Hacia fines del siglo XVIII, el proceso de industrialización conocido como Revolución Industrial -que reemplazó el trabajo artesanal por el de máquinas mecánicas- aceleró las migraciones del campo a la ciudad, generó un notable crecimiento de las poblaciones urbanas y contribuyó a la formacion de una nueva clase social: el proletariado. La jornada de trabajo en las primeras décadas del siglo XIX tenía una duracion de catorce a dieciséis horas diarias. Los bajos salarios, debido a la abundante mano de obra disponible, y la utilizacion de máquinas, redujeron el precio de la fuerza de trabajo a niveles de mera subsistencia. En aquel tiempo, Europa era un continente agrícola, no preparado para afrontar una rápida industrialización ni para enfrentarse a sus consecuencias negativas. Las nuevas invenciones y el avance científico y tecnológico, sobre todo a partir de mediados de ese siglo, produjeron enormes transformaciones técnicas y económicas que revolucionaron las técnicas de la producción industrial. Estos progresos se caracterizaron por la aplicación de la tecnología a todos los aspectos de la existencia humana. Por entonces, aludiendo a la Revolución Industrial, se hablaba de otros siete pecados capitales: fábricas insalubres e inseguras, exceso de horas de trabajo, bajos salarios, explotación de la mujer, niños obreros, viviendas miserables y constantes cesantías.
Un siglo y medio más tarde, el periodista y escritor uruguayo Eduardo Galeano (1940), invitado a Madrid por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo, brindó una conferencia en la que denunció los pecados capitales que caracterizan a las sociedades occidentales modernas, poniendo al día aquellos viejos conceptos desde su particular óptica. El autor de "Las venas abiertas de América Latina", "Memoria del fuego" y "El libro de los abrazos" entre muchos otros, recurrió a algunos de sus relatos para hablar de esos pecados porque, "al fin y al cabo, del mundo se trata, y el mundo está hecho de átomos pero también está hecho de historias. Nuestro mundo, mundo al revés, que tiene la cabeza en los pies, tiene la costumbre de cometer muchos más que siete pecados capitales, y sin duda más que los que voy a nombrar; pero algo es algo". Para Galeano, los siete pecados capitales de la sociedad actual son el racismo, la tradición machista, la intolerancia al diferente, el desprecio al trabajo, las mentiras de los medios de comunicación, los gastos militares y la industria del miedo.
El mundo repite las tradiciones racistas. ¿Por qué no sabemos del Africa nada más que lo que nos enseñó el profesor Tarzán, que nunca estuvo allí? ¿Por qué seguimos creyendo que América fue civilizada por Europa? ¿Adán y Eva eran negros? En Africa empezó el viaje humano en el mundo. Desde allí emprendieron nuestros abuelos la conquista del planeta. Los diversos caminos fundaron los diversos destinos, y el sol se ocupó del reparto de los colores. Ahora las mujeres y los hombres, arco iris de la tierra, tenemos más colores que el arco iris del cielo; pero somos todos africanos emigrados. Hasta los blancos blanquísimos vienen del Africa. Quizá nos negamos a recordar nuestro origen común porque el racismo produce amnesia, o porque nos resulta imposible creer que en aquellos tiempos remotos el mundo entero era nuestro reino, inmenso mapa sin fronteras, y nuestras piernas eran el único pasaporte exigido.
Cuenta la historia oficial que el conquistador español Vasco Núñez de Balboa fue el primer hombre que vio, desde una cumbre de Panamá, los dos océanos. Los indígenas que allí vivían, ¿eran ciegos? ¿Quiénes pusieron sus primeros nombres al maíz y a la papa y al tomate y al chocolate y a las montañas y a los ríos de América? ¿Hernán Cortés, Francisco Pizarro? Los que allí vivían, ¿eran mudos? Lo escucharon los peregrinos del Mayflower: Dios decía que América era la Tierra Prometida. Los que allí vivían, ¿eran sordos? Después, los nietos de aquellos peregrinos del norte se apoderaron del nombre y de todo lo demás. Ahora, americanos son ellos. Los que vivimos en las otras Américas, ¿qué somos?
Según antiguas tradiciones religiosas, un macho cabrío cargaba los pecados de todos y era castigado con la expulsión al desierto. Algunos pueblos, como por ejemplo los judíos y los gitanos, vienen trabajando de chivos expiatorios desde hace mucho tiempo. A mediados del año 2008, la revista italiana "Panorama", que pertenece a Berlusconi, tituló en portada, "Nacidos para robar". Se refería a los gitanos, y según las encuestas, la opinión pública coincidía con este veredicto genético. Poco antes, el viceministro del gobierno de Berlusconi, había desarrollado la idea, en la televisión de Berlusconi: "Los gitanos son una etnia inclinada al robo y al secuestro de niños". O sea: ladrones, y para peor, ladrones de niños. La justicia italiana no había comprobado la veracidad de ninguna denuncia de secuestros de niños por gitanos, pero ese detalle carecía de importancia.
El mundo repite las tradiciones machistas. ¿Por qué la realidad sigue tratando a las mujeres peor que los tangos, lo que ya es decir? Están allí, pintadas en las paredes y en los techos de las cavernas. Estas figuras, bisontes, alces, osos, caballos, águilas, mujeres, hombres, no tienen edad. Han nacido hace miles y miles de años, pero nacen de nuevo cada vez que alguien las mira. ¿Cómo pudieron ellos, nuestros remotos abuelos, pintar de tan delicada manera? ¿Cómo pudieron ellos, esos brutos que a mano limpia peleaban contra las bestias, crear figuras tan llenas de gracia? ¿Cómo pudieron ellos dibujar esas líneas volanderas que escapan de la roca y se van al aire? ¿Cómo pudieron ellos…? ¿O eran ellas? Si las santas, y no los santos, hubieran escrito los evangelios, ¿cómo sería la primera noche de la era cristiana? San José, contarían las santas, estaba de mal humor. El era el único que tenía cara larga en aquel pesebre donde el niño Jesús, recién nacido, resplandecía en su cuna de paja. Todos sonreían: la Virgen María, los angelitos, los pastores, las ovejas, el buey, el asno, los magos venidos del Oriente y la estrella que los había conducido hasta Belén. Todos sonreían, menos uno. San José, sombrío, murmuró: "Yo quería una nena".
Son femeninos los símbolos de la revolución francesa, mujeres de mármol o bronce, poderosas tetas desnudas, gorros frigios, banderas al viento. Pero la revolución proclamó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, y cuando la militante revolucionaria Olympia de Gouges propuso la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, la guillotina le cortó la cabeza. Al pie del cadalso, Olympia preguntó: "Si las mujeres estamos capacitadas para subir a la guillotina, ¿por qué no podemos subir a las tribunas públicas?". No podían. No podían hablar, no podían votar. Las compañeras de lucha de Olympia de Gouges fueron encerradas en el manicomio. Y poco después de su ejecución, fue el turno de Manon Roland. Manon era la esposa del ministro del Interior, pero ni eso la salvó. La condenaron por su antinatural tendencia a la actividad política. Ella había traicionado su naturaleza femenina, hecha para cuidar el hogar y parir hijos valientes, y había cometido la mortal insolencia de meter la nariz en los masculinos asuntos de estado. Y la guillotina volvió a caer.
El mundo sigue ciego de su diversidad. ¿Por qué nos negamos a reconocer que lo mejor del mundo está en la diversidad de mundos que el mundo contiene? Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo. A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos. "El mundo es eso -reveló-. Un montón de gente, un mar de fueguitos". Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende. En algún lugar del tiempo, más allá del tiempo, el mundo era gris. Gracias a los indios ishir, que robaron los colores a los dioses, ahora el mundo resplandece; y los colores del mundo arden en los ojos que los miran. Ticio Escobar acompañó a un equipo de la televisión, que viajó al Chaco, desde muy lejos, para filmar escenas de la vida cotidiana de los ishir. Una niña indígena perseguía al director del equipo, silenciosa sombra pegada a su cuerpo, y lo miraba fijo a la cara, de muy cerca, como queriendo meterse en sus raros ojos azules. El director recurrió a los buenos oficios de Ticio, que conocía a la niña y entendía su lengua. Ella confesó: "Yo quiero saber de qué color ve usted las cosas". "Del mismo que tú", sonrió el director. "¿Y cómo sabe usted de qué color veo yo las cosas?".
Desde el punto de vista de una lombriz, un plato de espaguetis es una orgía. Todo depende de la diversidad de los puntos de vista. ¿Cómo sería la epopeya de la conquista, desde el punto de vista de lo que podía haber ocurrido? Cristóbal Colón no consiguió descubrir América, porque no tenía visa y ni siquiera tenía pasaporte. A Pedro Alvares Cabral le prohibieron desembarcar en Brasil, porque podía contagiar la viruela, el sarampión, la gripe y otras pestes desconocidas en el país. Hernán Cortés y Francisco Pizarro se quedaron con las ganas de conquistar México y Perú, porque carecían de permiso de trabajo. Pedro de Alvarado rebotó en Guatemala y Pedro de Valdivia no pudo entrar en Chile, porque no llevaban certificados policiales de buena conducta. Los peregrinos del Mayflower fueron devueltos a la mar, porque en las costas de Massachusetts no había cuotas abiertas de inmigración.
Y hablando de la diversidad, quiero rendir homenaje al papá de las computadoras (los ordenadores, como dicen aquí): Alan Turing creó las bases teóricas de la informática moderna y construyó la primera computadora que operó con programas integrados. Con ella jugaba interminables partidas de ajedrez y le formulaba preguntas que la volvían loca. La máquina obedecía emitiendo mensajes más bien incoherentes. Pero no fueron máquinas, fueron policías de carne y hueso, los que en 1952 se lo llevaron preso, en Manchester, por indecencia grave. Sometido a juicio, Turing se declaró culpable de homosexualidad. Para que lo dejaran libre, aceptó someterse a un tratamiento de curación. El bombardeo de drogas lo dejó impotente. Le crecieron tetas. Se encerró. Ya no iba a sus clases en la universidad, ni a ninguna parte. Escuchaba murmullos, sentía miradas que lo fusilaban por la espalda. Antes de dormir, era costumbre, comía una manzana. Una noche, inyectó cianuro en la manzana que iba a comer.
El mundo desprecia el trabajo. "Ahora cualquier necio/ confunde valor y precio", escribió, hace ya muchos años, el poeta Antonio Machado. Aquel ahora es también nuestro ahora: escaso valor tiene el trabajo, vale poco más que la basura, porque a bajo precio se paga. Un par de historias. Ocurrió en Chicago, en 1886. El primero de mayo, cuando la huelga obrera paralizó Chicago y otras ciudades, el diario "Philadelphia Tribune" diagnosticó: El elemento laboral ha sido picado por una especie de tarántula universal, y se ha vuelto loco de remate. Locos de remate estaban los obreros que luchaban por la jornada de trabajo de ocho horas y por el derecho a la organización sindical. Al año siguiente, los cuatro dirigentes de la huelga fueron ahorcados. Cada primero de mayo, el mundo entero los recuerda. Con el paso del tiempo, las convenciones internacionales, las constituciones y las leyes les han dado la razón. Sin embargo, las empresas más exitosas, Walmarts, McDonald's y muchas más, siguen sin enterarse. Prohíben los sindicatos obreros y miden la jornada de trabajo con aquellos relojes derretidos que pintó Salvador Dalí. Y otra: Hacía pocos años que había terminado la guerra española y la cruz y la espada reinaban sobre las ruinas de la República. Uno de los vencidos, un obrero anarquista, recién salido de la cárcel, buscaba trabajo. En vano revolvía cielo y tierra. No había trabajo para un rojo. Todos le ponían mala cara, se encogían de hombros, le daban la espalda. Con nadie se entendía, nadie lo escuchaba. El vino era el único amigo que le quedaba. Por las noches, ante los platos vacíos, soportaba sin decir nada los reproches de su esposa beata, mujer de misa diaria, mientras el hijo, un niño pequeño, le recitaba el catecismo. Mucho tiempo después, Josep Verdura, el hijo de aquel obrero maldito, me lo contó. Me lo contó en Barcelona, cuando yo llegué al exilio. Me lo contó: él era un niño desesperado, que quería salvar a su padre de la condenación eterna, pero el muy ateo, el muy tozudo, no entendía razones. "Pero papá -preguntó Josep, llorando-. Si Dios no existe, ¿quién hizo el mundo?". Y el obrero, cabizbajo, casi en secreto, dijo: "Tonto -dijo-. Tonto. Al mundo lo hicimos nosotros, los albañiles".
El mundo miente. Hace mil años, dijo el sultán de Persia: "Qué rica". El nunca había probado la berenjena, y la estaba comiendo en rodajas aderezadas con jengibre y hierbas del Nilo. Entonces el poeta de la corte exaltó a la berenjena, que da placer a la boca y en el lecho hace milagros, porque para las proezas del amor es más poderosa que el polvo de diente de tigre o el cuerno rallado de rinoceronte. Un par de bocados después, el sultán dijo: "Qué porquería". Y entonces el poeta de la corte maldijo a la engañosa berenjena, que castiga la digestión, llena la cabeza de malos pensamientos y empuja a los hombres virtuosos al abismo del delirio y la locura. Un insidioso, de esos que nunca faltan, comentó: "Recién llevaste a la berenjena al Paraíso, y ahora la estás echando al Infierno". Y el poeta, que era un profeta de los medios masivos de comunicación, puso las cosas en su lugar: "Yo soy cortesano del sultán. No soy cortesano de la berenjena". El general mexicano Francisco Serrano fumaba y leía, hundido en un sillón del casino militar de Sonora. El general leía el diario. El diario estaba cabeza abajo. El presidente, Alvaro Obregón, quiso saber: "¿Usted siempre lee el diario al revés?". El general asintió. "¿Y se puede saber por qué?". "Por experiencia, presidente, por experiencia".
El Muro de Berlín era la noticia de cada día. De la mañana a la noche leíamos, veíamos, escuchábamos: el Muro de la Vergüenza, el Muro de la Infamia, la Cortina de Hierro… Por fin, ese muro, que merecía caer, cayó. Pero otros muros brotaron, y siguen brotando, en el mundo. Aunque son mucho más grandes que el de Berlín, de ellos se habla poco o nada. Poco se habla del muro que los Estados Unidos están alzando en la frontera mexicana, y poco se habla de las alambradas de Ceuta y Melilla. Casi nada se habla del Muro de Cisjordania, que perpetúa la ocupación israelí de tierras palestinas y será quince veces más largo que el Muro de Berlín, y nada, nada de nada, se habla del Muro de Marruecos, que perpetúa el robo de la patria saharaui por el reino marroquí y mide sesenta veces más que el Muro de Berlín. ¿Por qué será que hay muros tan altisonantes y muros tan mudos?
¿Qué ocurrió en el mundo, pongamos por caso, en el año 1998? Los medios globalizados de comunicación dedicaron sus más amplios espacios, y sus mejores energías, al romance del presidente del planeta con una gordita voraz y locuaz, la lingüista Mónica Lewinsky. El tema ocupó los periódicos que desayunamos, los informativos radiales que almorzamos, los telediarios que cenamos y las páginas de todas las revistas que ojeamos. Me parece que en 1998 también ocurrieron otras cosas, pero no consigo recordarlas. Y de todo lo demás, ¿qué conseguimos recordar? Día y noche los grandes medios de comunicación, convertidos en miedos de comunicación, nos advierten que Irán es el más grave peligro que acecha a la humanidad, porque tiene o podría tener armas nucleares, y en el acto recordamos que fue Irán el país que arrojó las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. ¿O no? ¿No fue Irán? Quién sabe. Y antes de Irán, fue Irak. ¿Recuerdan ustedes cuál fue el pánico universal que desató la carnicería contra los iraquíes? El mundo tembló ante el inminente ataque de las armas de destrucción masiva… que habían sido inventadas por los medios de intoxicación masiva. Y de las tales armas, nunca más se supo. Miles y miles de muertos pagaron, y siguen pagando, el precio de esa mentira; y nunca más se supo. Y por hablar de pánico universal, ¿recuerdan ustedes que los especuladores de Wall Street habían sido los culpables de la peor crisis que el mundo ha sufrido desde 1929? Pues después se aclaró el asunto y ahora sabemos que la culpa la tiene… Grecia.
El mundo mata. Cuando todavía Chile estaba sometido a la dictadura del general Pinochet, yo andaba caminando las calles de Santiago, cuando se me acercó un mendigo, andrajoso, que suplicó: "Una ayudita, por amor de Dios. Soy civil". El mundo actual, al servicio del crimen organizado, es un mundo militarizado. El mundo destina, cada minuto, tres millones de dólares a los gastos militares, nombre artístico de los gastos criminales, mientras cada minuto mueren quince niños de hambre o enfermedad curable. Los cinco países que tienen derecho de veto en las Naciones Unidas son los principales fabricantes de armas. O sea: los países que hacen el negocio de la guerra son los que velan por la paz mundial. Y una monarquía de triple corona se ocupa de la otra guerra, la guerra contra los pobres, que mata sin ruido. Cinco países toman las decisiones en el Fondo Monetario Internacional. En el Banco Mundial, mandan siete. En la Organización Mundial de Comercio, todos los países tienen derecho de voto, pero jamás se vota.
En el mes de marzo del año 2000, sesenta haitianos se lanzaron a las aguas del mar Caribe, en un barquito de morondanga. Los sesenta murieron ahogados. Como era una noticia de rutina, nadie se enteró. Los tragados por las aguas habían sido, todos, cultivadores de arroz. Desesperados, huían. En Haití, los campesinos arroceros se han convertido en balseros o en mendigos, desde que el Fondo Monetario Internacional prohibió la protección que el Estado brindaba a la producción nacional. Ahora Haití compra el arroz en los Estados Unidos, donde el Fondo Monetario Internacional, que es bastante distraído, se ha olvidado de prohibir la protección que el Estado brinda a la producción nacional.
Si la proclamada guerra contra el terrorismo fuera algo más que una máscara, tendría que empezar por realizar una gigantesca pegatina, en todas las paredes del planeta, cubriéndolas con carteles que digan: Se busca a los terroristas que, pistola al pecho, gobiernan a los gobiernos y les dictan órdenes de rendición incondicional. Se busca a los secuestradores de países, que jamás devuelven a sus cautivos, aunque cobran rescates multimillonarios que el lenguaje del hampa llama servicios de deuda. Se busca a los delincuentes que en escala planetaria roban comida, estrangulan salarios y asesinan empleos. Se busca a los mercaderes de armas, que necesitan la guerra como los fabricantes de abrigos necesitan el frío. Se busca a los violadores de la tierra, a los envenenadores del agua y a los ladrones de bosques. Se busca a los fanáticos de la religión del consumo, que han desatado la guerra química contra el aire y el clima de este mundo. Se busca a los estafadores que siguen llamando catástrofes naturales a las calamidades que la naturaleza sufre, como si ella fuera la asesina y no la asesinada.
El mundo fabrica miedo. Y el miedo fabrica enemigos. ¿Qué sería de la industria militar si no tuviera enemigos que justificaran su existencia? El mundo destina al exterminio del prójimo, y a la aniquilación del planeta, la mitad de sus recursos. ¿Cómo se explicaría, sin la incesante fabricación del miedo, semejante disparate? Desde el punto de vista de sus víctimas, el miedo es un pecado capital, pero es una fuente de jugosos negocios y excelentes coartadas, desde el punto de vista de sus fabricantes. Los que trabajan tienen miedo de perder el trabajo. Los que no trabajan tienen miedo de no encontrar nunca trabajo. Quien no tiene miedo al hambre, tiene miedo a la comida. Los automovilistas tienen miedo de caminar y los peatones tienen miedo de ser atropellados. La democracia tiene miedo de recordar y el lenguaje tiene miedo de decir. Los civiles tienen miedo a los militares, los militares tienen miedo a la falta de armas, las armas tienen miedo a la falta de guerras. Es el tiempo del miedo. Miedo de la mujer a la violencia del hombre y miedo del hombre a la mujer sin miedo. Miedo a los ladrones, miedo a la policía. Miedo a la puerta sin cerradura, al tiempo sin relojes, al niño sin televisión, miedo a la noche sin pastillas para dormir y miedo al día sin pastillas para despertar. Miedo a la multitud, miedo a la soledad, miedo a lo que fue y a lo que puede ser, miedo de morir, miedo de vivir.
El hambre desayuna miedo. El miedo al silencio aturde las calles. El miedo amenaza. Si usted ama, tendrá sida. Si fuma, tendrá cáncer. Si respira, tendrá contaminación. Si bebe, tendrá accidentes. Si come, tendrá colesterol. Si habla, tendrá desempleo. Si camina, tendrá violencia. Si piensa, tendrá angustia. Si duda, tendrá locura. Si siente, tendrá soledad. El mundo dicta orden de olvido. Pero valdría la pena recordar, creo, digo yo, las voces de ayer que hablan mañana. Algunas vienen del pasado más remoto. Ser boca o ser bocado, cazador o cazado. Esa era la cuestión. Merecíamos desprecio, o a lo sumo lástima. En la intemperie enemiga, nadie nos respetaba y nadie nos temía. La noche y la selva nos daban terror. Eramos los bichos más vulnerables de la zoología terrestre, cachorros inútiles, adultos poca cosa, sin garras, ni grandes colmillos, ni patas veloces, ni olfato largo. Nuestra historia primera se nos pierde en la neblina. Según parece, estábamos dedicados no más que a partir piedras y a repartir garrotazos. Pero uno bien puede preguntarse: esta humanidad de ahora, esta civilización del sálvese quien pueda y cada cual a lo suyo, ¿habría durado algo más que un ratito en el mundo? ¿No habremos sido capaces de sobrevivir, cuando sobrevivir era imposible, porque supimos defendernos juntos y compartir la comida?