Quien se ofreció para escribir sobre la desesperación fue la inefable Joyce Carol Oates(1938), autora de cuentos, relatos cortos, teatro, ensayos, poemas, libros juveniles e infantiles y especialmente novelas. Nacida en Nueva York, estudió en
DESESPERACION
¡Qué crueldad misteriosa en el alma humana, el haber inventado que la desesperación es un "pecado"! Como los siete pecados capitales empleados por la Iglesia Católica medieval para aterrorizar a los fieles y obligarlos a obedecer, resulta más provechoso imaginar a la desesperación como una condición mítica. No tiene una existencia cuantitativa, no "es" más que alegoría, aunque no por ello menos fatal. A diferencia de otros pecados, no obstante, por tradición la desesperación es el único pecado que no puede perdonarse: es la convicción de que uno puede condenarse para siempre, y por eso una refutación del salvador cristiano y un desafío a la infinita capacidad de perdonar que tiene Dios. Los pecados que pueden perdonarse -el orgullo, la ira, la lujuria, la pereza, la avaricia, la gula, la envidia- están todos vinculados con objetos del mundo, pero la desesperación parece sangrar más allá de los confines del yo inmediato, cercado por sí mismo, y relacionarse con ningún deseo, con nada. El supuesto pecador se desprende hasta de la posibilidad del pecado como predilección humana, algo que la Iglesia, designada por sí misma como la voz de Dios en la tierra, no puede permitir.
La religión es el poder organizado bajo la apariencia, al parecer benévola, de lo "sagrado" y, como sabemos, el poder se ocupa sobre todo de su propia preservación. Sus estructuras, complicados rituales y costumbres, escrituras, mandamientos y preceptos éticos, su naturaleza misma, objetivan la experiencia humana, destacando que lo que existe allá en el mundo tiene incuestionablemente mayor trascendencia que lo que está aquí, en el espíritu humano. La desesperación, que con seguridad es el menos agresivo de los pecados, resulta peligrosa para el temperamento totalitario porque es un estado de intensa interioridad y, por ende, independiente. El alma desesperada es rebelde. De igual manera el suicidio, esa consecuencia hipotética de la desesperación extrema, es un pecado mortal en la teología cristiana, que lo considera equivalente al asesinato. El suicidio tiene un elemento de lo prohibido, lo obsceno, es tabú, por ser el acto humano más intencional y antisocial de todos. Mientras que los pensadores de la antigüedad perdonaban el suicidio, por lo menos en ciertas circunstancias ("En todo lo que haces, dices o piensas, recuerda que en todo momento tienes en tus manos el poder de apartarte de la vida", escribe Marco Aurelio en sus "Meditaciones"), la Iglesia castiga con vigor a los suicidas de una manera calculada para advertir a los demás y confirmar, de manera póstuma, su desesperación: muchas veces los cadáveres eran mutilados, prohibiéndose por supuesto el entierro en terreno consagrado, y la Iglesia, siempre rica en recursos, podía confiscar los bienes y tierras pertenecientes a los suicidas.
Sin embargo, ¡cuan frustrante debe de haber sido, y debe seguir siendo, la tentativa por proscribir y castigar a la desesperación! De hecho, una se pregunta si la desesperación no es una patología que diagnosticamos en las personas que parecen haber repudiado sus propias agendas de vida, así como el narcisismo es la acusación que hacemos contra quienes no están intrigados por nosotros de la manera en que deseábamos. En el momento presente, la desesperación como "pecado" no es muy convincente. Como condición de intensa interioridad, sin embargo, la desesperación nos parece una experiencia espiritual y moral que traspasa las fronteras superficiales del lenguaje, la cultura, y la historia. Sin duda, la verdadera desesperación es muda e irreflexiva, como piel que carece de sensación, pero la poética de la desesperación ha sido elocuente de manera trascendente: "La diferencia entre la desesperación/ y el miedo, es como la que hay/ entre el instante de un naufragio/ y cuando el naufragio ya ha sido./ La mente permanece lisa, sin movimiento/ contenta como el ojo/ sobre la frente de un busto/ que sabe que no puede ver" (Emily Dickinson). Esta condición, que podría denominarse una estasis del espíritu, en que las energías de la vida se paralizan a pesar de que los procesos físicos continúan, es la esencia de la desesperación literaria. El melancólico mundo prosigue su curso, y la percepción aislada del escritor se separa de él como si se separara de su propio cuerpo.
La desesperación, como estado de interioridad exaltada, siempre le ha fascinado al escritor, cuyo tema, después de todo, es la reconstrucción imaginativa del lenguaje. El tema ostensible que está allá afuera, no es otro que el vehículo, o el pretexto, de los arrebatadores descubrimientos que se harán aquí adentro en la actividad de la creación. La desesperación literaria se contempla mejor durante las noches de insomnio. Y quizá se la aprecie con mayor viveza durante la adolescencia, cuando el insomnio puede llegar a tener el aura de lo romántico y prohibido, cuando las noches en blanco pueden ser una señal de rebelión contra un mundo que duerme con placidez, un mundo no consciente. En esos momentos, el mundo interior y el exterior parecen converger, las revelaciones, que durante el día se perderían, resaltan como esos minerales fosforescentes, groseros y ordinarios a la luz del día, que producen una brillante belleza misteriosa en la oscuridad. Es el "cero en el hueso" del que Emily Dickinson, nuestra poeta suprema de la interioridad, escribe con una urgencia que el tiempo no ha empañado.
Mi primera inmersión en la Literatura de la Desesperación ocurrió en un momento de insomnio adolescente crónico, y por ello la cautivante experiencia de leer ciertos autores -la mayoría de ellos, aparte de Dickinson y William Faulkner, asociados con lo que se llamaba el existencialismo europeo- están ligados de manera indeleble a esa época de mi vida. Quizás el lector ideal sea un adolescente: inquieto, vulnerable, apasionado, hambriento de aprender, escéptico e ingenuo por turnos, con una fe incuestionada en el poder que tiene la imaginación para cambiar, si no la vida, la comprensión que tenemos de ella. En el grado en que seguimos siendo adolescentes continuamos como lectores ideales para quienes el acto de abrir un libro puede ser sagrado, cargado de riesgos psíquicos. Pues cada obra de cierta magnitud significa la asimilación de una nueva voz -la del "hombre subterráneo" de Dostoyevski, por ejemplo, o el "Zarathustra" de Nietzsche- y la alteración permanente de nuestro mundo interior.
La desesperación literaria, contrapuesta a la desesperación "real", se puso de moda a mitad del siglo con una rica y diversa corriente de traducciones al inglés de escritores europeos de originalidad, audacia y genio inigualables. Estos autores marcadamente individuales, relacionados, de forma equivocada, con temas "existencialistas" -entre ellos Dostoyevski, Kafka, Kierkegaard, Mann, Sartre, Camus, Pavese, Pirandello, Beckett, Ionesco- parecían caracterizar la misión misma de la literatura: nunca al servicio de la "elevación", mucho menos "entretenidos", pero con el ideal religioso de penetrar en la más interior e intransigente de las verdades. La desesperación ante lo fortuito y casual del destino humano y la inhumanidad repetidas veces demostrada de la humanidad era celebrada, en cierto sentido, para que pudiéramos trascenderla a través de las estrategias simbólicas del arte. Pues no hay destino, por más horrible que sea, como en la ejecución, gráficamente detallada, del leal oficial en la gran historia de Kafka "En la colonia penal", o la ignominiosa ejecución de Joseph K en "El proceso", que pueda ser transformado por arte de magia mediante la contemplación, ni redimido tampoco por la temeridad visionaria del artista. No se trata sólo de que la desesperación sea inmune a las comodidades de lo cotidiano, sino que la desesperación rechaza la comodidad. Y Kafka, nuestro artista ejemplar de la desesperación, es también uno de nuestros grandes humoristas. Lo desolado de su visión se ve aliviado por un humor temerario e inquietante que se esgrime ante la ilusión. ¿Es trágico que Gregorio Samsa sea transformado en una cucaracha gigantesca, sufra, muera, y sea barrido con la basura? ¿Es trágico que el Artista del Hambre se muera de hambre, demasiado remilgado para comer la comida común y corriente de la humanidad? No, son destinos absurdos, destinados a causar risa. Quien, hundido en la desesperación, se odia a sí mismo, repudia la compasión.
Yo diría que mi generación, que alcanzó su mayoría de edad al comienzo de la década de 1960, en un momento de profunda crisis política y moral, es la última generación estadounidense en contemplar la interioridad como una manera romántica de ser; la última generación de jóvenes de mentalidad literaria capaces de interiorizar la comedia elegíaca de los personajes de Beckett, la radiante locura de los autolacerados buscadores de Dios de Dostoyevski, las sutiles ironías de la prosa de Camus. Dudo de que los adolescentes contemporáneos puedan identificarse con el Quentin Compson de "El sonido y la furia" de Faulkner quien, como estudiante de primer año de Harvard, avanza con la irremediabilidad del personaje de una balada hacia su suicidio (se ahoga en el río Charles). "Las personas no pueden hacer algo tan espantoso, no pueden hacer nada espantoso en absoluto, ni siquiera recuerdan mañana lo espantoso que les pareció el día de hoy", le dice su padre alcohólico, como empujándolo a su destino. Pues en la visión faulkneriana de una degradada civilización del siglo veinte, hasta la tragedia es "de segunda mano".
Hoy, en un país donde la religión ha pasado a ser la religión nacional, no resulta importante esperar que la historia confirme si se trata de una verdad profunda, aunque penosa, o un ultrajante libelo del espíritu humano. La Literatura de la Desesperación puede postular al suicidio como un acto triunfal de rebelión o como un repudio de la indignidad de la vida, pero nuestra postura contemporánea es de compasivo horror ante cualquier despliegue de autodestrucción. Lo percibimos, quizá de manera correcta, como política desencaminada, como el fracaso de relacionar el aquí adentro con el allá afuera. Para los estadounidenses, la creencia colectiva, el imperativo moral, es un optimismo inquebrantable. Queremos creer en la elasticidad infinita del futuro: podemos poner en práctica todo lo que queramos que suceda. Sólo necesitamos tiempo y recursos suficientes. Nuestro carácter distintivo siempre ha sido un pragmatismo absoluto, en la concepción de nuestro filósofo más eminente, William James: la "verdad" es algo que sucede a una proposición, la "verdad" es algo que funciona, un vehículo facultado para conducirnos a nuestro destino. Sin embargo, hay un contraimpulso que subsiste con persistencia, un irresistible tirón que va contra la corriente, una afirmación de esas desmañadas verdades que, en las palabras de Melville, no habrán de ser consoladas.
En las antípodas de la exuberancia y el optimismo estadounidenses está la voz pequeña, apacible, privada del poeta, la voz más poderosa de todas, la de Emily Dickinson quien, como Rilke, buceó en el vocabulario ideal para explorar esos cambiantes estados de la penumbra de la percepción que, a la larga, son los que constituyen nuestra vida. Como quiera que sea nuestra identidad pública, nuestro título oficial, nuestros logros, ensalzados o ignorados, como quiera que sean las estadísticas que se acumulan a nuestro alrededor como telarañas, ésta es la voz en la que confiamos. Pues si es posible resistirse a las tentaciones de la desesperación, entonces podemos llegar a ser más humanos y más compasivos. Más parecidos los unos a los otros en nuestra condición común. "Hay un dolor, tan total,/ que se come la sustancia,/ luego cubre el abismo con una tabla/ para que la memoria pueda caminar/ al lado, a través, encima,/ como quien sufre un desmayo/ y sigue adelante/ hacia donde los ojos abiertos/ lo conducirían, hueso por hueso" (Emily Dickinson).
La elasticidad del yo ante la desesperación constituye su propia trascendencia. Hasta la posibilidad del suicidio es un consuelo humano, un consuelo de "la carroña". En su poesía, el jesuíta Gerard Manley Hopkins se enfrenta a estados mentales extremos, los analiza y los supera por la fuerza del lenguaje: "Soy la hiel, soy acidez. El más hondo decreto de Dios/ quiere que mi sabor sea amargo: mi sabor fui yo./ Mis huesos lo formaron, lo llenó mi carne,/ mi sangre desbordó la maldición./ La propia levadura del espíritu agria una sosa masa./ Veo que son así los perdidos, y su azote es/ como yo, su propio sudoroso ser; sólo que peor" ("Me despierto y siento"). "No, consuelo de carroña, no desesperaré,/ no haré de ti un banquete./ No destorceré, por más flojas que estén,/ estas últimas hebras de hombre en mí,/ ni, exhausto, gritaré 'no puedo más'./ Puedo, algo puedo, esperar, desear que llegue el día./ No puedo elegir no ser,/ pero, ¡ah! ¡oh tú, terrible!, ¿por qué fuerzas sobre mí/ la roca de tu pie, que la tierra estruja?/ ¿Pones tu pierna de león contra mí?/ ¿Escrutas con oscuros devoradores ojos mis magullados huesos?/ ¿Y abanicas, ay en espirales de tormenta,/ a mí, apilado allí, a mí,/ frenético por evitarte y huir?" ("Consuelo de carroña").
Estos poemas están entre los más devastadores que hayan sido escritos, sin embargo, como sucede con el gran arte, trascienden su tema con tanta pasión que se convierten en una afirmación de la fortaleza del hombre, no de su debilidad.