El periodista Homero Alsina Thevenet (1922-2005) fue un afamado crítico de cine, quizá el mayor representante de medio siglo de critica rioplatense. Nacido en Montevideo, su iniciación en el cine comenzó a los once años cuando fue atropellado en la calle por un ciclista. El accidente le valió un mes y medio de yeso, lo que llevó a su padre -a la sazón director del suplemento dominical del diario "El Día"- a conseguirle un carnet para entrar gratis al cine. A partir de allí, ya no dejó de ver cine. A los quince años comenzó su trayectoria escribiendo en la sección "Disculpe" del semanario "Cine Radio Actualidad" y, dos años más tarde, comenzó a trabajar como voluntario en el periódico "Marcha". Desde 1944 y hasta 1952, ya afianzado en dicho semanario, se consolidó como uno de los críticos de cine más afamados de su país. A los treinta años fundó y dirigió la revista "Film" que editaba Cine Universitario del Uruguay hasta que, en 1954, pasó a dirigir la página de Espectáculos del diario "El País", una tarea que realizó hasta 1965 (más tarde, a su retorno del exilio en España y hasta su muerte dirigió con maestría su suplemento cultural). Luego, y hasta el golpe de Estado de 1976, trabajó en Buenos Aires en diferentes medios, entre ellos, "Primera Plana", "Panorama" y "Adán", y en las revistas especializadas "Tiempo de Cine" y "Filmar y Ver". En 1976 se exilió voluntariamente en Barcelona, donde colaboró en distintos medios españoles. Su retorno a Latinoamérica se produjo en el marco de la reinstauración democrática. Volvió a la Argentina, donde fue Jefe de Espectáculos del diario "La Razón" y luego de "Página/12", pero al producirse el triunfo del peronismo en su versión ultra liberal -y cumpliendo una promesa- partió definitivamente para el Uruguay. Alsina Thevenet fue uno de los fundadores y primer presidente de la Asociación de Críticos Cinematográficos del Uruguay e integró jurados en diversos festivales cinematográficos. Profundo conocedor y cultor del lenguaje, y creador de un estilo propio que combinaba el dato preciso con toques de humor e ironía, su obra comprende libros de ensayos y crónicas, entre los que se destacan "Ingmar Bergman, un dramaturgo cinematográfico", "Cine sonoro americano y los Oscars de Hollywood", "Censura y otras presiones sobre el cine", "Crónicas de cine", "Violencia y erotismo", "Chaplin, todo sobre un mito", "El libro de la censura cinematográfica", "Textos y manifiestos del cine" y "Listas negras en el cine". Tras su fallecimiento fue homenajeado por dos de las personalidades más ilustres de la cultura de América Latina: el artista plástico Hermenegildo Sábat y el escritor y periodista Tomás Eloy Martínez.
Hermenegildo Sábat (1933). Dibujante, pintor, poeta, fotógrafo, docente y músico nacido en Pocitos, Uruguay. Siendo apenas un adolescente publicó sus primeros dibujos en el diario "Acción" de Montevideo. Allí aprendió el oficio de periodista: fue fotógrafo, redactor, diagramador y operador de imprentas offset. Dejó su país natal en 1965, al momento de ser nombrado Secretario de Redacción de "El País", para radicarse en Buenos Aires y abrazar su vocación de artista plástico. Desde entonces ha trabajado como caricaturista en las revistas "Primera Plana" y "Crisis", y en los diarios "La Opinión" y "Clarín", en el que, desde 1973, ilustra las páginas de la sección "Política". Nacionalizado argentino en 1980, lleva publicados una veintena de libros, entre ellos "Al troesma con cariño", "Tango mío", "Jazz a la carte", "La casa sigue en orden. Cuatro décadas de historia en dibujos", "Georgie dear", "Dos dedos. Una interpretación de Django Reinhardt", "Siguen las firmas. Inventario apócrifo de falsedades, mentiras y algunas certidumbres", "El pájaro murió de risa", "Anónimo transparente" y "Que no se entere Piazzolla". También ha ilustrado los libros "Monsieur Lautrec" de Julio Cortázar (1914-1984) y "Crónicas del Angel Gris" de Alejandro Dolina (1944). El 13 de diciembre de 2005 publicó en "Clarín" un artículo titulado "Murió un maestro del periodismo cultural":
Erudito, agudo y ético, hizo historia en la crítica de cine y en la crónica cultural. Es muy probable que Homero Alsina Thevenet hubiera corregido esta necrológica y hasta habría aportado datos para completarla. Durante su lectura habría anotado débiles líneas de lápiz al costado de un giro que no le gustó, algún error sintáctico, cualquier dato cuya pnemotecnia inverosímil le imponía corrección y, desde ya, su persecución de las repeticiones, para las cuales aportaba, de manera infalible, los sinónimos más pertinentes. Hijo de un periodista español, a los trece años padeció un accidente que despertó una vocación. Caminando cerca de su casa, en Montevideo, fue atropellado por una bicicleta. Mientras convalecía, enyesado, los porteros de un cine cercano le franquearon gratuitamente la entrada todas las tardes que quiso. Quiso todas las que pudo y a los catorce años comenzó su carrera en la revista "Cine Radio Actualidad", con una sección semanal titulada "Consultorio cinematográfico por H.A.T.", donde competían datos irrelevantes con destellos de erudición sorprendentes. A pocos les podía importar a qué horas desayunaba el cineasta soviético Leon Pudovkin, pero Homero no sólo estaba enterado. Ofrecía razones. Su presencia en esa revista lo vinculó con Juan Rafael Grezzi, adelantado alumno de medicina que construyó una valiosa colección de discos (78 rpm) de jazz, y mantuvo la primera página dedicada al tema en el Río de la Plata. Las cualidades de Homero fueron advertidas por Juan Carlos Onetti, primer secretario de redacción del semanario "Marcha", que lo invitó a sumarse a esa publicación, aunque poco tiempo después le dedicaría un extraño cuento titulado "Bienvenido Bob", que es un retrato poco gentil del precoz crítico de cine. Desde las páginas de "Marcha" Homero ganó admiradores, cosechó odios, recibió amenazas y, por lo menos en una ocasión, una feroz trompada en la cara. Escribía a máquina de corrido, sin vacilaciones, sin errores y, en especial, sin arrepentimientos. A los dieciocho comenzó a fumar cigarrillos negros (Republicana) a pesar de padecer asma y no los abandonó. Su retiro de "Marcha" fue consecuencia del disgusto que le produjo a Carlos Quijano, su director, una nota sobre una película proyectada en un festival habido en Punta del Este. Homero le hizo pleito a Quijano y lo ganó. Las opiniones no se ofrecen en venta. Fue codirector de la notable revista "Film"
(junto con Jaime Francisco Botet, otro hijo de español) y ahí resplandecieron sus puntos de vista y, también, sus arbitrariedades. Cuando comentó "Un tranvía llamado deseo", Botet le rogó mencionase el nombre de Vivien Leigh. Homero sufrió, pero la incluyó. A partir de esa instancia, ingresó en "El País", donde generó una brillante página de espectáculos, cuyo máximo logro fue que las películas del genial Ingmar Bergman se estrenasen en Montevideo antes que en Estocolmo. La notoriedad de Homero había trascendido a Buenos Aires y en 1964 la revista "Primera Plana" le encargó una nota de tapa sobre el productor Atilio Mentasti. En ese caso pudo hacerla ya que ni Ramiro Casasbellas ni Tomás Eloy Martínez hubieran sido recibidos por Mentasti. Esa nota significó, también, el traslado de Homero a Buenos Aires. Permaneció poco tiempo en ese semanario y logró insertarse en la editorial Abril. A esa altura ya eran legendarias sus advertencias y también sus impertinencias. Pero todos aplaudían sus magníficas crónicas y sus libros, en particular uno dedicado a la censura en el cine. Cuando llegó la dictadura eligió ir a Barcelona, tierra de su madre Judith y su tío Abraham, que tocaba el piano en la Orquesta de Tereg Tucci, que acompañó a Carlos Gardel. Superadas las presiones militares en el Río de la Plata, regresó a Montevideo, donde fundó un brillante suplemento literario en "El País" y lo dirigió hasta ahora. Ya no era más el petimetre sabelotodo sino un reflexivo sabio periodista, al que se recurría como consejero y guía. Como trataba de evitar todo toque sentimental en sus notas, también habría cuestionado esas líneas. Y, para terminar, hubiera pedido escuchar el disco Victor 38100, número de matriz de "Hello Lola", por los Mound City Blue Blowers, como lo hacía los miércoles de noche en la casa de Grezzi.
Tomás Eloy Martínez (1934-2010). Periodista, escritor, guionista de cine y ensayista nacido en Tucumán, Argentina. Se graduó como licenciado en Literatura Española y Latinoamericana en la Universidad de Tucumán y obtuvo en 1970 una Maestría en Literatura en la Université de París VII. Fue crítico de cine del diario "La Nación", jefe de redacción del semanario "Primera Plana", director del semanario "Panorama" y del suplemento cultural del diario "La Opinión". Entre 1975 y 1983 vivió exiliado en Caracas, Venezuela, donde fue editor del suplemento "Papel Literario" y asesor de la dirección del diario "El Nacional", y fundador y director de redacción de "El Diario de Caracas". Participó en la creación del diario "Siglo 21" de Guadalajara, México, y creó el suplemento literario "Primer Plano" del diario "Página/12" de Buenos Aires. Luego fue columnista del diario "La Nación" de Buenos Aires y de "The New York Times Syndicate", que publicó sus artículos en doscientos diarios de Europa y las Américas. Entre sus libros figuran "Estructuras del cine argentino", "Los testigos de afuera" y "Retrato del artista enmascarado" (ensayos); "Lugar común la muerte" (relatos); "Sagrado", "La novela de Perón", "La mano del amo", "Santa Evita" y "El cantor de tango" (novelas); y "La pasión según Trelew" y "Las memorias del general" (crónicas). El 18 de mayo de 2006 publicó en el diario"La Nación" el siguiente artículo bajo el título de "Retrato de un intelectual ejemplar":
La última vez que vi a Homero Alsina Thevenet fue en un café de la avenida 18 de Julio, en Montevideo, en abril de 2004. Tenía ya ochentidós años y la misma velocidad intelectual de cuando lo conocí, a fines de los años '50. Caía la tarde y él se dejó llevar por una inusual melancolía. "Nos vemos pronto", le dije, incurriendo en un lugar común. "Quién sabe", me respondió, con su acidez de siempre. Después, citó a Borges: "Quién nos dirá de quién, en esta casa,/ sin saberlo nos hemos despedido". Me aparté de él con el presentimiento de que no volvería a verlo y, desde entonces, no he dejado de pensar en todo lo que le debo. Cuando me dijeron que había muerto, el 12 de diciembre de 2005, quise escribir de inmediato algunas líneas que lo recordaran, pero una enfermedad de diagnóstico confuso me llevó de un hospital de Nueva Jersey a otro en Boston. Las semanas fueron pasando. Fuera de un admirable texto de Sábat -que conocía a Homero muy bien- y de otro que le dedicó una de sus discípulas, Gabriela Esquivada, no he leído nada que fuera digno de él. Tampoco creo que las historias con que voy a evocarlo en esta página alcancen a hacerle justicia. Homero Alsina Thevenet fue uno de los mayores intelectuales de América Latina y el más admirable de sus críticos de cine. Los párrafos que siguen tienden a demostrarlo. A fines de la primavera en 1958, escribía yo reseñas cinematográficas en este diario. Trabajaba cada texto con aplicación, comparando mis juicios con los que encontraba en las revistas de moda, que por entonces eran "Cahiers du Cinéma" y "Sight and Sound". Uno de mis colegas (creo que Rolando Fustiñana, el fundador de la Cinemateca Argentina) me recomendó que más bien leyera a Homero Alsina Thevenet en "El País" de Montevideo. Los diarios uruguayos llegaban a las tres de la tarde a un quiosco de la esquina de Corrientes y Maipú y se agotaban a las tres y media. Nunca olvidaré el estado de absoluto deslumbramiento con que me acerqué al primero de los textos que Alsina firmaba, invariablemente, con sus iniciales, HAT. Era una presentación breve de "La signora senza camelie" (La dama sin camelias), la película que Michelangelo Antonioni había realizado en 1953, que aún no se conocía en Buenos Aires. En cada línea había un dato, una ubicación de la obra en el contexto del nuevo cine italiano y un análisis minucioso de sus aportes visuales y dramáticos. Nunca había aprendido tanto de un artículo tan breve y pocas veces en la vida se me volvió tan transparente el horizonte infinito de lo que ignoraba. Desde entonces me convertí en un adicto de "El País" y de todo lo que apareciera firmado por HAT. Salía a las tres menos cinco de las salas de estreno (que entonces quedaban a pocos pasos, en el extremo este de la calle Lavalle) para comprar mi ejemplar del diario uruguayo antes de que se agotara. Estudiaba los textos de Alsina con devoción de catecúmeno. Dialogaba con él, disentía, me peleaba con sus ideas como si se me fuera la vida. Cuando lo conocí, en el festival de Punta del Este, a fines del verano siguiente, me sentí amedrentado por sus filosos comentarios verbales y por su erudición inagotable. Sabía tanto y hablaba de lo que sabía con tanta naturalidad, sin ostentación, que el cine parecía moverse a su ritmo y no a la inversa. Fue la primera vez (acaso la única) en que conocí a un crítico que se desplazaba por su disciplina con más fluidez que los creadores. Poco a poco nos fuimos haciendo amigos. En 1965, cuando yo dirigía el área cultural de la revista "Primera Plana" -que marcaba por aquellos años el paso de las modas y gustos latinoamericanos-, me pareció que la experiencia iba a resultar incompleta si Homero no tomaba a su cargo la crítica de cine. Me costó mucho convencerlo de que emigrara de Montevideo a Buenos Aires. Si la memoria no me falla, creo que lo conseguí en el aeropuerto de Carrasco, durante alguna de las muchas escalas que tenían los viajes de entonces. No sé si Homero fue feliz durante aquel final de década. Sé, en cambio, que "Primera Plana" era mejor cuando aparecía un texto con sus mitológicas iniciales. Reencontré a Homero en 1971, cuando otro semanario, "Panorama", me hizo volver desde Europa para que dirigiera un equipo en el que ya estaba él como jefe de redacción. De aquellos meses tumultuosos no recuerdo otra felicidad que la de verlo imponiendo la disciplina de la inteligencia y del rigor en una revista desorientada por una realidad que todos los días se levantaba de otra manera. En la biblioteca que he llevado de un lado a otro por el mundo, tengo siempre al alcance de la mano las obras completas de Alsina, que pueblan un anaquel entero y que son, sin duda, menos de la mitad de lo que ha escrito. Con frecuencia releo las "Vidas torcidas", que asoman en su "Segunda enciclopedia de datos inútiles", o los apasionantes azares de los Oscar tal como los narra en "Cine sonoro americano". Cada vez me sorprendo ante la habilidad con que él conjuga datos dispersos y los baraja en un haz narrativo que se parece a las novelas. Nada de lo que he escrito refleja, sin embargo, la ternura y la solidaridad que fluían por debajo de la incansable ironía de Homero y de sus frases tajantes. Una errata lo sacaba de quicio; una palabra de más le parecía un derroche. Para describirlo mejor hay que recurrir, quizás, a una de las historias menos divulgadas de su vida. Hacia 1964, publicó, junto con su amigo Emir Rodríguez Monegal, un estudio tan exhaustivo como inhallable sobre el cine de Ingmar Bergman, a quien ambos habían descubierto antes que nadie una década antes. En 1978, Rodríguez Monegal -que era entonces profesor en Yale- publicó en inglés su famosa biografía literaria de Borges y pensó que nadie podría traducirla al castellano mejor que su viejo amigo. El lenguaje de la obra era llano y, a la velocidad de rayo con que trabajaba Alsina, la versión debía estar lista en seis meses, a lo sumo diez. Tardó casi nueve años. Muchas de las citas de Borges habían sido tomadas por Rodríguez Monegal de revistas arcaicas, traducidas al inglés en fichas dispersas. Los originales se habían perdido en el trasiego de los viajes y Homero se negaba a retraducir a Borges del inglés, algo que cualquier profesional menos escrupuloso hubiera hecho. Recorrió bibliotecas, colecciones privadas y librerías de viejo hasta dar con cada uno de los textos originales, por liso y llano respeto al lector. Después de su largo exilio en España, Alsina Thevenet creó en Montevideo, con medios precarios, un suplemento cultural para el diario "El País" que sigue siendo uno de los mejores de América Latina. El ya no está allí, pero quién podría estar seguro de eso. Me han contado que nadie quiere sentarse en su silla, por las dudas. Tienen razón. El día menos pensado, Homero -que lo corregía todo- puede regresar a corregir su propia muerte, que fue inesperada y, por lo tanto, imperfecta.