlando. No sé qué me movió a volver la cabeza, tan sólo unos pasos más allá. Se estaba colocando de nuevo, cuidadosamente, el hilo rojo sobre el hombro, sin duda para intentar capturar otra víctima que llenara durante unos minutos el amplio pozo de su soledad.


ARTES POSIBLES
Luis Britto García
Venezuela (1940)

Máquina maravillosa para hacer el arte, no esas tonterías debiluchas que llaman hoy arte, que apelan por separado a la vista, al oído, a otros sentidos o cosas así. El espectador es introducido en un tubo en donde lo aturden fogonazos, caleidoscopios, estroboscopios (vista), berri­dos, estampidos, cataplunes y zuáquitis (oído), bocanadas de sulfuro de carbono, pachulí, catinga (olfato), chorros de aceite de ricino y todas esas cosas químicas que tienen sabor "sui generis" (gusto), pinchazos, raspaduras, cosquillas, mordeduras (tac­to), heladuras, quemaduras (sentido de la temperatura), sacudi­das eléctricas, vergajazos (sentido del dolor), cambios de sitio, caídas libres, aceleraciones, desaceleraciones, giros en hélice, en tirabuzón y en rizo (sentido de la posición), constricciones, tor­siones (sentido de la posición corporal relativa), violaciones (percepción sexual), penetraciones, introducciones de espéculos, insuflaciones, inyecciones de hormonas y vasodilatadores (per­cepción interna de los procesos orgánicos), choques inductores de entremezclamiento y confusión de sensaciones (percepción cinestésica), inyecciones de drogas (percepción delirante), y co­mo luego de experimentada en su totalidad la experiencia artísti­ca ya para qué vivir, el espectador es atacado en su instinto de conservación, fibra a fibra deshilachado, macerado, masticado y digerido. Como sucede con toda nueva forma de arte en la que proponemos, los espectadores, al principio, serán escasos.


LA LLAMADA A LA PUERTA
Dino Buzzati
Italia (1906-1972)

Toc, toc. ¿Quién será?
¿Abuelito con los regalos de Navidad?
Toc, toc. ¿Quién será?
¿Giorgio? ¡Dios mío, si en casa se dan cuenta!
Toc, toc. ¿Quién será?
Apuesto a que es él. Con los años no se le pasan las ganas de hacer bro­mas a mi Giorgio.
Toc, toc. ¿Quién será?
¿To­nino que vuelve a estas horas? ¡Oh, estos dichosos hijos!
Toc, toc. Debe ser el viento.
¿O los espíritus? ¿O los recuer­dos? ¿Quién podría venir a buscarme?
Toc, toc. Toc, toc. Toc, toc.


EL CERDITO
Juan Carlos Onetti
Uruguay (1909-1994)

La señora estaba siempre vestida de negro y arrastraba sonriente el reumatismo del dormitorio a la sala. Otras habitaciones no había; pero sí una ventana que daba a un pequeño jardín parduzco. Miró el reloj que le colgaba del pecho y pensó que faltaba más de una hora para que llegaran los niños. No eran suyos. A veces dos, a veces tres que llegaban desde las casas en ruinas, más allá de la placita, atravesando el puente de madera sobre la zanja seca, ahora enfurecida de agua en los temporales de invierno. Aunque los niños empezaran a ir a la escuela, siempre lograban escapar de sus casas o de sus aulas a la hora de pereza y calma de la siesta. Todos, los dos o tres; eran sucios, hambrientos y físicamente muy distintos. Pero la anciana siempre lograba reconocer en ellos algún rasgo del nieto perdido: a veces a Juan le correspondían los ojos o la franqueza de ojos y sonrisa; otras, ella los descubría en Emilio o Guido. Pero no trascurría ninguna tarde sin haber reproducido algún gesto, algún ademán de nieto. Pasó sin prisa a la cocina para preparar los tres tazones de café con leche y los panques que envolvían dulce de membrillo. Aquella tarde los chicos no hicieron sonar la campanilla de la verja sino que golpearon con los nudillos el cristal de la puerta de entrada. La anciana demoró en oírlos, pero los golpes continuaron insistentes y sin aumentar su fuerza. Por fin, por que había pasado a la sala para acomodar la mesa, la anciana percibió el ruido y divisó las tres siluetas que habían trepado los escalones. Sentados alrededor de la mesa, con los carrillos hinchados por la dulzura de la golosina, los niños repitieron las habituales tonterías, se acusaron entre ellos de fracasos y traiciones. La anciana no los comprendía pero los miraba comer con una sonrisa inmóvil; para aquella tarde, después de observar mucho para no equivocarse, decidió que Emilio le estaba recordando el nieto mucho más que los otros dos. Sobre todo con el movimientos de las manos. Mientras lavaba la loza en la cocina oyó el coro de risas, las apagadas voces del secreteo y luego el silencio. Alguno caminó furtivo y ella no pudo oír el ruido sordo del hierro en la cabeza. Ya no oyó nada más, bamboleó el cuerpo y luego quedó quieta en el suelo de su cocina. Revolvieron en todos los muebles del dormitorio, buscaron debajo del colchón. Se repartieron billetes y monedas y Juan le propuso a Emilio:
- Dale otro golpe. Por si las dudas.
Caminaron despacio bajo el sol y al llegar al tablón de la zanja cada uno regresó separado, al barrio miserable. Cada uno a su choza y Guido, cuando estuvo en la suya, vacía como siempre en la tarde, levantó ropas, chatarra y desperdicios del cajón que tenía junto al catre y extrajo la alcancía blanca y manchada para guardar su dinero; una alcancía de yeso en forma de cerdito con una ranura en el lomo.


UN MILAGRO
Llorenc Villalonga
España (1897-1980)

Le habían asegurado que la Sagrada Imagen retornaría el movimiento al brazo paralizado y la señora tenía mucha fe. ¡Lo que consigue la fe! La señora entró temblando en la misteriosa cueva y fue tan intensa su emoción que enmudeció para siempre. Del brazo no curó porque era incurable.


ZOOLOGIA FANTASTICA
Luisa Valenzuela
Argentina (1938)

Un peludo, un sapo, una boca de lobo. Lejos, muy lejos, aullaba el pampero para anunciar la salamanca. Aquí, en la ciudad, él pidió otro sapo de cerveza y se lo negaron:
- No te servimos más, con el peludo que traés te basta y sobra...
El se ofendió porque lo llamaron borracho y dejó la cervecería. Afuera, noche oscura como boca de lobo. Sus ojos de lince le hi­cieron una mala jugada y no vio el coche que lo atropelló de anca. ¡Caracoles! El conductor se hizo el oso. En el hospital, cama como jaula, papagayo. Desde remotas zonas tropicales llegaban a sus oí­dos los rugidos de las fieras. Estaba solo como un perro y se hizo la del mono para consolarse. ¡Pobre gato! Manso como un cordero pero torpe como un topo. Había sido un pez en el agua, un lirón durmiendo, fumando era un murciélago. De costumbres gregarias, se llamaba León pero los muchachos de la barra le decían Carpin­cho. El exceso de alpiste fue su ruina. Murió como un pajarito.


TATUAJE
Ednodio Quintero
Venezuela (1947)

Cuando su prometido regresó del mar, se casaron. En su viaje a las islas orientales, el marido había aprendido con esmero el ar­te del tatuaje. La noche misma de la boda, y ante el asombro de su amada, puso en práctica sus habilidades: armado de agujas, tinta china y colorantes vegetales dibujó en el vientre de la mujer un hermoso, enigmático y afilado puñal. La felicidad de la pareja fue intensa y, como ocurre en estos casos, breve. En el cuerpo del hombre revivió alguna extraña en­fermedad contraída en las islas pantanosas del este. Y una tarde, frente al mar, con la mirada perdida en la línea vaga del horizon­te, el marino emprendió el ansiado viaje a la eternidad. En la soledad de su aposento, la mujer daba rienda suelta a su llanto, y a ratos, como si en ello encontrase algún consuelo, se acariciaba el vientre adornado por el precioso puñal. El dolor fue intenso, y también breve. El otro, hombre de tie­rra firme, comenzó a rondarla. Ella, al principio esquiva y recata­da, fue cediendo terreno. Concertaron una cita. La noche conve­nida ella lo aguardó desnuda en la penumbra del cuarto. Y en el fragor del combate, el amante, recio e impetuoso, se le quedó muerto encima, atravesado por el puñal.


EL NIÑO AL QUE SE LE MURIO EL AMIGO
Ana María Matute
España (1926)

Una mañana se levantó y fue a buscar al amigo, al otro lado de la valla. Pero el amigo no estaba, y, cuando volvió, le dijo la madre:
- El amigo se murió.
- Niño, no pienses más en él y busca otros para jugar.
El niño se sentó en el quicio de la puerta, con la cara entre las manos y los codos en las rodillas. "El volverá", pensó. Porque no podía ser que allí estuviesen las canicas, el camión y la pistola de hojalata, y el reloj aquel que ya no andaba, y el amigo no viniese a buscarlos. Vino la noche, con una estrella muy grande, y el niño no quería entrar a cenar.
- Entra, niño, que llega el frío -dijo la madre.
Pero, en lugar de entrar, el niño se levantó del quicio y se fue en busca del amigo, con las canicas, el camión, la pistola de hojalata y el reloj que no andaba. Al llegar a la cerca, la voz del amigo no le llamó, ni le oyó en el árbol, ni en el pozo. Pasó buscándole toda la noche. Y fue una larga noche casi blanca, que le llenó de polvo el traje y los zapatos. Cuando llegó el sol, el niño, que tenía sueño y sed, estiró los brazos y pensó: "Qué tontos y pequeños son esos juguetes. Y ese reloj que no anda, no sirve para nada". Lo tiró todo al pozo y volvió a la casa, con mucha hambre. La madre le abrió la puerta, y dijo:
- Cuánto ha crecido este niño, Dios mío, cuánto ha crecido.
Y le compró un traje de hombre, porque el que llevaba le venía muy corto.