25 de febrero de 2012

Pecados capitales (6). John Updike: la lujuria

El escritor estadounidense John Updike (1932-2009) es conocido principalmente por retratar con talento incuestionable y una prosa de una fría perfección a la clase media norteamericana. Con un estilo punzante, sarcástico y sin una pizca de frivolidad, describió los vicios y virtudes de la vida cotidiana de ésta en los suburbios. Fue un observador minucioso de la realidad y, a través de sus personajes -modélicos de aquella nación- expresó sus opiniones sobre los problemas de la sociedad contemporánea de su país, una comunidad ingenua que "encuentra en el cine y la religión dos vías de escape" y que "no comprende su drama individual ni colectivo", e ilustró el declive de Estados Unidos con una solidez de planteamiento y una unidad de visión inigualables. Nacido en Shillington, Pennsylvania, estudió en la Escuela Superior de esa ciudad y en las universidades de Harvard y Oxford. Entre 1955 y 1957 fue reportero de la revista "The New Yorker"; luego se mudó a Ipswich, Massachusetts, y se dedicó por entero a la literatura. Escritor sumamente prolífico, practicó su oficio de manera rigurosa y amena, y, a lo largo de cinco décadas, no dejó ningún género literario sin tocar. Su abundante producción abarca alrededor de sesenta volúmenes entre novelas, poesía, teatro, libros de cuentos y ensayos sobre todos los temas imaginables, desde el golf a los dinosaurios. Publicó su primer libro, "The carpentered hen" (La gallina de la carpintería), una colección de poemas, en 1958. Ese mismo año apareció su primera novela, "The poorhouse fair" (La feria del asilo) y al siguiente su primer libro de cuentos: "The same door" (La misma puerta), que tienen en común el tono de ironía y de nostalgia. Luego llegaría su famosísima serie de Harold Angstrom, apodado "Conejo", personaje que apareció en las novelas "Rabbit, run" (Corre, Conejo), "Rabbit redux" (El regreso de Conejo), "Rabbit is rich" (Conejo es rico), "Rabbit at rest" (Conejo en paz) y "Rabbit remembered" (Conejo en el recuerdo). Otras de sus obras son las novelas "Of the farm" (En torno a la granja), "The centaur" (El centauro), "The witches of Eastwick" (Las brujas de Eastwick) y la serie de Henry Bech: "Bech, a book" (El Libro de Bech), "Bech is back" (El regreso de Bech) y "Bech at bay" (Bech en la bahía). También destacan las colecciones de relatos "The music school" (La escuela de música) y "The afterlife" (Lo que queda por vivir), y los libros de ensayos "Hugging the shore" (Alcanzando la orilla), "Just looking" (Solo mirando) y "Due considerations. Essays and criticism" (Consideraciones debidas. Ensayos y críticas). Para la serie de pecados capitales del "The New York Times Book Review", Updike asumió el rol de abogado del diablo para tratar el tema de la lujuria.

LUJURIA

La palabra originariamente significaba placer, luego fue modulada para querer decir deseo y, de manera específica, deseo sexual. ¿Cómo puede ser un pecado el deseo sexual? ¿Acaso Dios no instruyó a Adán y Eva a que fueran fructíferos y se multiplicaran? Al crear a la mujer de la costilla de Adán, ¿no dijo acaso que "por lo tanto el hombre dejará a su padre y a su madre, y será leal a su mujer, y ellos serán una sola carne"? La unidad de la carne, en sí, es metáfora vívida de la copulación. El mundo orgánico está empapado de sexo. Lucrecio, en su épica "Sobre la naturaleza de las cosas", comienza saludando a Venus: "Sí, a través de mares y montañas y violentos ríos y frondosas guaridas de aves y verdes llanuras, tú infundes de amor los corazones de todos y haces que, en caliente deseo, renueven su raza, cada uno en su especie". Venus misma, según la vehemente traducción de Cyril Bailey, es "piloto de la naturaleza de las cosas"; sin su ayuda, nada "se origina en las brillantes riberas de la luz, ni crece alegre o hermoso". Dos milenios después de Lucrecio y sus colegas latinos, esos celebradores del amor todopoderoso, Freud y sus discípulos reconfirman la naturaleza inescapablemente sexual de la humanidad, anunciando el perjicio, para no decir la futilidad, de la represión sexual. ¡Qué entraño suena en los oídos modernos el concepto de que la lujuria -el deseo sexual que crece en nosotros de manera tan involuntaria como la saliva- sea algo malo! Fue con nerviosa hilaridad que recibimos la famosa confesión de Jimmy Carter: "He mirado a muchas mujeres con lujuria. He cometido adulterio en mi corazón muchas veces". Carter era canditado a presidente en ese entonces; su rival, el entonces presidente Gerald Ford, era un hombre más típicamente postfreudiano. Cuando le preguntaron cuántas veces hacía el amor, respondió sanamente: "Todas las veces que puedo". La impotencia, la frigidez, la falta de atractivo: tales son los pecados de que nos avergonzamos.
Sin embargo, para los primeros moralistas cristianos, entre quienes los más grandes son San Pablo y Agustín, el cuerpo era una bestia que debía ser domesticada, no un amo a quien servir. En aquel decadente y brutal mundo romano del siglo primero, es probable que a Pablo el sexo no le pareciera algo demasiado importante; el mundo estaba condenado a ser destruido por el Segundo Advenimiento de Cristo, y la procreación, fundamental en el Antiguo Testamento, ya no resultaba pertinente. El capítulo séptimo de la primera epístola de Pablo a los corintios considera en forma enérgica el tópico que éstos proponían: "Es bueno que el hombre no toque a la mujer". Pablo está de acuerdo, con una famosa salvedad: "Digo por ello a los solteros y a los viudos que es bueno para ellos si pueden tolerarlo como yo. Pero si no pueden contenerse, que se casen, porque es preferible casarse a arder". Agustín había tenido más experiencia que Pablo; en el "caldero de amores disolutos" de Cartago, según leemos en las "Confesiones", se "enamoró de hacer el amor". En algunos capítulos, después de bosquejar su vida cuando joven y a su concubina, le confiesa a Dios: "Te recé pidiéndote castidad, diciéndote que me dieras castidad y continencia, aunque todavía no. Pues temía que respondieras de inmediato a mi plegaria y me curaras demasiado pronto de la enfermedad de la lujuria, que quería satisfacer, no sofocar". Pasó su juventud, y lo peor de los ardores, y como obispo africano acosado por donatistas y pelagianos, desarrolló una teología pesimista que virtualmente identificaba la sexualidad humana con el pecado original. Si bien las insistencias más violentas de Agustín (como por ejemplo acerca de la condenación de los infantes y la predestinación) recordaban a los demás cristianos del maniqueísmo al que se había convertido durante un tiempo, su teología paso a ser una de las bases sobre la cual la Iglesia instituyó una guerra de mil años contra la carne: para los santos, la mortificación, para los laicos, la regulación.
Pone a prueba la paciencia de un protestante el tener que leer el artículo de la "Enciclopedia católica" sobre la lujuria, con su remilgada obstinación y prolijidad burocráticas. Repetidas veces se invoca un supuesto orden, descripto como natural y racional: "Una acción lujuriosa es una actividad que hace un uso desordenado del placer sexual, no sólo porque es contraria al propósito biológico, social o moral de la actividad sexual, sino también porque somete a lo espiritual del hombre a los valores de un grosero orden material, actuando como fuerza desintegradora de la personalidad humana". La lujuria conduce a "ceguera mental, precipitación, irreflexión, inconstancia, narcisismo y un apego excesivo al mundo material". El peligro latente de la enfermedad venérea reside en placeres ''meramente sensibles'' como "el deleite de acariciar un objeto suave", y mucho más en un beso humano. "La Iglesia condena la propuesta que sostiene que el beso que se da por placer carnal y que no involucra el peligro de un consentimiento adicional sea sólo un pecado venial". Es decir que un beso es pecado mortal. La actividad sexual tiene sólo dos objetivos legítimos: "la procreación de los hijos y el fomento del amor mutuo entre marido y mujer". Estrecha y pedante es la manera: se nos invita a considerar a dos pecadores contra el orden sexual, "una prostituta que ejerce su comercio por ganancia material sin goce físico, y... a un hombre casado que goza de una intimidad conyugal normal sin otro motivo que el del placer físico". La primera peca "contra el orden sexual sin cometer el pecado de lujuria", mientras que el segundo "comete el pecado de lujuria sin un pecado contra el orden sexual". Con placer, sin placer: todo está maldito. ¿Qué hombre o mujer en su sano juicio dudaría en abandonar de inmediato un campo minado tan traicionero y buscar refugio en el monasterio y el convento?
Sin embargo, ha triunfado el evangelio de Freud. Los conventos van desapareciendo, y a los sacerdotes los llevan a juicio por sus numerosas ofensas contra la castidad. El sexo es el gran desorganizador de la sociedad; los ascetas de antaño no se equivocaban en esc sentido. Las prohibiciones religiosas, embarazosamente detalladas, que al liberal moderno le parecen excesivas y ridículas -contra la masturbación, la anticoncepción, la homosexualidad y la sodomía, así llamada- eran intentos fragmentarios para emparedar los torrentes de lo polimórfico perverso que, en nuestro tiempo, han socavado de manera conspicua esas instituciones confinantes y todavía no reemplazadas: el matrimonio y la familia patriarcal. La pornografía y esa prima ligeramente más recatada, la publicidad, presentan un mundo ideal, y las pretensiones de lo ideal tensionan y fatigan la imperfecta realidad. Las expectativas sexuales privadas de los ciudadanos se derraman sobre la sociedad, produciendo divorcios, embarazos fuera del matrimonio y un aumento en una enfermedad venérea que es mortal de manera literal. Los conscientes amantes medievales que en medio de la pasión del sexo debían considerar si sus sensaciones concupiscentes se mantenían en línea con la "justa razón", encuentran su equivalente en los amantes modernos que no dejan de preguntarse cuáles fluidos corporales podrían infectar cuáles membranas susceptibles con el virus del HIV. Los que en el pasado propugnaban el "no" estaban en lo cierto por lo menos en esto: el sexo tiene consecuencias; no es una vacación que se toma del mundo.
Santo Tomás definió el pecado de lujuria como un desalineamiento con los propósitos procreativos de Dios. Otro sereno sistematizador, Spinoza, escribió en su "Etica": "La avaricia, la ambición, la lujuria, etc., no son más que una especie de locura". La locura debe evitarse por ser una desviación de la norma aristotélica de la sana moderación. De los siete pecados capitales, la gula y la pereza son pecados de exceso, de cantidad, más bien que de calidad, pues el animal humano debe tanto comer como descansar. También debe tener apetito carnal, podríamos decir, o de lo contrario, sublimarlo. Sin embargo, la lujuria, ¿es realmente tan simple y marginal a nuestro ser espiritual y mental como el comer y el dormir? Como concuerdan Freud y Agustín, ¿no es central a nuestra prometeica naturaleza humana? La lujuria, que comienza con una mirada, es una búsqueda, y su consumación, paso a paso, una forma del conocimiento. Nuestro apetito sexual no sólo nos une a ''las bestias del campo" y a nuestra madre del mundo de los espíritus -"la madre de toda la existencia", según Robert Graves, "el antiguo poder del temor y la lujuria"- sino que además pone en juego nuestras facultades más elegantes: de ostentación, relación social e idealización interior. Nos sentimos atraídos, no sólo al cuerpo de otra persona, sino a su psiquis, a esa brillante identidad no material que solía denominarse alma.
El amor romántico, que Denis de Rougemont ha descripto, de manera convincente, como una herejía perniciosa, enrarece la lujuria y la convierte en alejamiento angelical, estéril anhelo sin el cual este mundo nuestro de sueños que nos rodea y energiza, hecho de canciones, películas y obras de ficción, perdería su tópico principal. Esta interminable celebración del amor y sus frustraciones es una religión popular, que otorga dignidad y significación a lo efímero. El amor es supuestamente eterno, mientras que la lujuria es un proceso físico que tiene fin. Se relaciona con el "polvo". Andrew Marvell le ruega a su "esquiva dama" que sucumba antes de que "tu raro honor se troque en polvo,/ y se vuelva cenizas mi lujuria". Fue Shakespeare quien escribió el tratado definitivo en su soneto 129, que comienza: "El derroche del espíritu en un desierto de vergüenza/es lujuria en acción". La lujuria, dice, es "una carnada ingerida" y "una dicha a prueba, y probada, verdadera aflicción./ Antes, una felicidad propuesta, después, un sueño". Sin embargo, concluye, nadie "sabe bien/cómo evitar el cielo que conduce a los hombres a este infierno".
La Biblia, de hecho, no es muy severa con la lujuria. La disculpa de la mujer adúltera que hace Jesús, y su gusto por la compañía femenina de todas clases, dan un matiz templado a su ministerio (un lector de "The New York Times Book Review" escribió para señalar que Jesús también dijo, en el Sermón de la Montaña, tal cual es transcripto por San Mateo: "Quien mira a una mujer con lujuria ya ha cometido adulterio en su corazón. Y si tu ojo derecho te ofende, arráncatelo, y tíralo lejos de ti; pues es provechoso para ti que uno de los dos perezca, y no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno"). Como en todo San Mateo, Jesús se muestra severo y feroz, lo que no es característico de él. En el cuento de Hemingway "Que Dios les dé descanso, caballeros", un muchacho de dieciséis años, atormentado por la "horrenda lujuria", se toma en serio esas palabras y se corta el pene. La mayoría de los muchachos, como por ejemplo Jimmy Carter, no llegan a tanto.
El Antiguo Testamento contiene poesía erótica y una cantidad de episodios eróticos. La lujuria que siente el rey David por Betsabé lo lleva a espiarla en el baño desde un tejado; esto conduce al adulterio y al asesinato del marido, Uriah el hitita, pero no a la pérdida permanente de la condición de favorito de Dios que goza David. "Lo que ha hecho David desagrada a Dios", y Dios mata al primogénito de la pareja ilícita, pero luego Betsabé engendra a Salomón. De la lujuria proviene la sabiduría. Si Dios creó el mundo, entonces también creó el sexo, y una forma de interpretar este inextinguible interés sexual es como alabanza a la Creación. Dice la "Canción de Salomón": "La unión de tus muslos es como una joya, la obra de las manos de un diestro artífice".
Al admirar a otra persona, y al querer unir nuestra carne con la de esa persona, nos salimos de nuestra piel de una manera desinteresada y generosa, y entramos a compartir una sensación de belleza. Sin lujuria en el planeta, ¿qué crecería con felicidad y encanto? Hoy en día resulta fácil escribir perogrulladas liberales sobre el júbilo e inclusive la absoluta virtud de la actividad sexual. Lo que podemos perder con esta desenvoltura es el sentido del poder majestuoso que sentían los ascetas religiosos, el sentido del poder de la lujaria, capaz de unir a las almas a este mundo transitorio y traicionero, y de llevar a hombres y mujeres a extremos de obsesión. El sexo pierde algo cuando negamos su trágica contracara. Dice T.S. Eliot, al escribir sobre Baudelaire: "Por lo menos, él fue capaz de entender que el acto sexual como mal es más digno, menos aburrido, que el automatismo natural, animado y 'vital' del mundo moderno. Por lo menos para Baudelaire, la actividad sexual no es análoga a las sales de Kruschen". Es humano que cierto sentido de lo prohibido -lo que Freud llamaba "un obstáculo necesario para engrasar la marea de la libido y llevarla a su punto culminante"- otorgue a la lujuria su sabor y entusiasmo. Tal es la confusión de este mundo caído, donde los pecados yacen confundidos con la simiente del ser.