27 de febrero de 2012

Pecados capitales (8). Gore Vidal: el orgullo

Ha firmado algunas de sus obras con los seudónimos Edgar Box, Cameron Kay o Katherine Everard; es un polemista contumaz y un ensayista pródigo, crítico mordaz del sistema de vida norteamericano; es un tipo rarísimo, un hombre irónico, extremo, punzante, tenaz censor del imperialismo y de la política antiterrorista de Estados Unidos. Para algunos, sus novelas, guiones de cine y obras de teatro son muchas y flojas u horribles; para otros, es uno de los escritores norteamericanos más importantes del siglo XX. Sus ideas políticas de reformista radical le granjearon la antipatía de buena parte de la sociedad de su país, ese país del que es un incomparable observador de su reverenciado pasado, de su desvalorizado presente y de su poco prometedor futuro. Quien cosecha opiniones tan dispares como contundentes es autor de una respetable carrera literaria conformada por algo más de veinte novelas, una docena de guiones cinematográficos y televisivos, otras tantas obras teatrales y una treintena de ensayos. Se trata de Gore Vidal (1925), escritor nacido en West Point, Nueva York, en el seno de una familia aristocrática del sur de Estados Unidos. Pasó gran parte de su niñez en Washington, donde estudió en las exclusivas Sidwell Friends School y St. Albans School. Pasó luego por la Phillips Exeter Academy de New Hampshire y posteriormente se alistó en el cuerpo de reservistas del ejército durante la Segunda Guerra Mundial. Publicó su primera novela, "Williwaw" cuando tenía diecinueve años, pero sería tras la aparición de "The city and the pillar" (La ciudad y el pilar de sal) -calificada por los sectores más conservadores como "basura obscena y perversa" (dada la condición de homosexual de su protagonista) pero alabada por los críticos- que Vidal obtuvo su primer suceso editorial. La publicación en 1950 de la novela "Dark green, bright red" (Verde oscuro, rojo brillante), supuso el comienzo una larga serie de trabajos cuyo trasfondo es el poder de ciertos grupos y las maquinaciones de las instituciones políticas de su país. Esto se vio reflejado, por ejemplo, en los ensayos "Decline and fall of the american empire" (Decadencia y caída del imperio americano), "Perpetual war for perpetual peace" (Guerra perpetua para una paz perpetua) e "Imperial America. Reflections on the United States of Amnesia" (América imperial. Reflexiones sobre los Estados Unidos de la Amnesia). Aunque centró principalmente su actividad en la ensayística, escribió una serie de siete novelas históricas -una crónica sustancial sobre los Estados Unidos- compuesta por "Burr", "1876", "Lincoln", "Empire" (Imperio), "Hollywood", "Washington D.C." y "The Golden Age" (La Edad de Oro); y otras de carácter despiadadamente satírico como "Myra Breckinridge", "Kalki", "Duluth", "Myron" y "The Smithsonian Institution" (La Institución Smithsoniana). Gore Vidal ha sostenido que la precipitación y la superficialidad son las enfermedades psíquicas del siglo XX: "en este mundo todo aquello que proporciona placer es automáticamente tildado de pecado y merecedor de la condena". Tal vez pecando de inmodestia, escribió sobre el orgullo para la serie del "The New York Times Book Review" sobre los pecados capitales.

ORGULLO

El orgullo, ¿es pecado? El Diccionario de Oxford lo define con su estirada formalidad inglesa: "Opinión superior y altanera que tiene una persona de sus propias cualidades, logros o posesiones". Ser tachado de orgulloso resulta, por lejos, la mayor humillación en esas brillantes y áridas islas donde la ignorancia debe ser exhibida con discreción. Al parecer, los romanos y los griegos tenían otras palabras para referirse al orgullo, de ninguna manera peyorativas. Odiseo, el griego arquetípico, se jactaba de ser el más inteligente de todos. Por supuesto, ni los griegos ni los romanos tenían una palabra para designar al pecado, concepto judeo-cristiano para el cual los alemanes sí tenían una palabra, "sunde", que el inglés antiguo incorporó como "syn". Es obvio que una persona altanera resulta pesada en cualquier tiempo y lugar, pero de seguro la risa es el mejor tónico para devolver a cualquiera a su nivel común. No es necesario rezar por él, ni castigarlo, por pecador. No obstante, el orgullo se incluye como el primero de los siete pecados capitales, y hace muy poco -por accidente, no por decisión- me di cuenta de por qué.
Siempre me... me enorgullecí de no leer extractos de mi propia obra en público, ni de aparecer con otros escritores en actos públicos, ni de afiliarme a organizaciones, excepto los sindicatos. En 1976, cuando me nombraron miembro del Instituto Nacional de Artes y Letras, de inmediato decliné tal honor aduciendo que ya era miembro de Diners Club. John Cheever se puso furioso conmigo: "Por lo menos, podrías haber dicho que eras miembro de Carte Blanche. Diners Club es vulgar". Hace un par de meses decliné a la elección como miembro de la Sociedad de Historiadores de los Estados Unidos; espero haberlo hecho de manera cortés.
El lema de James Joyce, "silencio, exilio y astuta destreza" es la culminación del orgullo artístico. Sin embargo, para quien tiene proclividad política, eso no sería posible. Aun siendo escritor, uno se sentiría muy solo si no fuera un ciudadano comprometido. Hace poco, Norman Mailer me preguntó si quería unirme a él y a otros dos escritores para la lectura de "Don Juan en los infiernos" de Ceorge Bernard Shaw. Lo recaudado iría al Actors Studio. Yo leería la parte del diablo, que es la que tiene las mejores líneas. De modo que, por caridad -¿o vanidad?- hice a un lado mi orgullosa regla y compartí el podio con tres escritores y el pálido fantasma de otro gran escritor. Pálido porque Shaw sólo atrae a quienes piensan que la sociedad humana puede ser mejorada a fuerza de voluntad e inteligencia humanas. Yo pertenezco al partido de Shaw, y también al del diablo, según descubrí cuando empecé a imbuirme de mi parte.
En un discurso muy largo, el diablo se justifica de manera harto atractiva; explica, también, que la mala prensa que ha recibido proviene de las hordas celestiales y sus admiradores terrenales. El diablo cree que la mala opinión de la que goza en Inglaterra es el resultado de un italiano y un inglés. El italiano, por supuesto, es Dante, y el inglés es John Milton. De manera algo gratuita, el diablo de Shaw observa que, como todo el mundo, nunca ha logrado terminar de leer "El paraíso perdido" ni "El paraíso recobrado". Si bien yo tuve mis problemas con el segundo, el primero es una obra maestra de nuestro idioma, y Lucifer, el Hijo de la Mañana, brilla de manera muy a trayente, mientras que Dios parece más arbitrario y más lleno de amor propio que nunca, ansioso, con orgullo solipsista, por oír sólo alabanzas de los coros angélicos y de esas dos tortas de barro, Adán y Eva, con las que a El le gustaba jugar.
La idea fantástica de Milton es que el orgulloso Lucifer, ángel aburrido, tienta a Adán y Eva con la única cosa que un gobernante totalitario debe ocultar a sus esclavos: el conocimiento. De manera más bien sorprendente, la primera pareja elige el conocimiento, o, mejor dicho, es ella quien lo elige. Perdamos el Paraíso; vayamos a procrear y a morir. Mientras tanto, Lucifer y su bando, expulsados del cielo, caen y caen y caen a través del Caos y la Noche Eterna hasta llegar al fondo, que es el infierno. Aquí podremos reinar seguros, y en mi decisión por reinar, aunque sea en el infierno, vale la ambición: mejor reinar en el infierno que servir en el cielo. Oí por primera vez estas palabras en 1941, pronunciadas por Edward G. Robinson en la película "El lobo del mar", basada en un relato de Jack London. Fue como una descarga eléctrica. La gran alternativa. No puedo hacer otra cosa. Optar por el brillante mundo. Reinar y no servir. Decir "no". Tal fue mi introducción a Milton y al orgullo de Lucifer.
Me crié en una familia sureña librepensadora en la que el orgullo por el clan podía conducir a toda suerte de locuras, al mismo tiempo que a sacrificios ejemplares. Mi bisabuelo estuvo sentado un día entero en la escalinata de los tribunales de Walthall, en el estado de Mississippi, debatiendo si luchar con el resto del clan en una guerra civil que sabía muy bien no podría ganarse, y por una causa que despreciaba. El orgullo requería que luchara con su clan; cayó en Shiloh. Cincuenta años después, en el Senado, su hijo desafió al líder de su partido, el presidente Woodrow Wilson, en la cuestión de si los Estados Unidos debían o no entrar en la Primera Guerra Mundial. La Cámara de Comercio de Oklahoma City le envió un telegrama en que le decía que si no apoyaba la guerra se convertiría en ex senador. El les envió otro telegrama: "¿Cuántos de sus miembros están en edad de ser reclutados?". Se quedó sin cargo, tal cual le habían prometido.
Hay un olorcillo a sulfuro aquí, quizá, pero también está la idea de que cada uno es el juez final y definitivo de lo que debe hacerse, a pesar de las seductoras tentaciones y severos edictos de los dioses. En ausencia de un dios celestial o un gobernante terrenal totalitario, siempre existe la molesta dictadura de la mayoría estadounidense, que Tocqueville vio como oscuro reverso de nuestra "democracia".
Muy de acuerdo con la tradición familiar, en 1948 me encontré en contra de la corriente de las locas supersticiones de la mayoría con respecto al sexo, lo que me costó una buena caída: el crítico permanente del "The New York Times" no sólo no hizo una reseña bibliográfico-crítica de mi transgresora novela "La ciudad y el pilar de sal", sino que además le informó a mi editor que nunca volvería a leer, y mucho menos a comentar, un libro mío; mis seis libros siguientes fueron ignorados por ese diario. Pero el orgullo requería que yo me mantuviera en mis trece, y si la masa supersticiosa -o el gran Zeus mismo- desaprobaba, yo tomaría una actitud más rebelde aún y seguiría cayendo. Comprensiblemente, para la amedrentada mayoría, el orgullo es el "pecado" más enervante, porque el orgullo los desprecia tanto como Lucifer despreciara a Dios.
Es significativo que una historia que aparece en cultura tras cultura sea la del hombre que roba el fuego del cielo para beneficiar a la raza humana. Después que Prometeo robó el fuego para nosotros, terminó encadenado a una roca, mientras que un águila le roía eternamente el hígado. La venganza de Zeus es terrible, pero el Prometeo de Esquilo no se doblega; de hecho, maldice a Zeus y predice: "Que ejecute su orden, que reine durante su corto tiempo, tal cual sea su voluntad, porque no reinará mucho tiempo sobre los dioses".
Por eso, exaltemos al orgullo cuando desafía aquellos dominios y poderes que nos esclavizan. En mi propio caso, durante un cuarto de siglo me he rehusado a leer el "The New York Times", y mucho menos escribir para él; pero, como también observa, en forma algo críptica, Prometeo: "El tiempo, que se vuelve siempre más viejo, enseña a todas las cosas". O, como comenta el Dr. Johnson al reflexionar sobre el Evangelio según San Mateo: "El orgullo debe tener su caída". Lo que prueba que era lo legítimo y no una mera imitación.