LA BROMA
Adolfo Pérez Zelaschi
Argentina (1920-2005)
Jóvenes y dichosos, tendidos en la duna, semidesnudos y al sol frente al mar, habían hablado largamente acerca del esperanzado porvenir que tenían asegurado al término de sus vacaciones. Al rato él le propuso correr por la playa cortando el borde de las olas.
- ¡Vamos! -aceptó la mujer y se levantó, ágil y liviana.
Al hacerlo él a su vez, se le hundió la mano en el pringue oscuro y hediondo que un desaprensivo había depuesto allí, tapándolo luego con apenas una somera capa de arena. Tal vez llevado por su propio desconcierto imaginó una broma estúpida y fatal: se acercó por detrás a la mujer, que se estaba calzando sus sandalias y le embadurnó el hombro con la porquería que no había atinado a quitarse.
- ¿Qué es? -preguntó ella, volviéndose.
- Mierda... -dijo él riendo-; un cerdo la dejó ahí...
La mujer se curvó como una vara, traspasada de asco, náusea y atónito asombro. Cuando volvió a erguirse, temblorosa y pálida, gritó:
- ¡No me sigas! ¡Nunca, nunca! -y corrió hacia las olas para lavarse del horror y la angustia.
Con la desesperada certeza de haberla perdido, el hombre se quedó donde estaba, inmóvil.
LA FATIGA
Jorge F. Hernández
México (1962)
Luego de doce horas de vuelo, el viejo cerró su libro y se bajó de la hamaca.
PESCADOR DE TESOROS
Marcel Schwob
Francia (1867-1905)
William Phips nació en 1651, cerca de la desembocadura del río Kennebec, entre los bosques fluviales a donde los constructores de navíos iban a talar su madera. En una pobre aldea de Maine soñó, por primera vez, con una venturosa fortuna al contemplar el desbaste de las tablas marinas. El incierto resplandor del océano que azota a Nueva Inglaterra le llevó el centelleo del oro ahogado y de la plata sofocada bajo las arenas. Creyó en la riqueza del mar y deseó obtenerla. Aprendió a construir barcos, se hizo de un modesto pasar y fue a Boston. Su fe era tan fuerte que repetía: "un día, seré capitán de una nave del Rey y tendré una casa de ladrillos en Boston, en la Avenida Verde". En ese tiempo yacían en el fondo del Atlántico muchos galeones españoles cargados de oro. Ese rumor inundaba el alma de William Phips. Supo que un gran navío se había hundido cerca del Puerto de la Plata; reunió todo cuanto poseía y partió para Londres, con el propósito de equipar un navío. Asedió al Almirantazgo con peticiones y memoriales. Le dieron el Rose d'Alger, que tenía dieciocho cañones y, en 1687, se hizo a la mar hacia lo desconocido. Tenía treinta y seis años. Noventa y cinco hombres partían a bordo del Rose d'Alger, entre ellos un primer maestre, Adderley, de Providence. Cuando supieron que Phips se dirigía a Hispaniola, no pudieron contener su alegría, porque Hispaniola era la isla de los piratas y el Rose d'Alger les parecía un buen navío. Y para comenzar, en una pequeña isla arenosa del archipiélago, se reunieron en consejo para hacerse caballeros de fortuna. Phips, en la proa del Rose d'Alger, escudriñaba el mar. A todo esto, había una avería en la carena. Mientras la reparaba, el carpintero oyó el complot. Corrió a la cabina del capitán. Phips le ordenó que cargara los cañones, apuntó con ellos a la tripulación amotinada en tierra, dejó a todos sus hombres cimarrones en aquella guarida desierta, y volvió a zarpar con algunos marineros fieles. El maestre de Providence, Adderley, regresó al Rose d'Alger a nado. Tocaron Hispaniola con mar calmo, bajo un sol ardiente. Phips preguntó en todos los fondeaderos por el navío que había zozobrado más de medio siglo antes a la vista del Puerto de la Plata. Un viejo español lo recordaba y le indicó el arrecife. Era un escollo alargado, redondeado, cuyas laderas desaparecían en el agua clara hasta el temblor más profundo. Adderley, inclinado por sobre la borda, reía y miraba los pequeños remolinos de las olas. El Rose d'Alger dio lentamente la vuelta al arrecife y todos los hombres contemplaban en vano el mar transparente. Phips daba golpes con el pie en el castillo de proa, entre las dragas y los garfios. Una vez más el Rose d'Alger dio la vuelta al arrecife y en todas partes el fondo parecía igual, con sus surcos concéntricos de arena húmeda y los ramilletes de algas inclinadas que estremecían las corrientes. Cuando el Rose d'Alger comenzó su tercera vuelta el sol se hundió y el mar se puso negro. Después fue fosforescente. "¡Ahí están los tesoros!", gritó Adderley en la noche, con el dedo tendido hacia el oro humeante de las olas. Pero la aurora caliente se levantó sobre el océano tranquilo y claro y el Rose d'Alger comenzó a virar. Entonces Adderley advirtió en un flanco del arrecife una hermosa alga blanca que se balanceaba y tuvo ganas de tenerla. Un indio se zambulló y la arrancó. La trajo colgando muy derecha. Era muy pesada y sus raíces enredadas parecían aferrar un guijarro. Adderley la sopesó y golpeo las raíces en el puente para desembarazarlas de su peso. Algo centelleante rodó bajo el sol. Phips lanzó un grito. Era un lingote de plata que valía por lo menos trescientas libras. Adderley balanceaba estúpidamente el alga blanca. Todos los indios se zambulleron en seguida. En pocas horas el puente estuvo cubierto por sacos petrificados, con incrustaciones calcáreas y revestidos de conchillas. Los despanzurraron con escoplos y martillos; y por los agujeros escaparon lingotes de oro y de plata y piezas de a ocho: "¡Dios sea loado -exclamó Phips-; nuestra fortuna está hecha!". El tesoro valía trescientas mil libras esterlinas. Adderley repetía: "¡Y todo esto salió de la raíz de una pequeña alga blanca!". Y murió loco, en las Bermudas, algunos días después, balbuceando esas palabras. Phips transportó su tesoro. El rey de Inglaterra lo convirtió en sir William Phips y lo nombró High Sheriff de Boston. Allí, fiel a su quimera, se hizo construir una hermosa casa de ladrillos rojos en la Avenida Verde. Se convirtió en un hombre notable. Fue él quien tomó la Acadia al señor de Meneval y al caballero de Villebon. El rey lo nombró gobernador de Massachusetts, capitán general de Maine y de Nueva Escocia. Sus cofres estaban llenos de oro. Se lanzó al ataque de Quebec después de haber levantado todo el dinero disponible de Boston. La empresa falló y la colonia se arruinó. Entonces Phips emitió papel moneda. Para aumentar su valor cambió por ese papel todo su oro líquido. Pero la suerte había cambiado. La cotización del papel bajó. Phips perdió todo, quedó pobre, endeudado, y sus enemigos lo acechaban. Su prosperidad había durado sólo ocho años. Partió para Londres, miserable, y, cuando desembarcaba, fue arrestado por veinte mil libras, a requerimiento de Dudley y Bretón. Los sargentos lo transportaron a la prisión de Fleet. Sir William Phips fue encerrado en una celda pelada. Lo único que había guardado era el lingote de plata que le había dado la gloria, el lingote del alga blanca. Estaba agotado por la fiebre y la desesperación. La muerte lo tomó de la garganta. El se resistió. Aún entonces fue acosado por su sueño de tesoros. El galeón del gobernador español Bobadilla, cargado de oro y de plata, se había hundido cerca de las Bahamas. Phips mandó buscar al alcaide de la prisión. La fiebre y la esperanza furiosa lo habían enflaquecido. Le presentó al alcaide el lingote de plata en su mano seca y murmuró en un estertor de agonía:
- Déjeme zambullir; éste es uno de los lingotes de Bobadilla.
Luego expiró. El lingote de alga blanca pagó su féretro.
A PRIMERA VISTA
Poli Délano
Chile (1936)
Verse y amarse locamente fue una sola cosa. Ella tenía los colmillos largos y afilados. El tenía la piel blanda y suave: estaban hechos el uno para el otro.
EL ENCUENTRO
Jorge Díaz Herrera
Perú (1941)
Eran el alba y el primer canto del gallo, cuando los dos hermanos se encontraron con sus equipajes a la espalda en las puertas de su casa. Y el uno dijo: "¿Tú también abandonarás a nuestro padre?". Y echando sus bultos al suelo retornaron a sus habitaciones, mientras el anciano dormía en paz, como si el alba aún estuviera lejana.
ELEGIA
Paz Monserrat Revillo
España (1962)
Un piojo sobre la hoja en blanco. Humilde máquina de destrucción. Perfectamente artrópodo, con todas sus piezas articuladas y el vientre geométrico repleto de sangre. Se debate patas arriba luchando contra el aire que lo aplasta, contra mi mirada curiosa, contra el huracán de mi respiración. Mueve las patitas como si el mundo fuera una gran pelota y él tuviera que hacer acrobacias con ella. Consigue desplazarse un milímetro a la derecha. Se detiene para recuperar fuerzas. Parece que el peine metálico le ha perforado ligeramente el abdomen. Mi mano escribiendo este texto pasa por encima de su cuerpo simétrico, el párrafo se acerca a su vientre agotado. Ahora ya solo mueve una pata y sus dos quelíceros minúsculos tantean el papel en busca de sangre, de mucosas, de grasa… Los caminos de la tinta lo alcanzan y le ceden el escenario de dos líneas en blanco. Levanta el vientre en un último gesto de orgullo parásito y se desploma rodeado de las palabras que yo escribo y que hablan de su muerte inocente y digna. Su cadáver viaja hacia la papelera envuelto en un sudario doméstico: un pañuelo blanco de celulosa. Ha muerto el piojo. Nadie lo reclama, pero sus congéneres no se resignan a perder esta batalla, intermitente pero feroz, que se libra en la sedosa melena de mi hija.
INTRUSISMO
Enrique Anderson Imbert
Argentina (1910-2000)
Cuando Magdalena me propuso su plan le di a leer, para disuadirla, aquel cuento de Anderson en el que un pícaro consigue introducirse en una casa ajena, domina a su dueña primero con zalamerías, luego con amenazas, y acaba por apoderarse de lodos sus bienes. Magdalena no dio señas de entenderme. Insistió en lo suyo. Entonces tuve que mostrarle las inconveniencias con brutal claridad. Tampoco vio la luz. La tozuda quiere que viva con nosotros un perfecto desconocido. Si fuera por un fin de semana, vaya y pase, pero no: ella misma admite que el desconocido necesitará cuidados especiales, una atención constante. Magdalena no se fija en gastos. Parece creer que soy un burro de carga que debe mantener, no sólo a ella, sino también a quien ella traiga. Techo, alimentación, ropas, todo para el intruso, quien seguramente nunca devolverá los beneficios recibidos. Le he dicho: "Querida, ¿y si resulta una persona desagradable?". A Magdalena no le importa. Tampoco le importa que la intimidad de nuestra vida matrimonial sea alterada, quizá destruida, por las miradas de un tercero. Para convencerme me habla de no sé qué compensaciones: de la gratitud, por ejemplo. ¿Gratitud? ¡Bah, hay tantos desagradecidos! El argumento preferido de Magdalena es que "todo el mundo lo ha hecho durante muchas generaciones y mientras el mundo sea mundo seguirá haciéndolo". Puede ser, pero ¿a mí qué? Yo no soy convencional. Prefiero el divorcio antes de que mi mujer traiga a casa ese hijo.
PEQUEÑOS CUERPOS
Triunfo Arciniegas
Colombia (1957)
Los niños entraron a la casa y destrozaron las jaulas. La mujer encontró los cuerpos muertos y enloqueció. Los pájaros no regresaron.
AQUEL OTOÑO DEL DOCTOR BOVARY
Horacio Vázquez Rial
Argentina (1947)
No es abril el mes mas cruel. Es octubre. La existencia se agazapa como antes lo ha hecho la nada. Hay un pacto entre ellas, se turnan, se justifican mutuamente, pero no establecen pacto alguno con los hombres, que pueden morir en medio de la vida mas espléndida o en el momento mas triste de la ciudad. Mamá empezo a irse en octubre, aunque no se despidió hasta enero, cuando la miseria es más dura. A Jeanne la enterramos en otoño. El doctor Bovary no era un gran médico. No voy a negar su buena voluntad, aunque hubiese preferido que la atendiese otro. Pero Jeanne siempre habia querido que fuese él, ese hombre solitario del que, con el tiempo y por esos misterios de la comunicación, supimos que había vivido una tragedia con su mujer, que se quitó la vida. Tal vez Jeanne abrigase alguna esperanza de recobrar la salud a su lado y ocupar su existencia. Hasta hacerse cargo de la niña, la pequeña Berta, a la que su padre cuidaba como buenamente podia. Y algo debía de sentir Charles Bovary por Jeanne, porque verlo toda la noche en la casa y después fue con nosotras al cementerio y lloró desconsoladamente. Quizá por ella, quizá por su propio fracaso como médico, quizá porque el también hubiese imaginado una madre para Berta. El corazón de los hombres no siempre es transparente. El de Bovary no lo era. Supongo que lo oscurecía el dolor. Cuando dejamos a Jeanne en la tierra, él se marchó con su hija en un carruaje y nosotras elegimos regresar andando. Vinimos bordeando el bosque, por el paseo exterior. Aunque parezca insólito, nuestro grupo de mujeres de luto caminando en el anochecer no llamaba la atención. Había mucha gente y toda parecía tristísima, un tanto fantasmal a la luz pobre de las farolas de gas en la niebla. Me asombra que hayan pasado casi veinte años de aquello. Ayer encontré en la calle a Berta Bovary, toda una mujer. Desde luego, me reconoció ella. Su padre murió hace tiempo, ella se ha casado con un hombre de Barcelona y piensan marchar a América, al sur, donde en octubre es primavera.
PAQUIDERMO
David Lagmanovich
Argentina (1927-2010)
Han comenzado a llegar los paquidermos, esos raros animales de grandes orejas y larga trompa, a los que miro con curiosidad mientras ellos a su vez me devuelven una mirada asombrada, sin tener ni demostrar miedo. Hay uno que se dedica a observarme, como si yo representara un vestigio de épocas pasadas. Sé que tienen la piel muy dura y resistente, pero, dado su tamaño, no creo que puedan subsistir en estas duras condiciones climáticas. Son demasiado pequeños comparados con nosotros. O conmigo, pues tal vez yo sea el último de mi tribu y hasta de mi especie, y esté condenado a desaparecer. Si eso sucede, dejaré el territorio a merced de estos seres patéticos, mientras yo me hundo en el fango y muero. Nadie sabrá jamás -ni siquiera esa bestia diminuta, el elefante- que he sido el último dinosaurio vivo sobre la superficie de la tierra.