William Trevor (1928) es artífice de una sólida obra literaria en la que se alternan la novela, el relato y la dramaturgia. Nació en Mitchelstown, County Cork, Irlanda, en cuya zona rural creció. Proveniente de una familia protestante de clase media, se educó en el Saint Columba's College antes de ingresar el Trinity College de Dublín, en el obtuvo un grado en Historia. Comenzó trabajando como profesor y escultor, tareas que abandonaría en 1960. En 1954 se instaló en Londres, donde se destacó como publicista antes de poder dedicarse por completo a la literatura en 1965. Su primera novela, "A standard of behaviour" (Un modelo de comportamiento), fue publicada en 1958, pero tuvo poco éxito entre la crítica. No obstante ello, siguió publicando novelas, relatos y cuentos cortos con un tono y una estrategia narrativa particulares: contar sucesos nimios como si fuesen de una importancia vital, y dejar que los pequeños gestos, las palabras apenas dichas, los amagos, las sospechas y las intenciones sirviesen para llevar adelante la insinuada acción. A partir de 1964, con la aparición de las novelas "The old boys" (Viejos muchachos) y "The boarding house" (La pensión), en las que exploró lugares comunes con una prosa elegante y una perfecta administración del "tempo" dramático, Trevor comenzó una larga trayectoria que lo llevaría a convertirse en un excepcional novelista, maestro de maestros en el arte de la insinuación, y a ser considerado el mejor escritor viviente de relatos en lengua inglesa. Aquella característica suya, la de describir los anhelos de hombres y mujeres atados a sus raíces tras un manto de tristeza y melancolía, laten en toda su obra posterior: las novelas "The distant past" (El pasado distante), "The silence in the garden" (El silencio en el jardín), "Two lives" (Dos vidas), "Felicia's journey" (El viaje de Felicia), "Death in summer" (Muerte en verano), "The story of Lucy Gault" (La historia de Lucy Gault) y "Love and summer" (Verano y amor). Lo mismo ocurre en su veintena de libros de relatos y obras teatrales. Trevor es autor también de varios libros de ensayos y de memorias, y es miembro de la Academia Irlandesa de Letras. En el artículo que escribió para el "The New York Times Book Review", Trevor ruega indulgencia a medida que paladea los excesos de la gula.
GULA
Algunos de nosotros nos reunimos de vez en cuando, aunque no muy seguido estos días, en el Gran Paradiso o en el Café Pelican. Antes era en el subsuelo de Bianchi, pero, como sucede siempre en Londres, Bianchi ya no existe. Ya no somos jóvenes ni del todo viejos. A nuestra edad comemos menos que antes, y también bebemos un poco menos, aunque no demasiado menos. Tenemos el pasado en común y por casualidad, en una oportunidad éramos clientes de Mr. Pinkerton, un contador que nos recomendamos entre nosotros en la década de 1960, pues considerábamos que obraba milagros. En el Gran Paradiso o en el Café Pelican siempre terminamos hablando de Mr. Pinkerton, acerca de sus pequeñas idiosincrasias y de la manera en que se diferenciaba de los contadores que conocimos después. Nos referimos al tema de la gula, pues fue la gula lo que terminó con él, o eso es lo que pensamos nosotros. Nos preguntamos acerca de su naturaleza y de la forma que adopta, y discutimos si Santo Tomás de Aquino estaba en lo cierto al considerarlo un pecado cuando, de manera más caritativa, podría ser llamado un desorden del comer. Recordamos otros ejemplos de excesos, y otros glotones que hemos conocido.
Recuerdo a aquellos serviciales compañeros de escuela dispuestos a comer nuestro budín o los sandwiches de salchicha, fríos y rancios, que habían sobrado del té del domingo, o los platos de avena cocida que, de lo contrario, terminaban detrás de los radiadores de la calefacción. Un hombre, a quien una vez acompañé en un viaje en tren, después de comer en el vagón comedor y de quejarse de la calidad de la comida, volvía a pedir el mismo menú otra vez. Pero el más memorable de todos era Mr. Pinkerton. Tenía cincuenta y tantos años cuando conocimos a este hombre jovial, de pelo color arena, de unos ciento cincuenta kilos de peso, con unos ojitos que parecían cabecitas de alfiler por la hinchazón de la carne que los rodeaba. Tenía una esposa, que nunca conocimos, ni siquiera vimos, pero a la que imaginábamos pequeña y nervuda, siempre con un delantal de cocina. Vivían en una casa de altos en Wimbledon, en el sudoeste de Londres. El matrimonio era un florecimiento tardío para ambos, y no tenía más de un mes de existencia cuando entregué mis modestos asuntos financieros en las manos de Mr. Pinkerton. Este fue uno de los primeros datos que me comunicó, y yo tuve la impresión, como pasó luego con el resto de mis amigos, de que la casa donde vivían pertenecía a Mrs. Pinkerton, y que el hecho de que ella fuera su propietaria había incidido en la decisión de que él renunciara a su condición de soltero.
Mr. Pinkerton ejercía su profesión en el comedor, una habitación pequeña y atestada de adornos. Maniobraba muy bien su corpulencia alrededor de la mesa, cubierta de libros mayores de páginas en blanco, lápices, gomas de borrar, un sacapuntas, un tintero y una lapicera. Minutos después regresaba con dos platos con sandwiches -de carne de vaca, jamón, pickles y queso, sardina, tomate, pepino- con el pan cortado grueso. En todas mis visitas a su comedor, el procedimiento nunca varió. No nos abocábamos a nuestra contabilidad antes de que llegaran los sandwiches, y cuando terminaba la sesión de trabajo aparecían los escones con manteca, para que el estómago no se quejara esa noche. Mr. Pinkerton pertenecía a una época muy anteriora la de la computación; de hecho, podría decirse que era anterior a la máquina de escribir, pues presentaba a Rentas sus informes con números escritos a mano con pequeños caracteres prolijos. Al transcribir los gastos -comidas fuera de casa, una proporción de calefacción y de la cuenta de luz, viajes fuera del Reino Unido con propósitos profesionales-, él estimaba antes de anotar. En sus cálculos no figuraban recibos ni ninguna otra evidencia de gastos. "¿Unas seiscientas libras, viejo? ¿O digamos setecientas, ochocientas?". Había un encabezado titulado "Copias sobrantes", que tenía algo que ver con la compra de los libros de uno con propósitos de promoción. Esto era lo que suponíamos los clientes literarios de Mr. Pinkerton: nosotros nunca hacíamos preguntas, nos limitábamos a aceptar las sumas que nos proponía. Pero entre las figurillas de porcelana del comedor, en las que abundaban los pastores y las pastoras, el ganado y los gansos, el término "Copias sobrantes" hizo su entrada en el idioma y hasta hoy aparece en las cuentas que se presentan a Rentas en Inglaterra. "¿El sueldo de su esposa, viejo?", preguntaba Mr. Pinkerton, lapicera en mano, sugiriendo una cantidad.
Algunas veces era él quien me visitaba a mí. Llegaba por la noche, invitado a cenar, pues había que retribuirle su hospitalidad. Siempre venía a pie, con su gran bastón ("por protección, viejo"), cruzando los dos parques que separaban nuestros barrios, acompañado por un labrador adecuado a su gran tamaño. La primera vez que vino, cuando nos sentamos a comer, pidió un "par de rebanadas de pan" para acompañar las papas, las verduras y la carne, y durante la comida repitió su pedido varias veces. Las veces siguientes mi mujer se anticipó a sus exigencias colocando a su alcance un pan entero, que él siempre terminaba junto con lo demás que consumía. "En realidad, no debería referirme a otros clientes, por supuesto", decía entre bocado y bocado, y luego procedía a darnos detalles de un caso del que se estaba ocupando en alguna ciudad del Norte, que resultaba importante porque pensaba establecer un precedente. "Esto pondrá en dificultades al inspector de réditos", predecía confidencialmente, acompañando sus palabras con una expresión de alegría. "Un ejemplo de astucia amigable", también solía decir, siempre listo para defender a su cliente en asuntos de impuestos.
Como tercera variante de entrevista, Mr. Pinkerton en ocasiones sugería un encuentro en un pub, el antiguo establecimiento de Henekey en Holborn donde, instalados en un reservado, lo veíamos engullir una cantidad de huevos escoceses y un par de platos de ensalada de papas. Una vez me dijo que eso era lo único que comía en un pub, pues lo consideraba "seguro". Yo no sabía qué quería decir con exactitud, ni tampoco los clientes entre quienes sus hábitos de glotonería eran un tema de conversación. Nos referíamos a sus predilecciones cuando él mismo las revelaba a alguno de nosotros: un gusto especial por zanahorias asadas, por los bizcochos helados que hacían en Wimbledon (jamás dejaba de llenarse los bolsillos con una buena provisión), por el té con budín inglés a media mañana, o por las salchichas (en una oportunidad llegó a comer cuarenta y una). Al parecer la gula se incluye entre los pecados capitales con los que vivimos porque ejemplifica una falta de moderación, cualidad que dignifica la condición humana. Como sus seis compañeros, carece de atractivos. Los muchachos que engullían los budines acumulados eran populares en el comedor, pero despreciados fuera de él. El hombre del vagón comedor que repetía el menú, causaba revulsión a los camareros, como se veía en su expresión. Todos apartamos los ojos cuando Mr. Pinkerton extendió la mano para engullir la salchicha número cuarenta y uno.
Aun así, no lo censurábamos. Llevaba nuestros asuntos con eficiencia, y, además, era divertido. Nos caía bien porque era misterioso y excéntrico, porque al trabajo rutinario que hacía para nosotros le infundía vida con los frutos de su memoria prodigiosa, almacenando hasta la información más insignificante. A veces, parecía saber aun más que nosotros. "Agosto 26 de 1952. El día que usted se casó, viejo. Un día martes, si mal no recuerdo". Siempre recordaba bien. Si alguno de nosotros debía cancelar una entrevista debido a una cita con el dentista, ese día y hora quedaban registrados para siempre. "La mañana del 4 de julio, viejo. Molar superior izquierdo, extraído". Para nosotros todo esto aligeraba el peso de los números y tasas y exigencias. Pinkerton era un hombre grande; comía para llenar su corpulencia. Jamás se nos ocurrió que su apetito amenazara el corazón de su existencia, como un tumor cruel. Sólo en forma retrospectiva nos parece que esa figura abotagada puede haber sentido la soledad, y que la pasión que lo hacía tan peculiar fuera, de alguna manera, siniestra. Sólo en forma retrospectiva es posible especular con cierta claridad acerca de la caída de Mr. Pinkerton, que para mí se inició de una manera imprevista un domingo por la mañana de 1967 cuando me pidió prestadas 500 libras. El inesperado pedido llegó por teléfono, y tal era mi fe en la respetabilidad y capacidad profesional de Mr. Pinkerton que le dije que sí, por supuesto. No sabía entonces que se había aproximado a varios otros clientes para requerir una suma similar. Algunos lo complacieron; otros, más prudentes, se negaron.
A medida que transcurrían los meses, él no satisfacía sus deudas. Lo que era peor, los últimos avisos de Rentas ahora eran seguidos por amenazas de juicio inmediato o embargo de bienes. Hasta llegaron hombres de sombrero hongo a nuestra puerta. "No hay que preocuparse, viejo", era la reacción repetida de Mr. Pinkerton, seguida de tranquilizadoras promesas de que ese mismo día él hablaría con el inspector a cargo, que era quien nos había metido en dificultades. Pero ahora no se dirigía con su perro, su bastón y su viejo maletín a la oficina local de Rentas. Los clientes de todo Londres de Mr. Pinkerton estaban en dificultades: todos recibíamos citaciones y debíamos presentarnos ante la Corte, donde recibíamos reprimendas, éramos objeto de una investigación y debíamos pagar multas. El teléfono de Mr. Pinkerton fue cortado; ya no contestaba las cartas. A instancias de un nuevo contador, fui a verlo a Wimbledon una fría mañana de invierno con la esperanza de recoger algunos de mis papeles. Mr. Pinkerton vestía harapos. Me explicó que estaba preparando la leña para el fuego y me condujo al comedor, donde no vi señales de ello. "Entraron ladrones, viejo", me dijo cuando le pregunté acerca de mis papeles, y cuando le sugerí que no creía que un ladrón se interesara en algo tan poco valioso como hojas de balance, me explicó que, además, habían tenido un incendio. Tenía ganas de preguntarle qué sucedía, por qué mentía acerca de sucesos que, como era evidente, no habían ocurrido, pero algo en sus ojitos me advirtió que se trataba de territorio privado, de manera que desistí.
No lo volví a ver, pero en aquellos días (nos reuníamos en Bianchi) de vez en cuando me llegaba un informe fragmentario acerca de su carrera subsiguiente. La compañía de hipotecas incautó la casa de Wimbledon; a él le quitaron el registro de contador; el matrimonio Pinkerton vivía ahora en un hospicio. Existía la teoría de que había destruido todos los papeles confiados a su cargo: una forma de suicidio simbólico. Un año después llegó la muerte real: cayó muerto en la calle. Nuestras especulaciones son un lamento en su memoria. Sus palabras nos llegan como un eco de sus días de apogeo. Latas de arvejas, porotos y albóndigas, remolachas en vinagre, pastelitos de manzana, nos aseguran que no pasará hambre de noche. Y más tarde, en sueños, volvemos a ver su mesa otra vez cubierta de vituallas: carne, sopa y apio con salsa de perejil, colifor y puerros y zanahorias asadas, puré de papas, papas fritas, crema pastelera, crema caramel, pellizcos de merengue con coñac, bocaditos de menta y confite gelatinoso.
Si algunos son elegidos para recibir los dones que elevan a la humanidad a su nivel más alto, ¿puede ser que otros sean elegidos para soportar las cargas y así se alcance alguna suerte de equilibrio? Y nos preguntamos si la gula de la que fuimos testigos no sería una forma de compensación por un vacío interior, si esa carga que se considera pecado no sería más complicada de lo que parecía. Meditamos acerca de todo esto, a pesar de que lo conocíamos bien. Al cabo dejamos la pregunta sin responder, como si, de alguna manera, así tuviera que ser. Cortés, ataviado con su traje azul, el obeso contador marchó, agradecido, a la tumba. En el Gran Paradiso o el Café Pelican, con su fantasma entre nosotros, él parece asegurarnos que así fue.